Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2024
Páginas: 11
Palabras: 5.258
Idioma: Español
Género: Ensayo
Subgénero: Ensayo literario
Temas: escritura literaria | obra terminada | obra inacabada | creatividad literaria | fragmento
Ideas generadoras del ensayo: Cuando mi novela Escucho sus pasos que vuelven quedó entre las seis finalistas del concurso de Herralde de Novela en 2006 y la editorial Círculo de Lectores quiso publicarla, lo pensé mucho y finalmente, tras un lectura más madura, me negué a ello, pese a todos los ‘beneficios’ que hacerlo me traería. Sea una actitud ética o boba (muchos lo consideraron así) frente al libro de mi parte, pensé que si la obra no había obtenido el primer lugar, era porque no era publicable y se podía mejorar. Creo que esa fue la concreción de un sentimiento que me había venido rondando desde que empecé a enviar mis textos a concursos a finales de la década 1980. El sentimiento era de vergüenza. Tengo un alto sentido de la vergüenza frente a la confrontación pública. Desde que empecé a escribir he creído que si uno va a publicar algo es porque el texto realmente vale la pena, de resto, ¿para qué? ¿No están abarrotadas las librerías de primera y de segundas, en el mejor de los casos, de libros idiotas, mediocres o simplemente libros basura, o de libros que tratan la misma temática pero de una manera más rica? ¿Para qué redundar en ello? Y, por otra parte, ¿quién dice que el material ya publicado no puede hacerse mejor? La verdad es que desde 2006 y hasta 2021 he trabajando cada año en esa novela y a pesar de las de 500 p. que hoy tiene (originalmente tenía unas 280), sé que todavía me falta sentarme y, como digo coloquialmente, debo ajustar tuercas y tornillos antes de pensar en la edición ‘definitiva’, que aún lleva reposando 3 años, ¿por qué? El texto puede perfeccionarse, es todo. Creo igualmente que tampoco voy a conservar el título original.
A Olfato de perro le fue concedido el premio nacional de novela del Ministerio de Cultura en 2011. Como la novela se iba a editar sí o sí, pues estaba incluida dentro del premio, cedí a la vanidad y a la tentación de ver mi primera novela publicada y me hice grandes ilusiones al creer que el editor designado era realmente un editor y no un raso comerciante ansioso de hacer negocio con dicho Ministerio. Yo, ni siquiera estaba convencido del título, no me gustaba y no me gusta. La edición era deplorable, y el contenido, lo escrito por mí, me llenaba de vergüenza, por mucho que me dieran palmaditas en la espalda. Dejé que ese librito mal hecho, en todo sentido, cayera en el olvido. Cuando fue editado ese mismo año El hombre que imagina (hoy se titula La siciliana, 2023), que no estaba del todo mal, pero eran evidentes las fallas, y a pesar de ello ganó un premio nacional, me di cuenta de que no volvería a publicar nada sin estar convencido de que es lo máximo que puedo dar, y de que, si el día de mañana encuentro que debo reeditarlo, pues lo debo hacer. Al escritor frecuentemente se le compara con el arquitecto, en esencia parecen trabajar del mismo modo, y escribir un libro sería equiparable a edificar una casa. Me parece que la asimilación no es bastante acertada. La diferencia radica en que el arquitecto que diseña y construye una casa que no queda del todo bien, nunca la echa abajo y hace una nueva subsanando los errores, más bien la maquilla, le hace ajustes que acaban siendo un pegote o simplemente se aparta del proyecto.
Las obras de G. Agamben Prefería no hacerlo. Bartleby, el escribiente, El sacramento del lenguaje, Desnudez, La idea de la prosa, El final del poema, creación y anarquía, El fuego y el relato, ¿Qué es real? Pinocho. Las aventuras de un títere dos veces comentadas y tres veces ilustradas, y otros libros de este autor, leídos todos desde 2013, han sido claves para comprender mejor la noción de texto, que ha resultado ser más compleja de lo que imaginaba. En el viñedo del texto, de Iván Illich, ha sido particularmente importante.
Un día de 2017 encontré en un tomo de ensayos de Walter Benjamin el texto “El narrador”, que comenzó a transformar mi noción de lo que es narrar y el papel de la novela.
El ensayo que sigue a continuación, trata de la insuficiencia del escritor frente a su obra por siempre inconclusa y fragmentada.
