
Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2022
Número: 01
Páginas: 12
Palabras: 3515
Idioma: Español
Género: Ensayo
Subgénero: Ensayo literario
Temas: El Carnero | crimen | relato criminal | historia de la literatura colombiana | origen de la literatura colombiana
Idea para escribir este ensayo: Cuando llegué al último capítulo de Topología del relato criminal, me di cuenta de que debía ir al grano de lo criminal colombiano. Pero era un trabajo totalmente distinto. Debía volver los ojos al pasado literario más lejano en Colombia. Así nació este y otros pequeños estudios que inicia con este emblemático libro de la Colonia. Al ver la magnitud de la empresa, entendí que se iba formando un libro que no sólo me obligaba a indagar por el pasado literario, sino que iba a hacerlo de una manera libre, no académica, echando mano del ensayo literario. De ahí nació esta Serie que, en todo caso no es exhaustiva, ni mucho menos.
Palabras clave: Carnero | Rodríguez Freile | historia de la literatura colombiana | Inés de Hinojosa
Autores relacionados con este ensayo:
J. Rodríguez Freile
C. Ginzburg
P. Clastres
El carnero Biblioteca Ayacucho
El carnero manuscrito 1795 Biblioteca Nacional
El Capítulo x de El carnero de Rodríguez Freile en el relato criminal colombiano
“Capítulo x”. En que se cuenta lo sucedido durante el gobierno del doctor Venero de Leiva. Su vuelta a España. La venida de don fray Luis Zapata de Cárdenas, segundo arzobispo de este Nuevo Reino, con la venida del licenciado Francisco Briceño, segundo presidente de esta Real Audiencia, y su muerte.
Juan Rodríguez Freile, Bogotá, 1566 – 1642
Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1979 [1636-1638], 9 de 674 p.
Biblioteca Ayacucho: Clacso
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Manuscrito de 1795, Biblioteca Nacional
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Para ampliar la información sobre el concepto de creación literaria y de relato criminal: germangaviriaalvarez.com: Topología del relato criminal, 2023.
1. Voy a hablar aquí sólo del Capítulo x de El carnero, no del libro completo. El título de este capítulo indica que se hablará de hechos oficiales, o cuando menos burocráticos, durante los 11 años de gobierno de don Andrés Díaz, y no de violentos hechos pasionales. A lo largo de estos 11 años, además de los hechos locales a primera vista intrascendentes, mundanos, de crónica burocrática, debieron suceder en ‘este reino’, sin duda, asuntos mucho más importantes en los que uno esperaría el cronista se explayara, pues así lo venía haciendo en los capítulos precedentes. Como por ejemplo, qué significó abolir “«los servicios personales» de los indios en las labores domésticas, el pastoreo y el aprovisionamiento de forrajes”, lo que trajo tanta inconformidad de los españoles, que estuvieron dispuestos a alzarse en armas. Como qué consecuencias trajo “regular la explotación de los yacimientos de esmeraldas de Muzo y de plata en Mariquita”. O en qué consistió y qué consecuencias trajo “normalizar el trabajo de la Audiencia.” O dar detalles del inicio de la “construcción de la catedral de Santafé en 1572 y se concedió a esa capital el título de ciudad “muy noble y muy leal”, en ese periodo (Aguilera Peña, Mario, Banrepcultural, 1992). Pero no, nada de eso.
Uno esperaría, como dije, que Rodríguez Freile ahondara o al menos ampliara cada uno de estos asuntos para comprender mejor las actuaciones del primer presidente, así como la importancia de sus decisiones en lo político, social, económico y administrativo en general para consolidar el Nuevo Reino. Pero tampoco. Los sucesos oficiales que el autor anuncia va desarrollar, ocupan apenas una quinta parte de lo relacionado. Más bien se explaya en el juzgamiento en Tunja ‒a donde viajó el presidente‒ de los asesinos de Jorge Voto. Luego habla de la partida del presidente de Santafé y de su regreso a España. Este capítulo se centra en cambio en la sustancia de los sucesos pasionales y de orden criminal de los que fueron protagonistas una mujer violenta y sus amantes. Lo que aquí tiene peso argumentativo y dramático son los hechos sexuales y de sangre, las maquinaciones para cometer crímenes por parte de los implicados y los intentos (algunos con éxito) de escapar de la ley. Tampoco Rodríguez Freile se ocupa de hablar de la aplicación de la Ley penal ni de lo procesal (argumentos y contra argumentos de los implicados) ni de nada por el estilo. Apenas Rodríguez Freile habla de la aprehensión de los asesinos, del juzgamiento y de la ejecución de las penas. Tampoco de la sustancia del proceso en sí como algo edificante para la población nada se dice. En tiempos de adoctrinamiento católico y oscurantismo, parece ser que sólo los actos humanos ‒no divinos ni demoniacos‒ y las consecuencias de la actuación de las personas es lo que importa. Al final, esto es lo que resulta ser lo esencial para el cronista, como ya se verá.
