
Autor: Germán Gaviria Álvarez
Publicado en: Cuadernos Hispanoamericanos
País: España
Año: 2004
Número: 649-650, p. 61-68
Páginas: 7
Palabras: 2493
Idioma: Español
Género: Ensayo
Subgénero: Ensayo literario
Temas: Noción de viaje | viaje como construcción del ser | Los pasos perdidos | Alejo Carpentier
Idea generadora del ensayo: En 2002 me fue otorgada una beca del Ministerio de Cultura para escribir un ensayo que diera cuenta de cómo había sido concebido el libro de Alejo Carpentier Los pasos perdidos (1953). Después de mis viajes por Venezuela (ver Yanadavi) tratando de seguir los pasos que Carpentier había dado más de 55 años atrás para escribir su libro, a mi regreso escribí este ensayo por solicitud de la revista española Cuadernos Hispanoamericanos. El ensayo fue publicado en el número 649-650, de julio-agosto de 2004, y fue deshabilitado el link con la revista hacia 2016.
Palabras clave: Humboldt | Los pasos perdidos | Alejo Carpentier | viaje | Andes venezolanos | Gran Sabana | selva venezolana | Raleigh | mitos amazónicos | Bachelard | R. Chao | memoria | biblioteca interior
Autores relacionados con este texto:
A. Carpentier
José Gumilla
A. von Humboldt
W. Raleigh
W. Davies
G. Bachelard
Viaje y visión del ser en Los pasos perdidos
Viaja ligero, pues todo lo que necesitas lo llevas dentro.
J. Garcia-Reyes
I
Hacía ocho meses y cinco días que no había vuelto a ver el libro que escribiera en Venezuela sobre Los pasos perdidos, y encontrarme con la Segunda parte inconclusa, donde trataría el tema del regreso, me producía el más hondo desasosiego. No sólo porque en la novela este tema es un corolario al de la ida, sino porque en mí crecía la sensación de que la travesía aún no había terminado. El tiempo parece detenerse cuando se regresa al mismo punto, cuando se habla de las mismas personas, cuando los actos se repiten, cuando parece haber un salto entre el ‘antes’ de emprender un viaje y el ‘después’. Pero en seguida del viaje, el salto dado tiene la apariencia de ser más estrecho, que la memoria se contrae. Entonces todo es ilusión lejana, en cuyo estado sólo cabe la mirada estática. Nada destruye más al humano que el deterioro de la memoria, y nada doblega más al espíritu que la inmovilidad del cuerpo, que el congelamiento de la mente, que sostenerse en un horizonte que pertenece al pasado. La escritura renombra la memoria y da la idea de que ésta no ha sido devorada como una hoja por los insectos. La escritura recoge fragmentos, ordena, cartografía sus parcelas y sus linderos, traza el mapa nuevo donde nos moveremos. La escritura representa un estado remoto, aquel que deseamos recuperar con exactitud. Pero en el tiempo evocado la fidelidad es imposible. Nada es más traicionero para el escritor que dar rienda a este afán: hay un tiempo para la creación distinto al de los acontecimientos. Cuanto más, el escritor se beneficia de su bagaje y guarda en el presente algunos pasos que había perdido.
II
Entre Caracas y el Pico del Águila, una casi a nivel del mar y otro a 4000 m, media la síntesis de una parte de la geografía de la novela. La medida del hombre es superior a la del ángel que plantea San Juan en el Apocalipsis: la dicta el tamaño de los pasos que da, de los territorios a los que llega, del espacio imaginado. Si Hernán Cortés en carta a Carlos V reconoce su estrechez lingüística y cultural frente al Mundo Nuevo que sus botas hollaban, es necesario destacar que para él este era el paraíso único sobre la Tierra, donde se puede bautizar otra vez todo –seres humanos, animales, plantas, una orografía–, y escribirla en el entendimiento del hombre renacentista que no puede desplazarse a América. Es la figura exacta de Adán el Primer día de la Creación, aquel famoso Adán nombrando las cosas de Blake, en cuyos labios y dedos el mundo adquiere la forma que las palabras y los actos proporcionan. Se entiende que esta afirmación en el mundo por la palabra articulada supera a la de su Creador quien lo lleva en un viaje por las Eras sin otro fin ni otro objeto que el de buscarse a sí mismo. A lo mejor, es en la ida donde deben caber todas las preocupaciones del viajero, pues ha de llegar desnudo a un mundo que sus palabras deben crear, aquel donde encuentra sentido a su existencia. Es cuando el tema del retorno es imposible de concebir, pues el único regreso posible está en la reconstrucción de la memoria fragmentada.
