Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2012
Páginas: 13
Palabras: 4293
Idioma: Español
Género: Cuento
Subgénero 1: Cuento
Subgénero 2: Urbano
Temas: incesto | amor imposible | Xul Solar | indecisión masculina | autodeterminación femenina
Relato autobiográfico que forma parte de la novela Perturbación: Para cuando falleció mi madre en 2016, yo acababa de poner punto final a un largo proceso (la cosa duró unos 10 años) de retrospectiva y de introspección de lo que hasta entonces yo consideraba los problemas filiales fundamentales de mi vida. Sobre todo, lo relacionado con mi madre, a la que llegué a juzgar de manera demasiado severa. Eso me dio material suficiente para reescribir una novela que ya había tenido una versión definitiva en 2006, que a mí me parecía incompleta, pero había sido finalista en el Premio Herralde de Novela de ese año. La titulé Escucho sus pasos que vuelven (verso tomado de un poema de Apollinaire). El primer texto que escribí fue este cuento. En él tiene cierto peso un recuerdo de juventud convertido en una imagen. La imagen era la una hermosa joven de unos 18 años bailando muy apretada con un hombre un poco mayor en una fiesta. Luego supe que eran hermanos.
Palabras clave: Xul Solar | biblioteca | Bogotá | incesto | amor entre adultos
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J. M. Coetzee
R. Walser
Xul Solar
Perturbación *
Germán Gaviria Álvarez
Ser atravesada
Manuel Valero iba día de por medio a la biblioteca del colegio, a la hora de descanso. Tenía al menos seis horas libres entre clase y clase a lo largo de la semana, horas en las que yo estaba sola en la biblioteca y podía hablar conmigo. Me sorprendía que sacara novelas contemporáneas de diversos autores, nada específico, y filosofía, además de libros de astronomía, física y de ciencias en general, materias que dictaba. Y los leía, uno por semana. A veces le prestaba dos libros, que entregaba en la fecha estipulada, raras veces pedía ampliar el plazo. A mí me hacía gracia lo que comentaba de sus lecturas, y cómo me observaba. Sentía su mirada en mi cuerpo cuando me daba media vuelta, o si estaba en mi escritorio trabajando. Una mujer sabe cuándo le gusta a un hombre, si la desea, si quiere hacerla suya. Manuel se escondía detrás de sus gafas. Ponía cara de no importarle nada más allá de sí mismo. Otras veces parecía deslumbrado por algo abstracto. Y de lentes para afuera, también parecía interesarse en lo ‘intelectual’ de mí, lo que ‘pensara’ de un libro, no como mujer, nada de eso. Había atracción física y romántica, en todo caso. No iba a ser yo la que diera el paso, me dije desde el primer día. El paso lo tenía que dar él, pero dudaba que tuviera el impulso suficiente. Yo tampoco le iba a dar ningún empujón. Tenía piernas, así que podía lanzarse en mis brazos.
No es que Manuel en todos los años que estuvo mandándome cartas cada quince días, nunca me hablara. Voy a hacer precisiones al respecto. Su caligrafía era bella por ser imperfecta y distraída, se esforzaba para que lo fuera, a veces era enredado, sin llegar a ser ilegible. Bastaba que una letra o alguna palabra destacara en la línea precisa para hacerme creer que podría haber algo entre él y yo. Su conversación durante los almuerzos en el colegio solía ser animada, llena de ironías y de agudezas, pocas veces con citas de lo que había leído; eso me gustaba. Cuando iba a la biblioteca era amable, cordial, tenía algo de qué hablar. Quizá ese era el problema, siempre tenía algo que decir. Las noticias más importantes del momento, un suceso del colegio, el almuerzo allí, la mayor parte de las veces de un modo crítico. Aunque no era vegetariano, en muchas ocasiones, no sé si premeditadamente o no, se contentó con un plato igual al mío. Tampoco hablaba de asuntos personales. ¿Esquivaba afrontar nuestra ‘relación’, si así pudiera llamársele? ¿Qué buscaba? Había coherencia en este comportamiento. Para eso estaban sus cartas en donde, “desnudo mi vida y mi alma ante ti, Leticia, la única mujer capaz de comprenderme”.