Autores relevantes relacionados con este ensayo:
G. Agamben
W. Benjamin
Bonilla y Muñoz
Reeditar Olfato de perro
Germán Gaviria Álvarez, 2024
En 2019 comencé a llevar una especie de diario íntimo que con la práctica de la escritura no propiamente diarística y con el tiempo se convirtió en una ‘memoria’. La diferencia entre diario y memoria (no ‘memorias’, que son recuerdos del pasado no inmediato; de hecho, yo diría que el diario es una ‘antimemorias’) está en que, más allá de intentar registrar sucesos de mi día a día, no necesariamente con el rigor de hacerlo con regularidad fija, consigné pensamientos sueltos, imaginaciones, incoherencias, esbozos de relatos o intentos de aforismos, sentimientos, deseos, odios, conceptos sobre asuntos del presente y del pasado, cuestiones de la vida diaria, opiniones débiles y opiniones fuertes, especulaciones, en fin, toda clase de cosas de un modo tan espontáneo como desordenado y asistemático, con el único propósito de expresar mí ‘germanidad’ (sólo existe para mí y para mi mujer que vive conmigo) continua y discontinua, en bloque y fragmentado mediante la escritura. Pero lo que a poco de empezar se convirtió en una disculpa para sentarme con cierta regularidad a anotar todo aquello, era mi frustración de no poder escribir una novela que me rondaba desde hacía unos años y aún no lograba concretar nada. Siempre he pensado que si uno quiere de verdad hacer algo, pues se pone y lo hace. Punto. Lo demás son pendejadas. Pero ¿yo por qué no lo lograba? En esa época tenía una buena carga académica en la universidad y otros compromisos colmaban mis días. Me decía entonces que no tenía tiempo. También creía que no estaba listo, que me faltaba preparación para sentarme a escribir lo que yo quería: una novela que se desarrolla en un tiempo histórico paralelo, no sucede en una ciudad y la protagonista es una jovencita. Pero era falso lo de mi ‘falta de preparación’. A la hora de la verdad, para hacer Literatura no es necesario llenarse de información; con frecuencia, llenarse de informaciones es destruir la historia. Ya había escrito un par de capítulos (unas 40 p.), lo que sucedía era que no sabía cómo seguir: me faltaba un tono, un ritmo y un saber ir al corazón de la historia. ¿Qué debía hacer? La Memoria que menciono al poco tiempo la titulé Memoria de un escritor ante la imposibilidad de escribir una novela. Tal vez lo que ocurría es que no tenía la suficiente fuerza interior para escribir ficción y sí más bien necesitaba exorcizar ciertas rabias y ciertos descontentos, ciertas alegrías y ciertos desórdenes de vida, ciertos buenos momentos y ciertos vaivenes del día a día con críticas débiles al mundo y críticas ácidas, irónicas, despechadas o fuertes al arte, y en especial a la escritura en general. Pero ¿por qué esto último? ¿Qué me autorizaba a hacerlo así fuera en privado, para mí mismo? ¿El micropoder que ahora tenía porque una editorial grande iba a publicar mi tercera novela? ¿Mi vanidad, ante todo? ¿Mi frustración de no poder escribir más de esas 40 p.? ¿Es que yo no tenía claro que escribir, en mi caso, es lo mismo que pensar y no pensar y dejar que la historia salga por sí misma, sin forzarla, pues es la mera proyección de mi mundo interior? Pues claro que yo sabía esto a la perfección, es lo que ‘enseñaba’ en mis clases.
Llegó un momento en que creí entender de dónde venía mi bloqueo para escribir esa novela. Estaba muy descontento conmigo mismo, y lo estaba porque llegaba a una edad en la que debería estar en un punto tal del arte de narrar que nada me debería impedir hacer lo que yo quisiese. En cierto sentido, me sentía liberado de muchos lastres del pasado, incluso había escrito (2016) una novela en ese momento inédita Los amores destrozados, que publiqué en 2023 y allí resolvía para mí mismo la inmensa mayoría de esos lastres (una infancia y una juventud llenas de privaciones, de dolor y soledad). Pero en ese momento estaba inédita, lo que significaba que tal valía para mí, no para mis allegados ni para la sociedad. La catarsis final, nos dicen desde Aristóteles, pasando por Rousseau y Freud, continuando con Klein y acabando con Coetzee y Kurtz, tiene lugar no cuando la persona logra elaborar un relato de sí mismo, sin importar si es cierto o verdadero, con el que pueda lidiar el día a día porque está hecho con su verdad interior, que no necesariamente es la verdad oficial ni la de nadie, sino cuando esta catarsis es pública; cuando yo, habiendo elaborado un relato sobre mí mismo en el que creo al 100%, salgo al mundo y me siento cómodo en él. Pues bien, yo no me sentía lo bastante cómodo conmigo mismo en 2019, aunque yo creía que sí. ¿Por qué? ¿Había fallado en el trabajo de ‘solucionar’ por mí mismo aquello que no me dejaba en paz? No, el trabajo estaba más que bien hecho, incluso me sentía orgulloso de ello. ¿Debía publicar Los amores destrozados a como diera lugar? Tampoco, mi vida cotidiana, amén de ese tema, era fenomenal. La cosa no era por ahí. Se trataba de una espinita clavada en el día a día que venía de mi mundo inmediato y sólo se entreveraba de manera indirecta con ese viejo asunto de la novela que, como dije, ya tenía su propia forma, y su gestión o publicación final estaba en otra parte. Como siempre sucede con este tipo de cosas, todo se resolvería, de manera insospechada, en otro ámbito de la escritura.
