Él no es mi padre ni ésta soy yo

Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2024 [2004]
Palabras: 2.614
Idioma: Español
Género: Ficción
Subgénero 1: cuento
Subgénero 2: cuento colombiano siglo xxi

Subgénero 3: biografía | autobiografía | autodiégesis | confesión
Temas: amor infantil | cuento existencial | amor filial | Bogotá | cuento urbano

Imágenes generadoras del cuento: La imagen de una mujer extranjera, ya mayor, caminando a finales por la carrera 7 con calle 24 de Bogotá. Vestía una gabardina clara abotonada hasta el cuello, llevaba gafas oscuras a pesar del día gris, y parecía con alguna prisa. Iba hacia el sur concentrada en sus pensamientos. Era de acaso 1.80 m de estatura y de constitución firme. En dirección contraria, por la acera paralela, venían dos policías montados en dos hermosos caballos y la mujer se detuvo y se quedó mirándolos y se quitó las gafas de sol para observarlos mejor. Estuvo durante unos segundos con la boca entreabierta y un gesto de espanto y como de fascinación. Aun se quedó en la acera después de que los caballos con los policías se perdieran en dirección del parque de la Independencia. Luego se puso las gafas y siguió su camino a paso lento, como si pensara en algo. A los pocos minutos detuvo un taxi, subió y no la volví a ver.

Las imágenes anteriores las escribí en 2000. En enero de 2024 las encontré en un papelito dentro de un libro cuando expurgaba mi biblioteca y me senté y escribí el primer esbozo del cuento. No debía ser largo. Elaboré 7 versiones, desde cero, sólo ‘hice carpintería’ a la versión 8. Esta es la 9. Sin lugar a duda, hay un eco lejano de mi madre…, y de

Palabras clave: autoficción | literatura del yo | autodiégesis |  autobiografía | soledad

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1

Es mentira que los viejos seamos sabios. A medida que envejecemos simplemente agudizamos el sentido común, y cada vez más buscamos parecemos o diferenciarnos de nuestros padres, sin importar si los hemos amado u odiado. Es una ley común.

Mi nombre es Alessandra Neri Sanmiguel. Mis abuelos llegaron a Colombia a finales del siglo XIX en busca de El Dorado. Recorrieron la costa atlántica, desde el Golfo de Morrosquillo hasta Punta Gallinas, finalmente se aventuraron por el Magdalena y llegaron hasta Honda y La Dorada, y como era de suponerse, sólo encontraron malaria y un país demasiado convulsionado. Sin embargo, quedaron tres libros gruesos que están en la Luis Ángel Arango que dan cuenta de su fracaso. La marcha desde Honda hasta Bogotá fue a lomo de mula, y entraron en la capital como si lo hicieran en alguna provincia del medioevo, tan desordenada, cochina y rezandera era. Nuestra casa, ahora convertida en un horroroso edificio de apartamentos que mal imita el estilo de Rogelio Salmona, estaba ubicada en inmediaciones de la hoy Avenida Chile, y pronto fue centro de reunión de unos cuantos ‘intelectuales’ que veían en los europeos recién llegados la novedad de la cultura traída y noticias geográficas y humanas de esa parte del país como si recién hubiera sido descubierta. Se asombraban de sus relatos de viaje por el Magdalena, y que ellos mismos, por tener los ojos puestos en otra parte, no se habían atrevido ni se atrevieron nunca a recorrer. Les gustaba que hablaran de Italia, pero no les deslumbraba tanto como Francia, hacia donde llevaban siempre la conversación. Han pasado más de cien años y las cosas no han cambiado. O bueno, sólo ha cambiado el país de culto. Ya no es Francia, es el Imperio. Pero bueno. Decía que mis abuelos llegaron en el siglo XIX y debo añadir que, mientras mi padre se dedicó a la docencia universitaria, mi madre, como buena italiana heredera del nacionalismo garibaldiano, nunca dejó de lamentar el desarraigo, y aunque intentó criarnos al estilo europeo, la influencia del trópico fue más fuerte. Cuando pienso en ello, no puedo evitar pensar en aquellas casas campesinas que deben ser desyerbadas de manera periódica, pues de no ser así, terminan ahogadas por la abundancia de la naturaleza.