Cada vez que lo veía, me fijaba en algún aspecto de él. Las cejas poco pobladas, con unos pelos más largos y torcidos hacia la frente dándole aire de cascarrabias, aunque no lo fuera. El cuello firme, varonil. Los dientes un poco amarillos por el tabaco, anchos y parejos. Las uñas cortadas, limpias. Los zapatos lustrados, el traje oscuro y la camisa blanca (sin corbata), impecables, dándole un aire atlético. Nunca iba de afán ni cansinamente. Ponía los pies en el suelo a veces con demasiada determinación, a veces como dudando, a veces como si fuera a caminar por las paredes o el techo. ¿Iba a devolverse, me iba a hablar como se supone un hombre hace con la mujer que dice “adorar”? De modo que sí hablaba, a veces demasiado, para hacerse notar, pero nunca habló conmigo. Nunca me dijo a la cara nada de lo que escribía en sus cartas. Algunas veces hizo insinuaciones en público que me exasperaron, como: “Dicen que el primer amor nunca se olvida, pero yo no creo en eso. Es el que uno vive en la madurez, cuando encuentra a la mujer ideal, y eso ocurre una vez en la vida.” “Hoy nadie escribe cartas a mano, ¿por qué? Nadie las contesta. Nadie entiende el lenguaje de las cartas.” Y me lanzó, con cuidado, una miradita. Para mí eso era no hablarme en absoluto. Era susurrar a una especie de tormenta. Y esa tormenta que he sido yo quería ser atravesada, no cortejada con palabras.
Sin embargo, me fascinaban sus cartas.
La familia del enamorado
Por sus cartas, supe que Manuel había terminado el bachillerato en un colegio oficial para varones a principios de los años 1980, al sur de la ciudad. Un colegio a donde iban los hijos de empleados, de comerciantes, de familias emergentes, que exigía presentar un difícil examen de ingreso y sacar buenas notas durante los cursos, o entregaban el cupo a otro joven que llevaba meses haciendo fila. Su padre tenía un taller de metalmecánica, y aunque no le iba mal, dilapidaba el dinero en licor, mujeres y negocios poco claros. Deseaba que su hijo siguiera sus pasos. Pero Manuel odiaba el taller, todo lo que tenía que ver con llaves, grasa y máquinas. Cuando el padre murió repentinamente, se supo que tenía dos mujeres más. Una con dos, otra con tres hijos, todos pequeños. Manuel tenía una hermana menor, Eloísa, y según él, “brillante, hermosísima como Teresa Wilms”, que adoraba. “Me dolía estar lejos de mi hermana”. Sus colegios -el de ella, de niñas, el de él, de varones- quedaban a diez minutos de distancia, a pie. Manuel iba todos los días a buscarla a la salida con una pitiminí que arrancaba de algún jardín y caminaban hasta su casa. Charlaban, se correteaban, se detenían en el parque a conversar, se echaban en el pasto o jugaban en las barras metálicas. “Era tan intrépida como yo”. A veces entraban en una cafetería a comprar gaseosas y pasteles. “Uno de los momentos más bellos e intensos de mi vida”. El tema de conversación, casi siempre, era los padres, por quienes ambos sufrían. “Fuimos los niños más infelices de la Tierra”.
La madre se había separado del padre. Encontró empleo en una tienda de telas del Centro de Bogotá. Es probable que yo la hubiera visto alguna vez, pero no suelo fijarme en empleadas. Por el nombre de la tienda, yo habría entrado en busca de botones, de alguna cremallera, de algún lazo para el pelo de mi hija, de un retazo para un mantel o cortinas en tiempos en que me había pasado a vivir a mi nueva casa. No la recordaba. Tampoco era asidua de esas calles en donde se ofrecía todo tipo de mercancía, no exactamente de óptima calidad, sí de la que está al alcance de todo el mundo. Y aunque era extraño que una mujer como ella se sostuviera siendo empleada de una tiendita, donde no debían pagar mucho, al principio sentí respeto por tomar la decisión, y le cogí cierto afecto. Después de todo, era la madre del hombre que a mí me interesaba.
