La superficie del día

“Si ella, Griselda, fuera rica, ¿sería tan quisquillosa como la señora? ¿Con el tiempo se volvería así? No lo cree. Ella no es blanca como la señora ni tiene los ojos claros ni la educación de ella, como tampoco la cuna de ella, eso se ve a leguas.”
Germán Gaviria Álvarez

Autor: Germán Gaviria Álvarez
Editorial: Seix Barral
País: Colombia
Formato: 14.6 x 22.3 cm, tapa blanda
Año: 2021 
Páginas: 312
Idioma: Español
Género: Ficción
Subgénero 1: Novela
Subgénero 1: Novela colombiana siglo xxi
Subgénero 3: novela realista | novela basada en hechos reales | relato de la sirvienta | tema del doble | doppelganger | novela especular | reflejo de sí mismo | 1980 Bogotá | novela de trasunto histórico | microhistoria
Temas: El doble | vida de una sirvienta | la doble vida de una mujer de clase media | la soledad de ambas mujeres | la vida cotidiana en 1980 en Bogotá | la guerra de clases sociales | dos mujeres opuestas

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Ideas generadoras de la novela: Esta obra fue pensada desde el principio como una novela corta. La vida de una empleada del servicio que trabajó en mi casa 2006-2014. La relectura de El doble de Dostoievski. La relectura de los primeros textos de Kafka. La vida real de una mujer de Neira, Caldas, de familia rica pero que huye a Bogotá con un arriero analfabeto: mi madre y mi padre. La vida ficcional de ella bibliotecaria, que es mi propia vida como bibliotecario durante 6 años de mi vida. La vida ficcional de una mujer de clase media bogotana que acude con alguna frecuencia, desde mediados de los años cincuenta hasta 1980, a un prostíbulo masculino y, sin embargo, es fiel a un solo hombre en su vida. La idea de escribir un relato espejo. El problema del doble.

Palabras clave: novela corta | el relato de la sirvienta | Bogotá 1980 | novela especular | doppelganger | microhistoria

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La superficie del día

 

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Pero ¿dónde están mis semejantes?
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1

Llega muy cumplida todos los sábados a las seis de la mañana. Como tiene las llaves de la puerta y sabe que la señora, que puede estar despierta, se levanta a las seis y treinta o siete, va directamente al cuarto de servicio cuidando de no hacer un ruido muy alto, aunque sí el suficiente para dar constancia de su puntualidad. Está segura, sin embargo, de que la señora la oyó desde que descorrió la barra de la verja del antejardín, y que oyó cuando introdujo la llave en la chapa de la puerta de entrada de la casa, una casa en silencio en donde sonaron suavemente sus pasos y ella tuvo la sensación extraña de todos los sábados, a esa hora, de que ese silencio era más profundo que el habitual. La señora…

Cuelga su cartera de un gancho detrás de la puerta del cuarto del servicio; a la señora no le agrada que la ponga en la mesita de la cocina, a la vista, y allí mismo cambia su vestido por el uniforme para hacer las labores de la casa; también se cambia los zapatos por unos de goma que la señora ha comprado para ella. Los trae de su casa, donde los ha limpiado escrupulosamente, de modo que toda ella se vea impecable y más acorde con el estado general de la casa. En el espejo del baño auxiliar, vigila que su cabello esté bien peinado y bien templado en cola de caballo y con ganchitos negros en la frente y en las sienes. Se lava las manos, observa su rostro sin maquillar, se siente satisfecha por esas mejillas rellenas y los labios gruesos. El uniforme —un vestido azul oscuro de cuello y delantal blancos— está perfectamente planchado y sin manchas. Dos veces al año, la señora compra esos zapatos y un uniforme nuevo para ella, hace que tire a la basura el viejo, incluidos los zapatos, orden que cumple sin el menor gesto, pero con desagrado. Preferiría quedarse el vestido y modificarlo para que su madre o su hermana lo usen entre semana en su casa; ropa, buena falta les hace. Aunque se lo pone de mala gana, siente un placer enorme al estrenar zapatos y uniforme. Entre las empleadas que viven en su barrio, ella es quien tiene el mejor uniforme, es quien más gana y quien hace el trabajo más fácil. Ha aprendido a estar pulcra, no sale de casa sin haber observado cada detalle. Los guantes de caucho de la señora —supone que para lavar la poca loza que, acaso, usa entre semana—, cuelgan de un ganchito del patio de ropas. Desde el principio, la señora dejó claro que los guantes de aquel ganchito eran los suyos; no debe usarlos. Debe avisarle a la señora cada vez que necesite unos nuevos. En los últimos años, no recuerda desde cuándo, ha pedido cuatro veces a la señora que aumente una talla del vestido y de los zapatos, y dos la de los guantes de caucho. Estar gruesa, rozagante, es signo de prosperidad y de que las cosas van bien, no duda que vive mejor que antes, ya no se siente pobre. Pobre; es decir, sin lo del diario; ahora tiene suficiente para el diario, ahora puede hacer mercado cada semana y tener en la despensa lo que necesita para ella, su madre y su hermana, y lo más importante, tiene la seguridad de un salario como un relojito. ¿Qué más puede pedir? ¿A cuántas empleadas como ella les pagan exactamente cada mes? Los guantes de caucho, son lo último que se pone, pero los siente demasiado ajustados. Tendrá que escribir en la libretica del mercado al pie de la nevera unos guantes talla 9, junto al pedido de un trapero y de un galón de blanqueador que ya se está acabando.

