Un asesino inmotivado, una asesina rabiosa, un policía depravado, y una hermosa pelirroja sometida por un sicario implacable que se quiere retirar. Todo, en un territorio de vidas cruzadas.
Germán Gaviria Álvarez
Autor: Germán Gaviria Álvarez
Editorial: Tusquets
País: Colombia
Formato: 14.6 X 22.3 cm, tapa blanda
Año: 2021
Páginas: 312
Idioma: Español
Género: Ficción
Subgénero 1: Novela
Subgénero 1: Novela colombiana siglo xxi
Subgénero 3: Novela negra | novela criminal | novela realista | novela basada en hechos reales | novela policial
Temas: asesinato no premeditado | venganza | masacre | hornos crematorios | paramilitares | sistema de cobros | joven asesino
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Imágenes y experiencias generadoras de la novela: En 2007 vivía en un apartamento de El Lago, en Bogotá. Desde mi ventana del 3er piso, en especial los viernes y los sábados en la noche, veía a hombres jóvenes parados en la acera, hasta que algún carro de lujo los recogía. Más tarde regresaban a su puesto. Pronto entendí que se trataba de prostitutos. Por esa misma época hice un viaje a San José del Guaviare, a donde tantas veces fui invitado por un amigo que vivía allí con su familia. Un día me relató el asunto de un préstamo de dinero que había hecho a uno de esos grupos armados. Luego me enteré, por el periódico, de un incendio en una discoteca de Chía, población cercana a Bogotá, a finales de los años 1990. Lo que resultó ser un ajuste de cuentas entre criminales. Escribí más de 20 versiones hasta llegar a esta.
Palabras clave: criminalidad | novela negra | novela policial | hornos crematorios | paramilitares | hechos reales | sistema de cobros | joven asesino | thriller | novela de trasunto | histórico
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Resumen:
Dice Hugo Chaparro Valderrama:
“Estructurada en cuatro capítulos –Solvitur ambulando; Movimiento inverso; Movimiento perpetuo; Velocidad de escape–, la historia transcurre en una espiral de violencia y frustración desde que conocemos en el primer capítulo a uno de sus protagonistas, Araoz, encarnación de la mala suerte, el rencor y los peligros de la resignación cuando su destino ha llegado, en apariencia, a un callejón sin salida.
Sin embargo, Gaviria Álvarez desvirtúa lo predecible con la astucia del autor que conduce el interés de su lector hacia rumbos inesperados en el transcurso de la trama y Araoz, que se presenta como un emblema de la mala suerte, pasa de ser una víctima a convertirse en el victimario que esperaba, desde años atrás en su vida, tal vez demasiados, la venganza que explota como detonante del horror.”
Los asesinos
Todos los relatos son verdaderos.
Chinua Achebe
¿Hay algo más pavoroso que el hombre?
Svetlana Aleksiévich
Lo que nos guía es el mal.
El autor
Solvitur ambulando
1
Araoz prefirió guardar el último cigarrillo que le quedaba. Iban a ser las diez de la noche. No creía que pudiese resistir las ganas de fumar cuando bajara de la buseta, cuando caminara hacia el edificio en donde vivía. Tenía en el bolsillo las monedas para el pasaje de ahora, una cajetilla de cigarrillos baratos para el día siguiente. Debía pedir prestado dinero que tendría que alargar hasta la próxima paga, que veía lejana. Estaba muerto de hambre, muerto de frío. Se resignó al pensar que se acostaría con el estómago en blanco. Lo que más deseaba era estar en su cama, descansar de una jornada larga que podía irse al carajo, pero eso iba a tener que esperar. Recordó la silla y la mesita asignadas en la oficina, las de un empleado de medio pelo. Recordó a los compañeros con los que poco o nada hablaba, los que ahora mismo hacían el turno de la noche.
