Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 1992
Páginas: 6
Palabras: 2323
Idioma: Español
Género: Cuento
Subgénero 1: Cuento corto
Subgénero 2: Mítico
Temas: mito del carnicero | el incesto | la matanza del cerdo
Experiencia imaginaria generadora este cuento y de la novela: En el barrio en el que crecí había carnicerías en las que siempre había un cerdo destazado. A la que me enviaba mi madre, era atendida por un hombre que tenía el rostro destrozado por la viruela, y el pelo negrísimo en pegotes. Lo acompañaba una mujer hermosa. Le decía: Idiota de piedra, Idiota de piedra. Yo pensaba en tiempos míticos.
Palabras clave: matanza del cerdo | sangre | crimen pasional | relato mítico del cerdo | incesto
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Escalón rojo *
Germán Gaviria Álvarez
No conocí perfume distinto al de la sangre a punto ni una vida como la de aquellos tiempos con Margarita, Leoncia y Nena. Historias vueltas una en el tiempo donde se parte la memoria.
La sangre a punto era la del animal recién sacrificado, antes de ser en el viento pavesa roja. Así lo entendí el día de lo ocurrido a José Alfonso en el río, a Margarita en el pantano y al puerco Joche en el matadero. También ese día Margarita me hizo hombre y Leoncia y Nena desaparecieron.
Llegaron tiempos donde, por fuera del sueño, veía flotar un cuchillo entre mis manos y encima de ellas unas manos blancas. Donde el aire pierde fuerza los cerdos aparecían y eran tajados, despellejados y yo, Nacho, chupaba una herida honda. La muerte mostraba sus labios de amapola, su corazón amortajado. A lo mejor nunca dormía, y como en los pueblos de mito, yo estaba metido en un sueño.
Angustiado, cerraba los ojos y, como si la herida y yo fuéramos amigos, silbábamos al compás de mi aliento. Entonces Margarita recogía con sus labios mi suspiro.
En las mañanas mi pensamiento era para ella, y para Leoncia y Nena, avergonzadas siempre por lo de la carnicería, por lo del matadero. Apenadas de dónde, pensaba, si me daban la comida, si me dejaban estar en el huerto a la sombra del tomatero, si me tomaban la mano al pedir un servicio. Al atardecer, con las nubes grises y escarlata, un lazo salía de sus pechos al mío, nos ataba a la piedra patrona del pueblo y Margarita y yo corríamos, pero los caminos habían desaparecido.
Entonces pensaba en papá Juan, si viviera.
Mejor no vive. Apostaría la casa del pueblo, su vida. Poco restaba después de jugar la hacienda, los animales, su hombría y eso llamado reputación. Pero nadie habría querido a un hombre en cuya carne va tejida la muerte.
Sin la casa de la calle 6 habríamos arañado el parque, el altar de la iglesia donde, a modo de Cruz, los puños de la vegetación atravesaron las paredes. Ese habría sido nuestro resguardo, pensaba, y oraba al cielo vuelto pedazos, a las aves con picos de ganzúa y plumas de abanico. Rogaba por mi madre, por mí, por Margarita. Por nadie más.
Y nadie tenía la culpa de cuanto pasaba, ni siquiera papá Juan y su aguardiente. Lo comía, lo masticaba y lo volvía una bola marrón, una manotada de barro. Nadie. Es por el tabaco, muchacho idiota, Margarita sonreía. Pero no era eso. Lo veía retorcer las manos hasta ponerlas pálidas y más delgadas, suaves y livianas como hojas blancas. Escondido, veía en esas hojas la historia de mi vida. De tanto hacerlo, parecía decir: la memoria también duele. Yo era un niño en un tiempo lejano. Entonces veía en una pizca de agua pedazos de fuego muerto. Ahora sé, los muchachos siempre nos enamoramos de cosas así.
Deshecho quedó el corazón de Jesusa, la mujer de papá Juan. Mamá Teresa y él tendrían un hijo. La enfermedad entró en los ojos y no quiso ver. Aporreó los oídos y no pudo oír. Mordió la boca y olvidó hablar. Tronchó sus piernas y las piernas dejaron de caminar. En seguida su respiración empezó a parecerse al humo, y nací yo.
En medio del jardín rodeado por la casa, sentí en mi cara el peso de papá Juan. Me quedé inmóvil. Sentado en el zaguán, los ojos guarecidos por el sombrero brillaban y se apagaban como un cigarrillo fumado en la noche. Venían los sapos y él los alimentaba con colillas. Ni así sonreía. Había un poco de viento, pero nada se agitaba. Cada vez la mecedora iba y venía, entonces su mano alzaba del piso la botella de aguardiente. Margarita, Leoncia y Nena murmuraban a mi lado, y en una el llanto la anegaba. Mamá Teresa dormía; de la boca de Jesusa brotaba humo espeso. De un momento a otro sus ojos cayeron como en un abismo, donde estaba yo, pero no me veían.