2. Empecemos por el principio: el libro que tengo en mi biblioteca desde hará unos 40 años y cuando lo compré se le consideraba ‒aparte de la hecha por la Biblioteca Ayacucho en 1979‒ la edición nacional más respetada. Aunque en muchas ocasiones he querido tirarla a la basura, conservo esta edición como ejemplo lo que, justamente, no se debe hacer al editar un libro de importancia. Se trata de la edición del entonces afamado (hoy es una institución completamente anodina) Caro y Cuervo, que cualquier persona interesada en Rodríguez Freile o en El carnero tiene en su casa. Esta edición a cargo del irresponsable historiador Mario Germán Romero, no se centra en el estudio comparativo de los manuscritos y de la nutrida cantidad de estudios críticos, sino en vanos aspectos seudo eruditos sobre su procedencia, y en la comprobación o no de ciertos hechos históricos. El resultado es decepcionante, pues no entrega, finalmente, la versión bastante maltratada por él de 1812. Tampoco realiza ningún estudio filológico; esto ni siquiera se le pasa por la cabeza. Para empeorar el panorama, el texto está plagado de todo tipo de fallos de concepción de lo que es un manuscrito de este tipo. Fallos que van desde un deplorable intento de ‘modernización’ del lenguaje que alguien (nadie nos lo dice, se supone que es don Germán Romero, pero no hay certeza de ello) intenta, fallidamente por carecer de criterio filológico, trasladar al del siglo xx, destruyendo así la riqueza lingüística y estilística, así como la construcción sintáctica y gramatical de obra, hasta la supresión de párrafos. Hay transcripciones incorrectas, cambios de nombre de personas (v. gr. María Dobengardo por Marta Dondegardo, p. 98), y todo tipo de gazapos orto tipográficos. Además, hay incontables comentarios superfluos de pie de página de Sierra y Espineli. La edición es vergonzosa, pusilánime, indecorosa. Lo peor es que, desde 1984, ¡40 años!, ninguna autoridad nacional ni ninguna editorial local ha hecho una edición como debería ser, o que por lo menos le haga justicia al libro. Uno esperaría que, después de semejante chapucería, el Caro y Cuervo se ocupara de este libro como pide a gritos, o al menos siguiendo el interesante esfuerzo, por qué no, de la Biblioteca Ayacucho. Pero eso de esperar algo serio tampoco puede ser. Uno entra hoy (junio de 2023) a la triste página de ‘Publicaciones’ del Caro y Cuervo y encuentra que el libro sigue agotado, pero no extraña, ya lo estaba desde hace más de un año. El Dr. Ignacio Chaves Cuevas, director entonces del Caro y Cuervo, que en su momento encargó este trabajo a su amigo íntimo el señor Romero, quedó en deuda franca, así como los (as) demás directores (as) que hasta hoy han pasado por allí, de encargar una edición filológica, o al menos decorosa de este libro.
No voy a echar más rayos sobre esta edición, debo expurgarla de mi biblioteca.