Un sábado, fui al Centro para conocerla. Manuel no la había vuelto a mencionar en sus cartas. Me pregunté por qué. Había pasado bastante tiempo desde que la madre de Manuel abandonara la casa. No creí que la fuera encontrar. ¿Se habría jubilado? La vi. Vi a la señora Ligia con un metro de plástico colgando del cuello ancho, corto y robusto, lleno de pecas. Conocía el almacén a la perfección. No era un dechado de amabilidad, pero era eficiente. Lo sabía todo, es lo que una quiere cuando llega a un sitio así. Desde el color de un hilo que va con una tela, hasta los precios de productos insignificantes. Era una mujer mayor, con el pelo lleno de henna. Cara de facciones ordinarias, muy pintarrajeada, que enseñaba los dientes al hablar. Los labios gruesos, generosos, ajados ya, con esa caída hacia las comisuras que revelan que su dueña ha abusado de ellos. Me estremecí por esos labios. Tenía una manera desagradable de moverse. Como hacen las mujeres de baja estatura cuando desean que los hombres se fijen en el tamaño de sus pechos, su mayor atributo. El respeto que sentía por ella desapareció como por encanto.
Algo similar me ocurrió con Manuel. Dejé de verlo como antes, bajó de categoría. Por un tiempo no le presté atención a sus cartas. Su conversación la encontraba vulgar. Enseñaba los dientes igual que su madre, el labio inferior tenía cierta carnosidad lasciva.
Graduado del colegio, Manuel se licenció en física. Casi inmediatamente, consiguió una beca para perfeccionar su inglés en Estados Unidos. Luego estudiaría un posgrado, que no pudo terminar. Afinó su inglés. Esa experiencia debió abrirle un poco los ojos al mundo; no estoy segura de ello. Lo del posgrado pasó a segundo plano con la muerte del padre, asesinado a tiros a unas calles de su casa, una noche en la que regresaba con una mujer. Ella quedó herida, tiempo después se recuperó. Se supo que había sido atacado a causa de un negocio poco limpio. Según Manuel, se habría gastado el dinero que provenía de alguna actividad ilícita, dinero que debía ser blanqueado. Manuel nunca quiso profundizar en eso. Lo avergonzaba pensar que su padre había sido un delincuente.
Manuel regresó de Estados Unidos a hacerse cargo de la pequeña fábrica (puertas y ventanas de lámina) y de su hermanita, que terminaba el bachillerato. Manuel creía que su padre había dejado dinero. Que lo guardaba en el banco o lo tendría debajo del colchón, así era como actuaba. Manuel tenía la idea de que, una vez enterrado el padre y liquidado los bienes, regresaría a Boston. Lo haría con Eloísa, ella también estudiaría allí. Lo de la fábrica era un desastre de deudas con proveedores, dos bancos, con clientes a quienes jamás les había entregado los pedidos y exigían la restitución del dinero. La casa estaba hipotecada, el padre nunca pagó las cuotas ni los impuestos.
Cuando Manuel escribía sobre su pasado, yo abandonaba la carta. Bebía un poco de whisky, a ver si aplacaba un poco el malestar. ¿Debo seguir invirtiendo mi tiempo en un hombre que no sabe estar a la altura de sus anhelos? ¿Qué clase de hombre es aquel que no sabe dar un paso sin mirar atrás? Un cretino. Era lo que pensaba.