Idiota de Piedra. Así señalaban cuanto era yo.
Descolgado desde el pelo, mi rostro sonreía. Entonces tenía los ojos verdes como lomo de rana, y sus pecas se amontonaban en mi nariz. Ahora son verdes, dicen, pero brincan al color de los troncos de los árboles si el sol se ha ido. Mi cuerpo corría por todas partes, sin articulaciones. Se iba para éste o para aquel lado, pesado, como la piedra emblema del pueblo. El suelo de las calles era el seno de papá Juan, el regazo de mamá Teresa en donde podía reposar, aliviarme del cajón golpeado en mis oídos. Contra las piedras salientes me pegaba en la frente primero, luego en la cara, hasta sangrar. Y mientras la luz se iba lejos, veía mi vida sin sol, sin rostro ni refugio.
Tal vez nunca fui un niño, sólo un idiota.
Quise ser hombre, mas mi sangre huía por un caminito de ortigas, tomaba la forma multiplicada de un chulo y arriba, convertido en flecha, volvía a la tierra y se hundía en mi pecho. Yo volvía a ser el mismo. Y justo allí donde debía estar el corazón, se abría un agujero que jamás cerraba.
A veces toda hombría se me venía de golpe y enfrentaba a los niños en gavilla. Me gritaban infamias. Pero aún era muy chico y regresaba a casa con tres pedradas en la espalda.
Un día corrí hasta donde papá Juan. Quise aprender a ser hombre. No quería oír más lo de Idiota de Piedra, pero se quedó en la mitad caliente de la calle. Me revolcó el pelo y miró para bien lejos. Sacó una moneda y la pegó en el sudor de mi frente.
Así explicó a quienes nos miraban: Este Idiota ninguna familia tiene conmigo.
La ahorcada era mi madre. Mamá Teresa.
A mi paso dejaba pedazos de piedra. Ella recogió una manotada, la entregó a papá Juan y lo hizo jurar por mí. Ese día desapareció el lazo de la cocina. Camino hacia el bosque, junto al rastro de sus pies desnudos, entre las hojas como separadas por un dedo, me pareció verla ir despacio. El lazo era largo, y arrastraba.
Miraba redondo, como si el aliento no se hubiera ahorcado. La enterraron allí, donde al caer, su cuerpo hizo un agujero en la hierba. Seis hombres y un caballo no lograron sacarla. Las piedras en los bolsillos del vestido se habían pegado a los huesos, donde la piel nace. El vestido había sido un regalo de papá Juan. Y aunque no era cierto, nadie dudó de que si pesaba tanto era por la culpa, pues era su hermana.
Margarita, Leoncia y Nena por sus labios supieron lo de papá Juan: no había jurado. Y ellas debían hacerlo por si algún día faltaba. En sus ojos hubo destellos de bosque amargo. Sólo Margarita, la mayor de las tres, en mí vio a un niño.
Joche se llamaba el primer cuino cebado. Así lo bautizó Nena, así lo llamábamos todos. Los dos siguientes también tuvieron nombre, aunque no eran albinos: Aparicio, Tina; los demás no. Así fue el negocio, y la cochera fue grande, como un puño. Abrieron la carnicería y en el marco, junto a las cabezas de los cerdos, con un enterizo blanco decorado con la untura de mis manos, estaba yo.
El tiempo se acumuló, y ya no pude contarlo. Y aunque todo parecía distinto, los cerdos se parecían a Joche y a José Alfonso, el novio de Nena, albino también. Se lo había dado por lo del compromiso. Pero la dejó en la capillita frente a la iglesia vieja, y más blanca todavía con el ramo de azahares blancos en las manos enguantadas. Desde la acera vi en el ramaje de sus ojos una mariposa negra. Por cuál camino se habrá ido si en el pueblo no hay caminos. Ninguno sale ni llega. Por cuál vereda. Sólo está el bosque, donde los caminos se pierden. El río se corta al cabo de un pequeño horizonte, y no hay más.
Luego, Nena venía a la cochera con un palo. Le pegaba a Joche y lo insultaba. A veces le acariciaba las orejas y el cuello por donde corría una mancha café y le decía cosas. Leoncia se burló hasta de sus escapadas al huerto en la madrugada, lo de los hilillos de sangre clara, y no quiso más al hijo dentro. Nena gritó puerca, puerca. Y entre ellas no hubo palabras de más.
La mañana de José Alfonso en el río, yo aún no tenía entre los dientes la sangre del cerdo Joche. En el matadero, la gente corrió con vasijas para llevar entresijos, caca para emplastos, y un cordón blanco para poner la cola rifada en la entrada de la casa, seña de abundancia. Desde la cerca, Nena lloró y me tiró el palo culpándome de algo. Margarita y Leoncia se burlaron, y fue como si se hubieran acabado de lavar la cara en el sol.
