
Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2025 [2018]
Palabras: 748 (sin el título)
Idioma: Español
Género: Mini ficción
Subgénero: mini ficción | cuento breve
Temas: muerte | amor | guerra | añoranza
Ideas generadoras de este cuento: En 2018 al ver un hermoso jardín en una casa del barrio en el que vivía, que a su vez era cuidado por una mujer de mediana edad, muy bella y una dura expresión de tristeza, por el porte, me trajo a la memoria el aspecto de una de aquellas mujeres adineradas de los años 1930 europeos que tenían como hobby la jardinería, escribí unas líneas que componen este relato. Casi instantáneamente pensé en mi abuela materna convertida en personaje en una novela que por ese momento estaba escribiendo; en especial una escena. La escena de mi novela estaba inspirada en los personajes femeninos de Henry James, y era más o menos así: De espaldas, mi personaje veía a su madre en la finca de Caldas en los años 1930 trabajando en un hermoso jardín lleno de flores. La mujer no flexionaba las rodillas para agacharse y podar las matas, sino que simplemente doblaba la cintura y hacía que su vestido largo a los tobillos se subiera un poco arriba de la canilla mostrando unas piernas blancas y bien proporcionadas. En este caso, la sensualidad escondida de una madre se transmitía así mismo a su hija…
Luego dejé esas líneas, como siempre, entre mis papeles y lo olvidé. En 2024, cuando comencé a sacar papeles viejos para quemar, me encontré con esa media paginita. Al leer, pensé de nuevo en mi abuela-madre-personaje y en James y escribí un relato fabuloso que tuviera el perfume de los tiempos idos, de generaciones de personas que se pierden. Seis revisiones más le dieron la actual forma a este relato.
Palabras clave: muerte | amor | guerra | añoranza
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Verano
Emilia se rebeló en contra de la crueldad de los seres humanos. “Emilia es filósofa”, pensó el vizconde que había participado en tantas guerras, y se estremeció. ¿Cómo había podido vivir él durante todos estos años con tales recuerdos? Si bien él jamás había matado a nadie directamente en ninguna guerra y jamás estuvo en el campo de batalla, sí había financiado ejércitos y enviado a hombres jóvenes y llenos de valentía y esperanza. Al vizconde le corrió una oleada de calor por el cuerpo y sintió que se ahogaba. Como un flechazo, recordó algunos de los informes confidenciales que sus generales le habían entregado, y rebosaban de crueldad. “Emilia no es filósofa”, se dijo sin ironía. Pudo imaginar cómo esos solados que habían peleado por unos ideales habían cometido actos imposibles de olvidar. Pero ¿acaso todas las guerras no son iguales, iguales en cuanto a que se asesina y se destruye al enemigo utilizando todas las formas de degradación humana? Emilia lo había dejado. El vizconde observaba por la ventana hacia el parque en el que docenas de jardineros se encargaban, cada día, de mantenerlo reluciente, florecido e impecable. El jardín inmenso que había mandado a construir Emilia durante sus primeros años de matrimonio en los que ellos dos habían sido inmensamente dichosos. Y el vizconde sintió dolor ya no porque no hubieran podido tener hijos, sino por tantas flores, por tantos pájaros y abejas que ahora zumbaban libres y rozagantes en el vidrio de su ventana. Era una tarde de verano. El vizconde sintió dolor de alma por tanta paz de la que había sido arrojado después de luchar durante largos años por mantener a los enemigos alejados de su patria, de sus tierras, de su vida y de su riqueza. “Emilia sí es filósofa”, pensó el vizconde, casi sin poderse tener en pie del dolor por la ausencia de Emilia. Pero era una extraña paradoja. Emilia se había ido al extranjero y se había casado de nuevo, esta vez un conde. ¿Y es que los vizcondes y los condes, los príncipes y los reyes y los emperadores no orquestan todos las guerras? Habían pasado casi ocho años desde que Emilia se rebeló en contra de la crueldad de los seres humanos, pero entonces él no le había prestado atención y lo había olvidado. Ahora lo recordaba con exactitud y caía en cuenta de su significado. “Emilia es filósofa no porque me haya recriminado lo de las guerras”, pensó el vizconde, “sino porque hoy puedo, en la lejanía del tiempo, en este tiempo presente, comprender su significado, aunque yo no lo hubiera querido ni lo hubiera buscado, sí y sólo sí porque el recuerdo de Emilia llegó a mí al ver el hermoso jardín que ella misma había sembrado con prados de asfódelos y carpes, rosas, yezgos y plátanos y cientos de plantas y arbustos y árboles exóticos, porque sólo ahora surte en mí el efecto de su repudio por mi profesión inmoral. Emilia, la única mujer que he amado”.
El sol bochornoso del verano pegaba en su cara que rejuvenecía echando el tiempo atrás. El vizconde se alejó de la ventana en donde había permanecido durante unos segundos, tan breves, como el tiempo que hay entre una aspirada y una expirada del humo de su pipa. Vagamente pensó en su madre y recordó que, minutos antes de nacer, y desde un tiempo inmemorial, había abierto los ojos y fascinado empezó a ver el mundo como a través de una lupa de carne, un mundo monstruoso y vil y ensordecido por las guerras de ese verano excesivamente caluroso en el nacería. Entonces vio a su padre, un hombre de gran voz y gran bigote que tenía una pipa en la boca y hablaba de la necesidad de las guerras para mantener la paz entre los súbditos, conservar tierras y acrecentar su fortuna, y se prometió que siempre sería rico, riquísimo, más rico que su padre y llenaría sus dominios de jardines majestuosos. Y cuando el vizconde fue expulsado de aquella panza arrebatándole el último estertor a su madre con llanto atronador clamó al mundo que cumpliría su promesa.