Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2024
Páginas: 27
Palabras: 10.784
Idioma: Español
Género: Ensayo
Subgénero: Ensayo literario
Temas: La vorágine | J. E. Rivera | obra inacabada | creatividad literaria | relato criminal | crítica literaria
Ideas generadoras del ensayo: En 2022, siguiendo la pista de lo que se ha estudiado en Colombia hasta el momento sobre el género negro y policial, encontré que existía muy poca producción al respecto. Tampoco había ningún trabajo ensayístico de fondo que estudiase, desde el punto de vista de la creación literaria y no desde el punto de vista histórico – crítico, el relato criminal colombiano, que arranca con algunos textos de El carnero, de R. Freile en el primer tercio del siglo xvii; luego hay un salto histórico de algo más de 200 años hasta 1851, cuando es publicada la novela El doctor Temis de J. Ma. Ángel Gaitán, momento en que nace la novela policial / criminal en Colombia como tal. Existen bastantes estudios sobre literatura colombiana en general hasta el año 2000, y sólo un libro de importancia sobre el género policiaco colombiano. Se trata de La novela policiaca en Colombia, del hispanista alemán Hubert Pöppel. El libro fue editado en 2001 por la Universidad de Antioquia (UdeA), cuando el doctor Pöppel enseñaba allí. No fue posible adquirir el libro en las plataformas web, y en algunas páginas había uno que otro capítulo, pues la Universidad de Antioquia no lo volvió a editar, el autor se fue del país, y tampoco hubo intereses renovados por el libro por parte de alguna entidad, de manera que nunca tuvo una segunda edición. Finalmente di con el doctor Pöppel en la Universität Regensburg, en Baviera, a finales de 2021. Después de asegurarle que el uso de su trabajo era con fines referenciales, él muy generosamente me entregó el libro sin diseño ni diagramación, como originalmente los cedió a la UdeA, pues él tampoco tenía el libro impreso y se había enfocado en estudios distintos a la ficción negra /policial. De modo que tengo el libro completo en pdf. El trabajo de seguimiento al origen, recepción y desarrollo de este género en Colombia por parte del doctor Pöppel, es de enorme valor por sus análisis individuales, por la investigación histórico-crítica que realiza del relato policial colombiano y por la síntesis histórica que hace.
Infortunadamente, el libro del doctor Pöppel sólo forma parte del acervo de los pocos especialistas en el tema y no hay ninguna obra que haya seguido su senda a pesar de que ha habido desarrollos que merecen ser tenidos en cuenta, al punto que casi uno podría afirmar que desde hará unos 40 años el género criminal / policiaco en nuestro país se ha convertido en un género.
Puede resultar extraño y hasta incomprensible que hable aquí de género negro / policial a propósito de La vorágine. Es claro que esta novela en sí no lo es. Lo que sí es claro, es que La vorágine es una novela criminal antes que una novela ‘terrígena o de la selva’; es la tesis que defiendo en este ensayo.
Desde 2022 he venido estudiando varios de los relatos de plot criminal en la serie Rescates, naufragios y comentarios en donde planteo otra manera de comprender el origen y el desarrollo de la narrativa colombiana, y cómo el relato criminal ha sido, desde las crónicas de R. Freile, un eje fundacional y estructurador del desarrollo de una novelística en Colombia. La vorágine: el crimen perpetuo, una novela inconclusa forma parte de este régimen analítico.