Hacia finales de ese año escribí una larga carta dirigida a una persona bastante cercana que había ejercido todo tipo de influencias sobre mí desde hacía unos 30 años. Se supone que me zafaría y cerraría el ciclo con él mediante esa carta. En ésta le reprochaba que durante toda su vida profesional creyera tener la suficiente autoridad y transmitiera a las personas cercanas (discípulos, estudiantes, profesores bajo su mando, etcétera) que ir más allá en la literatura sólo se trataba de color local, de esfuerzo local, de complacencia y mediocridad local, y que eso estaba bien, pues eso es lo que hemos sido, lo que somos y lo que debemos tener: escritores de poco o ningún vuelo que escriben y publican obritas insustanciales. Naturalmente, él nunca lo expresó de esa manera, pero todo su actuar, sus estilemas y gesticulaciones, todo su ‘empuje’ y todo su pensar, desde hacía casi 60 años, se había movido en tales direcciones, acaso sin él mismo darse cuenta de ello. ¿En nombre de qué había operado este hombre durante toda su vida? ¿En nombre de la literatura colombiana o latinoamericana? ¿En nombre de su vanidad, o de las tres cosas? Me causaba escalofríos pensar que así hubiera sido, pues yo mismo parecía estar en un remolino de esa corriente acrítica, superficial, vana e intrascendente. Tal vez lo que me frenaba escribir aquella novela −por entonces la titulé Todo se destruye− era que no tenía ningún sentido seguir trabajando en una novela viciada desde hacía más de 30 años, una novela que sólo se sumaría al río de vanidad y basura que abarrota las mesitas y estanterías de las librerías nacionales. Más me valdría abandonar el proyecto, seguir escribiendo para mí mismo Memoria de un escritor ante la imposibilidad de escribir una novela, renunciar a la docencia y dedicarme a otra cosa, pues ya tampoco podría ejercer un magisterio con cuyos contenidos filosóficos, pedagógicos y programáticos no me sentía cómodo.
Un escritor que se respete no escribe por escribir, me dije.
Pero ¿en nombre de qué yo seguía trabajando y sintiendo ganas inmensas de escribir Todo se destruye, y esforzarme por elaborar un libro de tal calidad que se saliese de dicho cauce mediocre y tuviese una vida vigorosa, necesaria, llena de novedad y vitalidad inéditas? ¿Buscaba a través de este libro el éxito comercial? No, aunque no habría estado mal que alguien pagase por mi trabajo. ¿Quería diferenciarme de aquel grupo que rodeaba al destinatario de la carta antes mencionada y nunca enviada por temor a herir sus sentimientos? Literaria e intelectualmente, siempre lo he hecho: diferenciarme. ¿Mi pedantería me impelía a buscar reconocimiento y respeto social e intelectual? Sí: vanus, vanitas, vanitatis. Y sin embargo, había algo más. La historia me rondaba desde hacía años, ya tenía un nombre bien escogido para mi personaje, así como el escenario, la estructura, el lenguaje, el tono, el ritmo, en fin, todo. Desde muy adentro de mí la historia luchaba por salir. Es decir, yo quería escribir ese libro porque estaba actuando en nombre de la literatura y en nombre de mí mismo. ¿En nombre de cuál literatura yo pretendía actuar? No de la colombiana, en todo caso, aunque la novela fuera netamente colombiana en su asunto, lenguaje y demás. Y tampoco en nombre de la literatura latinoamericana ni hispanoamericana; eso siempre me ha tenido sin cuidado. Sino simplemente en nombre de la Literatura. Como escritor que pretende la universalidad pensar que se pertenece a una región o a otra es cosa del pasado, pues siempre se ha tratado de una función política de la literatura por la que no tengo mucho interés. Lo de la función política en estas latitudes es un problema que nació con la independencia del dominio español en las naciones latinoamericanas y caribeñas. Después con el Boom y el auge de la ‘globalización’ a partir de la década de 1990, ha perdido todo interés. La escritura creativa está más acá y más allá de la política. Lo que había de fondo es que con la escritura yo no sólo afianzaba la escritura ficcional como una herramienta autobiográfica para expresarme e intentar expulsar toda vanidad, sino porque la escritura en sí es un acto de modificación continua que, cuando busca de manera consistente su propia lógica interna y su propia verdad, es auténtica porque más que enunciar, narra las contingencias no solamente del ser, sino de quien escribe, lo que, a la hora de la verdad, es una búsqueda y un encuentro en simultánea con el ser mismo, con el humano y el ‘artista’, que son contingentes, cambiantes, evolutivos por siempre jamás. Es cuanto menos de sentido común pensar que, cuando el escritor busca permanentemente la mejor calidad de su escritura, cierta ‘perfección’, no sólo lo hace en el sentido de afinar sus técnicas, pues la escritura artística no es mera técnica, no la mera tékne, ‘fabricación eficaz’, en el sentido griego . Las historias, antes que el asunto o plot, cuentecillo o anécdota que se cuenta, están elaboradas con lenguaje, y todo lenguaje escrito es ficcional. Cuando la escritura se detiene, quiere decir que ha encontrado uno de sus sentidos, que es intentar convertirse en un universo autónomo, cerrado, conclusivo, que no admite ningún cambio y permanecerá así. Pero la escritura no se detiene, forma continuamente la identidad, da razón de ser y moldea la interioridad del escritor. Esto lo impulsa a seguir adelante por encima de cualquier circunstancia, y aún más allá de eso, es tal la potencialidad que en sí misma es la escritura y su necesidad de ser, que lucha por evolucionar, cambiar, salirse de los límites que imponen las formas dadas. En este caso, cuando la escritura es incapaz de detenerse porque implicaría frenar su evolución misma, ejerce plenamente lo que los griegos llamaban autopoiesis, una autopoiesis que es biunívoca. Es mi caso. Yo no podría seguir adelante escribiendo si no buscase la perfección literaria en sí misma (que poco tiene que ver con lo formal), y si no buscara mi razón de ser como persona.
Lo anterior sólo significa que la literatura se resuelve en el ámbito de la literatura. Lo que podría ser una tautología, pero no lo es. Y lo que es más, la escritura, sí o sí, se resuelve en el ámbito de la re-escritura. Sólo contados genios son capaces de escribir de manera irreversible y conclusiva un texto cualquiera de la extensión que sea (dos palabras como mínimo) de una sola sentada. Tres ejemplos que menciono en mi Topología del relato criminal (2023-2024), son Kafka, Walser y Beckett, en algunas de sus obras.
Tras todas esas evocaciones y pequeñas exploraciones metafísicas, queda por entrar ahora sí al dominio no lo bastante explorado de si un libro que ya ha sido publicado de manera ‘definitiva’, está terminado. Desde mi punto de vista, sólo unos pocos libros están escritos y publicados de manera definitiva; es decir, la mayoría están inacabados, aunque no lo parezcan. Esto sucede porque su autor fallece (Kafka, Flaubert, Dostoievski), sino, por la razón o por las razones que sean, quien escribe considera que es una obra consumada (sobran ejemplos), se ha hartado del trabajo arduo que significa escribir un buen libro o no tiene más qué decir (Kafka, Beckett, Rulfo, P. Roth), carece de fuerzas físicas y/o morales para continuar con el proyecto (Kafka, L. Sterne, Beckett, J. Roth, Proust, Hammett), subvalora (Kafka, Kawabata) o sobrevalora lo escrito (la gran mayoría de los escritores colombianos); prefiere escribir sólo comentarios y fragmentos de una obra que jamás tendrá lugar (Pasolini), o simplemente el autor no quiere o no puede re-escribir lo publicado porque considera que su libro está bien así, o lo deja por mera apatía o aburrimiento. Tampoco es común que un escritor o escritora reediten lo publicado tiempo atrás, menos si tiene aceptación y reconocimiento público; o mejor, los autores ampliamente reconocidos ni siquiera se plantean realizar una nueva versión o una re-edición del texto (una excepción es la Yourcenar). Pues en realidad se trata de eso, de eso, de re-editar, no de dar una nueva versión. Una versión es, en sentido estricto una exégesis, una traducción, una explicación, y lo que el escritor hace, cuando no reescribe el libro desde el principio, es tomar el texto, revisarlo, eliminar lo que no le parece, reelaborar párrafos o escribir párrafos o capítulos nuevos. Lo que, en suma, es una re-edición, no una versión. En el ámbito editorial común, hay una nueva edición cuando el libro ha sido modificado de tal manera que, si bien conserva su espíritu original, ya no es igual, de ninguna manera, a la edición primera, pues ha habido muchas páginas añadidas, suprimidas o retocadas. Y cuando hay ajustes mínimos, como corregir gazapos o erratas, o porque hay algún error o errores imperdonables, pero esencialmente el texto es el mismo, sin modificaciones apreciables, así se cambie la portada, se habla de reimpresión. De ahí que para el primer caso, la reedición, se necesite un nuevo ISBN, mientras que para el segundo caso, no.
