Misioneros y misionados

Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2004
Páginas: 8
Palabras: 3.800
Idioma: Español
Género: Ensayo literario
Subgénero: Literatura viajes
Temas: Noción de viaje | misioneros América del sur | Alfredo Molano | Cristóbal de Acuña | Juan Magnin | ontología

Idea generadora del ensayo: Desde que hice largos viajes por la geografía venezolana de montaña, selva, de Gran sabana y fluvial en 2004 y escribí el pequeñísimo ensayo Viaje y visión del ser en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, por pedido de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, me he venido preguntando por la noción de viaje y he analizado más a fondo lo que significa ir del punto A al punto B. Es decir, quería ir más allá de la importancia del mero desplazamiento de un punto a otro, y en paralelo, lo que es el viaje interior, teniendo como referentes cercanos libros que leí y casi memoricé siendo apenas un adolescente, “El padre Sergio”, de Tolstoi; Siddhartha y Viaje a la India, de Hesse; “La repetición”, de Kierkegaard, y muchas novelas del Bildungsroman y de Julio Verne. En realidad, los conceptos de viaje poco interesan a las personas en general. Hay gente que viaja por placer (turismo, deporte, educación, investigación, etcétera), por asuntos de trabajo o de índole familiar y, en realidad, a pocos esos viajes los ha transformado, a menos que durante el trayecto tenga lugar un evento impactante. De hecho, sólo si ocurre algo extraordinario, las personas en general creen que el viaje sí valió la pena, o que tuvo un valor significativo en su vida. Lo cierto es que todos los viajes transforman a las personas, muchas veces de manera insospechada, y no siempre tal modificación es inmediata o evidente, como cuando una persona migra a otra ciudad, se queda a vivir allí y funda su hogar y desarrolla su actividad profesional y económica. Migrar es viajar para alejarse, y para fundarse a sí mismo. También, con frecuencia, viajar impacta y determina el destino de otras personas, de un pueblo o de una nación; incluso, de un grupo humano conformado por millones de personas. El viaje Cristóbal Colón a América, por ejemplo, sigue siendo tan fenomenal, que todavía, más de 500 años después, su impacto biológico, cultural, económico, filosófico y geográfico no se ha podido comprender en cuanto tal. Como tampoco se podrá saber jamás en realidad de esos 40 o 60 millones de indígenas que vivían en América antes de la llegada de los conquistadores, cuántos sobrevivieron, y cuántos lograron hacerlo de manera digna. 

Los misioneros fueron viajeros pertinaces. Principalmente entre dominicos, carmelitas, franciscanos y agustinos, así como entre misioneros y conquistadores de aleve espada, se han disputado en América durante siglos la supremacía de sus credos, sin contar el número no cuantificable (por millones) de personas muertas a causa de su fe.

En 1989, Alfredo Molano Bravo quiso emular el viaje por el río Meta que, cien años atrás, realizó el fraile dominico José de Calasanz Vela (no se trata del santo español José de Calasanz Gastón). El de Molano, como cosa extraña, fue un viaje fallido, quizá porque fue un viaje por encargo. Como testimonio resultó el libro Dos viajes por la Orinoquia colombiana 1889-1989, editado ese año de 1989 por el Fondo Cultural Cafetero, y su único interés, justamente, es que rescata el trabajo del misionero.

Palabras clave: viaje | misionero | misionado | vivencia | experiencia

Autores relacionados con este texto:

Lectura en línea edición 1891 Nuevo descubrimiento del río de las Amazonas:

Cristobal de Acuña. Descubrimiento del Amazonas

Misioneros y misionados

Noción de viaje: experiencia y vivencia

 

 

Para Alfredo Molano Bravo, in memoriam

Germán Gaviria Álvarez

 

