Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2023
Palabras: 4.100
Idioma: Español
Género: Ensayo
Subgénero: Ensayo literario
Temas: género | subgénero | creatividad | creatividad | historia de la literatura colombiana | literatura colombiana s. xix | literaria | texto | diégesis | policial | novela negra | novela criminal | el mal en la literatura | criminalidad | justicia | anomia
Ideas generadoras del ensayo: Después de la lectura de El doctor Temis, sentí curiosidad por una frase encontrada en la p. 71 de Evolución de la novela en Colombia, de A. Curcio Altamar de 1957, a propósito de Bernardino Torres Torrente y su novela Sombras y misterios. Dice: ‘espeluznancias y emparedamientos’, poco antes de hablar de El doctor Temis y considerar esta novela como ‘buena’. ¿De qué hablaba Curcio Altamar cuando afirmaba de espeluznancias y emparedamientos? Como a cualquiera le pudiera suceder, me sonó a relato gótico, y a Poe, por su puesto. Cuando conseguí el libro de Torres Torrente, no me entusiasmó de entrada. Sin embargo, a medida que avanzaba en la lectura, me di cuenta de que estaba lleno de valores implícitos y que tal vez se podría defender como novela, pues con argucias técnicas el autor se iba ganando al lector, que no es poca cosa. Aunque sea una novela, no sé si es una novela, poco importa demostrar eso. Importa la ingente cantidad de recursos de los que al autor echó mano para armar su libro, y el resultado es mucho más valioso y complejo de lo que cualquiera pudiera suponer.
Por otro lado, que el libro esté mal clasificado en las bibliotecas oficiales, me hizo pensar que probablemente también por eso no había sido valorado de manera adecuada. Antes de la invención y del uso extensivo de los recursos digitales para búsquedas bibliográficas, existían las fichas de materia, título y autor y, si acaso, referencias cruzadas. Aún hoy, un libro mal clasificado, es lo mismo que dar una idea falsa o imprecisa de su contenido. La labor del catalogador es ubicar los documentos dentro de un sistema preestablecido de manera correcta. Pero para hacerlo, debe evaluar cuidadosamente cada libro. Lo que no ha sido el caso con el libro que nos ocupa.
Palabras clave: creatividad | creatividad literaria | texto | diégesis | unidad de escritura | novela | relato policial | novela negra | novela policial | novela detectivesca | el mal en la literatura | criminalidad | justicia | ley penal | anomia |ontología | vivencia | experiencia
Autores relevantes relacionados con este ensayo:
B. Torres Torrente
I. Laverde
Documentos:
Sombras i misterios, en el relato criminal colombiano
Sombras i misterios: o, los embozados: Obra Histórica; contiene los sucesos más notables de la capital de la República de la Nueva Granada en el transcurso de dos años, contados desde 1849 hasta 1851.
Bernardino Torres Torrente, 1813 – 1886.
Bogotá: Imprenta de Torres Amaya, 1859, 227 p.
Germán Gaviria Álvarez
Lo primero que hay que decir de este libro es que podría ser un libro historia de Bogotá o de crónicas como el título pregona y como se le ha clasificado en las bibliotecas oficiales, y que quizá, sólo quizá, podría ser una novela por su estructura narrativa interna. Pero es una mezcolanza. Si omitiéramos, por ejemplo, todo el tedioso e históricamente impreciso primer capítulo, “Reseña histórica, así como los demás armados a punta de especulación política, jurídica, sociológica o programática como “El sabio magnetizador”, “Causa célebre-Russi ante el jurado”, “Preliminares de rebelión”, “La revolución”, y varios párrafos moralizantes e innecesarios elementos de contexto del relato central, serían en total unas 80 páginas. Obsérvese que el libro tiene 227, lo que nos da aproximadamente 1/3 de material más o menos prescindible, y a favor nos quedarían unas 150 páginas que sí tienen valor ficcional; es decir, novelesco, analítico de la sociedad y de las personas, de las costumbres y de la criminalidad. El mérito, como veremos más adelante, radica en la coherencia del material narrativo o diegético que sostiene todo el libro. Vale anotar aquí que, en virtud de sus imprecisiones históricas y lo especulativo de lo comentado de manera sesgada en lo que tiene que ver la historia de la capital de la Nueva Granada, Santa fe de Bogotá, poco y nada vale para una historiografía del periodo, y que si el libro no ha sido olvidado en alguna caja, es justamente porque lo sostiene el trabajo narrativo, ficcional, que hizo Torres Torrente.