Por las nubes negras supo que caería una granizada. Lo mejor sería irse de allí lo más rápido posible. El viento le hizo hundir los puños entre los bolsillos de la chaqueta abotonada hasta el cuello. Encogido, Araoz maldijo no haberse ido de la oficina cuando en el reloj dieron las ocho y media de la noche. El encargo de última hora debía terminarlo en su casa. Llevaba casi una hora allí, de pie, estaba harto de la espera. Estaba harto de que cada día fuera lo mismo, de sentirse de esa manera. Pensó que habría sido mejor caminar hasta su apartamento como otras veces había hecho, no habría sido ninguna novedad. Mientras más tarde fuera, más improbable sería que una pasara buseta. La mayoría de los negocios había cerrado. En las aceras quedaba media docena de vendedores ambulantes, una pareja de indigentes y una pequeña horda de perros que escarbaban entre bolsas de basura despanzurradas.
Iba a irse caminando cuando un vehículo de lujo se orilló, Araoz vio que lo llamaban. Los primeros goterones y pepas de granizo golpearon la cabeza de Araoz cuando se acercó al vehículo agachándose para ver dentro. Se pasó mano por la cabeza, por la mata de pelo, y observó. Seguro se trataba de una de esas mujeres ricas a las que no les importa hacer que alguien se moje sólo para preguntar alguna dirección, cualquier cosa sin importancia.
¿Lo llevo?, ofreció ella.
La mujer al volante tenía el brazo apoyado en el espaldar del asiento del pasajero y estaba ligeramente inclinada. La calidez de la cabina y lo insólito de la propuesta hicieron que Araoz respirara profundo, un poco desconcertado mientras escudriñaba en el interior, mientras comprobaba que nadie más iba con ella.
¿Nos conocemos?
¿Importa?
Araoz miró hacia la avenida. La buseta que le parecía servir estaba a una cuadra de distancia. Araoz agachó la cabeza, miró el pavimento mugroso sin saber qué contestar. La mujer no era una de esas viejas ricas y solitarias que salen por la noche en busca de macho. Se trataba de una mujer joven, ordinaria, de belleza ordinaria, aspecto ordinario y ropa costosa, pero de mal gusto. Una mantenida que tira la plata de algún comerciante viejo y riquísimo.
¿Quiere que lo lleve a alguna parte o prefiere mojarse?
Uno no se moja en el paradero, dijo Araoz, e hizo ademán de regresar, pero se detuvo. Aunque la buseta en la distancia parecía ser la suya, podía ser una ruta diferente; varias veces se había decepcionado. Se vio caminando durante una hora hacia su apartamento bajo un aguacero intenso, descorazonador. Tampoco tendría otros zapatos para el día siguiente si mojaba los que tenía puestos.
La mujer retiró el brazo del asiento, hizo un gesto inexpresivo y dejó el teléfono celular en su regazo. Araoz observó las rodillas angulosas, las medias negras. Junto a la pierna izquierda, semi oculto en el piso, el bolso como al resguardo de los ladrones.
Araoz abrió la puerta, se acomodó en la silla y respiró a fondo aquel calorcito agradable. Desde hacía demasiado tiempo no subía a un carro de lujo. Casi había olvidado la sensación de bienestar que transmite una cabina grande, compacta, forrada de cuero, de buen gusto. Puso el morralito manos libres en el tapete y cruzó el cinturón de seguridad sobre su pecho. Las manos quedaron sobre sus muslos. Estiró las piernas descansándolas de aquella espera. Si los pies se me calientan, el resto del cuerpo se me calienta, se dijo Araoz.
¿A dónde lo llevo?
Usted conduce; usted escoge la ruta.
La mujer oprimió dos veces la pantalla del teléfono celular, lo puso en el soporte del salpicadero. Miró a Araoz de modo interrogativo. Se concentró en el granizo que arreció abruptamente, en la lluvia que golpeaba el parabrisas y la calle. No pareció darle ninguna importancia a lo que veía.
¿Va a donde lo quiera llevar?
Sí.
¿Así, de buenas a primeras?
¿Por qué no?
Dígame a dónde lo llevo, insistió la mujer. Araoz pensó en la ronquera de esa voz, en el tono. ¿Debía inquietarse o relajarse? Lo mejor siempre es dejarse llevar por las circunstancias, ir resolviendo sobre la marcha, se dijo, ¿qué tengo que perder?
