La vorágine: el crimen perpetuo, una novela inconclusa. Entrega 5

Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2024 
Páginas: 27
Palabras: 10.784
Idioma: Español
Género: Ensayo
Subgénero: Ensayo literario
Temas:  La vorágine | J. E. Rivera | obra inacabada | creatividad literaria | relato criminal | crítica literaria

Ideas generadoras del ensayo: En 2022, siguiendo la pista de lo que se ha estudiado en Colombia hasta el momento sobre el género negro y policial, encontré que existía muy poca producción al respecto. Tampoco había ningún trabajo ensayístico de fondo que estudiase, desde el punto de vista de la creación literaria y no desde el punto de vista histórico – crítico, el relato criminal colombiano, que arranca con algunos textos de El carnero, de R. Freile en el primer tercio del siglo xvii; luego hay un salto histórico de algo más de 200 años hasta 1851, cuando es publicada la novela El doctor Temis de J. Ma. Ángel Gaitán, momento en que nace la novela policial / criminal en Colombia como tal. Existen bastantes estudios sobre literatura colombiana en general hasta el año 2000, y sólo un libro de importancia sobre el género policiaco colombiano. Se trata de La novela policiaca en Colombia, del hispanista alemán Hubert Pöppel. El libro fue editado en 2001 por la Universidad de Antioquia (UdeA), cuando el doctor Pöppel enseñaba allí. No fue posible adquirir el libro en las plataformas web, y en algunas páginas había uno que otro capítulo, pues la Universidad de Antioquia no lo volvió a editar, el autor se fue del país, y tampoco hubo intereses renovados por el libro por parte de alguna entidad, de manera que nunca tuvo una segunda edición. Finalmente di con el doctor Pöppel en la Universität Regensburg, en Baviera, a finales de 2021. Después de asegurarle que el uso de su trabajo era con fines referenciales, él muy generosamente me entregó el libro sin diseño ni diagramación, como originalmente los cedió a la UdeA, pues él tampoco tenía el libro impreso y se había enfocado en estudios distintos a la ficción negra /policial. De modo que tengo el libro completo en pdf. El trabajo de seguimiento al origen, recepción y desarrollo de este género en Colombia por parte del doctor Pöppel, es de enorme valor por sus análisis individuales, por la investigación histórico-crítica que realiza del relato policial colombiano y por la síntesis histórica que hace.

Infortunadamente, el libro del doctor Pöppel sólo forma parte del acervo de los pocos especialistas en el tema y no hay ninguna obra que haya seguido su senda a pesar de que ha habido desarrollos que merecen ser tenidos en cuenta, al punto que casi uno podría afirmar que desde hará unos 40 años el género criminal / policiaco en nuestro país se ha convertido en un género.

Puede resultar extraño y hasta incomprensible que hable aquí de género negro / policial a propósito de La vorágine. Es claro que esta novela en sí no lo es. Lo que sí es claro, es que La vorágine es una novela criminal antes que una novela ‘terrígena o de la selva’; es la tesis que defiendo en este ensayo.

Desde 2022 he venido estudiando varios de los relatos de plot criminal en la serie Rescates, naufragios y comentarios en donde planteo otra manera de comprender el origen y el desarrollo de la narrativa colombiana, y cómo el relato criminal ha sido, desde las crónicas de R. Freile, un eje fundacional y estructurador del desarrollo de una novelística en Colombia. La vorágine: el crimen perpetuo, una novela inconclusa forma parte de este régimen analítico.

Palabras clave: La vorágine | J. E. Rivera | obra inacabada | creatividad literaria | relato criminal | crítica literaria

Autores relevantes relacionados con este ensayo:

Fuentes adicionales:

La vorágine. Primera edición
La vorágine. Segunda edición
La vorágine. Quinta edición
La vorágine. Biblioteca de Ayacucho
La vorágine. Memorandum
Cartas de José Eustasio Rivera
La patria. Suplemento literario. Febrero de 1916
La patria. Suplemento literario. Marzo de 1916
La patria. Suplemento literario. Mayo de 1916
La patria. Suplemento literario. Octubre de 1916
Polémica. Entre José Eustasio Rivera y Eduardo Castillo
Instituto Caro y Cuervo. Noticias culturales. Segunda época. # 34
Proyecto de Ley La vorágine
Manuscritos. Modo de trabajar la goma en el Brasil
Manuscritos. Mapa 1
Manuscritos. Mapa 2
Manuscritos. Mapa 3
Manuscritos. Mapa 4
Manuscritos. Mapa 5