La novela, narrada en primera persona del singular, trata la historia de Rosina y su hermano Ricardo que tiene lugar en medio de los sucesos políticos y delincuenciales de 1849-1851. Se trata de una novelita sentimental, no necesariamente romántica, lacrimosa, que el lector moderno continúa leyendo porque poco a poco va imponiéndose una narrativa del mundo criminal en el que prima el engaño, el ocultamiento, la zozobra y la maldad; la maldad encarnada en la falsa beata Lorenza, que se ensaña con Rosina de manera tan extrema como cruel e inexplicable. De no ser porque la maldad encarnada en lo criminal dinamiza, da vida y hace que el relato avance cimentando una trama que evoluciona, dejaríamos el libro a un lado.
A lo largo del relato general se alude constantemente a la zozobra y a la perversidad soterrada que poco a poco va haciendo mella en Rosina y, de manera indirecta, en el narrador innominado. Es decir, el comportamiento criminal de personajes ocultos y unos pocos identificables, convierte el relato más que en una tragedia (que lo es), en un relato en el que tanto narrador como protagonista son destruidos por completo moral y físicamente. No es común que el autor de un libro ‒en este caso Torres Torrente‒, mate a su narrador en primera persona del singular, así como a su protagonista, la desventurada Rosina, lo que significa que hay un triunfo del mal sobre el bien, que entra en consonancia quizá involuntaria, con El doctor Temis de José Ma Ángel G., de 1851, en el sentido que, si bien en esta última novela los delincuentes son apresados, estos al final escapan y hay impunidad; es decir, no hay cabida para el afianzamiento del imperio del bien sobre el mal. Lo que arroja un análisis interesante y muy moderno de la época, de la sociedad, de la justicia y de la criminalidad. Lo que subyace es tan moderno, que es como si el autor nos dijera hoy en día: no importan la bondad y la honestidad, no importan la legalidad y la moral, no importan las leyes ni el bien, en esta ciudad impera el mal surgido de la naturaleza humana, se ramifica en formas variadas y se decanta en la criminalidad.
En el desarrollo diegético de las peripecias de los agonistas, no hay una restitución del orden jurídico ni social y se impone la anomia durheimiana según la cual el orden establecido ha sido alterado por el rompimiento de la norma y de la ley. Torres Torrente (un jurista, recordémoslo) se esfuerza desde el principio en entregar al lector un panorama hostil (atentado para asesinar a Simón Bolívar en 1828), un horizonte lleno de negatividad violenta, engañosa, cuyo contrapeso es la inmensa bondad del narrador y el candor de Rosina y de Ricardo, los tres grandes símbolos del bien en todo el relato. De resto, los embozados (concebidos como seres casi sobrenaturales, mensajeros del mal, que ontológicamente no alcanzan a ser demoníacos, pues devienen humanos), los secuestradores, los confabuladores políticos y religiosos y la beata Lorenza, son una emanación de fuerzas oscuras, malvadas, y lo más importante, en suma, son una potencia que preserva un status quo que actúa y actuará de manera impune y permanente desde la Bogotá de mediados del siglo xix hasta nuestros violentos días.
Esto último no es un logro, sin embargo, de poca monta. Pone sobre la mesa una realidad colombiana que para nosotros hoy es un lugar común, y es el hallazgo de Freud: que somos violentos por naturaleza como lo son las personas que componen todas culturas. Sin embargo, la nuestra es una violencia particularmente brutal, más otro ingrediente poco debatido: que esa violencia dimana de una malhadada fusión étnica entre dos ontologías distintas que tuvo lugar durante la Conquista. Pues una cosa fue la ontología del indígena precolombino y otra la del europeo. ¿O es que nos debemos contentar con el lugar común histórico del ‘choque entre dos culturas y el manido concepto de aculturación? O, como pretendió Carpentier, que América fue un ‘crisol de culturas’. No, aquí no hubo ningún crisol. Tanto para los lugareños como para los conquistadores fue una experiencia de encuentro entre dos universos diferentes, y cada universo dueño de su propia ontología. Hoy, el conocimiento cada vez más profundo de la medicina y de las cosmologías indígenas, proporcionan elementos suficientes para comprenderlo Distinto hubiera sido, si, como argumento en Misioneros y misionados, no hubiera sido una experiencia sino una vivencia; es decir, un encuentro entre seres humanos iguales pero distintos, respetuosos unos y otros de la otredad.