Voy a donde usted quiera.
¿Sin preguntar siquiera?
Sin preguntar siquiera.
Araoz percibió cierta hostilidad en la mujer, cierto descaro. Ya no le importaba caminar hasta su apartamento, mojarse, confirmar que había tenido un día de mierda. Una semana de mierda, si bien se mira. Sí, carajo, ¿qué estoy haciendo aquí con esta putica?, se dijo a punto de bajarse.
¿Le da lo mismo?
No dije eso. Pero sí, me da lo mismo.
Y lo que hagamos, ¿le da lo mismo?
Depende.
La mujer apretó los labios:
¿En dónde vive?
En la calle Ciento cuarenta y dos con Décima.
Lo esperaba “el potro”, como llamaba Araoz a la incómoda mesa en la que trabajaba. Siempre al final la noche era larga, tediosa, deprimente. Tenía que terminar aquellos encargos, mañana no podía aparecerse con la manos vacías. No, si algo lo caracterizaba era que nunca incumplía sus compromisos, nunca dejaba un trabajo a medias.
¿Le gusta la música?
La granizada aumentaba en la calle, pegaba en las latas acrecentando el ruido en la cabina, mezclándose con música suburbana, el tipo de música que Araoz odiaba. El carro permanecía con el motor encendido, pero el motor no se oía.
No.
¿Quiere que la cambie?
Es su carro, ponga la música que quiera.
La mujer movió la palanca, lanzó el vehículo a la izquierda. De la carrera 15 bajó a la autopista Norte por la calle 85 y aceleró por entre el tráfico. No era la ruta que Araoz esperaba que cogiera. Había escuchado historias de mujeres ricas que merodeaban por la carrera 15 ya avanzada la noche en busca de machos jóvenes que las complacieran, que pedían sexo violento, que incluso pagaban bien. Pero él no era ningún jovencito. Jamás había pensado ganar dinero extra de esa manera. Tampoco estaba muy seguro de a qué se refería la gente cuando hablaba de “sexo violento”, no le interesaba ni quería imaginar nada por el estilo. Debía lucir cansado, su aspecto no era el de hace años. La ropa que llevaba, aunque limpia y decorosa, estaba vieja, gastada, fea. Debía parecer un viejo idiota, pobretón; un fracasado.
En pocos minutos pasaron por la calle 170. La mujer aceleró hacia la salida de Bogotá, donde no estaba lloviendo. Araoz observó de reojo a la mujer. Le gustaban aquellas muñecas finas, el pelo intensamente negro y liso que caía sobre su pecho, su figura menuda, liviana; le gustaban las mujeres livianas. Le recordaba a alguien, pero había visto y tratado con tantas personas a lo largo de su vida que dejó ir la idea. Qué importaba finalmente, qué importaba quién carajos era. Como tampoco tenía importancia lo que pasara. En todo caso, debía sentirse hagalado de que lo hubiera escogido, a él, entre tantos otros. Araoz no creía en la buena suerte, la “‘buena suerte”’ es para los ignorantes, para los canallas; creía en la probabilidades. ¿Cuál es la probabilidad de que una mujer joven, medio bonita, con atractivo, con un carro de lujo, con ropa de lujo, recoja a un hombre con cara de infeliz que podía ser su padre en las actuales circunstancias?
Ninguna.
En la Autopista Norte, los bloques de edificios y casas formaban un conjunto en la ciudad que lentamente quedaba atrás. Los árboles flotaban recortados sobre las aceras. Los cerros Orientales se extendían a lo lejos en su continuo de grandes masas oscuras. El oscuro mundo de la noche llamaba a la impunidad.
Araoz iba a mencionar algo por la velocidad a la que iban, pero se contuvo. Que la mujer fuera a la velocidad que le diera la gana. Araoz sacó un estuche y guardó las gafas. Se frotó los ojos, se hundió en el asiento casi sin energía, dejándose ir, sin prestar atención a lo poco que se veía por la ventana, sintiéndose cada vez más a gusto en la silla. Los pies empezaron a calentarse.
¿Podría apagar el radio?
La mujer no contestó, lo miró de reojo.