3. Dicho lo anterior, pues yo no soy erudito, ni historiador metido a filólogo, sino un narrador y un lector agradecido, y me interesa acercarme al nacimiento del relato del crimen en Colombia, debo decir que, primero, el asunto principal de este “Capítulo x” de El carnero inicialmente no estaba pensado como un relato criminal, sino como un relato pasional. Y segundo, que de lo pasional el autor pasó de inmediato a lo criminal, que es en donde palpita la esencia de este drama. El modo de presentar los acontecimientos, y su interesante lógica interna, es único. Es lo que G. Genette de los años 1970 para acá llamó la ‘diégesis’ del relato en sí; es decir, su fundamento ficcional. El narrador cuenta la historia de doña Inés y de don Pedro de Ávila como si él hubiera sido testigo de los hechos, pero no lo fue. Rodríguez Freile se toma toda la libertad del mundo para recrear los detalles de la historia y convertirla así en un cuentecito. Los hechos le fueron referidos Rodríguez Freile mediante el lenguaje oral no sabemos cuándo (oral culture) y él los registró para sí (tampoco sabemos si tomó notas), y los reinterpretó a la hora de escribirlos (scribal culture) dándoles un orden cronológico – secuencial y espacial utilizando el racionalismo europeo que adquirió no sólo por su origen español, porque sus padres eran acomodados e instruidos, sino por su permanencia de seis años en España y su formación fue europea. Este procedimiento, como ocurre con decenas de relatos que recoge Rodríguez Freile en su libro, es inédito y marca una senda de gran importancia para entender las fuentes creativas ‒porque lo son‒ de este escritor. Es en esta relación selectiva de hechos del pasado ‒pues es imposible contar o nombrar todo lo acontecido, bien porque la memoria falla, bien porque toca inventar cuando se carece de datos, bien porque el lenguaje no es suficiente, bien porque no era el propósito del autor‒, que el autor utiliza los recursos que tiene a la mano (cuando no, los inventa, como es la estructura misma del libro y de este “Capítulo x”), para entregar al lector un todo coherente, ameno e informativo. Es decir, si bien el autor escribe para un público letrado, es fácil advertir que lo escrito es para ser leído en voz alta y ser entendido casi por cualquier persona, sepa leer o no. La virtud de la llaneza del lenguaje y en la exposición de hechos, descripciones y enumeraciones son una prueba directa del tránsito de lo oral a lo escrito que se da de manera ficcional por primera vez en la primera mitad del siglo xvii. La coherencia en el armado de las piezas narrativas de cualquier relato es constitutiva de la verosimilitud, la cual forma parte de la autoridad narrativa. Sin autoridad narrativa ‒que implícitamente procede también de la autoridad moral e intelectual del escritor‒, el relato carece de solidez diegética; es decir, ficcional. Unidas estas últimas piezas al argumento central, nos queda por decir que coherencia y autoridad narrativas, son las piezas que convierten el cuentecito de doña Inés de Hinojosa en una ficción criminal de la mejor estirpe.
Que Rodríguez Freile haya insertado un relato criminal mundano en uno mayor, de orden ‘oficial-trascendente’ (según la cultura de la época), también se puede interpretar como falta de experiencia narrativa. Y falta de equilibro en la relación de hechos que suceden en un arco de 11 años de gobierno del primer presidente del reino, o como lo que él considera tiene verdadera importancia dado su sentido histórico. En este capítulo, para Rodríguez Freile no son importantes los actos de gobierno de don Andrés Díaz, sino el hecho criminal que le han contado y, lo que tantos comentaristas han señalado, su afán de mostrar a la mujer como la causante de los males de los hombres. Aunque lo anterior pudiera ser cierto para Rodríguez Freile, como cuando dice “y Dios nos libre, señores, cuando una mujer se determina y pierde la vergüenza y el temor de Dios, porque no habrá maldad que no ejecute, ni crueldad que no ejecute, porque a trueque de gozar sus gustos, perderá el cielo y gustará de penar en el infierno para siempre”, pp. 220-229 de la Biblioteca Ayacucho, es claramente cuestionable. Destaco sin embargo la expresión ‘cuando una mujer se determina’. Es decir, la mujer con valores propios (independientemente si son buenos o malos) que entran en conflicto con los valores varoniles, e impone su noción y sus principios de justicia. La justicia para doña Inés está en la dejación de la obturada norma social, y en la liberación absoluta de sus instintos sexuales y homicidas, al punto de instigar el doble asesinato. A nuestros ojos, este relato, al lado de otros de índole similar, como el del homicidio del oidor Luis Cortés de Mesa o el de don Juan de los Ríos, vienen a ser modelos del comportamiento criminal puramente europeo recién desembarcados en el Nuevo Mundo. Este modelo de comportamiento criminal (los móviles de uno y otro protagonista del drama de doña Inés se pueden equiparar) es lo que tiene verdadera importancia, pues instauran un modelo: la determinación del acto, y el planeamiento y la ejecución de ese acto criminal. Es decir, la premeditación racionalista de hechos atroces teniendo pleno conocimiento de la Ley (doña Inés era rica y educada), y, al mismo tiempo, creyendo que podrían actuar con impunidad.