Yo seguí el ejemplo de mi padre, y aunque él, gran amante de los caballos se consagró a la ingeniería mecánica, yo me dediqué a la ingeniería civil, pero desemboqué en la docencia. Esa práctica ahora me repugna, aunque, modestia aparte, la ejercí con relativo éxito. Los estudiantes son estúpidos, siempre buscan aprobación y hacen todo tipo de trampas para lograrlo. Como suele suceder, uno o dos destacan, así compensan el esfuerzo que implica el magisterio. Ahora que soy libre de toda responsabilidad, puedo decir que en más de una ocasión deseé poner a todos esos jóvenes contra un paredón y dispararles. Nunca he sentido compasión ante la ingenuidad de la ignorancia. Quien no sabe algo y desea salir de la inopia, busca aprender, y quien no, que se emplee en cualquier cosa o que se quede en casa haciendo labores domésticas, decía mi padre. Fue él quien me obligó a estudiar ingeniería y nunca me quejé del modo como me trataba. Muchos alumnos fueron a mi oficina con sus ‘tragedias familiares’ tratando de justificar su pereza, y demasiadas veces fui comprensiva a sabiendas de que mentían, pero Dios sabe que reprimí cada vez mis ganas de aplastarlos allí mismo por su falta de carácter. La falta de carácter, eso era lo que me molestaba. Quienes no carecían de iniciativa, eran imbéciles, y los que no, eran pusilánimes. Hoy nada de eso me atormenta, he llegado al punto que casi nada llama mi atención. Ello no me hace feliz ni infeliz y eso me satisface.

Como a todas las personas, vivan en soledad o no, en algún momento, no hace mucho me visitó el horror una vez más. Pocas veces en mi vida he deseado la muerte. Nunca he sido una mujer depresiva ni nada por estilo. Pero sé que en la vida de los seres humanos hay instantes en que se desea la muerte porque sí, por desilusión o por pedantería. Mi caso era de pedantería, pero había algo más. Llegó un momento, cuando rebasaba los cincuenta años, en que creí que había vivido demasiado y nada me sorprendía. Pero, de manera extraña, llegaron las obsesiones. Empecé a coleccionar cosas inútiles: bolsitas de azúcar de las cafeterías, botellas de formas diversas, búhos de ínfimo tamaño, ropa interior de color lila, zapatos que usaba una vez y enseguida abandonaba junto a otros en la perfecta hilera del clóset. Luego, en un momento dado, no podía dejar de ser consciente de mí misma. Manoseaba la gargantilla para comprobar que tenía un vínculo de materialidad con mi cuello; es decir, para saber que tenía la cabeza conectada al tronco. Pasaba los dedos por el rostro, por los labios o las orejas, de manera ‘casual’ por la falda o la cintura para asegurar que yo tenía corporeidad y no necesitaba plantarme ante un espejo para saberme de carne y hueso. Entonces empecé a odiar los espejos. No porque devolvieran a secas la calidad menguada de mi belleza –no fui bonita, pero tuve la gracia del rostro italiano y un cuerpo duro y bien proporcionado de antigua cepa toscana–, sino porque cada espejo me entregaba cada vez una imagen distinta: la de una enajenada que parecía tener en mente a un animal que intenta transformase en una persona; la de una muchacha sin rostro, golpeada y con sangre en la cara. Cuando andaba por la calle, evitaba los cristales, pero al verme de reojo me descubría, y en mi semblante y vestimenta descubría la figura de mi padre. Un día me detuve para mirar. Y sentí que mi corazón se abismaba en el fondo de mi pecho cuando comprobé que yo era él: vestido de manera impecable, alto y delgado, con el cabello negrísimo, el rostro pulcro, y ademanes estudiados. Los ojos se me llenaron de lágrimas porque él hacía mucho había fallecido por mi culpa bajo los cascos de un caballo. Pero al instante vi que era un hombre severo, de rostro enjuto y mirada terrible que me juzgaba por lo que yo le había hecho. Nunca volví a pasar frente a esa vitrina, y cada vez que pensaba en esa imagen, me decía que el horror para mí era saber que no era yo misma, y sí algo incomprensible que me obligaba a mirarme a un espejo, aunque no lo deseara. Mas no soy una persona impresionable, y aunque ese suceso se ha repetido con alguna frecuencia y lo he ‘podado’ como la enredadera que abraza a un árbol hasta matarlo, crece de nuevo como maleza.

