
Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2004
Páginas: 12
Palabras: 5850
Idioma: Español
Género: Ensayo literario
Subgénero: Literatura viajes
Temas: Noción de viaje | viaje como construcción del ser | Los pasos perdidos | Alejo Carpentier | J. Gumilla
Idea generadora de este texto: En 2002 el Ministerio de Cultura me otorgó una beca para escribir un ensayo sobre cómo Alejo Carpentier escribió Los pasos perdidos (1953). Esto suponía al menos tres grandes viajes por Venezuela: los Andes, la Gran Sabana hasta la frontera oriental de Brasil y remontar el río Orinoco en busca de su nacimiento, el cerro Chalbaud, en la frontera occidental de Brasil. En mi navegar por el Orinoco, llegué a una población llamada Samariapo, en donde logré subirme a un bongo que llevaría hacia el caño Casiquiare, en donde tomaría otro bongo hacia el cerro Chalbaud. El piloto y los ayudantes del bongo eran yecuanas y mal hablaban español, yo, sólo unas palabras de makiritare. En pocos días me internado en lo profundo del río Cunucuma, muy lejos del Orinoco y de mis objetivos. Al llegar al caserío indígena, supe que los conucos estaban limpios y en el río y riachuelos no había pescado. Pasaban por la hambruna anual. En esas condiciones, eran pocos los bongos que hasta allí iban. Permanecí allí 18 días, hasta que pude regresar a Samariapo. Para entonces ya no había manera de continuar el viaje planeado. De vuelta en Caracas, redacté este texto en apenas un par de días y casi nada, salvo algún gazapo, he modificado desde entonces.
Palabras clave: Orinoco | río | orilla | selva | Ye’kuana | makitiritare | Cunucunuma | fuente originaria | selva amazónica| mitos de origen| Los pasos perdidos
Autores relacionados con este texto:
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Yanadavi
Germán Gaviria Álvarez
Quien viaja, lo hace sólo con lo que lleva dentro.
J. Garcia-Reyes
Este relato de viaje es un fragmento del trayecto que a su vez realizó Alejo Carpentier cuando remontó el río Orinoco (1945-1947) en busca de sus fuentes hídricas originarias. Propósito que nunca llevó a cabo, pues sólo llegó hasta San Carlos, no entró por el caño Casiquiare y tampoco alcanzó el cerro Parima (así él lo afirmara en varias entrevistas), donde nace el ‘portentoso Orinoco’, como diría él. El viaje de Alejo, inspiró la escritura de Los pasos perdidos, empezada en 1949 y publicada en 1953. Siguiendo sus pasos, realicé más o menos el mismo trayecto desde Caracas y me perdí yendo por el río Cunucuma, en vez de seguir hacia el caño Casiquiare, que es por donde se conectan, fluvialmente, el Orinoco con el Amazonas. Mi intención era buscar y encontrar las claves creativas de Alejo para escribir su libro que, en 2023, cumple 70 años de haber sido publicado.
Una beca del Ministerio de Colombia, Venezuela y México, financió mi viaje que incluyó los Andes venezolanos, la Gran Sabana y Santa Helena de Uairén, en la frontera con la Guyana y Brasil.
