Señas de un embaucador

Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2000
Páginas: 9
Palabras: 3291
Idioma: Español
Género: Cuento
Subgénero 1: Cuento
Subgénero 2: Urbano
Temas: el fútbol | el engaño emocional

Ideas generadoras del cuento: Un día de 1999 resolví escribir un cuento que tuviera que ver con el fútbol, justamente porque detesto el fútbol. Para mí era un reto. Lo que pasó es que en ese momento estaba leyendo a Kafka y leí “Desenmascaramiento de un engañabobos” [1910] y me sentí en la obligación de dignificar el fútbol dando un toque literario al tema. Salió este cuentecillo.

Palabras clave: fútbol | Pelé | relato sicológico | complejo de Edipo

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Señas de un embaucador *

Germán Gaviria Álvarez

 

¿Viste jugar a Romário? Me refiero al partido que pasaron anoche por televisión, aunque también en video se consigue. Qué fenómeno. Qué piernas, Dios, qué cintura. Basta un movimiento para que todos te admiren y aplaudan, ni siquiera tienes que hacer un gol. En el fútbol verdadero todo se define con un pase. Lo digo por el partido que jugaste hoy, te moviste como un demonio. Al equipo le fue bien gracias a ti, ya era hora después de aquella racha, te felicito de corazón. Estoy seguro que Romário… 

Carlos habla de Romário como si fuera un jugador activo, pero con cierta añoranza, con cierta pasión amarga que trata de ocultar. A Carlos no le cabe duda que él vio el partido, que está de acuerdo con lo que dice. Desde que lo descubre en la entrada del camerino, él siente que se le revuelve el estómago, preferiría ir a celebrar con el director técnico y sus compañeros ese triunfo, pero ya no puede deshacerse de Carlos. Varias veces los guardias lo obligan a apagar sus cigarrillos. Carlos lleva una bufanda de lana café, una chaqueta negra. Hace calor, los jugadores están exultantes, comentan entre ellos las jugadas clave y sudan como animales, Carlos no, Carlos sonríe de medio lado y escudriña a los hombres semi desnudos con una fijeza insípida. Hace una seña y él siente vergüenza que los demás los vean. Allí a nadie le gustan los extraños, ni mucho menos esa gente que aparece para pedir un autógrafo y acaba entrometiéndose donde nadie los está llamando. 

Él se viste rápido, agarra el maletín que contiene los guayos, las canilleras, el uniforme sudado, se despide de sus compañeros y sale arrepentido y con bochorno de haber aceptado el encuentro. Su contextura, el modo de caminar, las gafas gruesas y las mejillas sin afeitar, a él lo hacen pensar que conoce a Carlos de algún terreno de juego. Piensa durante unos segundos en su madre: al llegar al apartamento, debe llamar al hogar geriátrico donde está recluida, preguntar por ella, hacerle saber que esta vez ha ganado. Desde que él tiene memoria, nunca han tenido lo que se llama una verdadera conversación, no una que a él ni a nadie le permita saber de sus obsesiones, detalles de su vida pasada. Cada mes ha visto su sonrisa y la alegría en sus ojos; una alegría que, sin embargo, él tampoco sabe de dónde viene y él mismo, desde hace demasiado tiempo, tampoco puede sentir. Al principio, grababan cada partido para ella, y aún antes de su regreso, sus triunfos fueron tan irregulares que el enfermero dejó de hacerlo. Espera que ella al menos haya visto en el noticiero el replay del gol que les dio la victoria, espera que lo hayan grabado y que, como antes, lo repitan para ella durante días y semanas, hasta que juegue de nuevo y gane, pues ella no tolera verlo correr inútilmente por la cancha, no soporta verlo perder.

Él y Carlos se mezclan con la multitud, en minutos están fuera del estadio. Él se siente cansado, desea tomar un taxi, pero Carlos quiere caminar, y le anima. Hay una hermosa luna, la calle está tranquila, el cielo despejado.