Palabras clave: La vorágine | J. E. Rivera | obra inacabada | creatividad literaria | relato criminal | crítica literaria
Autores relevantes relacionados con este ensayo:
J. M. Coetzee
A. Carpentier
J. E. Rivera
W. Benjamin
C. Fuentes
E. von der Walde
M. Serje
M. Ordóñez
R. H. Moreno Durán
L. E. Nieto Caballero
R. Casament
Fuentes adicionales:
La vorágine. Primera edición
La vorágine. Segunda edición
La vorágine. Quinta edición
La vorágine. Biblioteca de Ayacucho
La vorágine. Memorandum
Cartas de José Eustasio Rivera
La patria. Suplemento literario. Febrero de 1916
La patria. Suplemento literario. Marzo de 1916
La patria. Suplemento literario. Mayo de 1916
La patria. Suplemento literario. Octubre de 1916
Polémica. Entre José Eustasio Rivera y Eduardo Castillo
Instituto Caro y Cuervo. Noticias culturales. Segunda época. # 34
Proyecto de Ley La vorágine
Manuscritos. Modo de trabajar la goma en el Brasil
Manuscritos. Mapa 1
Manuscritos. Mapa 2
Manuscritos. Mapa 3
Manuscritos. Mapa 4
Manuscritos. Mapa 5
Serie: Rescates, naufragios y comentarios
La vorágine: el crimen perpetuo1, una novela inconclusa
2024
“Esa cosa que se llama La vorágine” 2
[continúa de la entrega anterior]
Por un lado, ha sido costumbre desde 1924 que quienes hablan y escriben de y sobre esta novela, sean meros críticos y escritores de escritorio (salvo H. Quiroga), gente que jamás siguió las rutas de Rivera por los Llanos orientales, la Orinoquía y la Amazonia, y poco se ha interesado en los mapas que anexó el autor en la primera edición, pues si los mencionan, es como para informar al lector de que están enterados de su existencia y que ya no se necesitan. Es decir, gente que no conoce de primera mano el territorio que el autor narra y describe en su libro, y sin embargo habla como si hubiera recorrido al menos alguna parte de esa geografía. Esto hizo que los académicos ‒empeñados como lo han sido toda la vida en administrar la historia de las disciplinas, no en producir conocimiento de tal cúmulo de saberes, pues los consideran meramente aditivos, no fundadores de conceptos ni mucho menos vinculantes‒ dedicados a algún tipo de crítica importada de Europa o de los Estados Unidos, trazaran y legitimaran un modo de leer y de entender no sólo un libro, sino lo que el libro supuestamente debe decir y/o transmitir (como la caprichosa edición de la U. Nacional de Bogotá), entre otras cosas, haciendo demasiado caso del autor, Rivera, sin comprender que la obra literaria, cuando lo es, la totalidad y la complejidad de su contenido, su intencionalidad y el resultado de tal intencionalidad, escapan a su autor4. Que no estaría mal si se tratara nada más que de un asunto de primer acercamiento a la obra, como ha tenido lugar entre los jóvenes de secundaria desde que ha sido lectura obligada en los colegios oficiales y de algunos privados. Obligatoriedad con la que no todo el mundo está de acuerdo y más bien condenan. Y muchos creen como el profesor Páramo que “La … maldición es que se haya vuelto de obligada lectura en el colegio, y que cuando más debiera maravillar, espante.”5 Lo anterior es prejuicioso y falso por no estar fundamentado en estudios teóricos, prácticos ni estadísticos, como debería ser. La lectura obligada en los primeros años de formación de los jóvenes, desde las primeras letras hasta el final del bachillerato son formadoras de cultura y constructoras de identidad. Pero esa es otra discusión. Lo cierto es que la falta de obligatoriedad repercute negativamente –cosa que muy pocos entienden– en la lectura que hace el público en general, al punto que ésta decae. ¿O es que no es mejor la recomendación del voz a voz entre los jóvenes? Lo obligatorio, como en todo orden social común, en general es bueno, desde aprender a leer y a escribir, hasta respetar al otro por encima de cualquier cosa. La influencia de la ‘crítica letrada’ entre los pocos estudiosos se observa en que esta obra sólo se lee en el ambiente académico superior, en donde se ha convertido en un asunto cultural estrecho, de menor alcance (meramente universitario, como lo demuestra de manera enfática la ‘Edición cosmográfica’ y la de la U. Nacional de Bogotá), lo que ha obstaculizado análisis de otra índole.