Para entender lo anterior, veamos lo siguiente. La ley que se aplicó desde la Conquista y hasta el final de la Colonia en Colombia, provenía de Las Siete partidas (1252-1284, Partida séptima, derecho procesal penal y derecho penal). Este código fue planeado, dirigido y escrito en parte por Alfonso X el Sabio, y desde entonces no se había modificado. Según nos cuenta Beatriz Patiño Millán en su Criminalidad, Ley Penal y Estructura Social en la Provincia de Antioquia 1750-1820 (1995), la aplicación de la ley siempre estuvo sujeta a la interpretación de los que juzgaban el delito. Esta práctica duró hasta la promulgación del primer Código penal colombiano en 1837. Dentro de la estructura social de la época, los conquistadores y sus familiares españoles no eran juzgados con la severidad estipulada. Esta ley, como es natural, fue hecha para españoles, no para conquistadores ni conquistados que, por su naturaleza (indígenas, mestizos, esclavos), pertenecían los primeros al orden de los ‘niños inocentes’, los segundos sólo eran ciudadanos de segunda y tercera categoría y los terceros, al reino de los animales.
Llamo la atención sobre este modelo de criminalidad, en el sentido de que el aborigen colombiano y venezolano, nunca antes utilizó semejante estructura, como acabamos de decir, de índole racionalista: decisión – cálculo – ejecución criminal ‒ ocultamiento del delito para lograr impunidad. O, si se prefiere una estructura narrativa moderna: presentación de personajes ‒ violación de ley ‒ castigo al o a los infractores y restitución del orden social. Estas estructuras fueron captadas (de manera consciente e inconsciente) por Rodríguez Freile para racionalizar unos hechos y así poderlos narrar casi de un modo picaresco. Así mismo, la manera de pensar de los protagonistas de los crímenes es importada, como es importado el modo de razonar de su narrador. Importadas asimismo fueron las armas, los medios y los métodos utilizados para perpetrar los crímenes. Lo que no es importado, es el acento local, el estilo local (tono y ritmo de la materia narrada) así como el punto de vista colombiano de Rodríguez Freile a la hora de sentarse y escribir esta historia.
Desde el otro lado de la cerca, los negros, criollos e indígenas en este caso actuaron como espectadores y en algunos casos como idiotas útiles. Pero no fueron tan idiotas como se creía, meros convidados de piedra ni meros agentes pasivos: aprendían.
Lo anterior parece una obviedad. No lo es. Nunca antes (que sepamos, insisto) se había dado semejante avance en lo que tiene que ver con la creatividad literaria en Colombia, y de paso, con el origen del relato criminal (y de la literatura) en nuestro territorio. Tampoco a los indígenas, negros y criollos se les había dado el tan buen ejemplo de cometer crímenes como una forma de romper o por lo menos de poner en cuestión la estructura social dada, importada, insisto de nuevo. Pues no eran tan tontos como para no verlo. Los indígenas colombianos por su parte y los negros en África, antes de la Conquista (las organizaciones primitivas) y del traslado al Nuevo Mundo. F. Tönnies en Comunidad y sociedad (1887, pp. 25-117), demuestra que las organizaciones primitivas se regían por fundamentos comunitarios. La fortaleza de la comunidad estaba en los lazos de sangre y de amistad, en vínculos orgánicos naturales. Los fundamentos sociales no existían. No sólo porque no los conocían ni podían conocerlos, sino poque los vínculos sociales están basados en el principio de competencia y rendimiento, por tanto son de conveniencia y son artificiales, mecánicos. Son dos modelos diferentes que inspiraron dos estructuras distintas. Estructuras que, durante la Conquista y la Colonia chocaron.