Empieza por el primer piso.

Se arma de entusiasmo, siempre debe mostrar la mejor cara, no importa que la señora no la esté mirando. Nadie le dice que la señora no la observa a escondidas, aunque sabe a ciencia cierta que la señora no haría una cosa así. Debe ser porque teme a esa pregunta de la señora antes de irse, teme que sea su último día de trabajo. Desde hace un tiempo, quisiera saber por qué la señora pregunta lo mismo. Parece más una amenaza que una preocupación por si está en condiciones de regresar o no. Desde hace cuatro meses, está segura de eso, la señora pregunta si vendrá a trabajar el próximo sábado, y da la impresión de que la quitará a ella y pondrá a alguien más. No sabría qué hacer si la señora la despide, no después de tanto tiempo. Ha sabido de empleadas a las que, tras veinte o treinta años de servicio, los patrones pagan el sueldo al final de mes, les dicen que ya no las necesitan, les dan un paquete de ropa usada y a veces una pequeña bonificación, que de poco sirve, y quedan en la calle. Y de qué va a vivir, lo ha visto, no quiere imaginarlo. Tiene unos ahorros, es verdad, pero ¿cuánto pueden durar esos ahorritos? Mujeres que se creían parte de una familia, que conocen como nadie los secretos de una casa, todos, incluidos los odios, las mezquindades y los amores, la infidelidad y la resignación, las iras, la cotidianidad y los grandes momentos cuando incluso recibían besos en las mejillas, abrazos llenos de fraternidad, hasta pellizquitos en las llantas de la cintura, al final, quedan completamente excluidas. Es impensable que, tras criar a los hijos, cuidar sus enfermedades y las de los patrones con riesgo de enfermar, tras cumplir con exigencias más allá de su deber, las empleadas al final sean echadas sin compensación alguna, nada que al menos valga la pena, nada, para morir en la desgracia. ¿Ella misma casi no muere de pena moral cuando, hace años, falleció de cáncer una patrona que la trataba con cariño? Pero nada más murió la señora y limpió la casa de arriba abajo, fue despedida, sin ninguna consideración, sin que nadie le diera las gracias por todos sus trasnochos y los cuidados que le prodigó a la señora, tan buena que ni siquiera se quejaba del abandono en que sus cuatro hijos la tenían. Y pensó luego, ¿qué tal que se hubiera contagiado de ese cáncer inmundo que tenía la señora? Se le erizan los pelos de la nuca de sólo pensarlo, esa podredumbre de la señora… Está segura de que esa señora tan rica y buena le dejó una herencia, pero los hijos, quienes entre otras cosas no velaron por ella, se la robaron, no le cabe duda de eso, le hierve la sangre de rabia e indignación de sólo recordarlo.

Griselda cree que conoce a la señora, que ya debe tener más de sesenta años, y no la trata con cariño ni mucho menos como si fuera parte de la casa, es verdad, pero la señora es diferente, lo sabe, es la persona más decente que ha conocido, y la más justa. Tal vez la pregunta que le hace, si vendrá a trabajar el próximo sábado, puede ser una advertencia para algo mejor, debe estar calculando algo bueno para ella. Ha habido casos de extrema bondad, debe reconocerlo. Griselda sueña y ante sus ojos su sueño es real.

Mira alrededor, es mejor no soñar desde tan temprano.

 

 

 

2

 

Va al patio.

Recoge las hojas secas de las matas y del árbol de duraznos. Barre con un rastrillo el pasto que ella misma poda con grandes tijeras de jardinero cada tres semanas, junto con el del antejardín, labor por la que recibe una bonificación, dinero que guarda para sí misma, para el futuro, para un capricho o para alguna eventualidad. De los oficios de la casa, ese es el que más le gusta. No hay nada como el olor del pasto recién cortado y el de la tierra húmeda, más cuando ha llovido, así como no hay nada mejor que coger ese pasto con las manos, sin guantes, es el único lugar de la casa donde no usa guantes en su trabajo. También allí remueve la tierra, poda las matas, y si hay duraznos maduros, los lava llena de satisfacción y los pone en una pequeña fuente encima de la mesa de la cocina, no para ella, sino para la señora. Hoy recoge cuatro duraznos medianos, pintones, lo hace con cuidado, y los pone encima del lavadero en una esquina del patio no sin antes olerlos con delectación. Son duraznos blancos, pequeños, duros, jugosos, infinitamente dulces, que ella quisiera comer, los devoraría, pero la hace infinitamente más feliz que la señora vea que ella los ha recogido y se los coma, y mientras la señora come y saborea ese néctar, que piense en ella, en que ella pudo habérselos comido, pero se los ha dejado como un gesto de honestidad.

