Amelia

Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 1989
Páginas: 3
Palabras: 1268
Idioma: Español
Género: Cuento
Subgénero: Literatura rural
Temas: mito del ahorcado | mito del amor más allá de la vida | el problema del doble

Imagen generadora del cuento: En mi adolescencia solía visitar, en las vacaciones de final de año, la finca de mis tías en Neira, Caldas. Yo estaba enamorado de una prima lejana. Un día, al pasear con ella por una verada, vi a un hombre joven que se la quedó mirando de manera apasionada y dolida. Ella me dijo luego que había sido una visión mía, en aquella casa no vivía nadie. Allí se había suicidado un joven hacía meses.

Palabras clave: cuento colombiano siglo xx | amor desde el más allá | problema del doble | diablo

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Germán Gaviria Álvarez

 

No se quede ahí parada, venga un rato en la sombra –invita el hombre desde la banca bajo el alero de la casa a un lado del camino, mientras rasca la planta del pie izquierdo con el garfio de su meñique. Lejos, relincha un caballo.

Gracias, pero voy camino a Linderos, tengo prisa –respondo extrañada por el encuentro, por el ofrecimiento inesperado. Doy un paso para continuar la marcha, para ver con el rabo del ojo esa casa, tan sencilla pero tan bonita medio tapada por matorrales espinosos, por ortigas florecidas.

Aquí tengo limonada, señorita. El sol pega duro. Debe ir rendida.

Me siento agotada. “No hables con extraños. No te detengas en ninguna parte. No aceptes cosas de nadie. La gente no es de fiar. Ve rápido y regresa pronto, niña. Trae a tía Jesusa. Anda, corre”, dijo Lucía, mi hermana, tenía los labios reventados, estaba tendida en la cama traspasada de sufrimiento. Moría. Su cabello espeso amortajaba su cara, el pecho cubierto de sudor. “Las manos caen en la sábana como las de una muerta”, pensé la noche anterior cuando dejé la jarra de agua sobre la mesita. Eso mismo me repetí cuando, después de llenar el vaso esta mañana, la miré desde la puerta antes de despedirme.

Un alto en la jornada siempre es bueno. Además, no debe despreciar la invitación, señorita. El hielo no se consigue todos los días –su voz acaricia mis orejas. El hombre lleva el sombrero calado hasta el fondo, un pañuelo rojo anudado al cuello, una camisa vaporosa, un pantalón amarillo. La uña jorobada va de un lado a otro del pie. “Una limonada con hielo”, qué raro, sonrío dando un paso hacia la casa. Siento en la planta de los pies la ternura de la tierra. Me parece colgar con él, unidos por el corazón. Me parece ver, desde el desbarrancadero, la choza donde Lucía aguarda. Son las nueve de la mañana. Si voy por la pavimentada, en la tarde llego donde tía Jesusa, y si ella le apura, estaremos de vuelta mañana a media noche. Pero si corto por la vereda y nos venimos por el mismo lado, volvemos en la tarde. No importa, al fin y al cabo no importa. Así venga tía Jesusa con sus hierbas, será un desperdicio. Elegí la trocha de cascajo custodiada por abrojos chamuscados, cubierta de más y más polvo. Me gusta el cuerpo hambriento de la maleza, cómo atesora en su trabazón de piernas y brazos el último suspiro de la tierra. Es media mañana. El sol incendia mi pelo, tuesta mi boca, pega el vestido a mi piel como si tuviera las fiebres de Lucía. Para esta hora la jarra debe estar media de agua. Pienso en el fuego, en cómo el fuego y el llanto buscan su alimento. Un solo destello de Lucía incendiaría el camastro, haría humo la choza. “Es raro”, me digo. De este lado, la tierra parece mojada; de este otro, por donde sigue el camino, pedruscos al rojo y más piedra. Jamás había visto al hombre, y hasta donde recuerdo, por este lado vivía Gabriel, un desamparado, como nosotras. Tenía mi edad: 16 años. Recuerdo a sus padres enfrentados con los míos, las venganzas al otro lado de La Greda. Las peleas, las misas, el cementerio. Este debe ser el nuevo dueño. ¿Quién le habrá vendido? La casa lleva tiempo abandonada. Un vecino encontró a Gabriel colgando de un lazo. “Carga días de estar ahí, sientan ustedes como hiede”, comentó alguien.

Aquí tiene, señorita –dice el hombre entregándome un vaso de limonada convertida en pepitas de hielo–. Siéntese a mi lado, descanse. Tómela despacio, verá cómo la anima. Desliza una vez más el garfio por la planta del pie blanquísimo. Contra el cielo, los chulos hacen rebotar sus gritos, en la finca, sus sombras forman pozos de tierra. Dentro de mí, un calor asfixiante escarba en mis entrañas, troncha mis tobillos. Saboreo el refresco con los ojos cerrados. Se me llena de saliva la boca apretada de polvo. “Lucía debe estar bebiendo del vaso”, me digo. “Agua sin hielo y sin limón. El agua debe estar tibia y amarga, debe sentir náusea”.

Rasque aquí –dice el hombre arrastrando mis uñas por la planta de su pie.

Siento un temblor, una fuerte ansia atraviesa mi pecho. Impaciente, comienzo a rascarlo, deseo hacer mía la rusticidad de su piel, la poderosa forma de su pie negrísimo. Una piedra de agua clavada en el garfio sale del vaso, pasa a mi frente, a los pómulos tirantes de polvo y calor. Rueda por mis hombros, por las puntas de mis pechos. Hace un remolino en mi ombligo. Un ramillete de tulipanes muertos se abre paso entre mis piernas. Recuerdo a tía Jesusa, sus hierbas. Pienso en Lucía, mi mano empujaba trocitos de hielo en sus oídos. Lucía. Morena, delgada, es igual a mí, diríase que somos gemelas, pero ella es más vieja, vieja y moribunda. Ya debe saber de la inutilidad de tía Jesusa, debe sentir rabia por no haberlo sabido desde siempre. No volveré a verla con vida. Me parece ver, desde el desbarrancadero, la choza donde ella aguarda.

Beba –ofrece el hombre abriéndose el brazo con el garfio. La sangre corre helada. “Sabe a limonada”, me digo escondiendo una estúpida sonrisa. En eso, muy cerca, relincha un caballo.

Hola, Amelia Lucía, mi Amelia –saluda el hombre quitándose el sombrero, cierra con un pase la vena abierta–. ¿Le gusta mi limonada? Reconozco a Gabriel. Es el mismo, pero se ha hecho hombre. Sonríe. Desanuda el pañuelo del cuello, lo amarra en torno a mi cintura, me aprieta contra sí. Mis huesos traquean. Pienso en el polvo rasgado por una gota de agua. Su mano roza mi rodilla. Su garfio abre mi piel, enseguida se cierra.

Ya vuelves –dice Lucía descorriéndome el pelo, echa su aliento helado en mi oído. Vamos pronto. El trecho es largo, la noche corta–. Lucía me ayuda a levantar.

¿Qué has hecho? –grito mirando hacia la viga. Gabriel cuelga de un lazo.

Era necesario, Amelia. No podía permitirlo, lo hice por ti, mi niña. Estaba tan borracho como tú, no sintió nada. Un lazo al cuello, una palmada al caballo, un nudo y asunto terminado. Vamos, se hace tarde, la noche es corta. Allí estará seguro, no volverá a tocarte.

Caminamos enmudecidas en lo negro del camino. Ella, segura de su triunfo sobre Gabriel, sobre mí. Yo, segura del regreso de Gabriel, de las próximas fiebres de Lucía.

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