Manuel y su hermana “brillante y hermosísima como Teresa Wilms” (tan bonita como horrorosos sus poemitas) tuvieron que irse a vivir a donde la madre, con quien las relaciones eran tirantes. O mejor, no se querían. El padre había afirmado que ella “lo había dejado por puta”. “Le gustaba ir con hombres.” “Tiene la matriz caliente.” “Le pica.” Doña Ligia no era una mujer de hogar. Según Manuel, su padre tenía razón. A los seis meses de vivir con su madre, que estaba en una situación económica precaria y no tenía inconveniente de pasar la noche con el novio de turno, asegura Manuel, Manuel era profesor de ciencias en un colegio. Su hermana iniciaba carrera, pero la madre dijo que no la podía ayudar. Antes bien, le consiguió un trabajo en la tienda de telas. “Ese nido de putas”, según Manuel. Él no iba a permitir que su hermanita pusiera sus pies allí. “Ni un solo día”. “No, ella no”.
Haciendo turnos dobles en colegios privados, Manuel arrendó un apartamento y lo compartió con su hermana. Fue una época de agotadoras jornadas de trabajo. Pero también fue “uno de los periodos más felices de mi vida”. “Nada es mejor en el mundo que aquella edad en la que se vive en ingrávida inocencia, sin pecado, en la que se da todo, todo por un ideal”. Eso me hizo pensar que la ‘ingrávida inocencia’, y ‘darlo todo, todo por un ideal’, había secado a Manuel para siempre. Aunque yo podía estar exagerando.
Cuando fui al almacén, no vi que aquel lugar fuera un nido de putas, sino una tienda respetable. Bien organizada, con una oferta de productos por encima del promedio. Atendida por señoras mayores de sesenta años, un poco raras e incongruentes con tanto maquillaje, pero serias y eficientes. Supongo que una mujer, por liberal que sea, llega a una edad en la que es mejor ser discreta. ¿Manuel había mentido o al hacer memoria en sus cartas creyó recordar cosas? ¿Veinte o treinta años atrás, digamos, aquellas mujeres fueron putas? Confiar en los recuerdos nunca me ha parecido buena idea. Una siempre está dando versiones y versiones de los hechos. Pero ¿no es encantador?
Manuel pagó los estudios de su hermana, no permitió que entretanto trabajara, era su orgullo. Durante los cinco años siguientes vivieron juntos. Limpiaron la casa, hicieron los oficios domésticos. Fueron a comprar ropa, al mercado. Asistieron a fiestas que daban sus amigos, bailaron sin soltarse. Rieron y lloraron. Hicieron un par de pequeñas excursiones con sus amigos a Melgar, que empezaba a ponerse de moda. A veces se emborrachaban. Se iban a casa cogidos de la mano, como cuando eran niños. Se detenían en algún parque, hablaban de la vida, y seguían bebiendo. Esta vida feliz, de ingrávida inocencia, duró hasta que ella acabó su carrera de bibliotecología y consiguió un empleo. Trabajar y querer estar con otras personas, que al mismo tiempo ella estuviera madurando, hizo que la felicidad de compartirlo todo como dos hermanos que se quieren, se acabara. Tampoco podía durar.
En el edificio en donde vivían, la gente los criticaba, los insultaba. Vivían en pecado. Les dijeron que se fueran. Los vecinos no perdían oportunidad para hacerles saber lo que pensaban. “Eran viles mentiras”. “Eloísa y yo éramos muy unidos, nada, nada más.”
En sus cartas, Manuel admite que estuvo “medio enamorado” de su hermana, y ella de él. Eran dos jóvenes inexpertos, solos, que “se dejaron llevar por las circunstancias”. Lo confesaba porque “no quiero tener ningún secreto contigo”. “Quiero tener una relación limpia y honesta contigo.” “Jamás le he contado a nadie el secreto más grande mi vida”. “Todavía sueño con mi hermanita.” Secreto que no escribió con las palabras que correspondían. Usa eufemismos para decir que vivieron como marido y mujer durante más de cinco años. Lo habría superado si su hermana no hubiera quedado embarazada y ella no hubiera muerto con el bebé. No explica cómo murieron, en dónde ni por qué. Manuel evita ser específico. ¿Debí escribirle una carta para que ampliara estos sucesos? En absoluto.