Por el momento, dudo que vuelva a re-editar la mayoría de mis escritos ya publicados, pero lo cierto es que lo he hecho. El hombre que imagina (2011) se convirtió en La siciliana (2023), La mejor esquina (1991), no cambió de nombre, pero la reescribí en 2023. Olfato de perro (2011) la reedité y retitulé Cierta ira y cierta calma (2024). Para claridad del lector, aquí entiendo como sinónimos reeditar y reescribir, aunque en la práctica no sean exactamente lo mismo. E reescribir es dejar todo el texto archivado y empezar de nuevo. Hace unos años, quizá en 2019, propuse a dos de los coautores con que escribimos a tres manos un librito intentando analizar a Coetzee y su obra en 2011-2012, pero se negaron. Para ellos, el librito formaba parte de la historia y era un registro de nuestra manera, en esa época, de ver las cosas, además de que entraba en juego cierta abulia y cierto aburrimiento por parte de ellos de tener que volver a leer toda la obra de este autor. Yo había hecho una lectura de ese pequeño libro publicado y lo encontraba vergonzoso. Celebro que se haya perdido en el piélago de publicaciones pretenciosas y sin más valor que el sentimental, y me alegra que sólo esté en la memoria y en la biblioteca de muy pocas personas, que sé lo ven con benevolencia. Reescribir una obra que se supone cerrada por estar publicada, es admitir que la obra está llena de defectos, así como que, en su momento, el escritor fue incapaz de subsanarlos, por las razones que sean. Admitir que algo no está bien, es agachar un poco la cabeza con vergüenza por no haber trabajado con mejor inteligencia, emoción y mayor esmero, pero también es alzar la frente para decir que todo siempre puede mejorar, pues esencialmente todo ser humano, por no ser Dios, es imperfecto. ¿Por qué nos cuesta tanto trabajo admitirlo? Creer que lo escrito escrito está, es lo mismo que pensar que lo que hacemos con cierto esfuerzo es suficiente y no podemos ni queremos dar más, sino creer que todo tiempo pasado fue mejor, y no es así. Para Cézanne, un cuadro nunca se termina, simplemente se le abandona. Un pintor italiano famoso, no recuerdo cuál, solía entrar en los museos donde estaban sus obras y aprovechaba el descuido del guardia para retocar sus pinturas. En este sentido, uno podría pensar que la elaboración de una obra es infinita, y lo es, pues el pensamiento y el arte de donde proceden y hacia donde van sus materiales son infinitos. ¿O es que, ya que lo menciono, con el paso del tiempo la pintura de un cuadro no cambia? ¿Y qué decir del texto creativo que ha desarrollado su propia gramática y su propia semántica? El auctor nunca sabrá con exactitud de dónde viene su pasión por el texto, cuándo, cómo ni dónde acabará, pues los buenos textos suelen sobrevivir al autor. Así el escritor tenga uno, una docena o muchísimos libros escritos y publicados, vistos en conjunto estos libros siempre nos darán una idea más o menos precisa –pero siempre fragmentaria– del mundo narrativo del autor; es decir, de su arte, de su vida ordinaria y de su vida interior.