Cincuenta minutos desde Puerto Ayacucho hasta Samariapo, entre las siete y las ocho de mañana, pueden ser un rato de sueño o dejar que Alci Acosta, mientras el granito negro de las montañas y las breves sabanas se abren con frescura de regiones conquistadas por la novedad, me lleven a la sordidez de un bar en donde el grueso conductor de la buseta, trajeado de yines ceñidos, botas vaqueras y sombrero de cuero, alguna noche pasada quiso morder una copa por culpa de una entelequia nocturna de reputación cuestionada. Pocas casas. Una bodega y tres restaurantes son la tercera parte del número de embarcaciones que atracan en el sol picoso de Samariapo. Quiero ir al Autana, hallar la esencia de ‘La Capital de las Formas’ y fotografiar el barroco de esa catedral paleolítica.1. Una precaria ensenada de arbustos y arrestos pluviosos del río Samariapo eleva aquellas soledades a la condición de puerto cuando hay lluvias, porque en verano éste desaparece, el puerto salta a otra orilla como insecto, y una vez más el pueblo se olvida, al contado número de casas. Pero la televisión satelital, el comercio de productos empacados –pañales desechables, fritos y chicles, Coca-cola, whisky, equipos de sonido, calzado de marca, detergentes, gasoil y mil cosas más–, me provocan una honda desilusión. El minúsculo puerto que acusaba los males de la ciudad, no era aquel lugar sin electricidad ni calles pavimentadas, donde una Misión y unas churuatas constituían el poblado por allá en época de Humboldt.2 Allí, muchos indígenas son mirados por encima del hombro, y las familias numerosas que llegan en curiaras, prefieren permanecer al vaivén del río y esperar a que el motorista y uno o dos hombres más vayan al expendio de gasoil para continuar subiendo. Otros, que traen pacas de mañoco de arroba menos un kilo, reciben poco por el peso. Pienso que si venía remontando el Padre Río queriendo ver en ese ascenso una vuelta hacia atrás en el tiempo, eso no era más que una pretensión literaria y que de nuevo caía en la trampa de los deseos, de lo que quería que ocurriese, sin abrir los ojos a lo que estaba viviendo. Pero seguía empeñado en entrar por el río Sipapo hacia el Autana, mas los piaroa3
que iban por esos rumbos cobraban demasiado o ya habían salido y no se sabía cuándo habría otro viaje. Incluso busqué a Raya Manta, el yerno que Lalo, el estibador del remolcador que me llevó de Ciudad Bolívar hasta Puerto Ayacucho, me recomendara. Pero sus naves estaban averiadas.
Después de varias horas de negociar con motoristas e intermediarios, voy en una voladora para San Fernando de Atabapo, hacia donde sigo ignorando la línea recta que mi recorrido había impuesto, hacia la Estrella de los Ríos, donde muchos afirman que Rivera escribió partes de la Vorágine. Voy hacia la ‘y’ que forman el río Guaviare y el Inírida que generosamente alimentan el Orinoco, donde el té apenas tibio del Atabapo cambia el color del río pasándolo del sepia al vinotinto-negro, como si le hiciera advertencias de inquisición a quienes cargan metralletas de alcance largo a sólo cuatrocientos metros al frente, hacia occidente. Cuando paso por el Raudal El Muerto sé, además de la valla chica que advierte el peligro sólo con esas tres palabras, que el Orinoco, a pesar de encerrarse en las mismas murallas vegetales, mata a quienes no saben cruzar por aquellos chorros que no deben superar ochenta centímetros de caída. Y esos centímetros son poco, si estuvieran en una corriente de pocos metros de ancho, pero allí, donde el caudal es el ancho, esos centímetros desgranan una cascada temible. Ajusto el salvavidas y ansío alcanzar Isla Ratón, pero llegando al chorro, que se pega al alma como lapa, de pronto todo se aclara, y sólo debo ver hacia adelante, sin chistar.
Si hace cincuenta y cinco años, Ciudad Bolívar era sugerida como metrópoli,4 ahora San Fernando exige el trato que ingenuamente insinuara Carpentier. Tres horas de calle y sol revelan la ciudad próspera que hace 250 años fundara don José Solano.5. Y aunque debí adivinar que cuanto se empacara en bongos de veinte metros de largo en Samariapo estaba destinado a las bodegas de Atabapo, hallo que en poco tiempo será toda una urbe, que sus calles asfaltadas y los parques asoleados aún conservan el sabor a pueblo. Después de enterarme que tal vez mañana pasará un bongo con una familia de Ye’kuanas que va hacia Esmeralda, busco un hotel donde pasar la noche. A dos cuadras de las Residencias Ramona, veo la biblioteca municipal, junto al consulado colombiano –que está cerrado–, y al frente, como si la presencia de lo libresco fuera una obsesión o una advertencia estudiada, veo la escuela pública José Gumilla.6.