Manuel se casó pronto. Pronto su mujer quedó embarazada, tuvo un hijo y, al cabo de un año, nació otro niño. Manuel deseaba tener una hija, pero su mujer se negó a quedar embarazada de nuevo. Salían temprano a trabajar, llegaban al final de la tarde. Su esposa también era profesora. A sus hijos los cuidaba la madre de ella y las tías que los malcriaban. Esto motivó continuas peleas entre él y su mujer. Manuel se enteró de que su mujer tenía amoríos con un profesor del colegio donde trabajaba. En venganza, él empezó una relación con una vendedora de libros que visitaba su colegio. La misma vendedora le había informado de los amoríos de su esposa con un colega.
“Fue una locura”. Iban a moteles con tanta frecuencia que la relación con su esposa se volvió insostenible. Consideró sacar un apartamento e irse a vivir con su amante. Mientras él lo consideraba, su amante lo hizo. La cosa duró dos años, sin que Manuel nunca se decidiera. “Estaban mis hijos, que los adoro, y el apartamento, por el que he luchado.” En su casa, había un estatus quo. Los hijos crecían, los padres salían todos los días a trabajar, llegaban hartos y cansados al final de tarde. “A pelear y a malos tratos”. Cada mes, más por insistencia de ella que de él, pagaban la cuota del apartamento en un sexto piso, en un sector popular de Bogotá. Manuel, al ver que la situación económica y familiar tocaba fondo, empezó a alejarse de su amante. La ocasión se la dio un par de pantuflas. Una noche, la vendedora de libros puso al lado de la cama unas pantuflas que había comprado para que estuviera cómodo en el apartamento. Mientras Manuel consideraba ser amante como un estado de transitoriedad, para ella se trataba de un estado de transitoriedad hacia permanencia.
Pronto el hijo mayor tuvo catorce años. Quiso hacer su voluntad, como sus padres se lo habían enseñado. Un sábado, tratando de evadirse por la ventana para ir con sus amigos a una fiesta, cayó del sexo piso. No falleció en el acto. Duró diecisiete días en coma, finalmente murió. Dos hijos muertos (aquel bebé con su hermana), una mujer traumatizada por lo del hijo mayor y el otro hijo sumido en la depresión, hicieron de Manuel otra vez el hombre de la casa. Encontró consuelo en su trabajo. “Lo adoro, me devuelve a la vida. Estar con jóvenes es lo mejor.” Eran las circunstancias en las que vivía cuando llegó a trabajar al colegio y me vio. “Me enamoré violenta y apasionadamente, a primera vista, como el primer amor”. Pero yo no era su primer amor.
Dar un paso
Si bien las cartas me causaban curiosidad, conforme fui conociendo su vida, sus confidencias me hacían daño; a veces no abría los sobres. No soy dada a las confidencias, de hecho, las detesto, no se las permito a nadie. Pero aquí había algo diferente, a pesar de que una cantidad importante de cartas fue directo a la chimenea. Estaban llenas de omisiones importantes, de vacíos, de justificaciones, arrebatos e invenciones. Había mentiras. No estaba dispuesta a seguir su juego. Sabía qué quería, no había misterio. A fuerza de no contestarle, lo retaba a que viniera y hablara conmigo. A que pusiera la cara, a que me invitara a salir. Debía hablar directamente, sin titubeos, de lo que sentía por mí. No lo hizo. ¿Pretendía que yo diera el paso? Yo habría dado el paso de haberse tratado de otra clase de hombre, no sé cuál. Es algo que se intuye, nada más.
Durante algún tiempo, lo de sus cartas llenas de confidencias se convirtieron en una rutina. Como si se hubiera acostumbrado a ser leído. Era algo que yo suponía que él suponía. Con el tiempo, sus cartas pasaron a ser más íntimas. Paulatinamente fueron horadando en mí, haciéndome desear que me esperara a la salida del trabajo o en el parqueadero. Que me hablara con “toda la pasión de mi amor, para toda la vida”.