Serie: Rescates, naufragios y comentarios

 

La vorágine: el crimen perpetuo1, una novela inconclusa

 

2024

 

Esa cosa que se llama La vorágine” 2

 

[continúa de la entrega anterior]

 

Una obra literaria está lista, sí y sólo sí, cuando el autor está seguro de haber compuesto una obra de arte y las obras de arte descubren, dictan y fijan sus propias reglas, no las ya dadas ni las que nadie da, salvo el propio autor. Acabo de afirmar que si Rivera hubiese vivido 30 o 40 años más hoy tendríamos una obra de superior calidad, quizá una obra de primera fila, a lo mejor un clásico en el sentido fuerte, pues no es una cosa ni otra y yo me hago ilusiones. Las obras de arte narrativas, las obras maestras en literatura, no sólo valen por su originalidad (creatividad), sino por la manera como fueron construidas, pulidas y retrabajadas una y otra vez, hasta liberar a la obra de los préstamos temáticos, gramaticales, lingüísticos, ideológicos, estéticos y poéticos que la inspiraron. Más acá de los préstamos de los que jamás se liberó Rivera en La vorágine, cabe decir que el autor publicó prematuramente su obra llevado por su afán de denuncia social (¿o era una disculpa?) y por su deseo de coronarse como poeta (¿entonces por qué no escribió una epopeya o un romance?), y muy consciente eso sí, de que estas acciones podrían abrirle las puertas de la inmortalidad. Hasta ahora, al parecer lo ha logrado, al menos en los alabastrinos recintos de las academias.

De cualquier manera, Rivera debió esperar a que la obra se sedimentara y él mismo decantar su estilo narrativo, un estilo que sólo hasta ese momento estaba empezando a desarrollar, pues el estilo poético ya lo tenía y lo había demostrado con Tierra de promisión (1921). Narrar es una cosa, escribir poesía, otra. Narrar tiene una utilidad, pues cada palabra, frase u oración, es deudora implacable de la siguiente, deuda que se salda al final del relato, si el narrador es lo bastante afortunado y encuentra la palabra adecuada. En la poesía no. Una sola palabra bien usada, se denota a sí misma, se festeja, da la ilusión de fijarse y juega. Es un universo abierto y autopoiético. Por su lado, el narrar impone, sí o sí, una lógica interna para contar sucesos de una manera más o menos ordenada, episódica, secuencial, y elaborar escenas y bloques narrativos que el narrador ensambla. Escribir poesía es, según Rilke, alabar, invocar, cantar, celebrar el lenguaje que se sale de lo episódico y de toda racionalidad; la poesía está hecha de tiempo convertido en música, y no pretende ser narrativa o contar una historia, a menos que la poesía misma lo exija, entonces tendremos una obra épica. Porque, precisamente, es en el estilo (tono y ritmo: música narrativa, que puede confundirse con la música poética, es lo que sucedió a Rivera y le ha sucedido a muchos lectores acríticos) donde el escriba mide y sopesa, pone límites y dirige sus fuerzas narrativas hacia el corazón de las historias que cuenta. Si el escritor no impone un límite a la materia narrada, empezando por el lenguaje escogido y acabando por la estructura, la extensión de la trama y el tamaño mismo del libro, la obra se desborda. Y todo en la vorágine está desbordado, carece de límites; o mejor, los únicos límites lo pusieron, inconscientemente, las fuerzas físicas y mentales del autor. De haber tenido la suficiente entereza como escritor, Rivera jamás se habría enzarzado en discusiones inútiles defendiendo su trabajo ni hecho cinco (5) ediciones de su propio bolsillo ni menos buscar una edición en inglés: habría guardado la obra por un tiempo para tomar suficiente distancia, luego debió revisarla a fondo, y reeditarla primero para sí mismo como debe ser, y entonces, sólo entonces, publicarla, ojalá después de pasar por el ojo crítico de un buen editor, cosa casi imposible de conseguir en Colombia en esos días, aunque de querer buscarlo, estoy seguro de que Rivera lo hubiera encontrado. Entonces ya no tendríamos ese tipo de escritos críticos que hoy pululan en los índices académicos, sino ensayos de mayor vuelo, muy diferentes. Con un manejo reposado de la materia narrada que ya tenía trazada en la primera edición (en la forma y en el fondo, como se dice), la novela no sería un complejo, forzado y desequilibrado entramado de relatos, como lo señala de manera esquemática S. Benso siguiendo a la también esquemática Joan R. Green, “La vorágine: una novela de relatos”, relatos que están mediados por Cova, el amanuense malsano en el que no se puede confiar por ser un personaje, como ya dije, errático, anómalo, poco fiable, presa siempre de todo tipo de accesos funestos, violentos e idólatras.