4. En este punto, buscar los orígenes del relato criminal en Colombia, es buscar los orígenes de la literatura colombiana. A la hora de la verdad, vienen a ser lo mismo. La gran literatura europea nació gracias a los relatos de crímenes: desde los mitos griegos, Ilíada, Odisea, hasta la Biblia. Por otra parte, en Europa, quienes han hecho arqueología sobre los orígenes de la Literatura occidental, se han fijado en el tránsito de los relatos orales (oral culture) a la cultura escrita (scribal culture). Este ha sido tema de intenso debate en Occidente. Según Eric Havelock, ha tenido lugar desde 1963, cuando se publican 4 grandes libros sobre el tema (Cf. La musa aprende a escribir, 1986, p. 38). Havelock llama poderosamente la atención sobre el hecho ‒más complejo de lo que se había supuesto hasta la segunda mitad del siglo xx‒, de lo que significa pasar de la cultura oída, pasiva, a la cultura visual/escrita, y la permanencia de una tradición mítica de generación en generación de manera oral, lo que a su vez establece una cadena de rituales y un folclor. Los rituales, como se sabe, generan a su vez una narrativa que proporciona una historia que es común a todos los que forman una comunidad, y da sentido al ser comunal y social. La desaparición de los rituales, señala Byung-Chul Han “degrada y profana la vida reduciéndola a mera supervivencia” (La desaparición de los rituales, p. 40). Este tránsito, que aún hoy muchos investigadores no tienen en cuenta, pues siguen transcribiendo y transcribiendo relatos orales de manera mecánica, muestra que una cosa es el pensamiento oral y otra el pensamiento escrito. Y que al llevar al papel lo oral (que no es viable por la imposibilidad de reproducir los rituales, solo se logra un remedo) cambia el significado de lo que nunca fue pensado para ser escrito y leído. El tránsito cultural (y de modelo de pensamiento) del que habla Havelock, tiene lugar aproximadamente en el s. v antes de Cristo. Havelock estudia agudamente el hecho de que Platón no fue muy afecto a la escritura; esta era inferior al diálogo. Sócrates, como se sabe, jamás escribió un libro. Esto último, aquí, es apenas una observación para la argumentación que sigue.
Llamo la atención sobre el hecho de que los mitos, leyendas y narrativas en general que se venían consolidado oralmente en nuestro territorio antes de la Conquista española de 1492, no sirvieron de base para un posterior desarrollo de nuestra literatura, lo que nos diferencia abismalmente del modelo de pensamiento europeo. Esto ¿qué consecuencias trajo? Muchísimas. Con fundamento puramente europeísta, ignorando a Havelock y a otros pensadores, autores como Germán Arciniegas (Manual de literatura colombiana I, pp. 29-51, 1988) sembraron la maleada semilla de que los Diarios de Cristóbal Colón y textos de otros cronistas europeos (españoles, italianos, portugueses) son los fundacionales de la literatura colombiana. Es evidente que no pueden serlo. Don Germán era un orador maravilloso, memorioso como el que más y muy entretenido en anecdotarios históricos, pero fue el típico historiador de academia descuidado y nada fiable. Para que aquellos textos de los que don Germán menciona lo fueran, no sólo tuvieron que haberse pensado aquí, en suelo americano, en clave cultural americana, con lenguaje (no idioma, necesariamente, es importante aclararlo, pues no existe ninguna literatura chibcha, caribe o huitoto como tal) americano, con mentalidad americana, sino que debían ser textos que, de una manera o de otra, significaran un ‘tránsito’ entre la cultura nativa y la colonizadora. Tránsito que desarrollara vínculos de contigüidad entre reelaboraciones literarias y creencias folclóricas (Historia nocturna, Ginzburg, 1996, p. 100). Folclor que era predominante oral, no escrito, no pensado siquiera como una literatura, pues antes de Colón aquí ese concepto no existía. La Literatura europea se basa en la acumulación de formas orales y escritas que, a lo largo del tiempo, sustenta una amplia gama de discursos que pasan de una generación a otra creando un inmenso acervo documental. No fue este el pensamiento de los nativos. No hubo un desarrollo histórico de naturaleza tal que permitiera equiparar o comparar la cultura americana con la europea. No fue el caso de los nativos del altiplano cundiboyacense que carecían de una larga tradición escrita y sedimentación cultural. Ni tampoco lo fue el poderoso texto oral Yurupay, relatado por el indígena brasilero José Maximiano, traducida primero al italiano por el explorador y fotógrafo Ermanno Stradelli en 1879, de los indígenas de alto Amazonas (arawak, tucano, tupí-guaraní).
