
Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2023
Páginas: 6
Idioma: Español
Género: Cuento
Subgéneros: Ciencia ficción, literatura contemplativa
Temas: Criminal Colombia | lo onírico | compasión | autorreflexión | lo universal | sacrificio animal | estética pos-humana | ontología
Ideas generadoras de este cuento: En 2011 tuve un sueño: yo corría por un bosque detrás de mis manos que, primero, se habían vuelto evanescentes, luego autónomas. Desperté de pronto sin manos, pero no sentí angustia, pensé que era un símbolo y me levanté y fui a la ventana y vi a mis manos en la calle, y cuando quise salir de la habitación desperté del sueño y me miré las manos y ahí estaban, como si nada. Cuando estaba en la universidad estudiando química, en alguna de esas salidas de campo nos llevaron a una planta de sacrificio animal y de elaboración de salchichas, lo que me ha impresionado toda la vida. No sé por qué, al despertar de aquel sueño, vino a mi memoria la planta de sacrificio.
Por esos días me rondaba la idea de escribir sobre un monje que se retira del mundo, y releí “El padre Sergio”, Las trampas de la fe, Robinson Crusoe, y otras cosas. El primer título del cuento fue, de hecho, “El monje”, y su materia narrativa ha sido más o menos la misma en las 55 intervenciones sucesivas que he hecho desde entonces. Sólo han cambiado los cruces de los campos conceptuales del cuento.
Palabras clave: giro ontológico | sustancia | relación | humano – no humano | sacrificio animal
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Abstracción perpetua
Para J G-R R
Aprieta los párpados con suavidad tras largos años de ayuno y profunda meditación, y lentamente empieza a contemplar la nuez invisible que encierra su cuerpo, y espera reconocer si está adentro, afuera, o si es mera continuidad.
Mueve los músculos de la cara asociados con los del cuello, hace palpitar las orejas y las fosas nasales como un conejo, y aspira con cuidado la esencia de cada una de las hierbas y de los arbustos y árboles que manan del bosque; las discrimina por su dulzura y por su olor amargo, por su sutileza y por su intensidad, por su tersura o rugosidad; colma los pulmones de aire y se siente lleno de vida, como si recién hubiera nacido y entrara con sentimientos inéditos en un mundo material; pasa la lengua por los dientes y las encías, por el paladar y los rincones de la boca, y súbitamente sabe, sin que exista algún mecanismo mediante el cual pueda comprobarlo, que tiene doscientos noventa y nueve años y lleva algo más de doscientos setenta en el centro de tal estado de las cosas, fluyendo igual que una piedra, un árbol, una planta con el agua que cae del cielo, la que absorbe por las uñas de los dedos y de las manos decenas de metros crecidas y muchos metros hundidas en la tierra, por el pelo que nace de su cabeza y de su cuerpo y se ha enriquecido y hundido tanto en el suelo que ha llegado al centro de la Tierra, de donde toma calor y átomos puros con que sustenta su cuerpo, nutrientes que entran por los poros de la piel que se han adaptado como una membrana pétrea, por la nariz que siente extrañamente despejada y susceptible a todos los olores; mas es el agua que ha evitado que su piel y sus huesos, por los años de quietud absoluta y castigados por la furia de los elementos naturales, se derrumben como un castillo de cárcavas con un soplo de viento; piel toda que ha buscado el líquido con afán en el corazón de la tierra en época de sequía, cuando un mero soplo desmorona las piedras y en el bosque cualquier reflejo puede convertirse en incendio, como los que vivió varias veces años atrás, y por algún milagro las llamas a él no pudieron tocarlo; ¿lo protegen los dioses tutelares y los lares del bosque, velan por él fuerzas superiores a su comprensión, potencias primigenias, nuevas o desconocidas como la materia oscura?, ¿qué o quién lo ha custodiado a lo largo y ancho de estos años para que las fieras no se ensañasen con él?, ¿cómo intuirlo con la mente, cómo saberlo con el cuerpo?, a su cuerpo entra la frescura cristalina que instila por los rizomas del suelo, y a su ser llega