Claramente no existieron condiciones suficientes y necesarias para que tal cosa tuviera lugar.
Que sepamos, en el Altiplano Cundiboyacense (el libro de Torres Torrente sólo se refiere a Bogotá), jamás hubo sacrificios humanos al estilo de los Incas o de los Aztecas, y según estudios sobre los procesos penales durante la Colonia, como los de Beatriz Patiño Millán, señalan la notoria baja criminalidad estadística del indígena en general. El indígena local era violento en un menor grado, es verdad, pero esta violencia estaba relacionada más, como diría Clastrés, con la idea de que la guerra (la violencia sobre el otro, el enemigo) era un parámetro de la sociedad1, o sea, se basaba en dos principios para preservar su autonomía: lo político y lo social (la identidad de la comunidad); es decir, esa violencia tenía una función socio-política para preservar la paz relativa. Las formas de violencia desatadas en Colombia desde la Conquista, durante la Colonia y la Independencia, fueron aprendidas por las castas colombianas de las culturas europeas, llámense españoles, portugueses, ingleses, alemanes, etcétera. Por supuesto, no es que esto lo afirme Torres Torrente, es la reflexión a la que invita una lectura más atenta del libro gracias a la ampliación del campo analítico que sugiere. Que me remonte a la época de la Conquista y demás épocas para hablar de la criminalidad de mediados del siglo xix en Colombia, tiene sentido bajo el argumento de que el país recién liberado de los españoles en 1820, intentaba ser autónomo y buscaba no sólo ser un Estado, sino también ser una sociedad libre del yugo español y afirmar una identidad. En este marco, es natural que tengan lugar muchas formas de violencia aprendidas a lo largo y ancho de más de tres siglos.
Quizá la supervivencia histórica de este libro, que siempre ha sido tenido en menos por lo desequilibrado de su composición y por la colcha de retazos que es, se deba precisamente a la puesta en escena de la problemática delincuencial y política que impactó directamente en la vida social e individual: literalmente Bogotá, como relata Cordovez Moure, estaba asediada por los robos, los secuestros y los asesinatos entre 1849 y 1851. La variedad de crímenes es ilustrativa: intento de magnicidio (a falta de uno, dos), represión estatal, la mentira, el engaño, la estafa, el robo, el hurto, la esclavitud de personas, el secuestro, la vejación a personas, tortura por inanición y malos tratos, asesinato real e imaginario, injusticia procesal, corrupción eclesiástica, corrupción administrativa, impunidad, y algunos más que se me escapan.
Por otra parte, teniendo en cuenta que las novelas góticas y de misterio han sido señaladas con cierta justicia como antecesoras del relato policial en Inglaterra, diríamos que este relato tiene los elementos suficientes para funcionar, con El doctor Temis, como el segundo antecedente de lo criminal colombiano, más que la “Ronda de don Ventura Ahumada”, de E. Díaz Castro, de 1958, que es apenas un simpático cuentecillo costumbrista al que se le ha querido endilgar que es policial. Los críticos, desde principios del siglo xx hasta nuestros días, jamás han mencionado este libro de Torres Torrente; es más, nunca han tenido en cuenta este libro en cuanto tal. Hubert Pöppel menciona el cuentecillo de Díaz Castro como policial (en realidad no hay ningún crimen), pero no Sombras y misterios en su capítulo “La prehistoria del género negro en Colombia”, del libro La novela policíaca en Colombia, 2001, UdeA, como tampoco se cita siquiera en el Manual de Literatura Colombiana, 1986. Esto se entendería ‒no se perdona‒ por la muy irregular calidad del libro y por la dificultad de encuadrarlo en algún género, por la continua pobreza historiográfica a la hora de examinar el siglo xix literario colombiano, y porque no se han hecho ediciones críticas que lo ubiquen, dentro de la historia de la literatura colombiana, en el lugar que le corresponde que, en todo caso, de manera curiosa, no ha de ser modesto, y sí más bien de una importancia sustantiva. Todo lo anteriormente dicho subraya también que este libro no está escrito al gusto de la retórica crítica del xx, lo que es obvio, aparentemente, pero no lo es. Lo que queda en mi aparato imaginario y creativo después de leerla, es que se trata de una novela porque en su totalidad Torres Torrente elabora un universo ficcional sólido, y es en el conjunto de esa diégesis en donde descansa su valor novelesco-criminal.