En 1639, el jesuita Cristóbal de Acuña que ya había explorado extensamente los Andes ecuatorianos y chilenos con el propósito de misionar a los indígenas, fue encomendado por Felipe IV, conde Duque de Olivares, para cartografiar y hacer una relación de las riquezas físicas del Amazonas aprovechando la expedición de Pedro Teixeira, que fallecería apenas un año después. El viaje tuvo lugar en 1640 y duró 10 meses, y la relación de lo visto y analizado fue impreso y presentado por Acuña a ese rey en 1641, con el título Nuevo descubrimiento del río de las Amazonas. Se cree que este trabajo sirvió de guía al gran astrónomo, matemático y también expedicionario del Amazonas Charles Marie de la Condomine, para su libro Relation abrégeé d’une voyage fait dans l’interieur de L’Amerique Meridionelle, publicado en 1778, de gran impacto incluso en la obra de Newton. El libro de Acuña tuvo unas cinco ediciones más (incluidas traducciones al inglés y francés) en los siglos xviii y xix. La lectura que hice es la del pdf de 1891, que se encentra aquí, en esta página, así como la de la edición original de 1641 para que el lector vaya directamente, si lo desea, al original de este importante libro que se inscribe entre los grandes relatos de viajes. Finalmente, Acuña recomienda fervorosamente a su rey ‒como no podía ser distinto‒ evangelizar a los indígenas y explotar todas las riquezas que el Amazonas alberga.

En 2009 el Griso (Grupo de investigación del Siglo de oro, en España) realizó una edición filológica del libro de Acuña para su famosa Biblioteca Indiana siguiendo sus propios criterios de actualización lingüística, orto tipográfica y gramática que vale la pena ser tenida en cuenta. Sin embargo, no puedo dejar de recomendar el texto original de 1641, e incluso la de 1891, ya que no tienen mediaciones de académicos eruditos dedicados a escarbar tontas minucias y plagar de información innecesaria cada resquicio deturpando y fuera de eso haciendo naufragar los textos originales en su inmenso océano de sabiduría. 

Esta es más o menos la misma la región ecuatoriana a donde años más tarde fue a trabajar el esforzado suizo Jean Magnin. Jean Magnin se hispanizó como Juan y en 1725 escribió la Primera travesía de Colombia, 1725, por un misionero suizo, y ese mismo año siguió para Quito. Estos dos hombres no se conocieron, pero tenían en común una orden: la jesuita, ambos eran fervorosos misioneros, y escribieron libros sobre sus travesías en los que hablan de la gran población indígena existente desde Chile (Acuña) hasta el Darién y Panamá (Magnin). Es decir, son buenos representantes del trabajo de misionar en América del sur en un periodo aproximado de 100 años.

Entre 1741 y 1743 Jean Magnin escribe Descripción de la provincia y de las misiones de Maynas en el reino de Quito, un registro impresionante sobre las reducciones en América Latina. Reducciones: cabeceras de doctrina, asentamientos indígenas durante la evangelización española que ayudaron mucho, de manera efectiva y duradera a la llamada aculturación, al mestizaje, a la propagación de enfermedades y a la transmisión de vicios europeos, así como a la mortandad de la población indígena. En 1724, para entrar en Colombia, Magnin tomó la ruta usual de los viajeros que se dirigían al interior. Dejó las murallas de Cartagena y remontó el Gran río de la Magdalena hacia Honda. Salió un 7 de marzo y llegó a su primer destino el 22 de abril. Descansó un mes y continuó a pie con una caravana de 28 misioneros, 30 indígenas y 200 mulas hacia Popayán, a donde llegaron el 19 de julio. Ocho días después, Magnin, rebosante de salud, siguió hacia Quito. Bebió chicha. Sorteó precipicios. Ascendió a más de 3.000 metros, conoció el páramo y los famosos cóndores andinos. Le hizo el quite a serpientes y jaguares, pisoteó escarabajos e ignoró los sapos y las hermosísimas aves arborícolas y del cielo. Soportó, con su larga y pesada sotana color féretro, los ataques de los zancudos y de los jejenes y demás bichos. Finalmente, llegó a la capital de Ecuador el 29 de abril del año siguiente. El más terrible libertinaje reinaba en las laderas del volcán Pichincha. Allí los hombres y las mujeres ‘se aman en grupo’. Nuestro misionero no puedo soportar que los indígenas bailasen desnudos frente a sus hijos. Y consideró inmoral y diabólico eso de golpear el tambor, el baile sensual y erótico y el fandango. Era indispensable entonces reducir, someter, convertir a los indígenas al cristianismo a punta de evangelio, amenazas y garrote.