Por aquí también va a caer un aguacero, dijo Araoz.
Sí.
Usted me conoce.
¿Debería? Como por qué o qué, respondió la mujer, frunció el entrecejo. Hundió un poco más el acelerador. Tocó una pantalla en el salpicadero, el radio se apagó.
¿No le da miedo recoger a un ladrón, a un asesino, a un…?
¿Violador?
Sí.
Usted no tiene pinta de ser nada de eso.
Qué pinta tengo.
De artista o algo así.
No soy artista.
Qué hace.
Soy dibujante. Trabajo para una revista.
Cuando dijo estas palabras Araoz consideró lo que significaban. El oficio final de un hombre arruinado que, si bien tuvo días de gloria, ahora hacía dibujitos para una revista que siempre retrasaba los pagos, que nunca reconocía la calidad de su trabajo, en la que jamás tendría un salario que valiera la pena. Araoz pensó en su jefe, aquel antiguo “amigo” que solía ir a su casa a comer y a emborracharse. El que se indignó con él porque durante el incendio −incendio del que Araoz no tuvo la culpa−, se había quemado la colección de fotografías eróticas de 1900 que le había prestado. “Amigo” que le retrasaba el salario cuando le daba la gana. La verdad es que Araoz tampoco tenía mucho talento, no importaban las horas que dedicara a los encargos, el resultadoera muy bueno, nunca era de superior calidad, nunca lo había sido. Trabajaba por unas monedas, se aferraba a ellas con patas y manos. Cuando el jefe encontrara a un joven mejor dispuesto, sustituiría a Araoz en un abrir y cerrar de ojos. ¿Y después qué? Esperaba resistir allí un poco más, hasta que se resolvieran sus problemas.
Por eso, un artista.
Los dibujantes no somos artistas.
Ah.
¿Y usted?
Negocios.
Por qué yo.
¿Por qué usted? Me gustan los hombres maduros.
Araoz inspeccionó el rostro de la mujer, de líneas fáciles. Debía tener unos treinta años. Una prepago que le gusta que un desconocido le eche unos buenos polvos, se dijo Araoz. Un capricho que se da mientras el tipo que la mantiene está de viaje o se parte el lomo trabajando.
¿Qué tiene de raro?, agregó ella.
Nada.
Trescientos metros antes del peaje, el carro tomó el retorno, pareció regresar a la ciudad. Enseguida se pasó al carril de la derecha, giró y entró por una carreterita en la que trozos de pavimento formaban huecos grandes de bordes filosos. Al aviso “Guaymaral”, bastante torcido, le faltaban dos vocales, una consonante. La flecha que indicaba el camino había sido emborronada con aerosol. El carro entró en una vereda avejentada que conducía a las mansiones del sector. Pero el vehículo no traspasó ningún muro que rodeara alguna casa quinta ni entró en ningún estacionamiento disimulado, como esperaba Araoz. La mujer detuvo el vehículo donde el camino terminaba. Los faros iluminaron los matorrales llenos de polvo. El potrero abandonado se perdía en la negrura de pequeños arbustos y pasto alto dando la sensación de maraña compacta.
A media distancia, Araoz divisó la bombilla en la entrada de una casita. La luz era amarilla, desvaída. La casita debía ser de un piso, en ladrillo y con tejas de Eternit, infestada de media docena de perros sarnosos. Eran los que alborotaban. Araoz observó con indiferencia lo desapacible del campo ante sus ojos. No le importaba que los dueños de las mansiones de los alrededores poco a poco devoraran aquellos terrenos ni que año tras año fueran desplazando a los dueños orignales, campesinos miserables que trabajaban en aquellas casonas por nada. En cierto sentido, él mismo lo había hecho en otro tiempo, nunca había sentido remordimiento de ello.
La mujer apagó el motor. Deslizó las puntas de las uñas desde las rodillas hacia la ingle de Araoz. Se inclinó hacia él buscando su mirada; con la otra mano acarició el rostro, la barba crecida de Araoz.
Un papel sucio se pegó al parabrisas, y así como llegó, fue arrebatado por el viento. Se perdió en la negrura.
