Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2023 [2014]Formato: 12,6 cm X 20,5 cm
Palabras: 2.983
Idioma: Español
Género: Ficción
Subgénero 1: cuento
Subgénero 2: cuento colombiano siglo xxi
Subgénero 3: biografía | autobiografía | autodiégesis | confesión
Temas: amor infantil | amor adolescente | cuento existencial | primer amor | amor filial | década de 1970-1980 Bogotá | cuento urbano urbana
Idea generadora de este cuento: Escribí la primera versión (de 9) de este cuento en 2011, cuando principiaba a hacer un trabajo de retrospectiva e introspección de una época lejana de mi vida. En realidad, no tenía en mente escribir un cuento suelto sino una novela. Una novela estructurada como una secuencia de capítulos que fuesen lo bastante autónomos como para que funcionaran independientemente como cuentos. Este fue un primer experimento. Lo del manejo técnico, evidentemente lo tomé de Kafka, de sus Diarios, de 1910, en donde hay repeticiones de un mismo hecho desde varios puntos de vista. La historia que narro es enteramente cierta, aunque no sea más que una ficción de mi pasado.
Este cuento sirvió de base técnica, temática, estética y argumentativa para la novela Los amores destrozados (2023). Sin embargo, cuando comencé a estructurar esta novela, me di cuenta de no necesariamente cada capítulo podía funcionar independientemente como cuento, y la novela reclamó otras exigencias.
Palabras clave: autoficción | literatura del yo | autodiégesis | autobiografía | biografía | amor materno | adolescencia | juventud | 1970-1980 Bogotá | amistad | soledad | diario literario
Autores relacionados con este texto:
F. Kafka
S. Freud
H. von Kleist
C. Ginzburg
J. M. Coetzee
Es extraño que siga caminando
Manuel llega a la casa y saluda a las hermanas de G. Manuel se detiene durante unos minutos en la sala con el balón de fútbol bajo el brazo. Se alza en puntas de pies y se entromete con el niño. Desde el techo de la casa donde ahora se encuentra, G percibe en su hermana tolerancia a las preguntas por el ojo. Su hermana, la tercera hermana, es cortante y se le ponen los ojos vidriosos, la piel se le cubre de manchas. Su madre se burla y dice que la tercera hermana se llena de parches. Manuel parece no captar cómo su insolencia la afecta. En puntas de pies, sigue con sus preguntas, al punto que G siente vergüenza por él, al punto que quisiera poner las manos en los hombros, sentarlo, darle una lección y exigirle que no vuelva. Quisiera que se despidiera, quisiera que se fuera y no ver la cara de Manuel ni ninguna cara. Conoce los parches en la piel de su hermana. G se suma a las burlas de su madre. Manuel, ¿a qué ha venido? ¿De dónde saca que puede pasearse por su casa, preguntar lo que no debe, generar tristeza y tanta rabia que se guarda? Como no puede hacer nada para que ellas hablen con él, dirá a sus hermanas y a su madre que no lo dejen entrar de nuevo. El asunto es que Manuel aparece de pronto, sale con insolencia de algún agujero. El niño pertenece a la tercera hermana, aunque ella y su novio, que ahora está de viaje en una ciudad lejana, han hecho que concierna a todos. Hace unos años, como la primera hermana, ella también deja una carta para la segunda hermana y para su madre, los demás carecen de importancia. La carta está plagada de reproches, es una bofetada en cada lado de la cara, la nariz de su madre sangra. Al cabo de cierto tiempo, sin previo aviso, la tercera hermana regresa con el novio, un hombre calvo no muy alto con casi el doble de la edad de ella, el niño recién nacido arropado con una manta, un maletincito azul claro y una vieja maleta en la mano. Al menos M cumple su palabra de no volver, comenta su madre refiriéndose a la primera hermana, lanzando una indirecta a la tercera hermana, que se pasea sin oírla de un lado a otro de la casa con el niño en los brazos. Tras la ira, en medio de la indignación, su madre permite, presionada por la segunda hermana, que la nueva familia se instale en un rincón de la sala donde su hermano antes tendía la colchoneta, y dormía acurrucado con los brazos abrazando las rodillas. Como aspiran a ser dueños de aquel rincón, al cabo de un par de días consiguen una cuna. Tienden una colchoneta. Con una pequeña parrilla eléctrica la tercera hermana atiende las constantes demandas del hijo y las del hombre calvo cuando, tarde de la noche, llega bebido, con el hambre en el fondo del cerebro y en el cerebro entero. El niño es blanco, es rubio y de ojazos azules. Un muñeco, dice la segunda hermana, frota narices y le hace cosquillotas en la barriga. El niño corre, el niño tropieza en la sala, se alza con el pañal puesto. El niño también berrea a todas horas. Uno de sus ojos está malo al punto que debe ser arrojado de la cara. El ojo es un pedazo