Existía en el altiplano cundiboyacense el código de Nemequene, el mayor legislador chibcha, pero no un corpus folclórico (conceptual) de dicho código como producto de la evolución comunitaria. De no haber sido colonizados por los españoles, ¿los chibchas habrían desarrollado una literatura como la europea, por ejemplo? ¿Y qué del folclor inca, de esa cultura entendida al día de hoy como completamente ágrafa? ¿No será, dado el ejemplo inca, que era una cultura potente, no mediana como la chibcha, que estábamos destinados a desarrollar una ‘literatura’ de otra naturaleza o un orden discursivo cultural completamente oral? Y siendo extremosos, ¿por qué no?, y yendo más allá, ¿los centro y suramericanos necesitábamos una cultura escrita? Claro que no. Los incas, a pesar de sus quipus como forma de registro físico/simbólico, parecen confirmarlo.
5. Este “Capítulo x” de El carnero está (des)organizado en 4 partes de modo lineal. Y digo (des)organizado porque, en sentido estricto lo está, tanto espacial, como temporal y narrativamente. Si Rodríguez Freile hubiera pensado en escribir una relación escrupulosa de lo acecido en esos 11 años del gobierno de don Andrés Díaz, se habría apegado a una cronología más o menos rigurosa como había venido haciendo desde el principio del libro. Habría procedido como un relator de hechos oficiales entrando en lo más relevante de la administración en general de dicho gobierno. No según un fabulador que organiza lo narrado de acuerdo con su conveniencia.
Veamos entonces esas 4 secuencias, o partes del discurso:
1. La llegada del primer presidente de la Real Audiencia, don Andrés Díaz Venero de Leiva a Santafé, quien dicta un auto en favor de ‘los naturales’; auto, que debe ser revocado en su ausencia. 2. La pasión de doña Inés de Hinojosa y sus cómplices, sus aventuras criminosas y el castigo que restituye el orden social alterado por la conducta descarriada de los protagonistas. 3. La huida fabulosa de Pedro de Hungría, sacristán de la iglesia de Tunja, cómplice asesino. 4 La muerte del primer arzobispo, el nombramiento del segundo; el regreso del primer presidente a España, la designación y muerte del segundo presidente de la Real Audiencia. Fin del “Capítulo x”.
Como siempre, la estructura temporal es la guía sencilla que dota de sentido un relato cualquiera. En apariencia, esta corta relación de hechos, como nos quiere hacer ver Rodríguez Freile, de lo que ocurrió entre 1564 y 1575, es simple. No lo es. La bóveda temporal es bastante amplia y no de los relatos se sale de sus paredes: el de Pedro de Hungría. Rodríguez Freile funde la temporalidad de semejante cantidad de tiempo, como si diera por entendido que el lector es letrado (en el sentido de La ciudad letrada, de A. Rama, 1982) y tiene conocimiento de los movimientos del primer presidente. Esto no es extraño. Aquí la crónica opera según la lógica de la tradición oral. Las acciones del primer presidente no sólo no están escritas, sino que circulan de boca en boca, están vivas, forman parte del mundo social de la época. Un mundo cerrado por los letrados ‒el poder civil, militar y eclesiástico‒ sin amplios medios de comunicación como los conocemos. En ese entonces se pegaba un papel con los autos en las paredes de las casas para los que supieran leer; es decir, para los españoles y los pocos criollos educados. Lo demás, circulaba de boca en boca. Hay que señalar que, si la intención de Rodríguez Freile hubiera sido literaria, ficcional, habría encontrado la manera de relatar los hechos de acuerdo con alguna lógica interna que guiara al lector en un mundo pasado, imaginario. Obviamente lo no fue, a cada rato, a lo largo del libro, se esfuerza por recordarle al lector que sólo dice la verdad factual, y si no cree, que se remita a los autos. En este punto, no estamos seguros de que Rodríguez Freile los leyera. No tenemos noticia de que viajara a Tunja a leerlos, y tampoco sabemos si pare 1636-1638, años de composición del libro, dichos autos estaban en Bogotá.