En el año 427 san Agustín comenzó a escribir sus conocidas Retractaciones, que son autobiográficas, como no podía ser de otra manera. Si bien en aquella época la ‘retractación’ se entendía como palinodia, una palabra que viene del griego compuesta de palin, nuevo, y ôide, canto; es decir, ‘canto nuevo’, san Agustín amplió su campo semántico, y ecdótico por añadidura, al comentar ‘sólo’ 93 de sus libros (no sus cartas, apologéticas, textos doctrinarios, misales y demás), para ampliar, precisar o aclarar pasajes y conceptos o reinterpretar la intención de algo escrito, destruyendo así las bases de la concepción de aquello de lo que la misma iglesia católica se ha ufanado y se ufana: ‘lo escrito escrito está’, para señalar lo sagrado (todo lo sagrado es perfecto, no admite enmienda) de la palabra divina en el Antiguo testamento. Queda claro entonces, por lo que acabo de decir, que San Agustín no reescribió ninguno de sus libros y sí más bien glosó sobre los mismos e introdujo notas, explicaciones o exégesis. Es evidente que, hacia el final de su vida, cuando contaba con 73 años y le quedaban sólo 3 de vida, san Agustín comprende que sus libros están lejos de ser perfectos, o mejor, de estar acabados, cerrados o definitivamente concluidos, lo que subraya la humildad del escritor y su alto sentido ético con respecto a lo escrito y a los destinatarios.
El concepto de que una narración sea conclusiva o no, proviene probablemente de la misma época de san Agustín, cuando tuvo lugar el tránsito del volumen o rollo de pergamino al libro o códex. La palabra ‘volumen’ en latín viene del verbo volvere, enrollar, dar vueltas. El rollo o volumen se tomaba sosteniendo el umbilicus o cilindro de madera o marfil con la mano izquierda y se desenrollaba con la derecha para leer de manera continua. Del volumen se pasa al códex o formato de libro como lo conocemos hoy. Tanto en el volumen como en el libro se cambia la noción de lo escrito. Si en el primero corresponde a la lectura mítica e invita a introducirse en el tiempo cíclico o sagrado, en el segundo se invita a seguir el tiempo laico o medible en línea recta horizontal. Pero también cambia la manera como se piensa el libro y como se lee. En un volumen, al ser enrollable, al escribir se debe tener el máximo cuidado de no cometer errores y de buscar la perfección (lo que es una imitación de Dios, que creó un mundo naturalmente perfecto en sus ínfimos detalles, sin hacer borradores, sin dejar fragmentos, sin re-elaborar nada: todo salió de la nada perfectamente hecho… hasta que tuvo lugar el pecado original), pues buscar y corregir un pasaje era supremamente dispendioso. Ese es el origen del palimpsesto. En cambio, en el formato de libro como lo conocemos hoy, al ser lineal, me puedo devolver linealmente, glosar sobre un párrafo, palabra u oración o sustituir una hoja. Pero el libro también representa la escritura como forma conclusiva al encerrar en el margen determinado de una página una cierta cantidad de texto aislado –no continuo–, pues cada página en sí misma es limitada y conclusiva por mucho que el autor desee atiborrar sus márgenes con comentarios o notas. Haga lo que haga algún crítico, siempre estará limitado por los bordes de la hoja, y bien tendrá que hacer lo de muchos autores, como Proust, que escribía y rellenaba hojas sueltas, sí, pero luego las pegaba en el orden que le parecía, muchas veces de manera continua como un papiro. Todas los retratos de san Agustín, con excepción del pintor barroco Gérard Seghers que lo pinta con un libro códex y un volumen abierto, ilustran, al mismo tiempo, el tránsito que menciono y el carácter abierto que tenía este patrono con los textos.
Sin embargo, que página (v. latino pangere, trabar, ensamblar, ligar, atar, y se refiere a los cuadernillos de doble hoja doblados) en sí misma sea limitada, y que al tiempo esté ligada a otras y proporcione de inmediato solución de continuidad temporal, de lecturabilidad y avance temporal, pone en tela de juicio la noción misma de ‘forma conclusiva’. Lo que sucede es que cuando se cierra el libro, finaliza bien o mal, la narración que tenía lugar y queda encerrada entre las tapas de manera conclusiva. No importa si hay un segundo y un tercer o cuarto tomo que tratan o no del mismo asunto. Importa que lo que está contenido allí, haya fijado un campo semántico y narrativo tal que no puede escapar de sí mismo y contiene su propia verdad. Que un autor considere o no que su libro está ‘terminado’, obedece a razones extrínsecas e intrínsecas como las mencionadas arriba.