Será una conversación breve, lo que dura el recorrido hasta tu apartamento, dice Carlos. A él le incomoda la idea de estar demasiado tiempo a su lado, pero está de acuerdo, quizá un poco de aire frío lo relaje, quizá durante el trayecto le diga lo que tiene qué decir y se vaya. Aunque debería, en ese momento él no se pregunta cómo sabe Carlos dónde vive, ni que el trayecto les tomará menos de quince minutos desde el estadio. Él anhela una ducha helada, buena comida. Quisiera tener a alguien con quien compartir su éxito, quisiera llegar a casa, encontrar a una mujer hermosa con una sonrisa en la cara, como sucedió durante unos meses cuando vivía en España. Aquí no, aquí está aún más solo, aquí debe llegar a su apartamento, encender la tele y comer cualquier cosa mientras la lavadora trabaja.

Carlos habla de la facultad en donde enseña, del sueldo ridículo, de los ahorros que haría si fuera joven, de las decisiones que revocaría. Él lo escucha durante unos minutos, y a pesar de su entusiasmo, lo amenaza una sensación de derrota, entonces se pregunta qué es lo que quiere, cuál es el objetivo de entrevistarse. Cuando él afana el paso para evitar su cigarrillo, Carlos apura la marcha y el viento le echa el humo en la cara. Carlos se detiene frente a una tienda y silba un chorro de humo.

Sí, dice Carlos, en el fútbol verdadero todo se define con un pase. 

La luz que viene de la tienda pega en los lentes de Carlos, y por unos segundos él se siente en compañía de un fantoche de espectáculo, como los que vio con su novia española en el teatro La Latina de Madrid. Sospecha que, si lo toma del cuello y lo zarandea, romperá los hilos y Carlos caerá al suelo convertido en un montón de trapos viejos.

El fútbol siempre me recuerda a Helena y la estación de Hendaya, agrega Carlos. 

A él le sorprende que no repare en su silencio, en el cansancio después del difícil partido con tiempo complementario. Quizá piensa que es un pobre muchacho de pueblo criado por su abuela, medio fracasado ya, y sólo debe oír y callar. Y calla. El entrenador lo ha dicho: para ser crac no se necesita pensar, sí saber dónde está la pelota. Él quiere ser de nuevo un crac. Anhela recuperar su posición de Capitán en el equipo, lucir el número 10 en la camiseta, y volver a ser el jugador del “millón de dólares”, eso pagó alguien hace casi cuatro años, cuando los valía. Cree que debe escuchar lo de Romário, cree que este tipo tiene algo importante qué decir. 

Carlos compra en la tienda dos latas de cerveza, ‘para celebrar ese uno a cero’, y continúan caminando. A él no le gusta beber, lo considera el último escalón antes de la ruina definitiva, todo el mundo lo dice. Carlos saca un librito del bolsillo de su chaqueta, echa en el bolsillo la lata de cerveza que él rechaza. La noche corre a la par con las nubes. Carlos mira a su alrededor y al cielo como si se ahogara; aspira su cigarrillo, lo tira, lo deshace con la punta del zapato. Busca la caja, enciende otro cigarrillo.

¿No odias esta ciudad?, dice. Yo sí. Si fuera tú me habría quedado en España. En este país de mierda sólo hay oportunidades para los canallas.

No di resultados, se terminó el contrato y aquí estoy, contesta él sintiéndose inferior, como si Carlos hubiera invertido su dinero en él y él fuera un canalla.

Los europeos no saben de fútbol. No debes sentirte mal por eso. Yo también viví en Europa y sé lo que se siente. Mírame. Trabajo en una universidad de segunda categoría y estudié en la Universidad de Lovaina, dice con amargura. 

Carlos examina la calle como minutos antes a los jugadores en el camerino, con un dedo pega los lentes a la cara. Deja un sorbo de cerveza en los carrillos. Mira a su acompañante, traga el líquido de golpe. Él cree que lo desea abrazar o algo así, siente pánico. No le gusta como va a su lado, tan cerca, ni que lo mire de ese modo comprometedor. 