 

2. La vorágine: una novela criminal

Hasta el momento, sólo he encontrado un texto en el que se esboza un ‘aspecto’ poco y nada estudiado en esta novela, a saber, que la vorágine es una novela de plot o asunto criminal. Este esbozo lo proporciona Monserrat Ordoñez cuando afirma, ‘el tratamiento que el narrador Cova da a los indígenas y su comportamiento con ellos como personaje’ (2014, p. 173), que publicó en 1998 para el Manual de literatura colombiana, t. 1., y se reeditó en La escritura, ese lugar que me acompaña, en 2014. En este trabajo, propio de una visión académica; es decir, sesgada, unidimensional y a la vez focalizada, la autora expone a un Arturo Cova fatalista, monomaniaco, violento, racista, machista, con ínfulas de superioridad, prejuicioso, ladrón, tramposo, despreciativo ‘como un conquistador y colonizador europeo’ (p. 174), arrogante, torturador y sádico, cruel, traidor, criminal, conductas que pretende esconder Cova tras un leguaje poetizante, ‘que necesita del dolor ajeno para sentirse artista’ (p. 187). Un ‘artista’ que está en el polo opuesto de lo consideraba Rilke el hacer un poeta: “Oh, di, poeta, ¿qué haces tú? –Alabo.” (Elegías de Duino. Los sonetos a Orfeo). El poeta Cova no alaba, recrimina, injuria, agravia, ofende y traiciona. A lo largo de toda la novela, estas son las conductas recurrentes de Cova y lo hacen mover como personaje, que, valga recordar, si bien encuentra y narra (de manera poco fiable, enfatizo) historias ajenas, se narra a sí mismo. Y narrarse a sí mismo, lo sabemos desde Las confesiones de san Agustín, también es esconderse uno mismo, velarse, parapetarse, ponerse una máscara. Cova se alimenta de narraciones puras para validar su propia narrativa en un mundo dominado por el mito de lo primigenio, al que considera totalizante, supra humano y espantoso. No extraña que Ordóñez, como en otros estudios sobre esta novela, vea este ‘aspecto’, pues ya había analizado otros ‘aspectos’, como el papel de la mujer (“La loba insaciable”, 1991, a propósito de Zoraida Ayram), pues se alinea perfectamente con la visión focalizada (fragmentada) que mencioné antes.

Pero dejando eso de lado, lo que me interesa analizar es que, si bien el protagonista cuando le conviene esconde su ferocidad –no perdamos de vista que es un asesino y un maltratador de mujeres e indígenas– tras su fachada de ‘poeta’, y que, si bien uno de los protagonistas es la selva, como tantos y tantos críticos han señalado, a la hora de la verdad, lo que mueve la espesura de trama no es la selva. La selva es un escenario rococó, un decorado personificado y subjetivado en el que el narrador testigo, Cova, proyecta su furia, sus instintos y sus miedos, sus anhelos y sus frustraciones, sus delirios, sus sueños y los raros momentos de lucidez. Es como si de manera inconsciente el narrador testigo Cova se transfigurara en la maleza de la materia narrada, se convirtiera en parte del decorado y al final desapareciera teatralmente con ese “¡Los devoró la selva!”. En un sentido diametralmente opuesto, como si fuera el lado oscuro de la luna, es la contrapartida del pintor chino de W. Benjamin de un relato suyo, en el que cuenta la historia del artista que enseña a sus amigos su obra más reciente: un parque con “una estrecha senda cerca del agua que corría a través de una mancha de árboles y terminaba delante de una pequeña puerta que, en el fondo, franqueaba una casita. Cuando los amigos se volvieron al pintor, éste ya no estaba. Estaba en el cuadro, caminando por la estrecha senda hacia la puerta; delante de ella se paró, se volvió, sonrió y desapareció por la puerta entreabierta.” (“Mummerehlen”, en Infancia en Berlín hacia 1900, Alfaguara, 1982, pp. 64-68). Pero al ser ‘devorado por la selva’ Cova no sonríe, parece entrar en un lienzo como el pintor chino, pero no como aquél en lo ignoto de un mundo contemplativo (el corazón de un parque; es decir, de la naturaleza domada), sino en las fauces metafóricas de una fiera por él mismo pintada: la selva indómita que no lo llama al reposo, sino, como Sísifo, al trabajo incesante e inútil de seguir adelante, sin detenerse, hasta la dentellada misma de la fiera. 