Como consecuencia de esta visión que viene desde hace 100 años, parece que La vorágine nació de la nada en 1924 (de ahí la conmoción que causó en su momento) y tuviese que esperar unos 30 años para que fuera tomada en serio por críticos profesionales como A. Curcio Altamar, para quien es sólo una novela terrígena. A su vez, como a los pocos años falleció el autor (1928), la novela quedó huérfana de mayor guía literaria y cultural y los críticos la convirtieron en un simple ícono que resplandece como un quiste. El asunto es que esta novela no apareció de nada y si brilla con luz propia ‒yendo a un campo semántico mayor‒, lo hace con una luz negra. Brillar con luz propia significa que tiene su propio comburente y su propio combustible (en este caso la maldad), pero también que la luz resplandece de manera aislada, sin deberle nada a sus vecinos, que es capaz de tender lazos entre el pasado, el presente y el futuro de las complejas capas culturales de las que emerge. Juan Loveluck en el citado libro de Ordóñez y en el nutrido prólogo a esta obra para la Biblioteca Ayacucho, (1976), pretende que: “Tras medio siglo largo, los atributos de la novela se mantienen.” (Ordóñez, p. 431), y da la idea de que es un ‘clásico’. Lo que es un contrasentido, pues si bien La vorágine tiene algunos atributos y emisiones luminosas y oscuras de importancia, no es un ‘clásico’, no en el sentido fuerte como se ha gritado en todos los tonos desde hace algo menos de medio siglo; aunque puede ser un clásico en el sentido débil para los publicistas, académicos y el grueso de la crítica que siempre están buscando conmemorar aniversarios y publicar algún texto sobre algún tema rebuscado o de moda para dar a su público ‘nuevas lecturas’ para el consumo. Según J. Gilard, Álvaro Cepeda Samudio en una entrevista con Daniel Samper a principios de los años 1960, le dijo que ‘ninguna novela colombiana merecía figurar en la literatura universal’ (Ordóñez, p. 459), lo cual podría ser cierto, si seguimos considerando que ésta no es más que una novela de la selva que merece, en sus 100 años, una edición filológica, insisto, antes que otra primera edición o cosmográfica.
La vorágine no es un clásico en el sentido fuerte, como todo el mundo pretende. Primero, no sólo porque no ha superado los límites del tiempo –según la fórmula clásica de Quinto Horacio Flaco: 100 años– ni proyecta en el futuro nuevos rumbos ni nuevos significados: antes bien, esta obra parece estar estancada en el tiempo. Segundo, porque esta obra no instituye un canon, una forma inédita que establece un modelo, y muy por el contrario, como lo señaló C. Fuentes, “sigue la tradición de los exploradores del siglo xvi … que fueron descubriendo con asombro y terror, que el mundo latinoamericano era ante todo una presencia implacable de selvas y montañas a una escala inhumana.” Una literatura, dice Fuentes exagerando, pues tampoco es tan así, “más cercana de la geografía que de la literatura”.6 Tercero, Rivera sólo recoge de manera superficial los valores estéticos que estaban en boga desde finales del siglo europeo y de principios del americano; a saber: el romanticismo, el naturalismo y el modernismo, y los lleva a unos niveles de retórica tal que le han valido elogios como ‘el poeta de la selva’, o, denuestos, como que el libro mismo ni siquiera es una novela, como dijo A. G. Restrepo, el amigo y ‘eximio literato’ a quien Rivera dedicó su novela: “de novela tiene la forma externa, es un esbozo de trama pasional: en realidad es una narración de viajes y aventuras (Ordóñez, p. 92).7 Eso, por un lado, y por otro, en sí misma, para un escritor del siglo xxi esta obra no es digna de ser imitada –como también se entiende la definición de clásico– ni en su forma, ni en su estética ni en su asunto. Y cuarto, un verdadero clásico es aquel libro cuyo texto invita al gozo, a la inteligencia, que explora de manera inédita la noción de lo humano, no aquel que, 1. invita al cansancio y al tedio (primero, el denso lenguaje escogido, segundo, una novela más del mundo natural), 2. por largos periodos narrativos carece de verosimilitud (el narrador testigo, Cova, más que ser un ‘héroe patológico’, como algunos críticos lo han intentado demostrar, como L. B. Eyzaguirre, es un personaje pernicioso, incongruente, poco fiable por fatalista, histriónico y errático), 3., cuya lectura no logra calmar la exasperación por el abuso de las figuras de sustitución retórica (el autor no narrativiza, intenta elaborar una narración poética sobrecargada de cultismos innecesarios, etcétera. Desde estos puntos de vista, yo estaría tentado a decir que la obra, si bien tiene una indiscutible importancia en la historia de la literatura y de la cultura colombianas en general, ha sido, amén de estudiada de manera sesgada, sobrevalorada.
Pero con este tipo de tentaciones es mejor ir con cuidado.