En el año 89 vivía con otros latinos en Bruselas, continúa Carlos, y gracias a una beca estudiaba economía en la Universidad de Lovaina. Nunca me perdoné haber utilizado el dinero que tenía para ver a Romário en Madrid. Es uno de los partidos más mediocres que he presenciado en mi vida. Al salir del estadio (en el que tú también jugaste años después) me arrepentí de haber invertido tiempo y dinero en semejante fiasco. Sin embargo, me quedé unos días en Madrid aprovechando el piso modesto que la concierge, donde vivía en Bruselas, me prestó con el consentimiento de su hermano. Queda en el Servando Batanero número tres, lo recuerdo bien. En aquella época creí que esa escapada había sido uno de mis grandes errores y, a la vez, una simpática aventura. Las necesidades económicas por las que pasé luego casi me obligan a abandonarlo todo. Imaginé que regresaría Bogotá con la marca del fracaso, todo por un capricho. 

Carlos hace una pausa, el cigarrillo ilumina su boca. Él se siente decepcionado, Carlos habla de sí mismo, parece haber olvidado lo que iba a decir. 

Después de tanto tiempo puedo reconocer el valor de esos sucesos. Como te decía, el partido fue mediocre: 3 a 1, perdiendo el equipo de Romário, no recuerdo cuál. Ahora entiendo que el marcador no interesa. Lo importante es que Romário jugó solo, y lo hizo como tal vez jamás lo sospechó, con la prudencia y la sensibilidad de los que han conocido la miseria, y no para darle el triunfo a su equipo y a los hinchas, sino por el mero placer y la alegría de sentir el balón en sus pies, de disfrutar su intimidad. Es difícil entender eso, pero sabes de qué hablo. Los forofos lo abuchearon, arrojaron porquerías a la cancha y la policía tuvo que intervenir. No te quiero aburrir con todo eso. Hoy jugaste igual que Romário en aquella época. Estoy pasmado de la similitud de tu juego con el suyo, ése es el verdadero fútbol. Me has regalado veintitrés años de mi vida, te lo agradezco.

Él está aturdido. Carlos aprieta, bajo el brazo, ahora lo advierte, un viejo diccionario de sinónimos. Se detienen, Carlos se quita las gafas, lo mira con la boca entreabierta, a la espera de algo. Él se echa hacia atrás. Carlos se cala las gafas, siguen caminando. Quiere saber qué desea de él, por qué lo adula, por qué mezcla el fútbol con temas de su vida privada que al parecer no vienen al caso. Él tiene veintidós años y, aparte de lo de España, está en vías de recobrar su mejor momento, el director técnico lo ha dicho: es ahora o nunca. Desde que llegó a Colombia, ha bloqueado el recuerdo de su fracaso. Prefiere sonreír y callar cuando la gente menciona que valía “un millón de dólares”. ¿Ahora cuánto vale? Es mejor no pensar en ello, no después de la última cifra en que lo han tasado. Prefiere vivir su vida presente, entrenar a conciencia, cuando la conciencia es lo único que lo acompaña, y tratar de recuperar el toque mágico que todo buen jugador tiene; quizá es de lo que Carlos habla. Pero algo se lo ha robado, algo que ahora oscurece su interior le ha quitado magia a su toque. ¿Dónde está su alegría? ¿Por qué ahora sólo piensa en su madre si cuando estaba en España pagaba el sanatorio a través de un tercero y ella era una incómoda molestia? ¿La gente enloquece de soledad? Sí, la soledad, eso fue lo que acabó con él en España y ahora lo tiene al borde de la locura, ahora cree que está a punto de llegar al estado de enajenación en el que se encuentra su madre. Quizá sea lo mejor que le pase.

Conoció a su esposa en Madrid, afirma él, siente que un miedo profundo lo asedia, que algo amenazador se abre en su pecho. Quiere que Carlos acabe de contar su historia y se vaya. Él no tiene amigos porque le molestan las confidencias, la familiaridad, el afán de la gente de meterse en su vida. Carlos ajusta el librito bajo el sobaco, bebe cerveza de su lata.