 

2

Amé una vez, aunque viví dos matrimonios y aquellos hombres se enamoraron de mí. El primer marido llegó en la adolescencia. Yo tenía diecisiete, él cuarenta y seis, justo la edad de mi padre cuando murió. Nunca me gustaron los hombres jóvenes, son torpes y poco definidos, inexpertos y volubles, pero que sean mayores en edad no significa que lo sean en espíritu. No puedo decir que con Francisco me equivoqué de plano, pero a medida que yo maduraba entendí que su amor no era para mí a pesar de ser constante y sincero. Un día descubrí que no lo amaba.

Quiero un hijo tuyo, tuyo y mío, dijo ese día, y me miró anhelante. Él en sus 58 años, yo en mis 29, la mitad de su edad.

Esas frases, dichas durante una cena preparada de manera especial para mí, de pronto me hicieron pensar que ambos éramos estúpidamente fieles. Yo acababa de llegar de un congreso en México y allí, por temor a herir sus sentimientos, ignoré al hombre más interesante de la tierra. De regreso, no dejaba de pensar en la vejez de Francisco, siempre con la misma conversación, siempre hablando del trabajo o del gusto de estar en casa conmigo. Nunca he podido resistir las conversaciones repetitivas, los temas manidos ni los comentarios superficiales, aunque no soy aguda ni ‘profunda’, pero aprecio la espontaneidad, el buen humor y la inteligencia en un hombre, y Francisco nada de eso tenía. Pronto nos separamos, fue una lata deshacerme de él. 

Hubo otros hombres, pero me casé con Antonio, un hombre hermoso veintisiete años mayor que yo, y nuestro matrimonio duró doce años también. Viajamos mucho, pues detestaba las rutinas. Me he preguntado cómo pude vivir en dos épocas diferentes con hombres tan distintos. Uno, apenas de mi estatura, de tez acanelada, fornido y de escaso pelo, amante del deporte, la televisión, la familia y del mañana asegurado; otro, alto, esbelto, de tez blanca, cabello largo, castaño, y enemigo de todo lo anterior. Francisco nunca soportó que sustrajera mi cuerpo y la intimidad siempre fue a plena luz; Antonio adoraba los claroscuros, el reflejo débil de una chimenea que se apaga, de una vela tras una pantalla, de un final de tarde que rompe entre los intersticios de una cortina. ‘Cuando muera aún serás joven, cásate de nuevo’, solía decir, distinto de Francisco, que era posesivo y deseaba seguir envejeciendo conmigo.