¿Culpo a los publicistas, a los críticos y académicos de haber encasillado esta novela por facilismo ‒pues el propio Rivera torpe y exaltadamente salió a hablar de selvas, llanos, ríos, salvajismo, explotación del hombre por el hombre, de injusticias, redención y hasta de sociología‒ y ceguera literaria? Pues claro que sí, y lo peor, tales críticas han estado y seguirán enquistadas, pues su única manera de brillar es la repetición de la repetidera. La crítica y la academia han encumbrado esta obra como un ‘hito’, como ‘un clásico’ de la literatura colombiana y americana, lo que paradójicamente, justo por eso, carece hoy de mayor difusión y no parece proyectar a futuro su permanencia, al menos no más allá de lo que es hoy: un libro para unos pocos no para el público en general. Quizá la culpa es de los editores de la novela. En los prólogos ‒que en Colombia son un mal tan característico como sospechoso por lo faltos de agudeza, perezosos y mal informados‒ jamás se advierte al público de la praxis en la que nació la obra, y que si bien la escritura de Rivera corresponde a una época (manierista) el lenguaje pudo ser otro: hacía casi 10 años Rubén Darío había fallecido y con él daba sus últimas boqueadas el modernismo, cosa que Rivera no supo ver, de ahí que nunca sea un clásico. En todo caso, el lector del siglo xxi no quiere ni puede superar la idea de que es una novela anacrónica, sobrecargada, difícil de seguir y de terminar. Hasta el momento, en Colombia (una excepción es la de la venezolana Biblioteca Ayacucho, ya mencionada) nadie ha sabido prologar ni editar esta novela como es debido; es decir, utilizando criterios filológicos (ecdóticos) modernos, insisto una y otra vez. No se me escapa que, si bien hasta finales de la década de 1970 el lector colombiano y latinoamericano buscaba en los libros un tipo de narrativa que se insertara, explicara y le acompañara de alguna manera en su propia narrativa personal para comprenderse a sí mismo y a su época, desde los años 1980 para acá, no solo los modos de leer cambiaron porque cambiaron los lectores y sus necesidades, porque la tecnología en Colombia desde mediados de la década de 1990 ha impuesto una nueva velocidad de goce y comprensión lectoras, experiencias en las que están excluidas la contemplación del lenguaje por el lenguaje y sus signos en rotación, pues lo que ha venido afianzándose cada vez con mayor fuerza, es la lectura lineal consumista de Best sellers, o, lo que es lo mismo, los Storysellings, que, como lo señaló G. Debord en 1967 una mercancía más de la Sociedad del espectáculo.
En todas las ediciones que he tenido en mis manos y traen alguna suerte de prólogo o presentación de un escritor, crítico o académico, y todos los estudios críticos que “se respeten”, v.gr. el famoso compendio de ensayos de Ordóñez ya mencionado, que también eleva a La vorágine a la categoría de ‘clásico de la literatura latinoamericana’, en el prólogo (p. 13), más los estudios que saldrán en ocasión (consumista) de los 100 años de la publicación de la novela, no hablan si no de que, sí y sólo sí como condición de única verdad, La vorágine es una novela cuyo protagonista es la selva –no los caucheros secuestrados, esclavizados y masacrados, como se supone debe ser–, y es una novela de la selva, pues ¿no fue esta la primera clasificación que tuvo en gracia darle Horacio Quiroga en 1927, un escritor por entonces muy respetado? No debemos pasar por alto que cuando los escritores se lanzan a poner rótulos a otros libros o a teorizar sobre literatura, el 99% de las veces se equivocan. La apreciación de Quiroga (forma parte de ese 1%), es la del escritor que había vivido en la selvática Misiones y sabía de qué hablaba Rivera, al menos en lo que tiene que ver con el hombre y el territorio. Un escritor de ciudad como L. E. Nieto Caballero es un narrador de historias, un escribidor que en su recensión valoró de manera bastante acertada la novela, muy distinto de un escritor y crítico profesional como R. H. Moreno Durán, que desde su púlpito pretendió fabricar conceptos literarios y hacer narratología. Lo que ha debido suceder desde 1924, es que ningún crítico o académico leyó o tuvo en cuenta ensayos como el de Oscar Wilde “El crítico como artista”, de 1891. ¿Por qué los diosecillos del olimpo intelectual y literario colombiano que se formaban en Londres y en París, en donde vivían por largos periodos, nunca mencionan a Wilde? ¿Condenaban al hombre homosexual a su vez sancionado y ninguneado por la solapada sociedad inglesa de la época antes que valorar su obra literaria? Tal vez fue el caso.