Las lágrimas se ponían en las comisuras de los ojos, semejaban astillas de vidrio. Sólo salían al ver a Margarita y su cabello suelto. Lloraba también por ser hermanos, y lo nuestro no podía ser, pero a ninguno le importaba. En su dejar sus ojos en mí se derretía un pedazo de oscuridad, tan honda era su mirada.
Un día permitió mi boca en sus rodillas, y entre sus muslos donde nacían, sin tallo, dos rosas reventadas. Y aún en sus pechos enanos, de tan delicados, tuve miedo de quebrar. Son huevos de mirla, susurré, y sin apenas tocarlos puse de uno cerca de los dientes, y el hueso de mi corazón se rompió. Con ese dolor, el rocío caído del día, la sombra pegajosa del tomatero y los suspiros unidos, me fui desbocado huerto abajo, feliz, porque sentía cosas así.
Bajo las velas apagadas del cielo, mientras entraba en sus grandes ojos, corrí montaña abajo destruyendo cuerpos de pasto, helechos gruesos, yerbajos altos, loco por atrapar los fulgores del lago. En la orilla, incendiado por la blancura del aire, vi relojes cristalinos como carne de sábila. Nutrían sus engranajes con la savia de sus tallos y formaban una pradera en donde hacía olas el viento.
Oí una voz lejana, sentí un mordisco en la oreja, un golpe de roca en la cara. Margarita decía cosas. Y si se está feliz, esas cosas no se oyen, así el cuerpo obedezca.
Ya no era un niño ni un muchacho idiota. Sus ojos son bellos, dijo, y añadió: tienen el color del cilantro florecido. Sólo yo le importaba.
Con los días y el tiempo crecí más, más, y poco a poco no fui Idiota de Piedra. Tal vez por el tamaño del negocio, tal vez por el pueblo dos veces o tres crecido. O por la máscara en mi rostro. Producía angustia, miedo, no sé.
Margarita me mira y pone la comida a un lado. Camina por el cuarto llevando en sus manos las formas cambiadas de mi cara. Otras veces me deja oler su sombra, su huida. Creo sonreír. Estamos solos. Leoncia y Nena han desaparecido, desde hace mucho vivimos solos en la casa.
José Alfonso fue el primero en el pueblo en ver a un asesino.
Dije antes haberlo visto en el río. Fui a lavarme para sacrificar a Joche y lo encontré yendo por ahí, como buscando el horizonte. Nena fue al huerto y besó mi frente. Con sus pequeñas manos fuertes apretamos un cuchillo grande. Húndalo bajo este sobaco. A la señal, métalo hasta aquí. El compromiso con una mujer no se rompe. Encuéntrelo donde sus ojos lo vieron.
Vino gente e hizo rueda para verlo morir. Preguntaron por el asesino. Pero no habló. Había sepultado su voz con manotadas de tierra. Con las palmas limpias, con la lengua dormida por el sabor de su sangre, entré en el pueblo y caminé. Recibí dos pedradas: antes de entrar en el pueblo, una en la frente; y una vez allí, otra en la espalda. De rodillas en el empedrado, mis oídos se llenaron de agonía, y golpeé duro contra el adoquín hasta romper mi cara, como si ello me quitara la vida matada de José Alfonso. Llevaba sangre en las uñas y raspé. El polvo fue uno con el viento.
El niño corrió a espiarme. Lo oí asustado. Gritó le di al Idiota, le di al Idiota. Oí un insulto, carreras. El mundo creció en mis oídos y dormí buscando el regazo de mi madre.
Margarita puso flores, raíces, trapos limpios en las heridas y tomó medidas. Mas la noche volvió a tener días, y la piel nueva de mi cara fue una máscara de cuero.
No puedo mover los dedos, el tiempo también se teje con la carne. Me desmorono igual a una pared húmeda. Pienso en la casa donde, en época de lluvia, nacía una pitiminí roja, como la de papá Juan, el segundo asesinado en el pueblo.
No sé si ya lo dije, y no importa si lo repito, si cuento de nuevo lo de aquel día en el río con José Alfonso, pues la memoria en secreto dice cosas y al final uno no sabe. Ese día rodé con Margarita hacia el pantano, justo detrás del matadero; ese día sacrifiqué al puerco Joche, destrocé mi rostro y fui hombre.
Nos rodamos colina abajo, repito, seguros de no volver a sentir aquellos rocíos helados ni a ver un cielo así, cargado de bruma. Llegados al río lo vimos con el agua hasta la cintura. No sé, ahora lo pienso, si ella me dio la primera pedrada, tanto me confundo, si ella puso el cuchillo en mis manos y trajo la tierra, si fue quien lo distrajo y me hizo la seña.
José Alfonso alcanzó a decir su hijo no es mi hijo, y le gritó puta.
* Primer puesto, 3er Concurso Nacional de Cuento Carlos Castro Saavedra. Medellín: Trasempaques, 1992. ↑