la fuerte vitalidad de las profundidades donde el humus deposita todos los minerales, todos sus sistemas cristalinos, todas las moléculas enlazadas, toda la fuerza orgánica de la euritmia natural, de modo que estas moléculas navegan en las palmas de sus manos como un pulular de escolopendras y gusanillos que se deslizan por su ser formando un todo integrado, mueve los dedos con lentitud y una fuerza descomunal brota de los tendones, de la fibra muscular, de cada una de las falanges y de las venas de las manos, de las uñas que pesan arrobas y, aun así, puede mover los dedos a su antojo como si fueran plumas que se incorporan al vacío relativo entre la Tierra y la luna, entre el sistema solar y el borde del agujero negro en el centro de la galaxia en un ulular de danza cósmica, lo que dura el aleteo de varios ciclos de tiempo; y en un instante vuelve y briznas de oxígeno como hilos de seda entran por la nariz, aspira aún más hondo, con más lentitud y deleite y cada una de las notas del bosque penetra en sus oídos, en su nueva conciencia, en su ser embargado de energía interior, entonces piensa en levantarse y abarcar con sus pasos el mundo, llenar con su ser los rincones del espacio y del tiempo, así que lentamente deshace su pétrea posición de nenúfar sagrado, y a pesar de los metros y metros que las extensiones de su cuerpo ‒uñas, pelo, piel, carne, huesos, sustancia en sucesión continua‒ se han incrustado bajo tierra, tiene tal vitalidad que las desentierra sin esfuerzo y pone sus piernas al frente como dos hileras de rocas que nacen para formar una cordillera y queda listo para dar el primer paso, pero no lo hace y fácilmente regresa a su antigua posición.
A pesar de la facilidad con que lleva a cabo estas operaciones complejas, aún no puede abrir los párpados, algo le dice que los nuevos sucesos ocurren de otra manera, y por las condiciones climáticas entiende que parece haber vuelto al mundo de la materia en la madrugada, cuando el rocío es bálsamo, cuando el mundo se abre de nuevo a la vida y los insectos del subsuelo hacen el último recorrido por su cuerpo; insectos que ahora abandonan su cara y su espalda, su pecho y el cuero cabelludo, el tronco y las extremidades, y advierte cierto frío y cierta tibieza en el ambiente: los pájaros se han refugiado en sus nidos, algunos pericos cantan a lo lejos, y los conejos y los cerdos y las cobayas y demás seres silvestres no se atreven a salir de sus guaridas quizá porque él se ha movido; en torno suyo vuelan y zumban los bichos del aire, y, si no se equivoca, su cabeza ha sido una estación más del mochuelo que aprovecha la oscuridad para hacer su última cacería; pero ¿qué pasa?, ¿por qué algo que le toma apenas unos segundos se convierte en horas, en el día entero?, nada es más simple: ha cambiado la comprensión del tiempo, y lo que cree hacer en un picosegundo, fuera de él transcurre el día completo; pero, ¿por qué?, si una abeja vive un año, por ejemplo, ¿para ella cuánto es una hora, un día, una semana, un mes, doce meses?, y ¿para un pájaro que vive 12 años o para una tortuga que vive 150?, ¿cómo discurre el tiempo de la vida humana sabiendo que lo que importa ‒según ha comprendido‒ es la relación que esta tiene con las cosas y no su sustancia?, ¿qué es la eternidad si él ha vivido todo este tiempo en abstracción ininterrumpida, más atento a la valencia múltiple de tales relaciones que a la sustancia misma?, no lo sabe y siente pena de ello, pero siente aún más pena de no conocer más a fondo el mundo que lo rodea a pesar de haber meditado tanto y de estar tan concentrado en abrir los lazos de la vida interior, de modo que tendrá que esforzarse más, tendrá que poner al servicio del sentido común su inteligencia y su sensibilidad, pero no abre los párpados ni un segundo para comprobar cómo pasa la vida, cómo el bosque entrega al mundo el oxígeno que respira y lustra el cielo hasta dejarlo azul brillante; se dice que replegará los párpados más tarde y saciará sus ojos con las hermosas imágenes de su entorno, cuando el día se haga más profundo y pueda ver la naturaleza en su verde encadenamiento.