Rodríguez Freile comienza este “Capítulo x” diciendo que llega don Andrés Díaz con su esposa doña María Dondegardo, y afirma que tuvo que irse a Tunja, “a la averiguación de aquella muerte, y el matador estaba retraído en la iglesia con el corregidor […] y por ser ejemplar el caso, lo pongo aquí, que es como sigue”, pp. 220-229. Es decir, pareciera que, acabado de llegar a Bogotá como primer presidente, don Andrés Díaz fue a Tunja a impartir justicia en el caso del crimen de Jorge Voto, (¿segundo?) marido de doña Inés de Hinojosa. Lo cierto es que esta sustracción de campo narrativa (elipsis) no dice que la acción ocurre en 1571, año del juicio en que públicamente fue ahorcada doña Inés y degollado el criminal, don Fernando Bravo de Rivera. Este procedimiento, de hacer parecer algo que no es, es propio del fabulador, no del historiador ni del cronista, ya que estamos haciendo distinciones. Que son necesarias, pues a lo largo del libro Rodríguez Freile sí hace crónica y sí se esfuerza por el hecho comprobable y el orden histórico.
Por otro lado, está la escapada espectacular, fabulosa, insisto, con aires de metáfora de lo imposible, de Pedro de Hungría, sacristán, asesino cómplice de Fernando y Hernán Bravo de Rivera, que deslinda los muros de la bóveda temporal mencionada. Si bien lo de la llegada del primer presidente y lo del auto en favor de los indios lo recoge Rodríguez Freile de primera mano, lo de la pasión de Inés de Hinojosa, ya dijimos, lo sabe al parecer de segunda mano. Mientras que el relato de la fuga de Pedro de Hungría lo sabe de tercera mano, de personas que oyeron del caso. La fuga de Pedro de Hungría es un texto dentro del texto de la pasión de la Hinojosa y, a su vez, un texto dentro del texto, en abyme, que corresponde a la llegada del primer presidente. Siguiendo la tradición cultural europea, nos aventuramos a decir que sólo en cabeza del sacristán podía descansar la impunidad como símbolo de lo profano frente a lo sagrado. Pues no hay castigo social, hay impunidad y una prefiguración del antihéroe, del delincuente actual colombiano. Encontramos aquí entonces el segundo aporte que hace Rodríguez Freile es su comprensión del mal aquí. Ya veremos por qué. Este sacristán, que representa lo sacro, la máxima autoridad ética, moral y política de la época, en tiempos en que la ley civil estaba dominada por la ley religiosa, comete el pecado, por tanto, es una potencia que debe seguir en libertad como una especie de ángel vengador, y como un símbolo de la impunidad criminal que reta permanentemente el orden religioso, sociopolítico y legal. El sacristán (representante de Dios), al haber cometido el acto de matar, invita a comprender el mal como un asunto terreno en el que no tiene cabida ningún orden religioso (divino) ni profano (penal). Esto significa que, para Rodríguez Freile, en este relato, el mal es una fuerza que anida en el interior de las personas: no es el demonio el que incita a cometer crímenes. Los personajes actúan instigados por doña Inés y dominados por su propia pasión, pero nada más. No existe en este relato ningún súcubo, demonio ni espíritu del mal ni nada de eso. “… y nunca más se supo de él, ni a donde fue”, pp.220 -229, Biblioteca Ayacucho, dice Rodríguez Freile cerrando la historia, al mejor estilo de los narradores experimentados, dejando así abierta, deslindada la historia. Hay entonces un final doble: el ajusticiamiento de los asesinos (restitución del orden jurídico-social-religioso) y la impunidad de un asesino que desaparece por alguna grieta espacio-temporal hacia el infinito. Este tipo de finales abiertos, en los que el héroe o antihéroe no muere explícitamente ni va a la cárcel en donde muere encerrado, dejan la impresión de que es inmortal. Por eso se constituye en un mito, lo que da sustento simbólico a una narrativa ficcional.