Como parece que la ‘prefiguragción’ primera es una realidad, al término de un recorrido por aquella metrópoli en ciernes, busco una bodeguita para comprar un fresco, aunque nada indique que un suceso lleve a otro de un modo gratuito. ‘Estamos en Amazonas’, me dijo el ebrio que se burló de mi cortesía al pagar la bebida, y en seguida exigió, con el lenguaje y los gestos de los borrachos desatados, que comprara licor para él. Un hombre menudo, serio, de movimientos poco decididos, en pantalones cortos y cholas, hace una seña y se disculpa por el hombre con vergüenza ajena. Hugo había sido guía turístico antes del accidente, antes de haber salido de Atabapo –ocho meses atrás y sin esperanza de volver–, hacia Maracay, de donde regresara a buscar compensación al conductor del camión que lo había arrollado. Llevaba dos días en la ciudad y había ido a la bodega a buscar aspirinas, pan, jabón y un cuarto de pintura. Dijo que si aguardaba una semana podía llevarme al Autana por un precio razonable, o que si prefería, podía salir mañana o pasado mañana hacia La Esmeralda, pues se había enterado que una familia Ye’kuana días atrás había partido de Puerto Ayacucho y no se sabía cuándo llegaba. Dijo que conocía al motorista, dijo que serían dos o tres días de viaje a La Esmeralda, dijo que la familia había ido a Ayacucho a comprar víveres. Dijo que no me preocupara. En medio de mi afán por seguir hacia delante, no revisé mi billetera y supuse, además, como si las ‘prefiguraciones’ debieran tomarse en serio, que, si resultaba el viaje a La Esmeralda, cuanto llevaba encima debía bastar. Además, recordaba la frase que hacía varias semanas, cuando recorriera los Andes y recién comenzara a escribir este texto, que quien viaja sólo lo hace con lo que lleva dentro. Y aunque esto era una verdad eufónica que debía regir el principio de todo viaje, no dejaba de pensar que también podía ser apenas eso, una verdad eufónica. Pero había más: si estaba harto de ver los males de las ciudades en cada pueblo, justo donde deseaba hallar retrocesos en el tiempo, donde anhelaba tropezar con signos que me condujeran a una verificación de ciertos hitos de Los pasos perdidos, y quería ir más allá, hacia donde el Protagonista se había dejado arrastrar despojándose de los símbolos de la cultura, debía considerar también, en virtud de que a lo mejor esto era lo menos literario de la novela, dejarme ir hacia donde el corazón mandara.
A las siete de la mañana los golpes de Hugo en la puerta me dicen que la familia Ye’kuana ha llegado. Sólo esperará media hora para continuar su viaje, el tiempo necesario para abastecerse de aceite y gasoil. En el puerto, más grande y tranquilo que el de Samariapo, Hugo me presenta a Lucas, que está de pie en el bongo azul, de unos veinte metros de largo, cargado de gasoil, lleno de corotos y de una familia de dieciséis personas. En el soporte del techo, en letras amarillas: Cunucunma. Lucas se ve tremendamente recio con su peluqueado al cepillo, la frente alta y los pómulos marcados, con los músculos perfectamente desecados por el sol. Es un hombre de palabras precisas, de actos y gestos determinados, que no eleva mucho la voz cuando habla. Parados en la popa del bongo que dormita, negociamos a media lengua, entre castellano y maquiritare (que la noche anterior me enseñó Hugo para negociar), el precio del transporte. Le pregunto dónde puedo acomodarme y hace un gesto de ‘por allá’, sobre los barriles de gasoil a proa, y partimos.
Cuando el río Atabapo dejó de teñir de té el Orinoco, deseé que el río se estrechara, que hubiese signos claros de ir hacia arriba, donde las falsas líneas paralelas hallaran, para mí, el encuentro geométrico que demandan los ascensos. Pero el río seguía ancho, desmesurado, sin nada que indicara que se fuera a estrechar nunca. Los árboles continuaban inclinándose para saciar su perpetua sed de verde, las aves aparecían de vez en cuando, el sol quemaba y las murallas de basalto de la Segunda orilla se alargaban en el brillo del agua. El verde se acentuaba, los árboles aumentaban su tamaño, a los caños y desembocaduras no llegaba la luz, y en el cielo la soledad crecía como el silencio de esa familia cuya conversación semejaba un puñado de plantas desconocidas, que pasaba de hora en hora una jarra de plástico cargada de mañoco y agua de río, que me miraba como a la expectativa de algo o sin entender las pocas palabras que yo sabía. El Padre Río dictaba el color y el sentido de esa geografía, y a cada tramo afirmaba su fuerza. Mas el aire había cambiado, como las raíces de la vegetación que invadían cada grieta de agua, como las aves que despegaban desde recodos insólitos donde no parecía haber asidero, nido ni más que troncos arrastrados, como mi seguridad de estar en un territorio distinto a pesar de continuar en el mismo río, en la selva que días atrás intuyera o hubiese visto de lejos, y los matices que el aire sin tacha que hace lucir sin engreimiento de paleta alguna, me aplastaron sobre los barriles respirando sin esfuerzo, chupando aire por la piel, como si los sentidos hubieran trocado sus roles y con aquello que percibía, respirara; con lo que oía, el cerebro mandaba ver sin usar los ojos, y con lo que pensaba, el cuerpo ordenaba saborear.