El concepto de selva que tiene el narrador testigo Cova, como lo señaló de manera despectiva pero acertada Carlos Fuentes y de modo herido Ordóñez, es el del explorador del siglo xvi, claro está, y en ese sentido, repito, es un escenario o teatrino en donde también se proyectan sombras que jamás salen de la cueva platónica. Las sombras de la interioridad violenta, taimada, predatoria y lujuriosa de Cova que acaba personificando todo lo que ve. Lo que mueve la trama no es la selva en sí, sino el instinto criminal de Cova y su maldad. Cada uno de los episodios en los que Cova actúa o es oyente pasivo promete, sí o sí, algo violento o malvado. Además, ¿Cova no es un miserable criminal por el que uno como lector no siente ninguna simpatía? ¿Inspira simpatía un personaje que le pega a las mujeres y asesina, que lentamente se degenera moral y físicamente y arrastra en su sino a otros personajes al abismo? El narrador testigo Cova, dice C. Goic, se deleita con “el horror, lo repulsivo, la violencia, la destrucción y la muerte; el engaño, la desilusión; carencia de plenitud, equilibrio, paz y belleza o amor. Esta condición moral deficiente y larvaria se apareja con la condición de un mundo inmerso en el 3er día de la creación en [el] que lo humano aparece todavía sin poder desgajarse libremente del limo originario e indiferenciador.” (Ordóñez, p. 184). Cova es un rufián que pretende esconderse tras el brocado rococó de un lenguaje poetizante rebuscado. A lo largo de la novela, encontramos más de una docena de asesinatos (R.H. M. Durán hace un recuento, Ordóñez, 435) crudamente narrados en los que Cova participa o es espectador que se complace con el espectáculo de la muerte. También en esta novela hay más de un centenar de homicidios que otros personajes narran, como si cualquier cosa, masacres y  violencias sobre personas de toda condición, desde los esclavos hasta de traficantes, desde indígenas hasta mandamases y religiosos y niños, para no hablar de los males y destrucciones que le causan a la naturaleza. La selva en La vorágine es el único topos en donde la violencia y toda clase de crímenes, cuyo repertorio es alucinante por lo amplio y bestial, tienen lugar, pues la civilización idealizada –el topos opuesto– es la antítesis. En esta novela, la civilización es la luz redentora de la oscuridad criminal del ser humano. Se ha calificado a Rivera de escritor romántico. Nada está más lejos de semejante elogio en lo que concierne a los grandes principios del romanticismo, salvo el alto sentido de Rivera por los valores nacionales y su voluntad de recuperar o registrar historias propias que quizá se habrían perdido, pues nuestro autor es totalmente ajeno al Sturm und Drag goethiano. Rivera no ‘romantiza el mundo’ como quería Novalis: en romantizar el mundo ‘se reencuentra el sentido original […] En cuanto doy un sentido elevado a lo vulgar, un porte misterioso a lo habitual, dignidad de lo desconocido a lo conocido, una apariencia infinita a lo finito, lo romantizo.”8 Lo romántico es conexión con los seres del mundo y del universo y la búsqueda de un equilibrio con la naturaleza y con el infinito. El romántico idealiza el mundo y se siente parte de él porque lo considera parte del todo y de su ser. Rivera le contesta a L. Trigueros, en una de esas defensas: “Ignoras que la naturaleza se les mete en el corazón [a los hombres] para contagiarles su violencia, su crueldad, su amargura?” (Ordóñez, 67) Responsabilizar a la naturaleza de la criminalidad de las personas, no sólo es equivocado, sino que es disculpar a Cova y justificar incluso las acciones de un Barrera, de un Funes, de una Zoraida Ayram, y por extensión las acciones de la Casa Arana; por un lado, y por otro, amén de que es una postura completamente antirromántica, es contradictoria. Y lo es porque entonces, sin ir más lejos, ¿cómo es que Clemente Silva, un rumbero curtido, no es un criminal y sí más bien da lecciones de paciencia, humildad, humanidad, amistad, respeto, amor y sentido común? Esta también es una de las razones por la cuales Cova como narrador testigo no es confiable, como tampoco lo es Rivera como escritor de novelas acabadas, ya que esto también demuestra que no tenía un control total sobre lo narrado.