¿Le gusto, papito?
Vamos a otro lado, dijo Araoz.
Desde que subió al carro, según su vieja costumbre, Araoz no había dejado de imaginar el cuerpo desnudo de la mujer ni cómo sería su sexo, su mata de vello negro, si estaba depilada, el tamaño de sus pechos. Qué clase de posiciones o peticiones le haría, cómo sería penetrarla. ¿Y si él no podía? ¿Y si su miembro no respondía como ahora mismo estaba ocurriendo mientras ella lo manoseaba? Le daba lo mismo si resultaba ser un fracaso. Araoz esperó que la mujer no lo obligara a bajar allí mismo si la decepcionaba.
¿No le gusta aquí?
No.
¿Por qué?
Es sucio, es feo. Es demasiado ordinario y vulgar. Iba a agregar Araoz, pero se contuvo.
¿Feo?
Hay un lugar mejor.
¿Dónde?
A menos de un kilómetro.
Usted conoce el sector.
Como cualquiera.
¿Cómo cualquiera?
Vamos. Yo le muestro por dónde es.
¿Le gusto o no le gusto, papito?
Sí, mucho.
La mujer encendió el carro. Dio reversa. Dejó que Araoz hundiera su mano entre la falda, que la acariciara mientras indicaba el camino. Dijo cuánto le gustaba lo que hacía. Llegaron a un calvero donde otro camino terminaba. Una hilera de sauces, de eucaliptos, de cayenas, recibió durante unos segundos la luz de los faros. La mujer dejó encendidos los cocuyos laterales que despedían una luz rojiza, discreta, que alcanzaba la cabina. Un pájaro nocturno levantó el vuelo de manera repentina, Araoz se hizo sobresaltó. La mujer apretó, separó las piernas un poco más. Y ya no hubo un segundo de calma.
2
La mujer estacionó el vehículo. Un mecanismo reclinó la silla en la que Araoz iba sentado y quedó boca arriba. Dejó de pensar en sí mismo, en las pequeñas rabias que lo amargaban. Era el momento de darse un aire, era el momento de desquitar. La mujer se puso a horcajadas. Lo besó con tanta intensidad que los dientes lastimaron sus labios, chocaron sus dientes al tiempo que ella lo hacía tragar una pepa salida de quién sabe dónde. Araoz sintió extraña aquella boca estrecha de labios ultra delgados, el sabor de su saliva, el viejo tufo a cigarrillo, la lengua delgadita, poco carnosa. Le gustó comprobar que la mujer fuera liviana, tan liviana como no recuerda haber tenido sexo con una mujer tan delgada, pequeña. Pero no era ninguna niña, sabía perfectamente lo que quería. Y a la vez, eso lo sorprendía y excitaba, la mujer tenía habilidad, fuerza para dominarlo. Quizá es una de esas mujeres que a diario se ejercitan, que levantan pesas, que van al gimnasio, cree recordar Araoz que pensó mientras se dejaba hacer. Cree recordar que él le dijo, espere, pero ya ella tenía su miembro en ambas manos. Él abrió de mala manera la blusa de ella. Se sintió maravillado con esos pechitos de pezones duros, sin sostén siquiera. Recuerda la falda enrollada en torno a la cintura. Ella rápidamente se arrancó los calzones. Y en un momento dado, Araoz no sabe cómo ni cuándo, terminaron arrodillados en el asiento de atrás mientras ella no dejaba de gritar. La mujer se largó a describir lo que hacían, cosa que también a Araoz lo excitaba. Araoz cree que si pudo mantener las erecciones durante tanto tiempo, no sólo fue por aquella pepa. Sino porque aún había dentro de él cierta indiferencia, cierto hastío, cierto deseo de lastimarla a pesar de que ella pedía más ímpetu. Que la lastimara. A pesar de que exigía de Araoz mayor habilidad con su miembro, con los dedos. ¿Por qué todas esas posiciones de sometimiento, de contacto físico extremo, ahora le parecen ridículas? En poco más de tres años Araoz no había tenido sexo con nadie. Parecía inmerso en cierta melancolía. Creía haber llegado a una edad en que la libido había desaparecido, poco le importaba tener sexo, ni mucho menos hacerle el