Después de Santa Bárbara del Orinoco, frente al cerro Yapacana, donde nos detuvimos a buscar alimento, pregunto a Lucas cuánto falta para llegar a La Esmeralda. Me dice que no vamos para La Esmeralda –su voz casi susurrada es una sentencia–, no serán dos o tres días, sino cuatro y medio, hasta Acanaña, a unas horas de Culebra, más o menos. Habla español a media lengua del Cunucunuma, pero él conoce a alguien en Culebra, que me llevará en un momento a donde quiero. Luego de preguntarme si tengo hambre, se adentra en el caserío de mineros. La familia, que por primera vez desciende del bongo, se sienta en una laja y habla. Una de las mujeres susurra en makiritare una canción a su niña de tres o cuatro años. La otra, deja que el niño, de más o menos la misma edad, vague por ahí, detrás suyo, mientras ella saca las ollas, las lava en el río, y queda a la espera del alimento que debemos traer. Willy, el joven impasible con quien venía hablando en castellano del servicio militar, me dice que sigamos a Lucas, por allí hay comida. Antes de atracar, Willy ha mostrado el Yapacana, y ha dicho que cuando prestó el servicio, estuvo de vigilancia en la mina, a cuatro horas de camino entre la selva. Yendo tras Lucas miro pasar a “Brasilero”. Sonríe mucho, no es muy alto y de su cuello cuelga un mecate de oro cuyos dijes son dos latas del mismo metal con el tamaño, grueso y labrado de una cajetilla de cigarrillos aplastada. En la piel, desde la frente hasta los tobillos desnudos, unos turupes negros oscurecen y espinan su piel torrefacta. Pienso que ninguna mujer aceptaría su trato ni por uno de aquellos relicarios burdos y costosos, y que en ese sentido en mucho se parece al Leproso de la novela, aquel ser destruido por el hambre de riqueza, por la práctica abyecta de la minería. Willy no le ha sonreído, sigue hacia donde está la comida y hace un gesto para que lo siga. Pero Brasilero nos detiene. Lleva un morral pequeño y la mano derecha metida en él. Nos mide con la sonrisa y su semblante goloso de oro. Willy no va a comprar oro, yo no voy a comprar oro, nadie va a comprar oro. Brasilero insiste sin dejar de calcular el valor de lo que llevo encima, la cuantía de mi aspecto. Baja el precio del gramo a una cifra que nunca imaginé, y me siento tentado a gastar hasta el último centavo que llevo, pero ese deseo desaparece. Digo que no y es como si el Yapacana con sus miserias terribles se incrustara entre él y yo. Nos mira con desprecio y nos deja ir. “Tenía un revólver ahí, y no mire a nadie que aquí todos andan armados”, dice Willy, y ni siquiera quiere atajarse ante dos niñitas que llevan en un palo un papagayo grande como la mitad de sus cuerpos. Son hijas de un minero que trabaja del otro lado del río, en la mina del Yapacana. Detrás de ellas, bajo un árbol mediano desahuciado por el clima, una bandada de mariposas amarillas me hace pensar que jamás escribiré sobre ellas, de ser tan corriente y sabido en tantos libros. Y más adelante, donde los desperdicios recuerdan que en estos lugares apartados vive el hombre con costumbres de ciudad, vemos que Lucas negocia con el tendero. “¿A usted no le han contado de la Dos Machos?”, pregunta Willy, deteniéndonos a unos pasos de Lucas. Se olvidó su nombre, sólo se la conoce por los hechos. Después de balear a un minero sosteniendo un revólver en cada mano, nadie se atreve a molestarla. Le dicen ‘Dos Machos’ por ceñir dos revólveres, y por llevar a cuestas dos muertos. Willy mira en las pocas churuatas que componen el caserío, como si deseara encontrar y presentarme a Dos Machos. Lucas nos ve y mueve la cabeza hacia los lados: No, demasiado caro. Llevamos tiempo sin más alimento que el mañoco y el sol que parece ampliar, a cada hora, su escala de fundición, pero salimos sin afán de sentirnos pobres al no poder entregar, por una libra de mala carne, gramo y medio de oro.