De ahí que, y retomando lo dicho al principio, a pesar de la tentación, tampoco podamos eliminar de Sombras y misterios nada de nada. Hay que coger lo que hay y como está. Lo que hay, en primera instancia, es un libro bien conservado en físico en la Biblioteca Nacional, y, afortunadamente, en formato digital descargable. El ejercicio de lectura, sin embargo, aunque invita a saltarse todas esas digresiones e insertos que aparentemente no aportan mucho a la ficción narrada, es exigente. Si bien es cierto que es una obrita localista con pretensiones de gran obra al estilo europeo de la época, también es verdad que hay que estar al día, mínimamente, en cuanto a los sucesos históricos que tuvieron lugar entre 1804-1853, y más específicamente, en el lapso 1849-1851 bogotano. He dicho que es una obrita localista, pero quizá se me va la mano y sea mucho más que eso. Que el autor haya intentado de manera fallida enmarcar su historia lastimera de Rosina y Ricardo y el narrador innominado en un contexto nacional e internacional (correlato de la infancia y la juventud de Ricardo en Francia), habla de la ambición del autor y del gusto de la época por mostrarse cosmopolita, antes que parroquial. Recordamos aquí, esperando que sea de alguna utilidad práctica, que Bogotá era una ciudad con unos 50.000 habs., con un analfabetismo del 95%. Los 1.000 ejemplares que se imprimieron en 1859 se agotaron 15 años después (1874), cuando el autor lleno de entusiasmo por el éxito (¡!) sacó una segunda edición revisada y aumentada (sólo en los ‘hechos históricos’) en la imprenta de Torres Amaya. No sabemos cuántos se imprimieron en 1874 ni qué destino tuvieron. A pesar de no ser reconocido en los círculos intelectuales de la época (no aparece en el Ateneo de Bogotá, ni fue referenciado por E. Röthlisberger en El dorado, [1897] 1963), Torres Torrente tampoco era un autor desconocido. Ya había publicado otros libros, como Erebo. Sus producciones literarias, Las dos enlutadas, El ángel del bosque o recreaciones morales, Moral universal, El viajero novicio, y escribía con regularidad en El Tiempo y en casi una veintena de periódicos nacionales con los seudónimos de “Nireno Brad”, “Nir Breton de la Rosa”, “Owen”, “Alfa y Omega”, “Alfa”; “Erebo” fue el más conocido. Vale decir que las pretensiones literarias e intelectuales que se reflejan en sus escritos casan bien con el seudónimo de Erebo, y que la buena cantidad de hojas escritas riman con la medianía literaria que cabría esperar en textos bajo el patronazgo oficialista moralizante al que nuestro autor estaba inscrito.
Aunque uno conozca detalles históricos del periodo ‘novelado’, uno no puede dejar de preguntarse por la funcionalidad diegética de la mencionada miscelánea de informaciones que podrían ser inútiles o entorpecedoras del tono, del ritmo y del desarrollo de la historia narrada. En ese sentido, el ejercicio de lectura muchas veces es poco claro, a menos que uno se pregunte ‒no es el caso del lector común, sí lo sería el del crítico como artista2‒, desde el punto de vista de la creación literaria, cómo Torres Torrente concibió, estructuró, redactó y echó a andar este libro que ya tiene casi 170 años y pacientemente espera al crítico artista que proponía O. Wilde.
Este libro contiene tal variedad de recursos narrativos, que es imposible dejar de pensar qué tenía el autor en mente cuando se dio a la tarea de armarlo. Por desgracia, no conocemos los manuscritos de dicha composición, una biografía detallada del autor (debe uno contentarse con las escasas informaciones de Isidoro Laverde de 1882, cuando aún vivía nuestro autor) ni mucho menos de un diario personal o literario ni de algo parecido. Sólo podemos echar mano de lo que hay. En el “Privilejio” de apertura del libro (existe una chapucera copia mediocremente digitalizada en la Biblioteca Digital de Bogotá, hecha como para sangrar algún presupuesto), uno se entera que este privilegio de autoría y derechos de explotación comercial fue pedido a Manuel María Madiedo, Prefecto del Departamento de Mariquita, y dado en Ibagué en noviembre de 1857, a lo mejor porque en ese momento Torres Torrente era Ministro del Tribunal de Marquetá (hoy Mariquita).