Cuando en 1947 ó 1948 Carpentier inicia su ascenso hacia la cumbre de los Andes, sella una de las travesías más dinámicas y creativas que alimentará su obra. Quizá un año había transcurrido desde que avistara los dilatados dominios de Canaima en la Gran Sabana con los yugos de su abuelo, Alfred Clerec Carpentier, buscador de El Dorado y Gobernador de la Guayana cien años atrás, en un vuelo de un par de horas desde Ciudad Bolívar hasta Santa Elena de Uairén, y empezara a construir personajes de ficción a partir de aquellos a quienes estrechara la mano. Lucas Fernández Peña y su esposa –una indígena waica– y el padre Valdearenas, son la esencia humana y novelística de ‘personajes robot’ como el Adelantado y Montsalvage, Rosario y Fray Pedro de Henestrosa. Los ámbitos del creador son los de las criaturas que crea, y en Los pasos perdidos, los territorios donde éstas se inscriben comprenden la geografía compleja que el autor llevaba dentro: la de América. En 1926, Carpentier se había encontrado con Diego Rivera en Ciudad de México, y allí comenzó a entrar en la historia y a valorar el sentido del espacio y del tiempo en el hombre americano, tan distinto del que él descubriera en Europa unos años después. Y sólo hasta ahora, sobrevolando la Gran Sabana, viendo dónde comienza o dónde termina la selva, comprendía que viajaba en el tiempo, como si cada vuelta de las hélices de la bimotor lo llevara al principio de todo, cuando los Hacedores abrían cascadas de mil metros con la uña para aquietar la sed, cuando rondaban por la tierra trasladando montañas en los hombros, cuando talaban con un hacha árboles colgados del cielo para formar tepuyes. Pocas veces se tiene la fortuna de hallar tierras inexploradas, pero es más raro aún llegar a ellas y ver el tiempo detenido por el concurso directo de sus dioses. Pero la Gran Sabana, donde el Escudo Guayanés es la última atalaya, la última morada, también es madre de esfuerzos colosales, aquellos que llevaron a Ordaz y a Quesada, a Raleigh y Berrío a entregar sus fatigas a las trampas de El Dorado.
Apenas veinte años habían transcurrido desde que Lucas Fernández, después de atravesar la Gran Sabana a pie, de fundar ciudades y poner mojones en la frontera con Brasil, de andareguear por la selva con alguna reliquia oxidada de conquistador alucinado con las enseñas de la Cruz, cuando Carpentier vio que allí era posible encontrar el barroco en una ojiva trazada con dos maderos cruzados en una ‘iglesia’ de bahareque. Asistía a los inicios de la evangelización española en América en cabeza del padre Valdearenas, sacerdote de la primitiva Ciudad de Enoch que en ese momento era Santa Elena de Uairén, al nacimiento de las ciudades en nuestro continente, y al planteamiento del problema de entregarse a la escritura creativa y no tener dónde registrarla. Frente a ese Adelantado que atesoraba cuadernos vírgenes que venían de Manaos o de Ciudad Bolívar, como si fuera el artículo más precioso donde el hombre se da por completo a la pasión creadora, se inicia el viaje de retorno del Protagonista de la novela a la ciudad que desandará los pasos dados y marcará la espiral del tiempo que todo fragmenta, que todo destruye –y sigue hacia lo desconocido.
