Celos

Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2024 [2011]
Palabras: 1197 (sin el título)
Idioma: Español
Género: Micro ficción
Subgénero: mini ficción | cuento breve
Temas:  celos | amor

Imagen generadora de este cuento: En 2023, en una de esas conversaciones cotidianas con mi mujer, en la que tocamos el tema de los celos, le comenté que yo, en una época lejana de mi vida había sido un hombre posesivo y muy celoso, todo lo contrario de lo que yo era cuando la conocí, y ella se sorprendió bastante. Me preguntó cómo me ‘curé’ de los celos y nos dimos cuenta de que no es que uno se ‘cure’, sino más bien que los celos desaparecen a media que uno conoce cada vez mejor a su pareja y se conoce mejor a sí mismo, y finalmente la conversación se quedó ahí. Una semanas después, escuché la canción “Desafinado”, de João Gilberto y Stan Getz y la relacioné con nuestra conversación y de pronto surgió una imagen de mis años de celoso insoportable. No pude resistir el deseo de escribir este pequeño texto.

Palabras clave: celos | amor

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Celos

 

Escuché en la radio un canción del Bossa nova cuando iba al encuentro con ella. Yo no tenía para nada ningún buen tono, y desafinaba. Nos habíamos peleado y buscaba la manera de zanjarlo todo y hacer que todo siguiera como antes: nuestros encuentros en algunas clases en la universidad, quedar para vernos a la salida, ir juntos de la mano, caminar por ahí deseando conocer el mar –deseando ella ir al mar, que era lo que más amaba–, besarnos, amarnos con absoluta libertad y sabernos la mejor pareja del planeta entero. Pero éstas, para mi tristeza, ya sólo eran cosas y sentimientos de cuando estudiábamos.

Le hablé un sábado seis años atrás, en la escalera del cuarto piso de la facultad, cuando salía de una clase de laboratorio. Muchas veces la había visto. Se me desbocaba el corazón de emoción cuando la veía y aquel día, al cruzarme con ella la saludé como siempre, distante, temeroso de que me rechazara. No recuerdo cómo hice para que se detuviera. Le dije, en medio de tartamudeos, que si quería ir conmigo al cine club, ese sábado, ese mismo día; en media hora empezaba una de esas películas clásicas, y dijo que sí. Luego, caminando hacia el cine, me confesó que ese día sentía fea, feísima, que se había puesto la peor ropa y todo le desafinaba. Le dije que era la mujer más bella que había visto en mi vida. ¿Y bella? No era bella, era hermosísima.

Ahora recordaba ese momento como el más importante de mi vida, así como las cosas que habíamos hecho juntos: estudiar, pasear, ir con los amigos a beber unas cervezas, convertirnos en amantes furiosos e irresponsables, jurar estar juntos para siempre, y sentir que nuestro amor era único y excepcional, como ella lo era. Durante esos años de amor profundo, dije muchas mentiras en mi casa, me peleé con mi madre y mis hermanas, varias veces me fui a media noche dando un portazo, pero era una burda disculpa para encontrarme con ella. Y ella, ansiosa de estar conmigo y de hacer que nuestras músicas interiores armonizaran, también dijo muchas, muchas mentiras. 

Pronto nos graduamos en la universidad y conseguimos trabajos diferentes. Pero ella empezó a alejarse. Cada vez tenía más trabajo y más compromisos y menos tiempo para mí. Yo me torturaba como un hombre tonto. Sufría de celos enfermizos y actuaba como un completo idiota. En varias ocasiones, por ejemplo, me aposté en la esquina de su casa o la seguí cuando salía al trabajo. Otras veces la llamé por teléfono y no me atreví a hablar con ella. Siempre tenía en la cabeza que salía con alguien más, y que en sus cada vez más frecuentes viajes fuera de la ciudad se acostaba con hombres desconocidos. Deseaba descubrir las mentiras de ella y constatar que yo tenía razón, que ella era una mujer de baja moral y debía dejarla. Pero era imposible. Los celos hacían que estuviera cada vez más obsesionado con sus supuestas faltas y no había día en que, al hablar con ella dejara de sospechar de cada una de sus palabras y la conversación terminaba de manera agria.