¿Cómo llegué aquí?, se dice.
Con inquietante lucidez recuerda los primeros días, doscientos setenta años atrás, cuando llegó al bosque y quedó estremecido por una ola de emociones encontradas; recuerda la primera imagen de aquella época: es la de un hombre que corre y corre sin mirar atrás, hasta que, exhausto, llega al soto de robles que bordea el linde norte del pueblo y resuelve descansar allí; pero ¿de qué huye?; recuerda que en una madrugada como esta tuvo un sueño: caminaba por un sendero de margaritas blancas con su esposa y sus dos hijas cuando dejó de sentir sus manos, y al mirar, éstas habían desaparecido; desesperado, sin entender nada, aún dentro del sueño echa a correr viendo que sus manos han dejado de existir; lo malo es que al despertar, cansado y sudoroso y con la rara sensación de haber tenido innumerables veces el mismo sueño, intenta encender la luz auxiliar y no encuentra sus manos; con sigilo, y más asombrado que temeroso por lo que está sucediendo, va a la ventana y ve en la calle las dos manos que hacen señas y lo llaman, sale de la casa y corre detrás de sus manos a la luz de la luna, y después un rato las encuentra cerca de un riachuelo y, como si entrara en un sueño, estira los brazos para que las manos regresen a su lugar original, mas, ¿qué ha sucedido?, ¿qué significa todo eso?, ¿por qué sus manos tienen la potestad de ser evanescentes y autónomas, y lo que es peor, por qué los sueños irrumpen en la vida real?, y, siendo un hombre del común que jamás se ha ocupado ni preocupado por asuntos complicados que no entiende, se pregunta con cierto asombro, ¿qué otras consideraciones filosóficas y de trascendencia se desprenden de razonamientos más complejos?, como por ejemplo, ¿la nueva facultad de sus manos es un símbolo?, y, si esto fuera cierto o al menos una posibilidad, ¿un símbolo de qué si él de manera consciente nunca ha tenido que ver con ninguno así éstos sean innúmeros?
Recuerda su antigua vida pasada: es un empleado, uno más entre cientos y cientos de hombres y mujeres que procesan cientos de miles de pollos que allí mismo crían, su trabajo consiste en vigilar que los galpones estén perfectamente limpios, secos y desinfectados, que los animales tengan agua y alimento, y que ningún empleado –esto lo hace no porque sea parte del contrato, sino porque no le parece justo, no le parece humanamente correcto–, los maltrate, porque si algo le apesadumbra de su trabajo no es tanto los turnos extenuantes de 12 horas continuas, ni el olor ácido que los galpones despiden a pesar de los esfuerzos por mantenerlos aseados, ni el largo trayecto en bicicleta que inicia a las 5 de la mañana para llegar al trabajo minutos antes de las seis; no, lo que lo abruma es el maltrato que empleadas y empleados, del mismo rango que el suyo, le hacen a los pollos y a las gallinas para divertirse y llenarse de alegría: les encanta asustar, azuzar, molestar al gallo capón, quemar la cresta, dar golpes con un palo en lomos, cabezas y patas de los pollos no sólo para escapar de la rutina cotidiana, sino para proyectar esta especie de castigo a los dueños invisibles del galpón; sin embargo, aún peores son sus sentimientos de regreso a casa en bicicleta cuando ha caído la noche, no puede apartar de sus ojos los animales colgados de las patas en una banda transportadora hacia la planta de procesamiento; él puede soportar de mala gana el olor de los galpones, no el de la planta de sacrificio en donde, en hilera, las cuchillas de unas máquinas descabezan a los animales y los dejan colgando hasta que, en medio de horribles convulsiones, se desangraran por completo en cubetas para fabricar otros alimentos; no, no lo puede tolerar; y como si esto fuera