Arranca las hojas y las flores muertas que aún no caen del duraznero, hasta donde alcanzan sus brazos. Despeja las ramitas y hojas secas de las macetas de buganvilias color salmón que van casi hasta el segundo piso de la casa, así como las de los cartuchos y de las rosas florecidas. Retira la chamiza con unas tijeras de jardín, con una palita remueve un poco la tierra. También hay un macizo de mirto, una sábila que ella trajo para aumentar la buena suerte y para tener de qué hablar con la señora —pero aún después de diez años, al parecer, a la señora le es indiferente su existencia y tampoco dio de qué hablar—, un sauco pequeño, matas de novio y un cafeto que nunca da flores ni frutos. Deja que, junto al arbusto de romero y otras plantas aromáticas, la ruda eche sus florecitas amarillas y envejezca en un rincón, no soporta su olor amargo, pero cada año usa sus infusiones como purgante. De ser su patio, pondría una fuente y convertiría el terreno en una huerta, ese sería su verdadero trabajo, viviría sola, pero tendría todo tipo de verduras y un perro que la acompañara. Le gustan los pastores alemanes, lástima que en su barrio ya no pululen los gatos, alguien se dedicó a matarlos. Un gaticida, un desalmado, dijo ella cuando encontró a un gato muerto, Nerón, al que ella le daba comida de vez en cuando, justo en la entrada de su casa. Finalmente, limpia con un trapo el polvo de las cuerdas de la ropa. En realidad, remolonea, mata el tiempo, pero ha de dar la impresión de que se encuentra muy atareada. No puede permitir que la señora se dé cuenta de ello, y mientras hace una cosa y otra, afana sus pasos.

La señora mete la ropa en la lavadora los jueves, de manera que esté seca para el sábado, ropa que ella debe planchar, doblar y colgar en ganchos de madera. Cada mes lava las cortinas, los juegos de cama completos, incluidos los de las dos habitaciones que jamás se usan, pero que acumulan polvo, como todo lo demás. Los edredones van a la lavandería ubicada a una calle de la casa, la señora los dobla y los pone en una bolsa, ella se encarga de llevarlos, así como de reclamarlos. Las cuerdas no necesitan ser sacudidas, pero lo hace una vez más, y las limpia con un trapo. No descarta que la señora la esté viendo. Tiempo atrás, una cuerda dejó marcada una sábana que, aún con los dobleces de la plancha, tuvo que ser lavada y planchada de nuevo tras una pequeña recomendación. Tiene presente las recomendaciones de la señora. La señora “recomienda”, no impone, jamás la ha visto dictar una orden ni estar fuera de lugar. Si la señora “recomienda” algo, es porque sin duda debe hacerse de esa manera. Calcula volver al patio para comprobar si las cortinas del cuarto de la señora en el segundo piso están corridas, pero no quiere llevarse un susto. La última vez que lo hizo, la señora estaba en la ventana y la miraba.

No verifica la ventana, pero se afana, observa su reloj de pulso, es mejor esperar. Mientras, puede limpiar en el lavadero el rastrillo y las pequeñas tijeras de jardinería que ha usado, a pesar de que, en sentido estricto, no necesitan ser lavadas, es para hacer un poco de ruido y de tiempo, pero también para dar la idea de que trabaja concienzudamente y es pulcra. Es seguro que la señora escucha lo que hace desde su cuarto y es mejor que crea que está haciendo algo, no que está ociosa, no que se gana el salario, ese buen salario, sin hacer nada.

Acaba de barrer y echa todo en una bolsa negra, pues cortó el pasto hace apenas ocho días. Es más o menos la misma cantidad de hojas cada semana. Echa un poco de agua con la manguera, pero es seguro que en la tarde llueva, aunque espera que no, que el agua caiga en la noche, cuando ella se encuentre en su casa, ojalá en frente del televisor. Es posible que la señora la reprenda por haberlo hecho, pero no le importa, no existe nada mejor que la tierra húmeda, como no existe nada mejor que el brillo del agua en las matas. Según su criterio, a las matas nunca les sobra el agua.

Desde la puerta de la cocina, Griselda, con los puños en la cintura, revisa que el patio se vea ordenado, bien barrido y próspero, le gusta el aire de frescura, le gusta restablecer un orden dentro de ese desorden natural. Pocas veces la señora menciona la calidad de su trabajo, pero eso no importa, quiere que se sienta orgullosa, no que señale sus fallas, que “recomiende” mejorar aquí o allá, que “recomiende” no hacer esto ni aquello, cuando la señora lo hace, se le pone la carne de gallina.

¿Cuándo será que la señora la dejará hacer todo a su antojo? ¿Llegará el día en que la señora se calle y la deje hacer el oficio a su manera?

Toma los cuatro duraznos, los lava y los pone en un platito sobre la mesa de la cocina. Siente la violenta urgencia de comer uno, ¿la señora vio que eran tres, que eran cuatro? No, la señora no ha visto nada, está segura de ello.

Final del capítulo 2

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