La Cruz del Sur llegó primero, hacia el oeste, luego apareció Orión, Venus, Marte, Saturno, la carta astronómica que doscientos años atrás no le impidiera decir a Humboldt que “la luz de los planetas estaba singularmente desvaída”7 como si describiera los despojos de una danta recién consagrada a los dioses. El bongo viaja a velocidad de caracol al resguardo del rosario que empieza a ser columna de galaxia. Nunca hubo sobre el Planeta una Vía Láctea tan lechosa, un cielo que la pudiera soportar ni unos ojos que no temieran quedar ciegos ante el embate del rocío. Estoy bajo el Espinazo de la Noche. Si la Tierra fuera transparente, vería cada día de mi vida, a simple vista, que el Espinazo nos rodea por completo y a lo mejor sería una pizca más de la eternidad. Ahora el bongo va hacia el este, dirección que mi brújula registrara hace días, cuando pasamos por las bocas del Ventuari. Pero no deseo romper la oscuridad total con un rayito de linterna, ni oír otro sonido que el del hiposo runrún del motor de este lado, ni otro canto que el del agua, que el de la selva con esporádicos gritos de pájaros y el secreteo perpetuo de los insectos. Los Ye’kuanas hablan en voz baja, en su lengua, y a veces ríen. No tengo idea hacia donde vamos, si llegaremos a un poblado o si atracaremos en alguna de aquellas islas donde pasaremos la noche. Sería perfecto si anduviésemos así, sin parar, sólo por sentir la suavidad del Río, en un vaivén casi nulo, por la soledad que ya no abruma ni pide nada a cambio, ni esa lágrima que de pronto hace la diferencia entre el sosiego y el sentimiento de inmensidad absoluta. Cuando se viaja lento, la geografía intuida cambia y se hace otra con la graduación de las pisadas; el tiempo entre los puntos fijos nos lleva a pensar que éste es el entorno, lo no-medible. En Los pasos perdidos (pasado, presente, futuro intuido, el progresivo retroceso en el tiempo, la simultaneidad), la noción de tiempo detenido escapa a los planos en los que se mueve el Protagonista, y sorprende ver que el narrador no se empinó un poco más, no alineó su vista con sus arrojos. Un canal de idilio nos obligaba a ir por el centro del río, y hasta allí, dos parejas de libélulas azules habían decolado buscando una isla secreta: una, en la manga de mi franela; la otra, en el filo del techo del bongo. Unidas por los extremos de las colas, su perfil aerodinámico semeja al de los alacranes pavoneados. Permanecieron inmóviles hasta que el movimiento brusco de la embarcación contra una playita en ninguna parte me hizo pensar que el viento las había engullido. Habíamos navegado por horas en la oscuridad y para mí nada indicaba que entre esas paredes de árboles hubiese un claro donde atracar. De inmediato pienso en el Protagonista al final de la novela y en el barquero, incapaces de dar con el árbol marcado con las tres incisiones. Es diciembre, época en que el río, desde octubre, ha empezado a descender (lo cual hará hasta marzo o comienzos de abril), y el narrador nos dice que las tres incisiones sólo se podrán ver en ‘abril o mayo’, época que el río crece. Esta inversión de los ciclos de las lluvias en la novela es inexplicable: cuando el Protagonista halla la puerta, el río está en un nivel que podría considerarse como máximo. Pero no estoy en la novela, y sólo me siento protagonista de un viaje cuyo narrador soy yo. En una churuata pequeña de tres paredes al pie de unos árboles de toronja, guindamos los chinchorros y extendemos los mosquiteros, mientras conversamos de manera entrecortada y divertida. Willy traducía para ellos aquello que de mí no entendían, y para mí el significado de sus expresiones. Supe que para los Ye’kuana siempre sería ‘yanadavi’, el extranjero que jamás podría entender los secretos de Wanadi ni de Odosha8 ni ser ‘hombre de río’,9 a pesar de hacer lo que ellos hacían, de adaptarme a sus ritmos vitales y de intentar aprender sus costumbres, su idioma, y de ver como un suceso corriente tener o no comida para ese día.10
El sueño profundo y tranquilo que esperaba, no fue más que sobresaltos de una o dos horas cargadas de alucinaciones oscuras, de miedos donde el alma masticada no podía ser devuelta a mi cuerpo.11 Cuando aún no amanecía, el agua empezó a chorrear por entre las hojas de palma y durante un rato los insectos aceptaron el silencio de tambor que tocaba la lluvia venida de la inmensidad. Pero bajo las hojas y las grietas donde no empapaba, los bichos siguieron invadiendo la madrugada, hasta que unas nubes de hielo corrieron por los declives breves de los cerros y empezaron a huir a velocidad de silencio, de frío que ningún sol podría destrabar de los dientes. Luego empezó a nacer el rocío, a recogerse la lluvia de nuevo en las nubes, a salir la luz de entre las copas y los claros de la espesura que nos custodiaba. Los insectos sellaron sus gargantas y la música interior del Río elevó de nuevo su partitura de aguas divididas, enlazadas y caídas en el abismo de su oquedad. El Río volvía a estar ahí, potente y calmoso, como si noche me hubiera arrancado de él y el pequeño sol de veladora bastara para llenar el mundo con su presencia.