de agua pura. Con frecuencia, sin motivo aparente, la tercera hermana abraza al hijo y hace que llore con ella en aquel rincón de la sala. También hace que todo el mundo tiemble, que su madre se encierre en su cuarto y que la amargura se pasee por las paredes de la casa. A su regreso del trabajo, la segunda hermana restablece orden, es la conciencia de su madre. Él observa todo desde un hueco en el techo. El hueco es cuadrado, está hecho para que la casa esté ventilada. La cara de él llena el hueco, nadie ve aquella cara con las gafas clavadas en los pómulos de piedra, nadie ve su boca cerrada. Desde su regreso, la tercera hermana ha sostenido que el novio tendrá bastante dinero para comprar un apartamento. Celebrarán una boda por lo alto, comprarán muebles, tendrán un carro, vivirán con todas las comodidades, ya no serán humillados, tal será la envidia que todos en la casa se tendrán que callar. Envidia, dice la tercera hermana y su cara se mancha. Se pone parchuda, dice con burla su madre. De noche, cuando aquel novio llega ebrio, gimen, acezan, la tercera hermana intenta callarlo poniendo una mano en la boca, pero el piso de madera cruje, los dedos de los pies se enzarzan. Al día siguiente, aparte del gesto de ira de su madre, nadie dice nada, a eso es imposible agregar algo. El gesto de ira queda pegado en las ventanas, en la chapa de la puerta principal. No hace mucho la tercera hermana dijo que pondrán una base de concreto de doce centímetros de alto encima de las piedras y de los almácigos de matas. Él sabe que habló en secreto con la segunda hermana para anular de antemano la resistencia de su madre. Sobre la plancha, pondrán una casa de placas de cemento y tejas de Eternit, el patio es bastante grande para ello. La tercera hermana dijo que ayudarán con dinero para los servicios y tendrán su propia cocina. En unos meses comprarán un apartamento en el norte, entonces se irán. Ahí les quedará una buena casa dentro de la casa, dijo. Mis matas, el patio, las coles, dice su madre, la mejilla izquierda abarca la palma de la mano izquierda, casi en voz baja. Tras despedir a Manuel, el plan de G es copiar cada ejercicio treinta veces y mecanizar el desarrollo de las variables trigonométricas. G se prepara para el examen de ingreso a un colegio del Gobierno. En las hojas de ejercicios utiliza la letra más pequeña posible para ahorrar espacio y para que nadie sepa lo que ha escrito. Es tan celoso con aquellas hojas que ninguna de sus hermanas sabe que existen. Cuando ya son agua pasada, al final las quema y constata que las cenizas se esparzan por los techos ondulados del barrio.
Manuel a qué ha venido, se pregunta. Tiene la cara encajada en el hueco, las gafas encajadas en las piedras de sus pómulos. Maldita sea, dice con los labios encajados en el hueco. Huele a polvo seco, a polvo viejo. Desea leer al menos durante una hora seguida el libro que ha comprado en una caseta de la calle 19, y adelantar su Diario. También desea ver el cielo a solas, quisiera escuchar su inmensidad. Ha contemplado estrellas fugaces, conoce las Leónidas, distingue entre Marte y Júpiter, entre Saturno y Aldebarán; jamás ha visto la Cruz del sur. ¿Cómo luce la Vía Láctea? Desea estar solo y desoír los carros en la avenida Caracas, desea oír las hojas de los urapanes que hablan al viento. Su madre en la cocina ofrece a Manuel un pocillo de leche, un pan. Ella quiere saber por qué aparece de esa manera, por qué no la visita desde hace tiempo. Su madre se ha reído de Manuel; a su hermana menor, la considera retrasada. Se ha burlado de la voz aguda de la madre de Manuel, de su manera de caminar sacando las puntas de los pies hacia afuera, y del modo como escupe, y que fume en la calle igual a las mujeres de mala vida. Manuel tropieza con el cilindro de gas y se disculpa, ella lo mira de arriba abajo tras sus gafas de pasta negra, con una menta helada en la boca. Con una menta helada en cada ojo. Su madre aplasta la menta entre las muelas de sus cajas de pasta, hasta él llegan chasquidos de vidrio. Mientras Manuel espera a que ella le sirva, pregunta si puede subir la taza y mete el pan entre el bolsillo trasero del pantalón. Manuel lo llama, sube haciendo equilibrio por la improvisada escalera de mano. Cuando lo ve, tras el saludo, lo primero que pregunta es por el colegio. Quiere saber quiénes son sus amigos, si tiene novia, cómo se llama y si tiene las tetas grandes. ¿Ya hizo el amor con ella? Él lo mira asombrado, no ve a Manuel desde hace mucho. ¿Por qué viene ahora, no se ha dado cuenta que lo evita? ¿No es suficiente con lo que ocurre cada mañana en la avenida cuando se hace el ciego para no saludarlo? Manuel le pide las gafas, desea saber cómo se ve. Me veo tan inteligente como usted, dice muy serio, baja