Unos ciento setenta años después otro viajero, esta vez colombiano, como todos los dominicos de profunda vocación, emprende un viaje apasionante hacia las misiones del Ariari, Guaviare, Atabapo, Orinoco, Vichada y Meta. El gambiteño (Gámbita, Santander) Fray José de Calazans Vela O. P. –no confundir con san José de Calzans Gastón, Sch. P.–, sale de Bogotá hacia Villavicencio y de allí para San Martín a comienzos de 1888. Intenta abrirse camino hacia un puerto sobre el Ariari, pero la estación lluviosa y el robo de sus embarcaciones por cuenta de los indios tama lo detienen hasta finales de febrero de 1889, cuando armado con la ínclita fe de Cristo, sale de san Martín hacia San José del Guaviare, que entonces sólo era un minúsculo caserío poblado por la familia lingüística guahibo, y posiblemente otras, como arawak y tucano, que habitaban la zona. Calasanz remonta este río hasta San Fernando de Atabapo, la bellísima estrella de los ríos. Allí encuentra la Compañía General del Alto Orinoco, empresa francesa que tenía los ‘privilegios exclusivos de explotación de todos los productos naturales, vegetales y minerales de los territorios del Orinoco y Amazonas por el término de 35 años…’, lo que evidencia la mala gestión de Felipe IV y sus sucesores en el trono. 

El padre Calasanz abandona San Fernando, baja por el Orinoco y entra por el Vichada evangelizando, regalando sal y harina, agujas, espejitos y otras chucherías –utilizando de manera precisa el mismo método y las mismas baratijas que los misioneros Acuña y Magnin–, para que los indígenas abandonen la vida errante y diabólica y se civilicen; es decir, para que sean hombres. De acuerdo con los misioneros, los indios, al no profesar la religión de Cristo son bestias, animales que es necesario atraer con baratijas para ser domesticados con las labores propias de la vida sedentaria. Cerca de un año dura esta travesía que lo lleva al río Muco. De éste al caño Caracarato, que desemboca en el torrentoso Meta. Allí toma un bongo para ir aguas arriba, de regreso a Villavicencio. 

Un siglo después, el famoso y querido y odiado sociólogo colombiano, Alfredo Molano Bravo intentaría, de manera fallida, emular el viaje de Fray Calasanz. En realidad, la relectura del libro Dos viajes por la Orinoquia colombiana 1889-1989, de Molano (1989), fue lo que me impulsó a escribir esta corta reflexión sobre el sentido de viajar. Sigamos. Molano realiza un viaje de vuelo de pájaro en el que, de manera folclórica ‒y para enorme sorpresa mía‒, no registra más que insustanciales anécdotas. Si bien el padre Calasanz viajó para misionar a esas bestias, los indios, y explorar las riquezas materiales del territorio, más de 100 después, Molano lo hizo de manera similar a la de los misioneros Acuña y Magnin, en lo que tiene que ver con el tiempo, el espacio y los seres, animados o no, que componen el territorio. Y aun 100 años después de Calasanz, Molano hace de turista, como en los tiempos contemporáneos suele hacer la inmensa mayoría de investigadores. No fue a evangelizar a nadie ni a cartografiar yacimientos qué explotar comercialmente ni a hacer ya ningún registro etnográfico, geográfico o científico alguno. Tampoco a explotar comercialmente alguna cultura de aquellos lares. Molano se apresura a llegar a San Fernando de Atabapo en ‘voladoras’ (lanchas con motor) y se devuelve desde Puerto Inírida cómodamente en avioneta. El viaje que un siglo atrás demandara un año y medio largo visitando los asentamientos indígenas, luchando contra los elementos, haciendo todo tipo de anotaciones etnográficas, sociológicas, económicas y de navegabilidad por aquellos ríos, lo hace Molano en pocos días, y nada anota, nada mueve la interioridad de este viajero curtido. Quizá demasiado curtido. Al menos Calasanz dejó un trabajo interesante qué analizar. Molano, no. 