poco, al llegar a casa extenuado y hambriento, en vez de las consabidas salchichas, su esposa ha preparado un delicioso pollo al horno y las dos niñas comen con tanta alegría que no tiene otra opción que llenarse la panza; además, reconoce y agradece que su esposa se haya adelantado y preparado la comida para la familia, cómo no dar gracias por el esfuerzo, cómo no valorar que ella también tiene su trabajo en la fábrica de salchichas durante doce horas como él y corre a casa para hacerse cargo de las niñas y de la comida de todos; así han funcionado las cosas durante meses y años, hasta que tiene aquel sueño y se ve preso en el bosque; preso, en parte por voluntad propia; y sin embargo, ¿por qué le tiene que suceder a él, justo a él que siempre trató bien a los animales, que siempre los ha defendido, que nunca le ha pegado al perro del vecino que intenta morderlo cuando va en bicicleta al trabajo?, no lo entiende; aquella madrugada, cuando recupera sus manos e intenta salir del bosque, se da cuenta de que no puede hacerlo, no si pretende conservar su cuerpo, pues a medida que llegaba al linde de cedros, las uñas y los dedos y las palmas de sus manos empezaban a desvanecerse; recuerda que dio un paso atrás y vio cómo las palmas volvían a tener materialidad, y cómo los dedos tenían fuerza de nuevo, y cómo podía rascarse las costillas y los brazos; recuerda que intentó una y mil veces buscar una salida en cada uno de los cuatro puntos cardinales, pero cada vez que sobrepasaba un límite sus manos se evaporaban y quedaba un muñón transparente; era una locura, a nadie le podría narrar una historia de ese tipo, nadie le iba a creer, ni su esposa siquiera, tan embebida como él y todo el mundo en el trabajo; incluso un día construyó una balsa e intentó salir siguiendo la corriente del río, y cuando estaba lejos, ya no tenía brazos ni parte de la cara, parte del pecho ni del estómago, sólo las piernas que le permitían regresar al bosque.
En un ejercicio de razonamiento, se pregunta cómo es que nadie ha ido a buscarlo, cómo es que su esposa y sus niñas, cómo es que sus amigos, la policía y los organismos de socorro nunca lo han encontrado, si, por lo que sabe, el pueblo está a dos o tres kilómetros y el bosque no es tan tupido, extenso ni inhóspito como para que un grupo de personas organizadas no lo encuentre; se pregunta qué fue de su querida esposa, qué de sus dos amadas y hermosas hijas, se da cuenta que han pasado generaciones, ya fueron madres, abuelas, bisabuelas, tatarabuelas y tatara tatarabuelas, ya han muerto, piensa, y un sentimiento de paz con la naturaleza y los ciclos de la materia cala su alma y siente en su piel y en sus pulmones los átomos que conformaron el cuerpo de su esposa y los cuerpos de sus hijas, de sus nietas y de sus bisnietos, y de sus tatara tataranietas y tataranietos jamás conocidos y ya fallecidos, esas vidas y esos cuerpos sólo han regresado transformados a la cantidad inmutable de la masa en el mundo, y están en él, puede respirarlos, puede sentir las alegrías y los sentimientos generosos que animó a esa descendencia, así como la amargura y las soledades, la sensación de vacío perfecto y de amor puro, sabe que en el mundo la materia continuamente se transforma, es una esfera de vida en la que nada se destruye; es una nuez que no deja escapar nada, que absorbe los rayos de las estrellas, es un astro más del universo; pero en medio de estos pensamientos comunes, cae en cuenta que han pasado los años y aquel pueblo pequeño y muy próspero debió haber crecido, y si fue así, ¿cómo es que las autoridades no han arrasado con el bosque para hacer crecer, por ejemplo, la granja de pollos que, ahora recuerda, sólo estaba a unos