Semejante a una herradura de donde cuelga un lazo, el Orinoco sigue hacia La Esmeralda, a la derecha. A la izquierda, como si la herradura hubiera estrechado y torcido su ancho, de entre clavo y clavo, salen chorrillos de sangre, y siguiendo ese hilillo, el bongo se abre y busca el canal de navegación. De arriba, donde la punta de la herradura es un manojo de regatos oxidados, fríos, llega el río Cunucunuma con la tranquilidad del que nada envidia los arrestos del Orinoco. En el nudo de la herradura y el lazo, lo que al principio supuse una isla, sólo era un apartadero de la Selva, el vellón oscurecido que me señala hacia donde no planeaba ir. Camino a Acanaña, pensé que cada palabra guardaba un poco de calor, que cada movimiento de las nubes traería aquel rayito de ayer, que las quemazones en la piel ayudarían a que el frío se derritiera de inmediato.12 Miré las puntas de los dedos y recordé aquel anochecer en el Pico del Águila cuando la gente fue a conocer el hielo –y aunque ahora estaba donde lo tórrido predomina–, un hielo semejante al de los Andes impedía que sintiera los dedos y que ningún recodo de mi cuerpo sirviera para desentumirlos. Un pedazo de casabe mojado en el río por donde ahora entrábamos devolvió movilidad a mi cara, como si después de haber nacido estrenara los músculos faciales. No sabía cuánto tiempo había pasado desde la última comida, no sabía si del deseo morboso de equivocar el paso lo había torcido demasiado, no sabía si algo así había vivido el Protagonista antes de hallar el árbol con las tres V; pero eso ya no importaba. En este río menos ancho de aguas enrojecidas, las murallas de basalto que me sugiriera el Orinoco, ahora, la Segunda orilla era una trabazón de árboles, arbustos, macizos, cañitos y troncos pelados por mil lluvias y mil soles de incendio solapado; y en la Primera orilla, rascacielos de hojas tupidas que, como la ceniza, aguardan a que un dedo de agua pegue en el momento justo para desprender pavesas que dejan en el Río esa untuosidad de azafrán disuelto en agua caliente. Lucas no quiso parar en Laulao –donde el Cunucunuma entra viniendo del este y el Orinoco sigue hacia el oeste– ni le importó que alguien gritara que se detuviera para ver si allí había comida, como tampoco quiso que nos guareciéramos de un nuevo chubasco que se aproximaba. Siguió hacia delante, por la Tercera orilla del río, luego cruzó en diagonal un raudal sin importancia y salimos de ese pedazo de lluvia como si entráramos y saliéramos de una caverna de hielos perpetuos. Admiraba a ese hombre que durante demasiado tiempo asía el control del motor raquítico para tanta carga, que se mantenía allí sentado conduciendo sin inmutarse, con el rostro extremadamente duro, decidido a seguir adelante yendo por los mejores canales de navegación, que no se arredraba ante el frío tenaz ni ante el hambre engañada desde anteayer con agua de río y mañoco.