No debemos olvidar que el régimen intelectual colombiano desde la independencia de España nunca ha seguido la senda de buscar su propia identidad atravesando, perforando, saltando los ojos de la madre patria europea, es decir de manera autocrítica, y tampoco ha sido capaz de buscarla rechazando abiertamente la bota colonial, y antes bien ha intentado de manera fallida ser un crisol imposible en el que se funden las diversas culturas. Esto último lo ha demostrado el hecho de que todas –sin excepción– las grandes novelas latinoamericanas son deudoras de España. ¿O es que existe una gran novela latinoamericana escrita en un idioma distinto del Español y en clave originaria americana? ¿O es que desde el pequeño hasta el gran escritor se ha olvidado de los padres fundadores de la literatura hispana, como Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Calderón de la Barca o Unamuno, por ejemplo? Los escritores latinoamericanos del Boom que ganaron el Premio Cervantes instituido en 1976 siempre rindieron tributo a la lengua española y a los escritores españoles, en especial a Cervantes. Ni qué decir de los homenajes en España y en los países de habla española por todo lo alto que estos escritores hicieron una vez más a Cervantes y a la lengua en 1992, cuando se conmemoran 500 del descubrimiento. Y si hubo, como quería Alejo Carpentier, un ‘crisol de culturas’, ¿dónde está ese crisol barrocamente imaginario? ¿En la América española? Si así fuese, hoy, en el primer cuarto del siglo xxi, se hablaría de la gran novela latinoamericana como dadora de una identidad. Y eso no existe. ¿Dónde está hoy esa identidad americana de la segunda mitad del siglo xx? Lo que ha habido son grandes novelas nacionales, comenzando con El Periquillo sarniento (1816), y siguiendo con María (1867), El siglo de las luces (1962), Pedro Páramo (1955), Cien años de soledad (1967), Rayuela (1963), La ciudad y los perros (1963), El astillero (1961) y un largo y nutricio y sabroso etcétera.
Erróneamente Rivera creía que si un escritor “aspira a que sus obras sean factores de adelantamiento e influyan por (sic) manera decisiva en el desarrollo del progreso patrio, debe profesar el culto de Nuestra Señora la Lengua y ceñirse a las reglas y preceptos del buen hablar”. (Ordóñez, p. 101) Es decir, no tenemos siquiera una gramática distinta a la española, y paremos de contar. Lo cual significa, puesto que ya han pasado 100 años desde la publicación de La vorágine y el idioma y la gramática y la literatura evolucionan, que, si bien tenemos una lengua más o menos común, el español, no podamos escapar a su contexto ni pensar por fuera del lenguaje, como lo señalara Wittgenstein. Es obvio que una lengua común nos une en América Latina, pero no podemos ignorar que el anhelo de la literatura terrígena o telúrica e incluso de denuncia fue el mismo que el de los escritores del Boom latinoamericano, a saber: tener una literatura latinoamericana que, al poner en evidencia nuestros valores, nuestras singularidades y nuestros problemas, nos diese identidad. Esta identidad a la que Rivera también contribuyó de manera especial con su obra, tuvo su cuarto de hora política y literaria con la irradiación continental de la Revolución cubana, pero eso ya no es así. El estruendoso fracaso de dicha revolución fue la pedrada que acabó con semejante pantalla luminosa de la llamada identidad. Escritoras contemporáneas, pongamos por caso al azar a Laura Restrepo, a Diamela Eltit y a Carmen Boullosa, no escriben sus novelas pensando en la identidad latinoamericana sino en la identidad colombiana, chilena o mejicana. ¿Por qué? Quizá la respuesta de fondo está en que –dejando de lado lo estrictamente social y lo político, así como la mundialización de la cultura gracias a Internet– ya casi nadie, y menos Laura Restrepo, por ejemplo, no le rinde ningún culto a ‘Nuestra señora la Lengua’ y sí más bien le importa la identidad colombiana.