Tampoco lo hizo.
Lo que quiere una mujer
Cuando pasé a trabajar a la Biblioteca de la Universidad, las cartas siguieron llegando. Pero habían cambiado. Estaban cargadas de reproches. ¿Por qué nunca le había contestado “ni una sola vez”? Él había sacado un apartado postal, me había dado las señas para que le enviara mis cartas allí. En cada carta me lo recordaba, de modo que su mujercita no se enterara. Él había tenido iniciativas. Yo, ¿por qué no? ¿No me inspiraba siquiera mandarlo a freír espárragos? ¿Tenía que recordarme cuánto dolor había sufrido por causa de su hijo muerto? Habían pasado más de ocho años. “¿Tienes idea de lo que es perder a un hijo? Es el peor dolor del mundo. Dolor del que, entre otras cosas, tú no has dado la menor muestra de solidaridad.”
Esto último era falso. Cuando ocurrió lo del accidente de su hijo, todos los profesores del colegio y el personal estuvimos presentes, tanto en la funeraria como en el entierro. Fui a estrechar su mano, pero él impulsivamente me abrazó, más tiempo del debido. Tuve que apartarlo de mí delante de todos, con firmeza, sin buscar sus ojos, tenía la mirada de la gente encima, incluida la de su mujercita. Esa explosión de dramatismo me había desagradado. Por un tiempo traté de evitarlo en el colegio. Siempre parecía a punto de decirme algo, de llevarme aparte. Yo no estaba dispuesta a que usara la sensibilidad exaltada por la muerte de su hijo para que tratara de vulnerarme, de introducirme en su círculo fatalista. Menos que por esa vía intentara acercarse. Los hombres siempre han tenido dificultad para diferenciar unos sentimientos de otros. ¿Por qué no se comportaba como un hombre y hacía honor a la pasión que describía en sus cartas?
Dos años después de yo haber asumido la dirección de la Biblioteca, llegó una carta que rompí después de leer. Decía que era un hombre libre. Estaba harta de cartas. Estaba harta de mentiras, justificaciones, recriminaciones. Los hombres no tienen idea de lo que quiere una mujer. No lo saben, a menos que una lo exija rejo en mano, tanto en el amor sentimental, como en el sexo.
Por la misma época, llegó otra carta suya a mi escritorio. Y como todas las que llegaron después, unas doce, pasaron por la trituradora de papel.
Como cosa extraordinaria, un día Manuel puso la cara.
Pareja
Lo anunció mi secretaria. Lo vi entrar en la Biblioteca por tercera vez, dar una vuelta por las estanterías, mezclarse con estudiantes y profesores. Parecía uno de ellos, no lo era. Estaba incómodo. Miraba durante demasiado tiempo los traseros de las estudiantes, de un modo evaluativo, memorístico, lúbrico. Durante el tiempo que llevaba instalada allí, nunca, estoy segura, Manuel había ido. Yo siempre tenía cuidado de vigilar que todos los servicios fueran prestados con escrupulosidad. Ahora lo veía, y a pesar de que me había fascinado −y esperado− que ocurriera, sentí cierta satisfacción, no alegría, ningún arrebato. Satisfacción de que acudiera a donde yo estaba. Lo que yo esperaba de Manuel, si aspiraba a tenerme, era que presentara batalla en toda regla. Que pusiera sobre la mesa lo que tenía para ofrecer.
¿Quieres cenar conmigo?
Manuel no usó el sillón que le ofrecí. Un sillón en donde esperaba verlo sentado, incómodo, mirándome, a dos metros de distancia. La mayor parte de las personas que se sientan en esos silloncitos no se siente a gusto. Y si se quedan de pie, es peor. Es cuando me pongo más tiesa, miro a los ojos y espero a ver qué puedo ofrecer de toda esa colección que tengo abajo, a mis pies, que conozco muy bien.