Llegamos a Acanaña acompañados de la grita de seis guacamayos grises, de pecho blanco y collar rojo que estimulaban su guargüero antes de pasar de un árbol a otro. Y aún antes, uno de los indígenas señaló un movimiento en el agua, como si un ácido hirviera ante un poco de soda cáustica, y dijo que los caribes sí estaban comiendo. El agua tiene la forma de pez y de serpiente, de palma y de árboles siempre en celo, de sapitos mineros y de paujíes, de estrellas del mediodía que han caído del cielo y se han convertido en espuma, claro indicio de peligros, de rocas como dalias y rosas de bronce florecidas sin tallo sobre el agua. La mayoría de los viajeros y toda la carga se quedó en Acanaña, donde había un campeonato de fútbol, pero conseguimos casabe y un poco de lapa que decidimos comer en el bongo, pues deseábamos llegar a Culebra protegidos por la luz. Pero aún era temprano en la mañana y si salíamos de inmediato, estaríamos en Culebra ‘antes de las tres’. Mas ya había entendido que su medición del tiempo no se regía por ningún reloj, ni siquiera el de la noche y el día, pues los ‘dos o tres días’ se habían convertido en cuatro y cuando alguien decía ‘falta media hora’ para llegar a tal parte, resultaban ser dos o tres horas; lo mismo sucedía con los desplazamientos y el clima: ‘a una vuelta’, se convertía en seis o siete, y si en lugar de detenernos a dejar que pasara un temporal, seguíamos y en breve hallábamos el cielo despejado.13 Las moles graníticas del macizo Marawaca llegaban hasta las franjas del Cunucunuma que lentamente se angostaba, y las atravesaban por debajo del río formando chorros, sacando cabezas de elefante del agua. Más allá, donde el Raudal Picure anunciaba tremores en la embarcación, Lucas orilló y sin que mediara orden alguna, cada uno agarró cuanto pudo, y aún otros aperos más. Él atravesaría el chorro solo y con una parte de la carga, y si había suerte, lo encontraríamos a la vuelta de nuevo. La mujer tomó los atados de mercancías, los tiestos de cocina y descargó a su niña en la laja que servía de entrada a un camino. Los tres hombres tomamos nuestros morrales, el resto de la carga y echamos a andar a paso largo entre árboles caídos, cariaquitos, orquídeas, arbustos y más arbustos, comunidades gigantes de hormigas, de bichos cuyo nombre no conocía. La ‘vuelta’ resultó estar a casi dos giros completos del minutero del reloj, y cuando llegamos, Lucas ya había reacomodado la carga y estaba sentado mirando la corriente como si el humo de su cigarrillo en algo se le pareciera. En la Segunda orilla el Duida levantaba su coraza de granito y con ella alzaba pedazos de tierra que aún ansiaba seguir hacia aquella cima que desde allí se veía pelona, tal si las fuerzas orogénicas lo hubieran hecho de pronto, sin pedir permiso a la tierra plana. Pero más al este, entre la espuma que parecía haber sido producida en todos los chorros el Orinoco y sus afluentes, el azul de terciopelo de un tepuy me llevaba a mi primera visión del Roraima: era el Huachamaricari, recto y nervudo, el árbol pétreo tumbado en épocas de Canaima por el hacha.
Por un caminito arcilloso cargado de abrojos, en subida y de pocas piedras secas donde afirmar los pies, y a no más de treinta pasos del embarcadero, llego a la primera churuata en Culebra una hora antes del anochecer. Las puertas y las ventanas están cerradas, las calles sin cemento ni alambrado se abren entrapadas apenas por la lluvia, y la vista de dos muchachos que se me acercan, me detiene un momento y pienso qué camino tomar. Lucas dijo que Francisco Díaz me llevará a La Esmeralda en un momento, pues tiene una voladora. Además, posee víveres, un radioteléfono, de todo para un yanadavi como yo. Eso resquema y pasma. Lucas jamás podrá decir que hubo queja de mí durante el viaje, que busqué comodidades o trabajos qué relatar luego, si es que en este momento un ‘luego fuera posible’. A la derecha, el cerro que estaba oculto desde la Tercera orilla una hora antes de llegar, se halla con el torso semidesnudo, desgajando nubes. Descargo el morral ante esa visión de ‘nunca jamás’, de Mundo Nuevo en el Mundo Viejo que he dejado en otro tiempo. El Duida, desde la mitad de ese muro verde y con verticalidades de arenisca que cualquier antiguo hubiese confundido con una plancha de oro a esa hora del atardecer, desgaja agua como si atrás hubiese un lago portentoso y de este lado alguien hubiera dado un golpe en el centro desde donde se escapaba una enorme cascada: Hichaca. Los niños saben donde vive Francisco