Afirmé que lo de Inés de Hinojosa es una pasión, no un relato criminal. Bueno, es ambas cosas. Se trata de una mujer mestiza, criolla, apasionada por el amor y el sexo, por la sangre, por las pasiones violentas, por su indeclinable voluntad de determinarse. De ser ella como mujer y como persona que toma sus propias decisiones. Viendo un poco más de cerca lo que sucede entre esta hábil inspiradora de 2 asesinatos, a saber, el del primero y segundo maridos, y los asesinos, a uno le queda la duda de si Jorge Voto y Fernando Bravo de Rivera habían asesinado de manera premeditada antes de conocer a doña Inés. Y si doña Inés antes había alentado o cometido alguna acción criminal. Nada sabemos, pero lo podemos imaginar. Es probable que Jorge Voto y Fernando Bravo de Rivera sí lo hubieran matado dada la empresa colonizadora. Pero una cosa es matar en ‘batalla’ y otra planear un homicidio. La duda que menciono tiene interés por cuanto el hecho de asesinar a sangre fría es un comportamiento desarrollado en la sociedad europea de la época. Y que no tengamos noticia de que tal comportamiento fuera típico de la atrasada comunidad chibcha, no quiere decir que sus integrantes no fueran violentos. Esta comunidad se regía por el código de Nemequene, que castigaba con la muerte al homicida, al violador, al incestuoso y al sodomita, más no había una ley que penalizara el adulterio como tal. El adulterio es, en el caso de doña Inés, determinante para cometer asesinatos. Según esto, fueron los europeos los que importaron a América las claves de una sociedad violenta. Sin embargo, este sería un razonamiento equivocado. Los castigos contemplados en el código de Nemequene por otras conductas, son muy violentos: al ladrón de mayor cuantía se le dejaba ciego con fuego o le pinchaban los ojos con espinas. Lo que introdujeron los europeos, según nos muestra El carnero, son modalidades de violencia más elaboradas, más pensadas y más sofisticadas, otras formas de comportamiento lesivo (de hacer el mal) entre seres humanos que se supone son más civilizados. En el “Capítulo xi”, por ejemplo. A Juan de los Ríos los homicidas le cortan las orejas, la nariz y los genitales y lo arrojan al río. Esto dice mucho, pues los chibchas, según sabemos, no mutilaban un cuerpo muerto por servicia. No olvidamos, sin embargo, lo que afirma P. Clastres, que (Arqueología de la violencia: la guerra en las sociedades primitivas, 1977, p. 14) “ninguna sociedad primitiva escapa a la violencia.” Es decir, el crimen no es algo que tiene lugar en las sociedades como una manifestación de la irracionalidad humana, sino que es algo que se refina y se aprende, según podemos colegir al echar un vistazo a los procesos penales a indios, mestizos y esclavos de la Colonia (Cf. Laboratorio de fuentes históricas de la Universidad Nacional de Colombia).
El relato de la pasión de doña Inés y sus amantes trae aparejado el correlato de un mundo criminal de la segunda mitad del siglo xvi. El mundo de los mestizos adinerados. En este sentido, y dejando un lado la discusión bizantina de si El carnero es historia, crónica, relato picaresco, relación de hechos de conquista, etcétera, afirmo que simplemente se trata del texto fundacional del texto narrado de manera libre y creativa en Colombia. Sin pretensiones historicistas, cronológicas ni ficcionales. “Relatar ‒dice Ginzburg, 1996, p. 227‒, significa hablar aquí y ahora con una autoridad que procede del «haber sido» (literal y metafóricamente) allí y entonces”. Es necesario borrar ‒como propuso Arnaldo Momigliano ya hace más de 40 años y se ha insistido e insistido sin éxito en la posmodernidad‒, la distinción entre relatos históricos y relatos de ficción a la hora de hacer análisis literarios. Lo que hay es préstamos recíprocos, hibridaciones.
La autoridad narrativa de Rodríguez Freile también procede del allí y entonces. La pasión de doña Inés, más bien abre la puerta en Colombia al mundo ficcional según el cual “es como si todos los cuentos volvieran con insistente continuidad” (Ginzburg, 1996, p. 102) buscando constituirse en literatura, en una realidad autónoma. Queda la pregunta de si, como narradores, hemos construido una ‘realidad autónoma’ para nuestra Literatura, o si sigue siendo subsidiaria de otras literaturas. Si bien enfatizamos ya en que el relato de las acciones de doña Inés de Hinojosa y sus amantes es de tipo amoroso y criminal, no podemos olvidar que en la riqueza de lo narrado existe el innegable hecho del modelamiento de la naturaleza del mal en nuestro país.
A estas alturas, como tampoco soy historiador, me doy la licencia de ir algo más de 200 años adelante, a 1851, cuando se escribe y publica (que yo sepa), el primer relato criminal extenso, la primera novela sobre el mal (322 apretadas páginas) en la historia de nuestra literatura: El doctor Temis.