amor a una mujer. A Araoz le gustaba observar a las mujeres, imaginarlas desnudas, hacer bocetos que luego arrugaba y tiraba a la basura, nadie debía pensar que él era un viejo morboso. Un erotómano que ve a la mujer como una cosa sexual, aunque en cierto sentido así lo creyera. También le gustaba imaginarse teniendo sexo con ellas, cumpliendo alguna fantasía suya (bastante convencional), pero la imaginación no era suficiente siquiera para mantener una erección, para masturbarse, para conservar el arrojo necesario para, por ejemplo, iniciar algún tipo de acercamiento con alguna mujer de la oficina. Con alguna que encontrara por la calle, en alguna cafetería. ¿Qué le había pasado? ¿Era por la edad, el licor y el cigarrillo de los que había abusado? ¿Por qué desde hacía más de tres años, cada vez sentía que el sexo le importaba menos, al punto de encontrarse desinteresado de iniciar algo con alguna mujer? Sexualmente, muy pocas mujeres le atraían. Después de Rosario ninguna le interesaba. Pero ¿por qué si la relación con ella había entrado en decadencia? Recuerda haberse prendado últimamente de algunas mujeres, pero eran inalcanzables. Ejecutivas ricas (con lo que ganaba jamás podría llevarlas a lugares finos), exigentes. Mujeres jóvenes que no querrían acostarse con un hombre mayor. A él las mujeres mayores ahora le interesaban poco, no como antes. Cuando era joven, cuando ansiaba tener experiencias con veteranas que le enseñaran. Lo que acababa de pasar superaba sus expectativas. Y si algo descubría en este instante, es que sólo necesitaba condiciones inesperadas, bajas, sucias y desenfrenadas para tener sexo inmensamente satisfactorio.
Araoz sintió el ardor de las heridas que dejaron las uñas de la mujer en su pecho, el collar se clavaba en sus costillas. El olor a sexo llenaba la cabina. Encima de la mujer, dejándose ir por la fatiga, por el sopor, pensó en que apenas habían cruzado algunas palabras. Menos que con ninguna mujer antes en su vida para tener sexo. Araoz sintió el apremio de beber algo. ¿No habría en el carro, por casualidad, alguna botella de licor? Recordó no haber almorzado. En la tarde, se contentó con tazas, tazas de café. Con unos panecitos. Cerró los párpados vagamente consciente de que los huesos de la pelvis de ella se clavaban en la suya. Mierda, se dijo respirando con satisfacción, dominado por la molicie. ¿Cuánto tiempo hacía que no pichaba con locura? Recordó a una mujer con la que tuvo varios encuentros más de treinta años atrás. Todavía recordaba su nombre, el olor penetrante del sexo de ella. Fue arrebatado, un poco sucio, lleno de hormonas. Pero aquella experiencia se quedaba corta.
Déjeme, dijo la mujer. Empujó a Araoz contra la puerta.
Cuando se movió, la mujer soltó un pedo, al tiempo que una carcajada por haberlo hecho. Ambos se vistieron como pudieron. Mientras Araoz se acomodaba en la silla vuelta a la posición original, se pasó la mano por el pelo, lo sintió sudado, pegajoso. Restregó los dedos en la pernera del pantalón. La mujer encendió la luz auxiliar del espejo retrovisor y empezó a peinarse, a ponerse un poco de maquillaje. Araoz calzó los mocasines y buscó el último cigarrillo en la caja. La caja estaba aplastada, el cigarrillo destrozado. Observó aquellas piernitas desnudas. Los delgados labios de la mujer ahora hinchados de sexo, las ojeras pronunciadas. La falda subida hasta el principio de los muslos de donde provenía el olor incisivo de ella. Araoz tuvo una dolorosa erección. Hizo que ella apretara su miembro, pero la mujer retiró la mano, se mantuvo en su puesto.
No quiero más, dijo ella, los agujeritos me están doliendo. Enfatizó la palabra ‘agujeritos’.
Deme otra mamada.