Por otro lado ‒retomo aquí el hilo del undécimo párrafo de este escrito‒ y teniendo en cuenta lo anterior, así ha sucedido desde 1924, La vorágine ha sido criticada por la manera como está escrita. Todos sabemos que esos académicos de pacotilla a los que Rivera escuchó apretando los puños y afilando respuestas como navajas porque se hacían oír en los periódicos y en los parroquiales círculos intelectuales de la época, fueron los primeros en denigrar o en aconsejar a Rivera ajustarse como es debido al uso del idioma ‒el sagrado idioma español y la sagrada gramática de Nebrija‒ y a limpiar, en todo lo posible, el uso y el abuso de las formas poéticas, y ‘cortar maleza’ (Ordóñez, p. 29), como dijera L. E. Nieto Calderón. De ahí que en la segunda, tercera, cuarta y quinta edición, en cada una de ellas, Rivera hiciera modificaciones (no de fondo, como debía ser, pero no estaba para nada dispuesto a eso) al texto para dar gusto a sus amigos y a los críticos. Es seguro que si Rivera no hubiera muerto prematuramente, todavía estaría haciendo ‘ajustes’ de este tipo y ahora tendríamos una obra distinta a la oficial. A lo mejor Rivera, de haber vivido, pongamos 30 o 40 años más, habría limpiado la obra, rehecho muchos pasajes y secuencias narrativas, y hoy tendríamos una obra maestra en toda regla. Pero es imposible saberlo, y más bien hay que dudarlo. Eduardo Neale-Silva, en la hasta ahora mejor biografía de Rivera, dice que “Rivera … nunca dejó de pensar que su novela era casi … casi una obra definitiva.” (Ordóñez, p. 97) Esta afirmación la subraya el hecho de que Rivera compuso el libro sin obedecer a “otro móvil que el de buscar la redención de los infelices que tienen la selva por cárcel.” (Ordóñez, p. 69) pero Rivera “no cedía en su creencia obcecada de que cualquier cambio que efectuara en el texto de La vorágine implicaba, con respecto a lo ya expresado, una inferioridad o un desmerecimiento” (Ordóñez, p. 84), es lo que afirma de modo desabrido y muy mal informado el amigo íntimo de Rivera, M. Rash Isla en “Cómo escribió Rivera La vorágine”.
Pero una cosa es aspirar a la perfección en la elaboración de una de arte, y otra muy distinta alcanzarla, y con tales afirmaciones y acaloradas defensas públicas parece que Rivera creyó estar muy cerca de ella…
Citas
- ‘”Mas el crimen perpetuo no está en la selva sino en los libros: en el Diario y en el Mayor’. Se refiere Rivera a las cuentas que los explotadores les llevan a los explotados”. Citado por L. E. Nieto Caballero en: “La vorágine”. Ver: Ordóñez Vila, Monserrat. La vorágine: textos críticos. Bogotá: Alianza editorial, 1987 (p. 34). .↑
- Citado por Jacques Gilard, en Ordóñez, M. La vorágine. Textos críticos. Bogotá: Alianza, 1987, p. 453. ↑
- Fuentes, C. La nueva novela latinoamericana. Joaquín Moritz: México, 1969. ↑
- Eduardo Neale-Silva, en “Minucias y chilindrinas”, asegura que Rivera hizo insertar en los periódicos de Bogotá varias notas de este talante: “La vorágine… es un formidable grito de justicia… es la sinfonía wagneriana de toda la tormentosa naturaleza tropical… Tragedia de grandeza esquiliana y de horror dantesco…”. En: Ordoñez V., Monserrat. La vorágine. Textos críticos. Barcelona: Alianza, 1987, p. 98. Esta nota es mucho más larga y hay bastantes por estilo. ¿Cómo confiar en el juicio de Rivera acerca de su propia obra? Por otro lado, se entiende: cuando un escritor bisoño le entrega su alma a la escritura de una novela, cree que ha escrito una obra maestra y nada ni nadie lo convencerá de lo contrario, a menos que encuentre a un editor lo suficientemente capacitado para que le señale los errores. El problema con Rivera es que él también fungió de escritor, de financiador, editor, corrector, promotor y defensor de su obra no sólo en Colombia sino en Nueva York en donde contrató a un traductor, fundó la Editorial Antes y mandó hacer allí la quinta edición. ↑
- Cf. Humanas.unal.edu.co. ↑
- Fuentes, Carlos. La nueva novela hispanoamericana. México: Joaquín Moritz, 1972, p. 9. ↑
- Para ampliar el concepto de ‘clásico’ véase “¿Qué es un clásico? Una conferencia”, en: J. M. Coetzee. Costas extrañas. Barcelona: Mondadori, 2010, p. 21. ↑
[hasta aquí esta entrega]
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