Su pedido memoraba las promesas de las primeras cartas. Fue muy agradable que lo dijera. Evocaba esa complicidad nunca verbalizada. Hizo que se me acelerara el corazón. Me quedé, literalmente, en donde estaba.
Es tarde para eso, dije.
Nunca es tarde, dijo Manuel enlazando las manos adelante, dándole una ojeada al cuadro de Xul Solar, Pareja, que preside mi oficina.
No. Ya no me apetece.
Lo dije de un modo despectivo, retador: no me apetece.
Pensé en un hojaldre fresco. Y de pensar en un hojaldre fresco y crujiente estuve a punto de retractarme, de decir que sí, sin condición. También dije otras cosas, irrelevantes todas, como que había esperado demasiados años. Su falta de empuje me había decepcionado. Además, tenía problemas de próstata, tomaba medicamentos, no ocultaba su barriga. Me buscaba para paliar su vejez, estas dos últimas cosas las deduje de sus cartas. No se las eché en cara, claro. Le di a entender que yo quería a un hombre, no a una especie de muñeco. Aquellas palabras fueron las que causaron mayor impacto, incluso en mí. Dijo asombrado:
¿Ya no te apetece?
Exactamente.
¿Cenar?
Ni cenar ni ser su amante. Otro hombre se le adelantó, dije, aunque esto último era una mentira a medias.
Lo intimidaba. Era conmovedor, me enternecía verlo cohibido. Pero Manuel tenía que haber hecho prevalecer su “pasión loca” por sobre todas las cosas. Se quedó helado ante mi desafío.
Era una tarde de vientecitos que arrastraban el día hacia la noche. Propicia para los amantes. Me arrebató el deseo de ir con Manuel a su apartamento y me tomara como es debido. Que en medio de nuestro éxtasis me hiciera sentir lo profundo de su amor hasta desagarrar mis sentimientos de mujer sexualmente satisfecha, amorosamente frustrada.
Cerró la puerta de mi despacho con demasiado cuidado, como si temiera romper el cristal de la pecera desde donde domino la Biblioteca. Bajó las escaleras. Salió a la sala de Referencia y se internó en la colección, en donde ya no miró el trasero de las estudiantes. Tras devolver la escarapela de visitante a la joven de la Recepción y guardar el documento en su billetera, como temblando, salió sin saber qué dirección tomar. Dio un paseíto por la acera, sin decidirse a nada. En todo ese tiempo reprimí el impulso de ir tras él, zarandearlo, mirarlo intensamente y besar sus labios. ¿Desde hacía cuánto tiempo lo anhelaba? ¿Era yo la pusilánime? Pero zarandearlo y llevármelo a mi casa me habría derrotado. No podía, no debía hacerlo.
Cogí mi cartera. Salí haciendo grandes esfuerzos para que nada me retuviera, ni siquiera la amabilidad del guardia de la entrada.
Al verlo caminar por la acera en frente de la Universidad y alejarse con las manos entre los bolsillos, me detuve. Me devolví al parqueadero, cogí mi carro y fui a mi casa. La sentí fría y ajena, y, a pesar de eso, mía, en donde había vivido años llenos de intimidad. Alcé la bocina del teléfono para hacer una cita con algún Leonardo, Pedro o Ernesto en la Casa de Gloria. No lo hice. Desde que asumí la dirección de la Biblioteca no iba. Me estaba guardando para él, para Manuel; intuía que iba a aparecer.
Por primera vez en muchos años, después un trago de whisky, que no sería el primero, estallé en sollozos. Me sentí amargada, perdida, sola, herida por una profunda aflicción. Soy mujer de un solo hombre, me dije. Pensé en Manuel. Ya no habría otro amor. Manuel jamás iba a estar conmigo ni yo con él.
* Relato aparecido en la revista El Malpensante. Bogotá: El Malpensante, mayo de 2022, n° 240, pp. 39-45. ↑