Para 1857, uno puede inferir que el libro ya estaba escrito, pues como dije arriba, el autor pidió ‘privilegio de autoría y explotación comercial’. Es decir, como mínimo, Torres Torrente debió empezar la composición de su libro hacia 1853 -es la fecha que aparece en el último capítulo-, cuando los sucesos del proceso de Russi y la rebelión de los artesanos se iba calmando. Ya el material estaba decantado y Torres Torrente podía tener una perspectiva más amplia de lo sucedido pocos años atrás, sin perder la frescura de la memoria próxima. La presidencia de J. H. López abarcó el periodo 1849-1853, por tanto, tampoco había ya barreras políticas qué temer y Torres Torrente, el doctor en leyes y catedrático en derecho canónico podía escribir con mayor libertad.
Llama la atención la variedad de recursos compositivos escogidos para su libro. Por un lado, desde el punto de vista de los materiales no ficcionales, además de la transcripción de la defensa de Russi por sí mismo, Torres Torrente incluyó citas de periódicos de la época, un código penal del periodista, decretos, programas de gobierno y fragmentos de discursos políticos ‘socialistas’, una canción callejera, extractos de la acusación y la defensa judicial de Russi, opiniones sobre la justicia y la injusticia, palabras del presidente de la República, avisos callejeros. Y por otra, desde el punto de vista de los recursos narrativos ficcionales, tenemos la narración en primera persona del singular del protagonista del relato, la carta o el billete escrito por una tercera persona, el diario cifrado con tinta invisible (¡!) de Ricardo, narrado también por sí mismo en primera persona del singular; es decir, aquí hay un cambio de voz y por tanto un desplazamiento del punto vista, y una larga analepsis que se remonta a 1804, época napoleónica en Europa y Norteamérica, nacimiento de Ricardo, más el relato, asimismo en primera persona, del esclavo Otero. La inclusión igualmente del relato onírico, alucinante y fantástico, del protagonista narrador que ve desde la habitación del Sabio magnetizador el templo de san Pedro en Roma y las Tullerías de París a través nada menos que de un artilugio, ¡un cosmorama!, elementos propios del plot del famoso cuento que Borges escribió casi 100 años después.
En cierto sentido, la historia de Rosina y Ricardo, y la del narrador protagonista, forman un universo ficcional con suficiente lógica y coherencia internas como para pensar que esta obra vale más para la evolución y la historia de la literatura colombiana de lo que parece. A Torres Torrente, que se le ha calificado y clasificado de manera inadecuada con esta obra en los manuales como historiador y cronista, que no lo es en este libro, repito, hay que abonarle que hizo todo lo que estaba a su alcance para dar verosimilitud a su relato, para que tanto los hechos factuales (históricos) como los inventados por él se articularan para formar un corpus discursivo convincente, a sabiendas que inventaba más que ‘historiaba’. Bien pudiera ser que este autor quisiera historiar, pero en la escritura creativa ‒no así en otras formas de escritura‒ es bien sabido que una cosa es lo que el escritor quiere hacer y otra la que resulta. La inserción de recursos no ficcionales que enumeré arriba, es algo que antes nadie en Colombia había hecho. Es muy meritorio su trabajo, y lo es más aún que, así acabara siendo una especie de pegote, incrustara la defensa completa de Russi, cosa que jamás hizo Cordovez Moure en sus Reminiscencias. Santafé y Bogotá, lo que aporta todavía más a lo novelesco.
Ahora que tuve que volver a mencionar a este querido escritor, vale la pena recordar que Cordovez Moure escribió lo de Russi en 1891, cuarenta años después de los sucesos. Hechos que este delicioso e impreciso, memorioso e infatigable viajero, y tendencioso e irresponsable cronista conoció a la edad de 16 años y luego los redactó con un nivel de detalle pasmoso. Para Cordovez Moure en sus crónicas, Russi era culpable y punto. En cambio, he ahí lo moderno, para Torres Torrente no. Es necesarísimo observar este detalle, pues se supone que la distancia temporal es un fino tamiz que debería servir para ser más objetivos a la hora de relatar sucesos de tiempos pasados. Para Torres Torrente, el conocimiento directo de los hechos, la cercanía histórica y el aporte de documentación fácilmente rastreable (lo de los periódicos, los libelos de Russi), que se esfuerza en ser verdadero, verídico, da solidez a la consabida historia de Rosina y Ricardo, que es lo que acabo de afirmar en el párrafo anterior.