doscientos metros del bosque?, y la planta de energía que planeaban, ¿no iban a convertir la madera de este bosque en leña, no iban a inundar aquel valle para esa planta de energía y así la gente tuviera electricidad más barata en sus casas?, ¿cómo es que aquella fábrica no ha expandido su producción y no ha contaminado el riachuelo que lo ha alimentado a él por más de dos siglos y medio?, además, ¿qué ha pasado con el gigantesco vertedero de basura, qué con la nueva urbanización en donde pensaba comprar un apartamento para quedar más cerca, qué con el zoológico que un alcalde prometió para la gente del pueblo, cuál ha sido el destino del cementerio? y, lo que es aún más importante, ¿sucedió algo extraordinario con el bosque?, ¿quién le puede asegurar que los árboles no han sido talados, él está en un desierto, y todas sus sensaciones provienen de su imaginación?, ¿debe inquietarse, debe romper su equilibrio?, ¿debe constatar la existencia material de su entorno?, y si esto fuera necesario, ¿qué sentido tendría esa necesariedad?, mas, por otra parte, ¿cabe considerar que aquellas fuerzas superiores a su comprensión ‒las que rigen la materia oscura, quizá‒, las potencias ancestrales que lo cuidaron a él protegieron el bosque?
Siente en la cabeza las garras afiladas del mochuelo y por el olor a vida ya transmutada y por el goteo de sangre caliente en su pelo sabe que lleva una rata de monte en el pico; a los animales, que no tienen otro raciocinio que el de sobrevivir sin destruir y así preservar su especie, les es permitido cazar, no a los hombres, piensa él y entiende que a su alrededor la noche se hermana con el espacio oscuro y percibe todos los sonidos, todos los olores, todos los movimientos, toda la pureza del aire, y el pulsar de los cielos incontables; se dice entonces que debe abrir los ojos y contemplar la oscuridad, penetrar en los movimientos orgánicos e integrados de los insectos nocturnos, de los murciélagos y de las serpientes, de los gusanos y las bacterias y las moléculas que nutren la tierra para familiarizarse de nuevo con el mundo material, pero aún no puede, sospecha que podrá hacerlo al compás de los primeros rayos del amanecer, cuando de horizonte a horizonte la tinta nubosa crece de negro a morado, de rojo a naranja, de oro sedoso a la luz diaria del sol.
Entonces, por primera vez en todo este tiempo, después de estar listo para ser materia de nuevo en el mundo de los seres vivos y conscientes y de las cosas animadas, teme que todo sea ilusorio, una elaboración mental suya, la vigilia de un empleado raso de una terrible fábrica de sacrificio animal, que se ha recostado en la cama al lado de su querida esposa, desfallecido por la jornada dura, y aún así está atento al llamado de alguna de sus dos hijas si no pueden dormir, y aun después de todo eso, ensueña; o quizá, después de tantos años de servicio, lo han ascendido y ahora es jefe en la planta donde funcionan aquellas cuchillas que le producen los más helados escalofríos y eso lo ha llevado a la locura; entonces piensa que, después de dos siglos y medio de estar allí sentado en la posición propia de las personas elevadas, según alguna vez vio en televisión, él no es un hombre, sino una piedra, una piedra sencilla y tranquila que puede sentir y absorber los flujos de la naturaleza, la energía mineral que circula en las cuevas subterráneas, en las madrigueras y en el suelo, en los troncos de los árboles y en el aire, en el helado espacio, en la luna, en el tejido invisible del universo que a su agujero negro llama; entiende de pronto por qué no ha podido abrir los párpados: porque nunca los ha cerrado, sólo es una piedra en el mundo de los sueños.
Sorpresiva dedicatoria.