¡Vaya! ¡Eres un observador excelente!, dice con entusiasmo. Sí. Bueno, a mi esposa, exactamente, no. Helena vivía con su madre en Madrid, un piso abajo de donde yo estaba. Nos conocimos en la escalera el primer día, ella subía con la compra. Enseguida nos dimos cuenta que éramos colombianos. Charlamos un momento y vi que llevaba alcachofas, un kilo, tal vez, y otro tanto de patatas. Comprendí que no la pasaban bien, ésa era la cena para varios días. Me despedí de ella y al día siguiente fui al estadio a ver el partido que te he mencionado. Al regreso, la encontré en la puerta de su apartamento y sentí remordimiento por el dinero que acababa de malgastar. La invité a cenar, regresamos al piso y después de estar juntos hablamos hasta el amanecer. Ella estaba desesperada, anhelaba volver a Colombia. Sus ojos, sus buenos sentimientos me rompieron el corazón. Cinco meses después, estando en Bruselas, recibí una carta (¿el correo no actúa como Dios, de manera misteriosa?) extrañamente franqueada más de cuatro meses atrás. En ella me preguntaba si la quería, si volvería a España sólo por ella, no para ver la final de algún torneo deportivo. No proponía que nos encontráramos en Madrid, y eso también me sorprendió. Su familia había conseguido lo de un pasaje y un empleo para su madre en Bogotá. Ella regresaría después. En la posdata decía que anhelaba verme, y sólo podía pagar hasta Hendaya el pasaje de su viaje a Bruselas, donde esperaba encontrarme. Eso significaba que estaba varada en aquel pueblo fronterizo y necesitaba mi ayuda. Pero como la carta llegó cuatro meses después, supuse que había hallado la manera de regresar a Madrid. Me dije que nunca más la vería. Pero a los dos o tres días, lleno de dudas y de malos presentimientos, tomé un tren para allá. Se aproximaba el invierno, el frío era tenaz. La encontré en la estación de trenes donde, a espaldas de las autoridades, dormía y se lavaba. Desde que la vi, deseé tener valor para abandonarla. Estaba embarazada, y en su carta no había escrito nada al respecto. Me sentí engañado, me resistí a creer que ese hijo fuera mío. No podía aceptar que había ido a Madrid sólo para que sucediera eso. A pesar de tener la certeza de ser el padre, en aquel momento no pude creerle, pero el sentimiento de culpa fue más fuerte, de modo que le compré un tiquete y la llevé conmigo a Bruselas. Desde el primer día fue una desgracia. Como en Hendaya, temía salir de la estación, caminar por la ciudad. En las estaciones siempre hay lugar para uno más, murmuraba obsesionada con las líneas secundarias que se detenían cada tres minutos para dejar y recoger pasajeros. A Helena le aterraba imaginar que yo fuera a Hendaya a buscarla y, por el hecho de haber salido de la estación, perdiera la oportunidad de encontrarla. Un pensamiento extraño, sí, debo admitirlo.

¿Ves?, me decía cuando creía ver a alguien por segunda o tercera vez. En el metro nadie se pierde. Es fácil dar una vuelta y encontrar a la misma persona de nuevo.

A los dos meses de estar conmigo en Bruselas, gracias a Dios llegó una carta y un poco de dinero de su madre. Después de completar lo del pasaje y de mil súplicas y amenazas, pues me era imposible mantenerla alejada de los subterráneos, sostenerla, asumir a ese hijo que estaba esperando, Helena regresó a Bogotá. Yo me quedé cuatro años más, mientras terminaba mis estudios. A pesar de haberme liberado de su presencia enfermiza, durante ese tiempo creí ver en las jóvenes del metro los ojos suplicantes que encontré en Helena aquella mañana en la estación de Hendaya, y pensaba, con rabia, que su hijo era mío. Recordaba la expresión de sus labios, el gorro negro para protegerse del frío terrible, su mano ahuecada para tomar un poco de agua. Veía su chaqueta raída a la altura de las rodillas, su nariz roja con una gota de agua en la punta. En Hendaya, cuando echamos a caminar por el andén, dijo que no quería salir de la estación, que comprara los billetes, que partiéramos de inmediato. Tiempo después me enteré que no había visto aquel pueblo. Vivió más de cuatro meses en la estación esperándome; nunca imaginé algo así, nunca. En Madrid, me aproveché de su desgracia, lo reconozco: ella era increíblemente bonita y necesitaba dinero; en Hendaya, sólo vi a una mujer pobre y embarazada lavando sus dientes en un grifo público. En Bruselas, supe con creces lo que es vivir con una mujer compulsiva, dominada por sus obsesiones. 