un mechón de pelo negro a la frente y se yergue. Sus piernas son cortas, los muslos gruesos y las caderas redondas. Se alza en puntas de pies. G desea meterlo en una grieta. Usted está ciego, veo todo borroso, tendré que usar gafas, pero no como culos de botella, dice. Manuel da vueltas al marco de pasta, se las vuelve a calar, asegura que tendrá gafas metálicas de vidrios finos. Él se queda mirándolo, quisiera que Manuel pudiera leer la mínima vocal en su rostro. En lo que a él respecta, Manuel es un analfabeto. Los ojos saltones de Manuel ven con demasiada nitidez, fanfarronea, las gafas lo hacen ver como a su padre, que no es moreno, sí casi calvo, de escasa estatura, sí, pero bien proporcionado. Son tan distintos que no parece hijo suyo. Con malicia, su madre lo ha mencionado. Manuel habla de las veces que ha izado bandera en el colegio, dice que hará con su familia un viaje en avión a Santa Marta al final de año, cuando se gradúe. Quiere ser médico, pero su padre ha decidido que será abogado. Él lo felicita. ¡Albricias!, dice. En seguida le exige lleno de rabia que le entregue sus gafas. Piensa en el cuchillo en el bolsillo del pantalón, acaba de afilarlo contra el cemento del techo y de templar el filo sin limaduras, sedoso, contra la suela de su zapato. Manuel saca de la pretina del pantalón un paquetico, dice que es marihuana, afirma que las pepas son garantía de calidad y recalca cuánto pagó por ella. Mira en varias direcciones y muerde las puntas de los dedos, se encorva, sus cachetes caen a lado y lado y suda. Manuel se alza en puntas de pies. Alerta, pregunta si alguna de sus hermanas sube al techo a esa hora. Tiene un par de cigarrillos sin filtro que acaba de comprar en la tienda, dos más por si les gusta. Ha oído que la marihuana produce alucinaciones, lo mismo que fumar grillos secos o langostas. Aquí no hay grillos ni langostas, no sea pendejo, dice él cruzado de brazos, decidido a no hacer nada. Hace rato sacó los ojos de aquel hueco. Con un palito, Manuel extrae el tabaco de los cigarrillos. Con dificultad, rellena las envolturas con marihuana. Los encienden, aspiran sin saber con exactitud cómo debe hacerse ni qué más hay que hacer aparte de tragar el humo. Dan aspiradas sucesivas y chupadas profundas a ver qué pasa. Tras vomitar, los porros medio fumados caen en mitad de la calle. Manuel se despide y coge su balón de fútbol. Ahora él advierte que en ningún momento lo ha soltado. Manuel propone ir a jugar para quitarse el mal sabor en la boca y sacar esa porquería del cuerpo. ¿A eso ha venido? ¿Es todo lo que puede esperar de su antiguo amigo? Él responde con un gruñido, no entiende en qué momento le ha devuelto sus gafas. Manuel golpea el techo con el balón, corretea, brinca, levanta trozos de neme y lajas de tela asfáltica. Afirma que es la primera vez que fuma, dice que la marihuana, aparte de provocarle vómito, no le ha hecho ningún efecto, es como si nada. A G tampoco lo ha puesto alucinar, deja que el contenido de la bolsita sea arrastrado por el viento. Manuel se tiempla como si le fuera a pegar. Se alza en puntas de pies y se pone parchudo como la segunda hermana de G. ¿Por qué ha botado la marihuana si podía recuperar la plata? ¡Campero!, gruñe, tiembla de rabia. Se yergue en puntas de pies y se impulsa con los talones, busca estar a la altura de su cara. Su pelo negro y escaso brilla, está peinado por la mitad y la cresta de pelo cae en medio de sus ojos. ¿Por qué la botó, dígame, por qué la botó? ¡Pendejo!, reclama, ¡Campero! Desde hace años no somos amigos, usted no es bienvenido en mi casa, sesea él; le pide que se vaya. Manuel pone a rebotar la pelota de fútbol contra el techo, hace que la tela asfáltica se acabe de levantar. Salta por el aire, gira como una bailarina fofa y da pataditas y rebota enloquecido. Lo incita, como si jamás lo hubiera escuchado, a que jueguen un partidito sobre aquella bóveda de cementerio. ¡Quiero que los hexágonos del cuero se estampen en su cara!, G grita excitado. A él no le gusta la fetidez de su aliento ni el hedor de su piel. ¿Qué ha estado comiendo, los fantasmas cómo digieren? Desde hace más de un año G es vegetariano radical, no desea nada que venga del universo de los animales. En medio del patio, la voz de su madre ordena que bajen, acaban de despertar al niño, es la clase de llanto que ella no tolera. No porque en este momento ella lo diga, jamás lo ha dicho, lo ha dado a entender, todos en la casa lo saben. Él se asombra de ver la vieja correa en su mano y una menta helada en cada ojo, creyó haber arrojado la correa a la basura hace tiempo. Su respuesta es un gruñido. Manuel se detiene y suda exasperado. Váyase, le dice, deme mis gafas. Manuel levanta el neme con los tacos de sus guayos. Para que vea, dice.