Sólo un escritor y sólo crítico colombiano vislumbraron en esta novela lo criminal como semilla fundacional y como eje funcional del relato. El primero L. E. Nieto Caballero en 1925 escribió: “La bestia humana muestra algunos de sus peores instintos” y “la ferocidad de sus pasiones”. (Ordóñez, p. 29) [de Cova] “Deja la impresión de [que] todo se escribe con sangre” (ídem, p. 30). Eduardo Castillo escribió a finales de 1924: “La novela que nos brinda el parnásida de Tierra de promisión viene envuelta en un como halo rojo de crimen y sangre muy propio para excitar la curiosidad de los lectores de folletín”, es “crudamente realista, obra de crueldad, de violencia y de muerte” (ídem, p. 42), pues no “hay dominio de todo lo que hay de indómito y brutal en el ser humano” (ídem, p. 43). Llama la atención que estos dos comentaristas, en especial Castillo, enfatizara en que esta novela estuviera pensada como un folletín policial, pues si bien destaca de manera aparente que “tiene el mérito no pequeño de ser una novela esencialmente nacional, nuestra”, cosa en la que tiene toda la razón, no hay que pasar por alto que, justo en ese momento, 1924, el folletín policial que había nacido en los Estados Unidos a mediados del siglo xix y a lo largo de unos 70 años se había convertido en todo un género policial violento y crudo y de brutal lenguaje callejero, era, literariamente, menospreciado. ¿Hay un menosprecio velado en el comentario de Castillo? Es probable que Castillo al ser traductor del inglés y de otras lenguas, conociera las revistas de narrativa negra norteamericanas que proliferaban y estaban de moda, como Black Mask, y supiese que éstas solo se vendían en los quioscos por unos centavos a la gente del común, no precisamente a ‘letrados’, pues letrados eran Rivera y sus encumbrados críticos, incluido Castillo. Los escritores ‘serios’ no respetaban este tipo de relatos por considerarlos ruines y de baja calidad. Tuvieron que llegar D. Hammett, W. Faulkner en 1929 y J. M. Cain en 1934 para dar un giro radical a este concepto.

Es aquí, en este punto, en el que me debo andar con cuidado al no considerar a La vorágine como una obra con mérito propio, más acá de los motes que le han colgado de ser novela telúrica / terrígena, romántica o naturalista o lo que sea. Como cualquier novela criminal que se respete, la trama de La vorágine no sólo avanza en virtud de los innumerables delitos que, página a página, suceden a un ritmo vertiginoso, igual que los relatos de viaje temerarios. Y Cova es abstruso y temerario. El relato evoluciona especialmente porque, superando también el tópico que es una novela de viajes y aventuras del siglo xx (S. Magnarelli, ídem, 349; A. Gómez R., p. 45; E. Neale-Silva, p. 92), se trata más bien de una persecución que tiene lugar en varios planos. Uno, el más obvio, el de Cova que persigue a personas (a Alicia y a Griselda; a Barrera y a Zoraida Ayram, etcétera), o el de otros personajes, como Helí Mesa y Clemente Silva que persigue a (los huesos de) Lucianito, su hijo muerto; es decir, hablamos de persecuciones en el plano físico y psicológico, y aún más, la persecución del propio Cova de sí mismo acontece en un plano ontológico proyectado, según el cual, todas sus violencias provienen de la selva, una selva que encarcela, degrada, persigue y devora. 