En su recorrido, el padre Calasanz constató la existencia de misiones abandonadas, como la de San Guillermo de Arimena fundada en 1805 en Casanare. Así como el padre Magnin, Calasanz llevaba un arma de fuego para defenderse de los indígenas…

El viaje de Molano a San Fernando de Atabapo, como dije, fue turístico, y con toda seguridad, no iba armado. Si bien es cierto que las riberas del río Meta han sido bastante estudiadas desde los tiempos del padre Calasanz, también lo es que el trabajo del sociólogo es registrar cuáles han sido los cambios que han sufrido los habitantes de un territorio por la llamada aculturación, o por los factores que sean. Pero siempre hay sorpresas. Uno de los propósitos del viaje de Molano, era también ir metafóricamente hacia el pasado, pero en dicha metáfora también falló. Quizá Molano debió revisar a Humboldt y a Gumilla, que trasegaron por esos parajes en donde la geografía y la orografía se imponen al viajero y por razones obvias lo obligan a viajar más lento, a detenerse, a observar con cuidado. Absolutamente ningún viaje por la selva se hace en un ratico y en un ratico se regresa a la civilización. Eso, sencillamente no existe. Todos los desplazamientos son lentos y obligan al viajero a enfrentarse a lo desconocido (la selva siempre cambia), a lo distinto y lo otro, que es el otro, el indígena, habitante natural de tales regiones. Quizá Molano debió releer Los pasos perdidos, de Carpentier. Quizá debió replantearse sus propias nociones de viaje, pues era un viajero insaciable, y cuando estaba en vena, era un viajero agudísimo y envidiable. Las circunstancias lo ameritaban. En todo caso, debió viajar de otro modo. Para aquel que no cierra los ojos cuando lo hace, viajar es una manera de comprender la historia no como una sucesión de hechos dados a lo largo de una línea temporal vertical, sino como una compleja red de relaciones horizontales con todos los seres que la componen, llámense seres con vida o inanimados, pues existe, en el pensamiento de los naturales amazónicos, una relación de continuidad de origen mítico entre la tierra (inanimada), las plantas, los animales y demás seres; es decir, incluso, en ese pensamiento, las piedras, el sol, y en general lo telúrico, son continuas y forman una red viva de relaciones complejas que es parte constitutiva de la vida de los indígenas. La discontinuidad, la fragmentación y la parcelación de los saberes del mundo y en general de lo llamamos cultura, son característica del pensamiento Occidental, e, insisto, no del indígena amazónico. 

También pudo suceder que, justamente por los continuos y reiterados viajes, Molano olvidó viajar, cosa que no se le puede reprochar a nadie.

Debió, debió, debió, afirmo aleccionando como si tal cosa. No es la idea. Es fácil hacer un juicio cuando el autor de un libro publicado hace más 30 años ha fallecido. De todos los libros de Molano, este, Dos viajes por la Orinoquía colombiana, 1989-1990, es el único que me ha decepcionado. Al grueso de su producción, no tengo por qué reprochar nada, al contrario, lo que producen es admiración. A veces, por cumplir con un contrato o por arrogancia intelectual, se hacen este tipo de viajes idiotas, y se escriben este tipo de libros tontos. Admiro las obras de Molano y las respeto. Lo seguí juiciosamente en sus columnas dominicales del El Espectador. Busqué y leí los bien informados y agudos artículos que publicaba. 