y me llevan a su casa, pero antes deseo ir a la bodega y beber un fresco, comprar cigarrillos, aligerar el peso del viaje con un breve respiro. No hay bodega ni dónde comprar lo que quiero. La churuata de Francisco queda en un extremo del caserío. La puerta está ajustada, y al frente, en una enramada de palma moriche, el fuego entre las piedras es apenas un rescoldo que mantiene tibio el budare. A un lado, hay un molino, restos de yuca, dos sebucanes grandes, también de moriche. Veo mi billetera y sé que en adelante las cosas serán muy difíciles. Y aunque pienso que puedo hacer trueque con algunas de las cosas que llevo, éstas tampoco serán suficientes, y el dinero que me queda es justo para el pasaje en avioneta hasta Puerto Ayacucho. Pregunto, no muy convencido de que haya, dónde puedo conseguir comida, dónde hallar una fruta. No hay dónde. Frente a la casa de Francisco hay una churuata sin paredes, mero techo de moriche y seis soportes de dos metros, un budare de ochenta centímetros en apariencia frío a pesar del fuego en medio de las tres piedras, y más allá, un sebucán completamente estirado, como una liebre desollada y puesta a salar. Al rato llega Francisco: es viejo y de cara gruesa, cargado de hombros y de movimientos simples. Me presento, referencio a Lucas y le pregunto si puede llevarme a La Esmeralda, donde aspiro tomar una bimotor que me regrese a Puerto Ayacucho, en cuyo trayecto veré el Autana y cumpliré con la labor autoencomendada, como si fuera a recoger los dichosos instrumentos musicales para alguna universidad. Después de una conversación breve, vemos que mi reloj ha desaparecido, y que el dinero que llevo es una miseria. Le pregunto por la mano ensangrentada, y me dice, como si nada importara, que la hélice de un motor le ha mochado un dedo. Lo tiene envuelto en trapos y en un trozo de celofán. Cargo una farmacia en los bolsillos del morral, y aunque sé poco de primeros auxilios, desinfecto el dedo y lo momifico entre gasas. Entonces me dice que no hay gasolina, el conuco está recién incendiado, y si le regalo un cigarrillo. Pregunto si tiene comida. Dice que no, y como si todo fuera una broma a punto de estallar, dice que no hay comida, no hay cigarrillos, no hay gasolina, que hay dinero, que le falta medio dedo, que no hay forma de salir de allí porque su radio funciona con una pila de energía solar y que desde hace semana y media está lloviendo. Pero una vez guindado el chinchorro bajo un breve techo de moriche adornado con una pared única, veo que ha llegado el momento de entender que no hace falta mucho para que me quede allí para siempre, pues a Francisco no le ha importado que lleve dinero o no, y desde el primer momento no ha tenido empacho en pedirme que le ayude con el motor desajustado. No le importa lo que tengo, sino saber qué clase de hombre soy, si la tierra en la que me encuentro está hecha a mi medida. Y no tengo sentimiento distinto al de estar complemente aislado, tan parecido al de la angustia y a la desesperación, en un lugar de la selva que nadie en la ciudad sabe han caído mis pasos. En el silencio de una lluvia que empieza aplacando el bisbiseo de los insectos cuando la noche hace invisible el mosquitero, pienso en aquellos símbolos que establecen vínculos con mí cultura. Los horarios de comer abarcan días. En Culebra el trabajo se hace desde la madrugada, cuando la mujer trae una enorme cantidad de leña para el fuego. Los días pueden alargarse sin detrimento de algún compromiso. La electricidad para encender una radio depende de la lluvia. El almacenaje que los conucos sugieren es cosa rara y vivir sin pensar en el futuro es una condición de vida. Nadie cría animales, nadie guarda para mañana. Estoy solo donde no hay modo de salir, donde he buscado llegar, pero este llegar no tiene que ser un acto de gusto por haber llegado. Aquí es ruptura con aquello que me tiende lazos seguros. Estoy en una cárcel cuyas paredes son infinitas, donde puedo correr hacia donde desee y sin embargo me siento encadenado. Estoy en parte ninguna, donde la vida se toca con las manos y se saborea con lengua nueva, donde una vida vacía de vanidad es regla de existencia. Culebra no existe en el mapa que llevo; y es como si nunca hubiera sido bautizada, como si no existiera. He llegado donde no esperaba ir, donde el Protagonista borró las huellas del retorno, y todavía no sé si deba empezar a dejar ir, río abajo, el tema del regreso.
Caracas, 4 de septiembre de 2003
Citas
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