Pero hay una excepción, en la que la lógica de este último argumento parece tambalear: Cova dice al inicio de su relato que jugó su corazón al azar y se lo ganó la violencia. ¿A cuál violencia se refiere? A la violencia de sus pasiones fanáticas, por su puesto. Y como todas las pasiones verdaderas y profundas, las suyas impensadas y por ello mismo tumultuosas, ciegas, desordenadas y homicidas. Si bien Cova nació en la ciudad, en la civilización en cuyo seno las pasiones están domesticadas y todo crimen es castigado (si la ley civil falla, opera la justicia divina), pues fuera de ella todo es permitido. Tampoco es que haya en La vorágine una oposición dialéctica entre civilización y barbarie según la inmensa mayoría de críticos y estudiosos serios, incluido Moreno Durán. Lo que hay en este libro es una salida violenta –como debe ser– de la ley instaurada en la ciudad hacia la anomia que impera en los espacios indómitos, es decir, en los llanos y en la selva. No es sólo el ‘crimen perpetuo’ que registran los capaces en sus libros, sino el crimen perpetuo que tiene lugar en todos los territorios en donde no hay ningún orden social ni jurídico. Muchos críticos han confundido la intención subjetiva y no racional de Rivera al personificar la selva como el topos por excelencia de la barbarie y así oponerlo al de lo civilizado. Lo que sucede, desde el punto de vista de la creación literaria narrativa, es que el relato directriz de todo texto, el que nace en el inconsciente del artista, y Rivera lo era, el que lleva en sí la esencia humana de quien escribe, es decir su historia, su infancia, sus anhelos y su formación libresca, sale de la pluma como un fantasma y es lo que queda difuminado entre líneas, y quien escribe no es consciente completamente de ello. Kafka afirmaba que para valorar adecuadamente un diario hay que ser diarista. Parafraseándolo, digo que para valorar adecuadamente una novela hay que ser novelista, o como dice Wilde, al menos ser un crítico que se pone en las pantuflas del artista. En los últimos 15 años he afirmado en mis textos que toda escritura es autobiográfica; en Rivera, tal cosa es superlativa. 

No afirmo que La vorágine sea una novela negra policial ni mucho menos y tampoco parece ser (hasta ahora no lo he estudiado como corresponde) precursora de ninguno de los géneros subsidiarios policiales del siglo xx en Colombia, pero es ‘wagnerianamente’, el relato más fuerte y definidor de lo criminal después de El crimen de Aguacatal. Lo que sostengo de manera directa, es que esta obra ha sido analizada siempre desde los mismos puntos de vista sin tener en cuenta las ristras de transgresiones y la intención abiertamente violenta desde las primeras hasta las últimas líneas de la obra. La vorágine fue pensada por Rivera en un escenario violento en donde suceden acciones crueles y sañudas, lo que la convierte en una novela criminal colombiana, más que otra novela de género reivindicativo de valores nacionales y latinoamericanos; y tampoco sienta bases para considerar que haya elementos policiales. La vorágine está escrita en términos brutales y agresivos, su narrativa es fragmentaria y arrebatada, y todo escapa de las leyes humanas. Incluso, la ley natural ha sido arroja lejos de sí misma y el narrador testigo Cova intenta, página a página, instaurar su propia ley moral. Cova encarna al personaje inverso del filósofo de Platón que sale de la cueva y teme ser asesinado por alcanzar el más alto grado de conocimiento (la ciudad de donde proviene), y se devuelve a la anomia de la ley moral, social y humana para inmolarse a ella e inmolar a quienes lo siguen. Lo que sucede es que esta novela inacabada, fragmentaria, todavía en proceso de una reedición por parte del autor que jamás tendrá lugar, está acicalada con elementos melodramáticos, emperifollados y poéticos que velan su verdadero contenido criminal. 

Este ensayo sigue el régimen de análisis que he venido esbozando con El carnero, de Juan Rodríguez F. (1859 [1636-1638]), El doctor Temis, de José Ma. Ángel G. (1851), Sombras i misterios, de Bernardino Torres Torrente (1859), y El crimen de Aguacatal, de Francisco de P. Muñoz (1874)

Citas

  1. ‘”Mas el crimen perpetuo no está en la selva sino en los libros: en el Diario y en el Mayor’. Se refiere Rivera a las cuentas que los explotadores les llevan a los explotados”. Citado por L. E. Nieto Caballero en: “La vorágine”. Ver: Ordóñez Vila, Monserrat. La vorágine: textos críticos. Bogotá: Alianza editorial, 1987 (p. 34).  .
  2. Citado por Jacques Gilard, en Ordóñez, M. La vorágine. Textos críticos. Bogotá: Alianza, 1987, p. 453. 
  1. Citado por Han, Buyng Chul, en: Vida contemplativa. Barcelona: Taurus, 2023, p. 117. 

 

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