Desde el punto de vista creativo (independientemente del resultado), el trabajo de Torres Torrente es una lección de lo que se puede hacer en literatura y lo que no debe hacer un escritor. Valoro que se haya arriesgado, que haya hecho algo novedoso, aunque asimétrico, pero lo hizo y causó un cierto impacto en su tiempo. Que este libro no sea del gusto de críticos y académicos de poltrona es otra cosa. La concepción de ‘novela’ a mediados del siglo xix era la de ‘entretener usando un poco la imaginación’, como dice Torres Torrente en el prefacio. Y eso es lo que intenta hacer. En esa época no se hablaba de diégesis ni de puntos de vista ni de planos narrativos ni de intertextualidad. Esos conceptos todavía no existían, o mejor, no forman un corpus teórico. La jurisprudencia que estudiaba la gran mayoría de letrados era entendida como un campo de la literatura, y la literatura misma era la de los clásicos grecolatinos, aunque no estudiados como debe ser, según he señalado en mi rescate de El dotor Temis.
Los tiempos han cambiado muchísimo y el saber sobre los difíciles aspectos teóricos de la elaboración ficcional se ha desarrollado de manera asombrosa. No sé si esta obra de Torres Torrente fue leída y cómo por Silva, Soledad Acosta, J. M. Groot o J. E. Rivera o incluso por un Osorio Lizarazo o un Zalamea Borda. Lo cierto es que, probablemente sin saberlo, Torres Torrente al escribir sobre la criminalidad en Bogotá usando informaciones verificables e inventadas dio un paso importante (aun nadie ha medido el impacto literario de esta novela en la 2ª mitad del siglo xix colombiano) en la elaboración de un mundo ficticio cuyo origen es la realidad criminal bogotana.
Coda. Llama la atención que este libro en la Biblioteca Luis Ángel Arango y en la Biblioteca Nacional de Colombia esté bajo la signatura de geografía e historia (Dewey 986) y no de literatura. No me sorprende que así sea porque quienes clasifican libros y otros documentos en nuestras bibliotecas públicas nunca o casi nunca se toman la molestia de revisar el libro con cuidado, ni menos echan un ojo a la tabla de contenido ni a la presentación del libro. He sido testigo de que simplemente copian las clasificaciones y los descriptores de centros de documentación de cierto prestigio por pura pereza. En fin. Las obras narrativas escritas sin ninguna pretensión literaria terminan a veces siendo obras maestras del relato ficcional (El crimen de aguacatal, por ejemplo), que no es el caso con este libro anodino que forma parte de la historia de la literatura colombiana de modo singular, pues figura en las historias de la literatura colombiana en el género de crónica o historia, como ya dijimos. Lo que uno deduce es que este libro no ha sido leído como corresponde y simplemente se le cita para llenar algún espacio ‘argumentativo’ de los textos académicos y en las bibliografías como para dar a entender que tal crítico o académico hizo la tarea.
La verdad es que, a punta de ser mal citado y mal clasificado, ocupa un lugar en la historia de la crónica, y por tanto de la literatura. Para mediados de la década de 1850, en nuestro territorio no es que se tuviera una idea precisa de lo que era una novela, ni mucho menos de lo que era escribir ficción. Los ejemplos de relato ameno y didáctico eran tomados, como el propio autor dice en su Introducción, de E. Sue, W, Scott, A. Dumas, L. Byron y ‘otros hábiles literatos europeos’ que era lo que aquí llegaba, se traducía y se publicaba por entregas, según señalo en mi rescate El crimen de Aguacatal. No sorprende entonces que estos modelos guiaran la escritura de este libro plagado de intervenciones o intromisiones del narrador en primera persona del singular para aleccionar sobre los hechos políticos, sociales, religiosos y morales, mientras teje una interesante trama de sucesos delictuosos cuya raíz está en la causa célebre del doctor Raimundo Russi. Sin embargo, su función argumentativa brilla ficcionalmente por el afán de Torres Torrente de intentar demostrar que el fusilamiento de Russi obedeció a razones más políticas que legales, y porque intentó vindicar o rehabilitar el nombre y la honra del acusado. Esta defensa es torpe y contradice -de esto no se dio cuenta Torres Torrente- la figura del Sabio magnetizador, pues sugiere que es Russi, y este Sabio es el orquestador de los hechos delictivos en Bogotá. Si el Sabio magnetizador es Russi, entonces Russi es un criminal. Lo que nadie ha demostrado a cabalidad y, paradójicamente, queda en entredicho en la novela.