Molano, es un intelectual que hace falta. 

Los evangelizadores, desde la Conquista y la Colonia, creyeron a pie juntillas que hacían un bien en América. No fueron más que criminales instrumentos de dominación del catolicismo y de las políticas de Estado de esos reyezuelos de la época. 

Hacer turismo está muy bien, es para divertirse, descansar, ser irresponsable, ¿no? En estas notas bastante sueltas he hecho algo de eso.

Arriba dije que Molano viajó como un turista, es un juicio quizá demasiado severo, pero me hizo volver de manera imaginaria a regiones que conocí hará casi 20 años y sus imágenes y sensaciones y emociones llenan con viveza mi memoria. Dije también que una cosa es un encuentro en términos de experiencia con el otro, el indígena, en este caso, y otra, tener tal encuentro en términos de vivencia

Amplío:

Cuando ‘experimento’ algo, como la ‘emoción’ positiva o negativa al entrar en un territorio y tener contacto con sus habitantes (indígenas), vivo una experiencia; es decir, intento, ensayo, examino, sondeo desde una posición hegemónica, conocer a ese otro y su territorio. ¿Por qué afirmo que toda experiencia es hegemónica? Pues porque, al venir yo de una civilización que considero más avanzada, no sólo tengo en mí un cúmulo de prenociones y nociones arraigadas, según las cuales, me veo enfrente del otro y no existe ninguna mimesis humana que me sirva de puente para llegar a ese Dasein del otro, para ponerlo en términos de la archifamosa expresión de Heidegger. Si bien desde los inicios de la humanidad siempre ha habido un otro, también es verdad que ese otro no siempre ha sido reconocido en su condición ontológica como un alguien distinto, pero humanamente igual a mí, y en ese sentido compartimos diferencias y rasgos comunes, condiciones ambas indispensables no para experimentar un encuentro con el otro, sino para vivenciar un encuentro con el otro. La palabra experto comparte raíz con experiencia; un experto es alguien con experiencia en alguna cosa, lo que le da autoridad y lo sitúa en una posición hegemónica.

La noción de viaje para los anteriores tres abnegados trabajadores de su orden religiosa, sólo se limitó a la experiencia del viaje como fin para alcanzar algún objetivo (económico y divino), y no a la vivencia del viaje como arriba lo he expresado. En la experiencia, hay un encuentro con el otro, pero no pretendo entrar en su otredad ni comprenderla como no sea para algún fin de estructura utilitaria-hegemónica; en esta línea, no permito que ese otro se proyecte en mi otredad en busca de mimesis. Se puede dar (y se dio) un principio de alteridad entre el misionero y el misionado, pocas veces sucedió al revés. Siempre los misioneros actuaron en el ámbito de tolerar al misionado y lo vieron en pobre condición inferior. Visto de esta manera el viaje es unívoco, en una sola dirección, cerrado. No es de extrañar que Colón y demás conquistadores, al ser sólo capaces de vivir una experiencia hegemónica frente a otros humanos a los que no pudieron reconocer como iguales, sembraran en el instante mismo del primer contacto, el germen de la violencia. 

El viaje como vivencia es otra cosa. 

Es simplemente apertura hacia el otro y su otredad para establecer lo que hoy llamamos una relación dialógica entre iguales distintos. El esfuerzo de comprender la otredad del otro pasa por etapas complejas de conocimiento y de reconocimiento que van más allá de la simple alteridad. Pues no se trata del alterĭtas, del alter, del otro en cuya condición yo puedo ser, pues ello implicaría una negación del Dasein que citamos arriba, y se precisa, ciertamente dejar intacta esa existencia. En la vivencia hay apertura hacia lo que es el otro sin ningún impulso hegemónico. Allí no existe la tolerancia. Hay un entrar en el ser entendido ontológicamente diferente del otro y viceversa. Quizá, por la casi imposibilidad de llevar a cabo este tipo de viaje -en la vivencia más allá de la experiencia-, es que siempre surge alguna diferencia o desigualdad con el otro. Diferencia que trae el germen de la discordia. Y de ese horrible germen de la discordia, sabemos demasiado bien qué es lo que ha pelechado en Colombia desde el primer día de la Conquista.