Hágasela usted mismo, dijo ella alisando su blusa. Bajó la falda hacia las rodillas desnudas. Las medias se habían convertido en hilachas.
¿Tiene cigarrillos?, dijo a su pesar.
Araoz se había fastidiado por el tono de la mujer. También iba a preguntar si por casualidad tenía allí algo de beber, pero se contuvo. La mujer no le iba a pagar nada, él tampoco le iba a pedir dinero por sus servicios. Pero se sentía satisfecho de sí mismo, casi exahusto. Desde hacía mucho no se creía capaz de volver a tener sexo con una desconocida. Aunque eso no es tener sexo, sería decir mucho, se dijo Araoz, sino pichar, en el sentido brutal de la palabra. Ni más ni menos que eso.
Araoz buscó los condones que había usado. Les hizo un nudo y los dejó en el bolsillo de la puerta. Sintió repugnancia de haberlos cogido, fríos y pegajosos, pero tenía curiosidad de saber cuántas veces había sido. Intentó hacer el recuento de las mujeres con las que había pichado, trató de pensar con cuál de ellas se había apasionado más. Se sintió harto. Concluyó que esta era la ocasión en que más veces seguidas había tenido orgasmos con una mujer. Aún podía hacerlo un par de veces más a pesar del cansancio.
La mujer se inclinó hacia la izquierda, buscó dentro del bolso.
Los matorrales fueron sacudidos por el viento. Araoz no podía verlo, pero si no se iban de allí, pronto estallaría uno de esos aguaceros como los que saben caer en Guaymaral. Si diluviaba, encontrar el camino de regreso a la Autopista Norte no iba a ser fácil. Durante unos segundos fantaseó con la idea de dormir allí hasta que amaneciera, pichar más con la mujer, dejar que las cosas siguieran algún curso. Podrían hablar. Quizá la mujer no era una arrecha desalmada. Quizá mostraría alguna especie de humanidad trágica que los uniera en la desgracia. Así tendría una justificación para no ir ese día al trabajo, una buena historia para contarse algún día. Entonces se reiría.
Araoz cerró los párpados durante unos segundos, a la espera del cigarrillo. El cuerpo, la mente plácidamente relajados. De pronto sintió un golpe, la presión de un objeto metálico en la sien izquierda.
Salga del carro, dijo la mujer.
¡Ahhh!, Araoz lanzó un grito de asombro, que sonó estúpido. Automáticamente subió los puños a la altura del pecho.
No era un pedido. Era una orden firme, en voz alta de la mujer. Pero el sonido metálico de la corredera de la pistola fue aún más convincente. Araoz sintió que un sudor helado descendía desde la nuca hasta las nalgas. Lo dominó el miedo de morir. La mujer buscaba a tientas los mandos de las puertas. La boca del arma apretó la sien, la cabeza de Araoz contra el vidrio.
¡Salga!
Araoz agarró la manija. La puerta tenía puestos los seguros.
¡Qué pasa!, ¡qué pasa!, chilló Araoz, las palabras se le atragantaban. No sabía qué estaba pasando. Por qué lo amenazaba. Por qué le ponía una pistola en la sien. Iba a morir. Era lo que la mujer quería.
¡Salga del carro, hijueputa!, gritó.
Si quiere que salga, tiene que abrir el contacto, dijo Araoz arrinconado contra la puerta temblando de miedo. Araoz utilizó el mismo tono de voz de desprecio de cuando hablaba a alguien que intentaba hacer algo estúpido. No podía ver la expresión infame de la mujer. No se atrevía a moverse, a mirarla de reojo siquiera. Imaginó su rostro tenso, aquella boca con olor al sexo de él de donde habían salido esas palabras. Y por el tono determinado y seco con que las había pronunciado, lo iba a matar. Su cuerpo iba a aquedar abandonado en aquel calvero, a merced de los chulos, de las ratas. Ratas grandes, inmundas, hambrientas.