Una de esas noches en las que me escondía cobardemente cerca de su casa para vigilarla, la vi venir con alguien, y en medio de mi fiebre celosa, di un pequeño rodeo y me mostré ante ellos para pescarlos in fraganti, como se dice, agarrar al tipo a puñetazos y desahogarme con ella y confirmar que sólo era una sucia mentirosa. Pero estaba equivocado. Se trataba de un familiar, un tío que yo conocía y no había reconocido. Como no era ninguna boba, se dio cuenta de que yo había estado escondido, que la seguía y no era la primera vez que lo hacía. Mi comportamiento de los últimos meses había sido desastroso, estaba harta. En frente de ese familiar que me miró decepcionada y dijo que no soportaba más mis sospechas, mi desconfianza, mis malos tratos ni mis inseguridades. Aprovechaba ahora mismo nuestro encuentro inesperado para decirme que tenía un viaje e iba a estar fuera de la ciudad durante varios días, no sabía cuántos, mínimo dos semanas, y necesitaba pensar. En todo caso, me dijo, hablaríamos cuando regresara.

¿Podía confiar en ella por este viaje a una ciudad en donde es posible besarse y cogerse las manos con absoluta libertad, amarse y saberse la mejor pareja del planeta entero? ¿Podía confiar si ayer en la tarde me llamó por teléfono y dijo que nos encontráramos en la ciudad a donde había ido? ¿Qué pretendía? ¿Por qué deseaba que fuera a esa ciudad que a mí no me importaba y ella lo sabía? ¿Me estaba probando? Le respondí que viajaría en la mañana, pero me fui de inmediato, quería saber qué era lo que hacía; seguro, ocultaba algo y debía terminar con nuestra relación de una vez por todas.

Antes de caer la tarde la vi salir de un edificio con un bolso mediano de bonitos colores. Tomó por uno de los andenes que conducen a las arenas grises, con poca gente, y muy frescas. Escogió uno de aquellos rincones sombreados con una palmera, se quitó la ropa de diario y tendió bocabajo su cuerpo voluptuoso sobre una toalla con sólo una prenda encima. Observé en derredor, hirviendo de celos. ¿Qué era esa exhibición? Desde donde yo estaba, podía ver perfectamente sus senos. Volvieron a mi memoria los momentos más eróticos que habíamos vivido nunca. Al rato se acercó un hombre que había estado mirándola, ella se puso de medio lado naturalmente como para que la viera y hablaron durante un rato. Luego sacaron sus teléfonos y se despidieron. Cuando empezó a hacer una brisa fresca y oscura se levantó, se vistió, recogió sus cosas y se fue. Como cosa extraña, esta vez no quise seguirla. Se iba a encontrar con ese hombre desconocido, sí, pero ya no me sentí con ningún derecho sobre ella. Me quedé un rato allí aspirando la brisa marina.

Al día siguiente, cuando acababa aquella estrofa de la canción e iba al encuentro con ella, supe que mi comportamiento había sido natural, aunque pareciera antinatural, y que vibraba dentro mí una música desconocida. ¿Por qué ahora ella viajaba con más frecuencia y se encontraba con hombres desconocidos? ¿Tener responsabilidades daña el alma de los    amantes? El amor urgente y exclusivo que ella y yo habíamos vivido había terminado.

Tras darle un beso en los labios a modo de saludo, que percibí temblorosos, la sentí extraña, y me sorprendió más cuando se levantó y me abrazó y me besó con fuerza, con esa profundidad sexual que tanto me había hecho falta. Entonces dijo que en breve tendría un viaje a otra ciudad costera. Caminamos en silencio hacia su lugar favorito en la playa e hizo el ritual del día anterior.

Perdóname por no escuchar tu música interior, dijo. ¿Quieres pasar la tarde en la playa conmigo?

Recordé la estrofa de la canción que se iba perdiendo en mi memoria. Recordé que el día anterior había sentido dentro de mí una música desconocida, la música de ella, y ahora afinaba con la mía.

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