Coda con palabras finales sacadas de Kafka. Las nociones de viaje son variadas. Para ciertos viajeros, es llegar a un destino, y no está motivado por el deseo de descubrir un territorio ni lo que todo un territorio ofrece, no voy a enumerar qué, cualquiera lo sabe; es común en los viajes de negocios, cuando se va de una ciudad a otra. Para otros, ir a un lugar nuevo es conquistarlo como sea, bien sea por las armas (¡¡!!), por la fe (viaje espiritual, viaje misionero), por la inteligencia (viaje intelectual), para desarrollar el cuerpo (viaje deportivo), aprender un oficio (didáctico) o por simple rentabilidad económica. Otros viajeros se desplazan por un territorio para dejar su pasado atrás, o para recobrar ese pasado, ese tiempo ‘perdido’, bien sea mentalmente (Proust, Joyce), bien sea físicamente e imaginariamente, como Viaje al centro de la Tierra, de J. Verne, o como el caso de Los pasos perdidos, en donde el protagonista, en su viaje llega, por variadas operaciones de lo real maravilloso, al principio de la Creación bíblica. Otros han viajado hacia el futuro, como en La máquina del tiempo, de Wells o 1984, de Orwell. Algunos otros viajeros se desplazan por afán de conocer nuevas fronteras, en el sentido de explorar confines, para saber si existe algún límite territorial, y en tal caso en dónde se encuentra. Concepto este último que se relaciona con la noción geográfica que se tenía, popularmente, antes del descubrimiento de América. El confín, el límite estaba en las Columnas de Hércules, es decir, el estrecho de Gibraltar, cuando el mar océano, al concebirse entonces cuadrada la Tierra, se precipitaba a un abismo. Viajar para ‘descubrir’ presupone que el viajero conoce, sabe, intuye que existe algo más allá del confín, del límite. ¿Cómo lo sabe, cómo lo intuye? El horizonte no es lo que se ve en la lejanía: es lo que no sabemos que existe. 

Cuando no había conocido a mi actual mujer, me decía: existe un horizonte. De aquí se desprende otra noción de viaje sentimental, filosófico o intelectual. La del hombre sin geografías sin territorios, sin sur, norte, oriente u occidente, que inventa un espacio abstracto en busca de sentido. Por lo general, en este tipo de viajes, el viajero pocas veces encuentra a la mujer soñada o a sí mismo.

Lao Tsé afirmó que el hombre sabio no viaja. Muy poco o casi nada viajó Kant, por ejemplo.

También está el viaje con inductores químicos: alcohol y todo tipo de drogas naturales y sintéticas. Los chamanes viajan mentalmente usando yagé y principios activos de otros bejucos en busca de relaciones ontológicas que existen entre los seres que pueblan su entorno en busca del remedio de una enfermedad que aflige a una persona, y encontrar su cura. De ahí que sus recitaciones sean tan complejas como interminables cuando se trata de una dolencia grave. Quienes usan inductores químicos de otra manera, con fines puramente personales, no comunales, medicinales ni ontológicos, transitan por paraísos poco recomendables.

Asimismo está el concepto de viajar por viajar, viajar saltando del punto A al punto B, cosa que no necesariamente se hace en avión ni con algún fin trascendente. Basta con cerrar los párpados y abrir los sentidos cuando se viaja. También se hace para cambiar de ambiente, conocer una ciudad, ver el mar, a una amante o simplemente para saludar a un amigo y saber cómo le va.

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