¿Por qué? ¿Qué hice que ella no quisiera?, se preguntó Araoz. En todo caso, no porque me dieran ganas otra vez. Entonces, ¿por qué? Tampoco me va a disparar aquí adentro, se dijo. Dejaría fluidos, trozos de hueso, pedazos de cerebro en su carro nuevo. Es tan nuevo que no conoce bien los controles, se dijo Araoz, por eso quiere que salga. Araoz imaginó como sería el impacto del tiro. ¿Es de la clase de pistolas, es la distancia como para que la bala me atraviese? Araoz estaba aterrado, de medio lado, con la boca entreabierta.
La mujer se movió para buscar el botón correcto entre tantos botones de mando. Araoz agarró la mano de la mujer. El disparo pegó contra el tablero de la puerta, pero no logró quitarle el arma. La mujer saltó encima de Araoz vociferando de furia. Un segundo tiro pasó a un centímetro de la pierna derecha de Araoz e hizo un agujero en el piso. Araoz recibió varios codazos en la cara y en el cuello que lo lastimaron. Golpes dados con técnica, con precisión. Las rodillas angulosas de la mujer estaban en su estómago. Los índices de Araoz y de la mujer intentaban controlar el gatillo. Araoz trataba de imponerse, de tener el control de la situación que se resumía en impedir que la mujer accionara el gatillo cuando el arma lo apuntaba. El pelo de ella lo hacía respirar con dificultad, llenaba su boca, le impedía ver con claridad. Sentía el arma en sus manos, pero las manos de la mujer agarraban el arma con firmeza, con insólita pericia. Intentaban controlar el gatillo, de apuntar la boca del arma hacia arriba. Ella intentaba apuntar, dispararle en el cuello.
¡Ya sé quién es usted!, chilló Araoz. Aplastó a la mujer contra la silla del conductor, quedó sobre ella. ¡Dígame! ¿Por qué, por qué la mataron?, gritó sorprendido de sus palabras. Algún gesto de la mujer o el tono de su voz, algo había abierto una especie de puerta. Araoz veía con claridad. ¿Cómo no se dio cuenta desde el principio?
La mujer estalló en carcajadas.
Araoz se quedó estupefacto por aquella risa maligna. ¿De qué se ríe esta maldita? ¿Por qué se ríe?, se dijo atónito, con el timón contra la espalda. El cañón del arma presionaba el cuello de la mujer que luchaba. Ella no paraba de reírse cada vez más fuerte. Parececía que la risa la llenaba de ímpetu, de una fuerza incontrolable. Ella no dejaba de insultarlo como nunca antes alguien lo hiciera. Unas palabras tan sucias que Araoz no creyó que existieran. La mujer escupió la cara de Araoz:
¡Maricón! ¡Lo voy a matar!
¿Por qué se ríe?, ¡dígame!, gritó Araoz en vez de preguntar por qué había cometido aquellos crímenes, por qué hizo todo lo que hizo.
Lo primero sería arrebatarle la pistola, dominar a la mujer. Luego la interrogaría, entonces sabría toda la verdad. ¿De dónde había salido Rosario? Era la primera vez en más de tres años que se formulaba esta pregunta. Era crucial para saber qué había pasado, por qué. Y lo que es más. En realidad, quién había sido Rosario, por qué la habían asesinado de esa manera. Araoz jamás había interrogado a nadie ni hecho nada por el estilo. Apenas lo que había visto en las películas o leído en algún libro. Lo malo es que tengo que matarla después, pensó apegado a su razonamiento. No puedo dejarla viva. No puedo dejar viva a una mujer que no descansará hasta matarme. Cómo no hacerlo para cobrarme por lo que me hizo, cómo no llevar todo hasta las últimas consecuencias, si es que hay últimas.
Gruñó:
¿¡De qué se ríe, maldita!?
Araoz hundió la rodilla contra el estómago de la mujer que lanzó un resoplido, intentó arrebatarle el arma. Ella le dio un rodillazo en la entrepierna con toda la fuerza que fue capaz. El tiro entró por la tráquea, salió por la coronilla y pegó en el techo. En ese momento los seguros automáticos de las puertas se abrieron.
Araoz sintió que todos los músculos, toda la tensión, toda la respiración. Y toda la excitación se relajaban.
Final del capítulo 2