III
Distinta de la noción de viaje que nos entregaran Goethe y Humboltd, Montaigne y Locke en su obra, como bildung, aventura, transformación múltiple, interior y exterior, como metáfora de la formación, en Los pasos perdidos significa recuperación de las calidades humanas y de la pasión creadora, despojarse de los signos opresivos o vanos de la cultura y sus referentes librescos, liberar la memoria de la biblioteca que se lleva dentro como el lastre que ahoga toda pasión creadora. Sin embargo, el Protagonista no se transforma como Arturo Cova en La vorágine, quien viaja llevando en frente el signo de la locura. El Protagonista, en tanto que ser humano, paulatinamente es. En él, el tiempo evoluciona hacia atrás, y cuando el espacio le obliga a romper toda relación con los símbolos de su cultura, se reconoce en su condición de hombre único en esa tierra donde la soledad ante la vida y ante sí mismo es todo. Lo importante no es ir de un lugar a otro, ‘llegar’, es sufrir una transformación, y superándola, llegar a ser. Sólo en quien sufre las pupilas mutan, pues más allá de una educación didáctica, el pensamiento se afirma, los sentimientos se definen y la estética deja de ser una paleta de posibilidades para entender la forma de ser como destino, no a través del canon que impone la educación de la que cada uno es dueño. Aunque algo análogo sucede con los viajes espirituales y los intelectuales, con los místicos y los artísticos, con los viajes emocionales y los sentimentales (Sterne, Flaubert), pues sólo cuando se derrumban los modelos practicados y se ahonda en ellos de manera inesperada, hay un choque, y se empieza a ser. Entonces las pupilas se agrandan, los brillos se concentran, y cuanto se ve es transformación, la-forma-nueva-que-yo-soy. Por ello, los viajes terminan cuando el drama que implica sufrir una metamorfosis deja de serlo y se empieza a vivir uno nuevo: el de la búsqueda, que es un viaje distinto. También es emoción pura. En la novela, la vida que se vive y los itinerarios son todo, como lo es en la vida el nacimiento de un día. Los caminos no se abren ni se hacen, se les busca. Los terrenos no se les fotografía, se anda sobre ellos, se les posee con los poros de la piel, como lo hacen los caracoles pedreros con el mundo. Los soles no calientan demasiado ni la lluvia agobia, los bichos jamás se saciarán de nuestra sangre, el hambre es una entelequia, el miedo a lo desconocido una tara, el cansancio un eufemismo, los mapas un registro sin eternidad, y en América la arquitectura telúrica, con estilos imposibles de asociar sólo con catedrales barrocas y cósmicas disposiciones megalíticas, todo es forma nueva, como son nuevas siempre las orillas de un río. No hay aprendizajes sistémicos. Para llegar a ser –que es el trabajo más esforzado del ser–, no se necesita una pedagogía de escuela. Basta conectar los bronquios a vientos inéditos. Primero fue el tiempo, luego las uñas que levantaron el polvo sobre la tierra.