Cuando la escena termina, él se acomoda en el recoveco y se pone las gafas, tienen las huellas de los dedos de Manuel. Limpia los cristales y la pasta con los faldones de la camisa, pero quedan con grasa. Mira hacia la calle a la espera de que Manuel atraviese el antejardín de la casa y salga a la acera, y espera a que se dirija hacia el parque donde a esta hora los muchachos del barrio juegan futbolito. No le servirá de nada, se dice, el cuchillito ha dibujado en el balón de Manuel una honda sonrisa de cuero. No, Manuel no aparecerá más por la casa, piensa, en lo que a mí respecta es un analfabeto. Antes de volver a los cuadernos y de olvidarse del llanto del niño que aún no se ha detenido, G arroja una piedrita a la cabeza de Manuel para que gire y sus ojos saltones lo vean con nitidez. Tras el golpe, Manuel se voltea sorprendido, hace higas con un dedo y grita, ¡Campero!, en puntas de pies, balanceándose hacia adelante para verse más alto, camina en medio de la calle, a cada paso se ve más difuso, más oscuro. Manuel atraviesa la sala como desde que eran jovencitos, se turba al encontrarse con la madre de G en la entrada de la cocina. ¡Dios mío!, exclama ella con la mano en el pecho. Pálida, casi temblando, le pregunta cómo está, por qué la asusta de esa manera. Conoce el tono de voz de su madre, no cree en Manuel, ni siquiera cuando afirma, sin algo que lo sustente, que cada mes iza bandera, que saca las notas más altas del colegio. Manuel tropieza contra el cilindro de gas de la estufa y se disculpa. La madre de G no lo escucha, ahora se complace mirándolo de arriba abajo. Manuel es un espectro salido del agujero de una pared. Lo peor, está seguro de que su madre le ofrecerá algo de comer, no tanto porque Manuel pudiera tener hambre, no es posible que la tenga, sino porque es necesario alimentarlo. Él no participa de todo aquello. ¿Cómo podría hacerlo? Su cara forma parte de aquel hueco. Observa la escena desde la oscuridad del patio sin salir de la sorpresa de que Manuel haya aparecido. En todo caso se disponía a refugiarse en el techo, a donde llegan apagados los berridos del niño. Manuel alegremente se despide, balancea el balón de fútbol que todo el tiempo tuvo bajo el brazo, propone ir a jugar para divertirse un poco, como si no se hubieran alejado para siempre, como si pudieran estar juntos y recuperar los primeros tiempos, cuando llegó al barrio. Manuel sabe que G odia el cigarrillo. También sabe que a esta hora ni a ninguna iría con él ni con nadie a jugar futbolito, acaba de responder con un gruñido. Él se planta, hace que le entregue las gafas y le pide que se vaya. Manuel no es más que un fantasma, uno de esos que toca alimentar para que se vaya, pero es imposible que lo haga. Aun cuando Manuel se ha ido, aun cuando deja el pocillo vacío de leche en la cocina y se despide de su madre tras dar las gracias, pregunta si el niño está dormido. Aun cuando la segunda hermana cierra la puerta, la tranca con doce fallebas para impedir que los espíritus irrumpan en la casa. Aun cuando desde el techo G lo ve salir al antejardín y dirigirse al final de la calle en cuyo final hay un parque donde a esta hora tardía los muchachos del barrio ya no juegan futbolito, Manuel se esfuma sin dejar rastro. Manuel no aparecerá más por la casa, se dice él, y abre el libro de trigonometría.