Prometí a Antonio que me casaría de nuevo, y entre muchas promesas que hice en la vida, esa tampoco la cumplí. Finalmente, su deseo era tan morboso como el de Francisco, y eso me desagradaba. No podía ver con ojos románticos ni generosos su anhelo de verme ‘en buenas manos’. Así como los hombres, las mujeres no necesitan estar acompañadas siempre para estar en paz consigo mismas, decía mi padre. El deseo de Antonio ignoraba en mí que pudiera bastarme sin la compañía de alguien. Después de la muerte de Antonio a causa de la caída de un caballo, durante algún tiempo sufrí un fuerte remordimiento. A mi regreso de un largo viaje a Florencia donde estuve en casa de mi madre y mi única hermana, aproveché que había licenciado a la empleada del servicio para hacer las cosas por mí misma. Durante toda mi vida había estado acompañada, bien por mi madre o algún tío, bien por un hombre fijo u ocasional, bien por una empleada del servicio, y de pronto, al verme en la inmensidad de la casa, sentí el violento impulso de estar sola. Inicialmente pensé en vender la casa y comprar una más pequeña, pero reconocí mi desagrado por los espacios pequeños y gregarios. Una compulsión hacia el orden y la limpieza, como si despertara a una vida nueva, llegaron a mí de manera natural. La casa, que tradicionalmente llevaba una empleada, ahora relucía sólo para mí. Hice una venta de garaje y salí de aquello que Antonio había adquirido gracias a su gusto o a su mal gusto. Las paredes se desnudaron, la sala quedó reducida a un sofá que en tiempos había escogido yo, la biblioteca con mis libros y algunas sillas y mesitas auxiliares. El colchón de la cama quedó en el piso. Pocas cosas, mucho espacio. Compré dos gatos –Antonio era alérgico–, y aproveché la cava él había alimentado durante los doce años de nuestro matrimonio para ‘momentos especiales’. Dejé que las pequeñas obsesiones domésticas me dominaran: los libros perfectamente ordenados, la receta bien hecha o todo a la basura, los pocos muebles alienados, ni una mota de polvo, la cocina y los baños impecables. Entonces –tampoco puedo asegurar la fecha–, el horror me visitó de nuevo. Una tarde, frente a la vidriera que daba al jardín, me quedé pasmada al ver que la mesita estaba dispuesta exactamente como lo demandaba mi padre. Incluso, y eso me llenó de pánico, tenía la pipa en la mano derecha y, en la mano izquierda la copa grande en la que él solía servir el coñac. Bebí un sorbo de manera mecánica y el líquido raspó hasta mi estómago. Me sentí extraña. Miré mis zapatos de estar en casa, negros y de doble hebilla a un lado, y descubrí temblando que eran iguales a los que solía usar él los domingos cuando recorríamos la sabana en familia.

 

3

Aquella tarde teníamos una cita en el jardín del Café guerra y llegué tarde, deseosa de que, cansado de esperar, se hubiera ido. Pero estaba allí, en la sección de fumadores y había bebido dos o tres copas de coñac. Me pareció ver que observaba la lumbre del cigarrillo. Estaba concentrado, como si fuera capaz de estar allí toda la vida, esperando que la cita tuviera lugar. Dos veces echó con un ademán sutil al fotógrafo ocasional, y dos veces acomodó el mechón de su cabello tras la oreja. No quise sentarme con él, elegí una mesa un poco lejos, al frente. Cuando me vio enrojeció y se levantó de inmediato. Lo había estado observando durante un rato y lo último que deseé entonces fue que se alzara tan pronto me viera. No se trataba un hombre hermoso, pero sus manos y sus ademanes lo eran. Tampoco sé qué hizo que se sentara de nuevo y recogiera el cigarrillo del cenicero; pero eso lo definió todo. Recé para que no temblara ni que palideciera, cosa que tampoco sucedió. El cabello le caía en las mejillas y en sus ojos profundos. Imaginé que me deseaba. Un aspecto así tenía mi padre, pensé, y me concentré en sus rodillas muy cerca una de la otra, lo que me recordó las patas traseras del caballo que mataron a mi padre. Era una imagen horrible, llena de colores oscuros, sudorosa y plena de olores fuertes, que se acompasaba con la él, de cabello negrísimo, tez clara y casi demasiado flaco y pulcro. Me miró de nuevo y apretó los puños. Pensé en las manos de Antonio, que acababa de sostener en la clínica donde agonizaba a causa de una mala caída de caballo. También pensé en la mirada sorprendida y llena de terror de Antonio, en las rodillas de Antonio, y en la última palabra que me dijera: maldita. Escribí en la servilleta que nos viéramos en el baño, pero no se la entregué. Él debía entender, debía recoger ese ‘billete’ de mi mesa y seguirme. No tuve una corazonada, o algo así. Estaba segura de lo que hacía. Le dije que apagara la luz y dejara la puerta sin seguro. No obedeció, pero sabía lo que yo quería. Cuando salimos del baño, supe que era el único hombre que podía amar y que, sin embargo, nunca podría vivir con él. En México, nuestras palabras escasas estuvieron llenas de valor; en el baño, no necesitaron explicación alguna. Cuando salimos, llamé al hospital y me dijeron que Antonio acababa de morir. Mientras hablaba, él me dio un beso en la espalda y se encaminó hacia su mesa, yo a la mía. El hombre que rondaba por el jardín vino y me tomó una fotografía. 

Pagué mi cuenta y salí.

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