No necesito evocar más razones para ‘justificar’ que en mis libros que he reeditado hay razón de ser. La tienen per se. El arte de elaborar un texto no requiere de ninguna justificación moral o ética ni mucho menos económica, pues son una expresión que va más allá de la existencia social o familiar del auctor y sigue sus propias reglas. Las reglas en sí de un texto autónomo, que no intenta imitar a nadie sino a sí mismo, las dicta el propio texto. Y no puede ser de otra manera: toda escritura es autobiográfica, los personajes y situaciones son ficticias y en esa medida se justifican a sí mismas, sólo tienen un valor estético y narrativo, no más. Alguien podría decir que la Historia, por ejemplo, no es ninguna ficción. Yo sólo tendría que responder a esa objeción que la Historia del mundo está hecha de fragmentos, por eso los investigadores concienzudos, gracias a los usos tecnológicos que cada época ha puesto a su disposición, hacen rectificaciones y reescrituras de manera continua. Así mismo la Historia en sus metodologías procede por aproximaciones sucesivas, y la Historia es el ejemplo por excelencia de lo inacabado (Ginzburg, Zemon Davis), y todo lo inacabado es una interpretación, una exégesis, una ‘retractación’, en palabras de san Agustín.
Tenemos que investigar ahora, así sea de manera no conclusiva, qué es un fragmento y si el texto publicado de manera ‘definitiva’ lo sería. Todo el mundo sabe qué es un fragmento y, en sentido lato, una narración publicada. Por ejemplo, se podría pensar que una novela publicada de la extensión que sea, no es un fragmento. Pero de acuerdo con lo que he dicho, si la obra es susceptible de ser mejorada (no necesariamente cambiada), podría significar que simplemente es parte de un todo y en sí se trata sólo de un fragmento de un texto mayor. Se podría argumentar que un escritor cuya obra narrativa es consistente en sus temáticas, estilo, atmósferas, lenguaje, etcétera, que publica y no rehace, y no sólo escribe narrativa sino periodismo y aparte de eso hace crítica de cine, escribe guiones cinematográficos e incluso sus Memorias, como García Márquez, tiene una obra al mismo tiempo diversa y acabada y nunca necesitó, repito, rehacer nada. ¿Por qué? Porque consideraba que lo escrito escrito está y que una vez se publica el libro éste ya no le pertenece a él sino al lector y debe encontrar su lugar en el mundo, un mundo al que, como su autor, sale ‘en busca de amigos’. De hecho, García Márquez, lo dijo en muchos escritos y entrevistas, nunca volvía a leer sus libros ya publicados, no le veía el sentido, lo que se corresponde con una idea, decimonónica, por cierto, del libro y la lectura. Pero, la pregunta obligada es: ¿no habría sido mejor que sí lo hubiera hecho? En su largo repertorio, como sucede con todos los escritores que escriben y publican mucho, hay libros deplorables, libros que no debió publicar o que debió rehacer. ¿Por qué? Lo irregular y lo imperfecto, ¿no es una característica del ser humano? Claro que sí, lo acabo de decir. Pero si vemos las cosas de ese modo estaríamos en frente de una aporía justificativa. ¿No sería mejor admitir de una vez que cuando una obra publicada es pobre, lo mejor es rehacerla o simplemente desecharla? Si se desecha, quiere decir que, si bien hubo un antes, un ahora y un después de la obra en la vida literaria del auctor, fue un intento fallido por elaborar una obra de valía; si no se deshecha y se rehace hasta que colma las expectativas del autor –no necesariamente del público, no siempre coinciden–, significa que se convierte en un fragmento del universo narrativo del escritor que se inserta y se articula con sus propias soluciones de continuidad a otras obras que podrían ser de diversa índole o que dan continuidad a una intención narrativa, como la obra de Balzac, La comedia humana: quedaron inacabadas 50 de las 137 obras planeadas. Un fragmento tiene valor intrínseco sí y sólo sí es capaz de generar soluciones de continuidad narrativa y de articularse a la lógica interna de otros fragmentos. En la academia se enseña la hipertextualidad y la metaficción en sus diversas formas. La metaficción y la hipertextualidad son calidoscopios de fragmentos ordenados de acuerdo a una lógica que obedece siempre al sentido del texto sin importar el orden ni el sitio que ocupe dicho fragmento en la plantilla macro de la página, ya sea física o virtual. Siguiendo este razonamiento, Tierras de poniente de John Coetzee, por ejemplo, ¿es una metaficción? Claro que sí. Y yendo más lejos, con su obra, ¿a Coetzee le pasa lo mismo que le sucedió a García Márquez? Por supuesto. No hay duda de ello: hay novelas que no debió publicar jamás. Pero, se dirá todavía, ¿es que todo lo que publica un escritor debe ser perfecto? Eso no requiere ninguna discusión: sí. Aunque la perfección no exista. Aquí entra de nuevo lo que mencionaba arriba: el escritor se debe éticamente al público y no debe, así sea un buen negocio económico, publicar nada que no esté a la altura de sus mejores obras, lo que también es relativo, pues, ¿quién juzga eso? Volvemos de nuevo al asunto del editor. Un editor que se precie de serlo –en los 30 años que he ejercido el oficio no he conocido nunca a un verdadero editor vivo– es capaz de ver el valor de un texto y sugerir mejoras al escritor. ¿Qué habría sido de R. Carver no haber tenido a un cuestionado editor como G. Lish, ah? Estoy seguro de que Carver no existiría o sería considerado como un escritor de segunda. Por mi parte, celebro que hubiese un editor como Lish: todo un sargento.