Se detienen en la entrada del edificio donde él vive, Carlos arroja la colilla lejos. Observa a su acompañante, baja los ojos. Tantea la segunda lata de cerveza, busca en la faltriquera, enciende otro cigarrillo.

Cuando regresé a Bogotá y los busqué, continúa Carlos con voz quebrada, Helena aseguró que nuestro hijo nació muerto. Habían pasado cinco años, nunca le escribí una carta. No me preguntes por qué, tampoco me mires así. Sabes de qué hablo. No estoy chiflado, tampoco pretendo nada de ti. Desde que volviste de España has tenido la actitud de un capitán en la cancha. ¿Has visto jugar a Romário? A veces muchos jugamos como él: hacemos un pase, un guiño, nos empleamos a fondo y somos verdaderos cracs, aunque perdamos el partido. Otras, no. Hace un mes, cuando estaba en la tribuna y ustedes perdieron, me di cuenta quién eras. Entonces recordé a tu madre en la escalera y vi que ella, como Romário, jugaba sola, sin importarle si al final de su partido ganaba o no. 

Él siente tanta ira que desea machacarlo. Su madre se llama María Helena, no Helena a secas, jamás se habría relacionado con tipo así. Aprieta los puños y Carlos, azorado, se tiempla hacia atrás con aspaviento. Él va a partirle la cara, pero ese gesto lo detiene. 

¡Váyase!, grita en su rostro temblando de furia, ¡usted es un infame!

Carlos se repone, acomoda sus gafas, aplasta la lata entre sus manos, la mete con cuidado en el otro bolsillo de su chaqueta, y pregunta si por allí conseguiría un taxi. Asombrado por el giro de la escena, él no responde. Quisiera saber a cuántos les ha contado la historia de sus canalladas. Desconfía que Carlos haya leído lo que aquellos periodistas ociosos escribieron sobre él cuando era famoso; sospecha que alguien (¿quizá este mismo tipo?) ha entrevistado a su madre, quizá es algún periodista, y su madre ha hablado de su rara obsesión con los trenes, de algo que él no sabe. Sospecha que este hombre, Carlos, ¿Carlos qué?, es un frustrado que pretende sacar provecho, justo cuando él intenta levantarse, justo hoy, cuando después de la mala temporada ha ganado. Ya el entrenador lo advirtió de los viejos jugadores caídos en desgracia. Sin embargo, por un momento, cuando la voz le salió chillona y habló de él y de su madre, tuvo la ilusión de que era su padre, y alcanzó a sentir un atisbo de alegría, la alegría que necesita para recuperar el toque y ser de nuevo el número 10, el Capitán del equipo. A pesar de sus gritos, desea con toda su alma que Carlos se revele por completo, que diga algo definitivo, que pronuncie la palabra ‘hijo’ de un modo único, irrefutable. Traga saliva como si intentara apagar el fuego que lucha por ser exaltación pura, que lucha por abrasarlo.

Caminaré, dice a cambio, exhala con fuerza, ajusta el diccionario bajo el sobaco.

Mientras se aleja, él limpia en su pantalón la palma de la mano que Carlos estrechó al encontrarse en el camerino. Aprieta las orejas del maletín con el uniforme, mira hacia el edificio iluminado, y no sabe si entrar en él o correr tras ese hombre, arrancarle las gafas de la cara y desenmascarar a ese muñeco de teatro, a ese hombre que trata de embaucarlo.

* Cuento ganador del IX Concurso Nacional de Cuento para Trabajadores, Medellín, 2000.

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