IV
De regreso de la Gran Sabana, en Ciudad Bolívar, la avioneta simula no hacer escala y Carpentier tuerce hacia el occidente remontando el Orinoco. Potentes dados de granito echados por Amalivacá cuando la eternidad parecía apostarse en un juego de azar, los tambores de La Encaramada y los petroglifos que los adornan como miniaturas hechas por gigantes, nos hablan de nuevo de los mitos, del Diluvio en la Edad Antigua cuando el Gran Inundador, después de repoblar el mundo con su hermano Vochi, quiso arreglar el Orinoco de manera que se pudiera siempre seguir la corriente del agua para descender y para remontar el río. No muchas aguas habían seguido su curso después de este reconocimiento a vuelo de observador cuando una gabarra, cargada de cerdos y reses, en un trayecto que no debió ser superior a una semana, llevaba a Carpentier hacia Puerto Ayacucho. Los libros sólo son importantes por lo que suscitan, pero también por lo que dejan en la memoria sin que ella lo perciba. Acostado en el chinchorro, llevando por toda lectura El Orinoco ilustrado y El viaje a regiones equinocciales del nuevo continente, como si no le bastara la selva que a lado y lado lo custodiara, comparaba las piedras salidas como cabezas de elefante, las vueltas del río, las moles de granito, las bocas del Cuchivero y del Meta donde un cuarto de siglo atrás navegara José Eustasio Rivera. Poco puede reprochársele a un hombre sus afanes librescos, como poco puede reprochársele al mundo que los hombres no tengan ojos lo bastante grandes para verlo. Más de cuanto Carpentier reconociera, estos dos libros habían encallado en él como galeones de bravo conquistador sorprendidos por Caribes. No hacía mucho una curiara había recogido a Carpentier y a sus acompañantes en Samariapo y los había dejado, después de pasar por la boca del río Vichada, en San Fernando de Atabapo, donde conocería a Yannes –el griego famoso de la novela–. Una vez más, la falta de electricidad, de vehículos, así como el modo de vivir y de ser, lo remitía a épocas pretéritas, cuando los hombres de armadura o de sotana larga empezaran a llegar por esos rumbos. Será la visión del Autana tepuy, entrando por el río Ventuari como si entrara de pronto en un mundo perdido, donde la solitaria geometría geológica emergida millones de años atrás del alma del planeta, dictara al viajero cerrar definitivamente aquellas páginas y ver la Capital de las formas.
V
La memoria falla cuando la pasión es débil, y sólo se yerra el paso cuando se finca en el dolor la esencia del recuerdo. Quien viaja, se encomienda a la inteligencia y a la sensibilidad de sí mismo, con fe –sabiendo que lo hace a lo desconocido–, recordando que los creadores van con los ojos cerrados y el espíritu abierto, pues aunque los viajes implican la idea de regreso, cada parada está marcada por la fugacidad, por la idea de no-retorno. Al modificarse la noción de tiempo, la de espacio adquiere una dimensión distinta: se convierte en síntesis de la eternidad. Los instantes, como señalara Bachelard, se intuyen de manera progresiva, asemejándose al sentido agustiniano del presente (tiempo pasado, el del recuerdo; el presente, el de la intuición; el futuro, el de la espera). En el instante –sin medida de tiempo, segundos, minutos, días– del presente, sé lo que vendrá, pero el instante siguiente es nada, esa nada donde sólo cabe la expectativa ante el futuro, que también es intuida; es decir, somos conscientes de ella cuando sufrimos una desilusión. Por otro lado, hay una contradicción: si no regreso, ¿cómo y a quién daré cuenta de mi viaje? El Protagonista ronda en un universo semejante a un río en donde infructuosamente busca su rostro, el que desea tener en el futuro. Ese río es el Orinoco, río del tiempo en la novela. Desde la época del Gran Inundador, se quiso modificar su cauce para que sirviera al mismo tiempo de ida y vuelta; es decir, para eliminar la idea del regreso. Los ríos, como las aves y los hombres, van. No hay vuelta atrás, pasos que desandar, aguas qué lamentar, vientos donde acopiar huella alguna. El protagonista sufre por el tiempo pretérito que el espacio (pues éste está en virtud de su desplazamiento) le ha entregado: el tiempo intuido del mito. Pero busca siempre otro universo, el que le habla de él mismo, por ello lo ignora y vuelve a cargar la piedra de Sísifo. No le basta con encontrarse, con ser-esa-forma-que-anhelaba. Es aquel que no esperaba, aquel cuyo rostro jamás vio en espejo alguno. El viaje ha aumentado el tamaño su pecho y ha borrado de sí la biblioteca vanidosa que dividiera su memoria entre aquello que era y aquello que deseaba ser. Se ha despojado de los falsos símbolos que lo ataban a esa cultura, se ha investido con los de su infancia y busca los propios. Ahora sólo es un hombre sobre la Tierra.