Desde el fallecimiento hace exactamente 100 años (3 de junio) su editor y ejecutor testamentario, Max Brod y todos los destinatarios de su obra y editores que han seguido hasta el día de hoy, se han dedicado a dar a conocer al mundo la obra de Kafka. Es probable que Kafka sea uno de los escritores más conocidos y respetados del siglo xx y del xxi gracias a aquella ingente labor. Cuando yo comencé a leerlo a principios de 1980, sólo tenía a la mano traducciones espurias y muchísimas ediciones piratas, pocas ediciones serias y algún que otro tomito de cartas a sus amantes. En esa época tuve acceso, en la biblioteca Luis Ángel Arango, la mayor en esos días, a la edición de Galaxia Gutenberg (1981), que era la que valía la pena. Ya con esta edición seria, se comenzó a hacer un trabajo filológico de la obra de nuestro querido autor, y en esa y en las décadas siguientes comenzamos a ver que, periódicamente, se encontraban y se subastaban diversos materiales perdidos bien sea por acción de los nazis, porque estaban traspapelados o porque algún tenedor decidió vender su tesoro –incluida la biblioteca personal–, subastas que por fortuna han acabado en una editorial y tratadas como debe ser, como es el caso de la última publicación de Galaxia Gutenberg Cartas 1914-1920, recién ahora, en 2024, bajo la dirección de Jordi Llovet y la rigurosa edición crítica de los kafkólogos Hans-Gerd Koch e Ignacio Echavarría. Si en algo puedo estar de acuerdo con los editores de Kafka, es que su obra, a lo largo de estos 100 años, e incluso desde la primera publicación que hizo en vida en 1911, ha sido presentada y leída de manera fragmentaria. Es posible, por mucho que en los años sucesivos se publiquen las cartas, para acabar ya con la serie, 1920-1924, que se encuentren otros materiales. No sería raro, pues en 2001 la Fundación Porsche adquirió la biblioteca de Kafka por 135.000 dólares a Herbert Blank, un anticuario de Stuttgart, famoso también por haber elaborado a lo largo de su vida más de 50 catálogos de personajes importantes como Fichte, Goethe, Benjamin y Jünger, y donó 500 libros a la Sociedad Franz Kafka de Praga. E insisto con el deseo: ¿quién dice que hoy no se encuentren textos aún inéditos? Esto indica que nunca podremos leer a Kafka en su totalidad. Kafka jamás tuvo el éxito editorial que deseaba, que no iba más allá de querer ganar lo suficiente para vivir decorosamente, no de convertirse en un escritor millonario. El método de trabajo de Kafka era el de pulir y trabajar un texto hasta que estuviera completamente seguro de lo que quería expresar, aunque algunos textos fueron escritos de una sentada; los Diarios y cartas dan cuenta de ello. ¿Por qué de Kafka siempre algo se nos escapa a pesar de la gran cantidad de material suyo que hoy poseemos? Y, por el contrario, ¿por qué de autores que tienen su obra publicada y completa, como García Márquez (ya no daba más), y que leemos como una obra cerrada, clausurada, no-fragmentaria, y por mucho que se publique de manera espuria una obra que jamás debió ver la luz, como En agosto nos vemos, simplemente y hasta el hastío ya sabemos de qué va la cosa?
Sin embargo, no sobra subrayar que únicamente el autor decide cuándo da por terminada, concluida y finalizada una obra –no sus herederos–, al punto de no querer modificar en reimpresiones futuras ‘ni una sola coma’, lo que al final del día es prepotencia. Es probable que el autor tenga la excepcional y rarísima suerte de contar con un verdadero editor que sepa decirle cuándo la obra está lista para ser publicada, no simplemente para ser vendida. A lo mejor parte del asunto sea ése y es bueno remarcarlo: que ya no existen editores de Literatura, sino ‘editores’ de libros sin importancia.
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