Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2024
Páginas: 16
Palabras: 5.280
Idioma: Español
Género: Ensayo
Subgénero: Ensayo literario
Temas: escritura literaria | creatividad | creatividad literaria | desprendimiento | catarsis literaria
Ideas generadoras del ensayo: Tras el fallecimiento de la madre de mi mujer en abril de 2023 , quedó algo más de un millar (no los conté) de libros, folletos, guías turísticas sobre todo de ciudades europeas y colombianas en español, francés, inglés y alemán, los idiomas que ella dominaba. Libros y revistas incluso guías de la naturaleza (aves, ríos, mares, plantas, en fin) y libros de arte empastados en formato de lujo, estudios universitarios sobre temas variados como de artesanía y libros de literatura universal. La mayor parte de la colección estaba conformada por libros editados en los siglos xix y xx, de modo que, en el ámbito del mercado del libro en Bogotá, se les considera ‘libros viejos’, libros que nadie compra, pues no hay mercado para eso. Pero también había otros libros considerados por sus descendientes como ‘patrimonio’; es decir, libros que por su valor singular, por ser ediciones numeradas, firmadas por su autor, editadas en el siglo xix o primera mitad del siglo xx y/o pertenecientes a algún familiar que desempeñó un papel importante en la cultura nacional al hacer aportes en diversos ámbitos (sociológicos, etnográfico, antropológicos, de geografía e historia natural, educativos, mineralógicos, literarios, etcétera), fueron conservados. Los libros considerados ‘viejos’ (en teoría los buenos libros no envejecen), fueron destinados a la venta para segundas. Pero los ‘libreros’ y ‘anticuarios’ convocados poco o nada se interesaron en ellos. Tampoco, asimismo, por las ediciones y por estar en otros idiomas, fue posible hacer donaciones a entidades educativas. Escribo entre comillas ‘libreros’, ‘anticuarios’, porque en realidad no lo son, no merecen tales apelativos. En últimas, después de un año de trasegar por ese submundo de vulgares mercachifles de libros al uso, y por obvias necesidades de desocupar ya el apartamento, se tomó la dolorosa determinación de venderlos por su peso, es decir, como reciclaje. Yo mismo me ofrecí a hacerlo en compañía de mi mujer. Fin de esa historia.
Con la determinación de mi mujer y mía de irnos de la ciudad por un tiempo prolongado, yo también empecé a sacar libros de mi biblioteca ya leídos. Pensé en regalarlos a familiares y amigos, y lo que quedara, como la gran mayoría son clásicos de la literatura, la filosofía, la antropología, etcétera) por diversas razones (ya no me decía nada ese autor (a), no me gustaba la edición o la traducción, estaba muy trajinado) y sólo quería quedarme con no más 200, de los más de 800 que tenía. En esa tarea, me topé con los manuscritos de mi obra literaria que venía cargando desde hacía más de 30 años. Decidí que era el momento de poner en práctica lo que he pregonado desde 2004, tras mi regreso de la selva amazónica, y que reafirmé a mi regreso de visitar a mi hijo en Nueva Zelanda: lo que realmente importa no son las cosas materiales que uno tiene, por muy preciadas que pudieran ser, importa lo que llevo dentro. Y si esto es así, no debo acumular nada; al contrario, para ir lejos, más lejos, física, artística, emocional e intelectualmente, debo confiar en lo que llevo dentro. Si no, ¿de qué serviría haber leído miles de libros a lo largo de más de 50 años?
Como penúltimo comentario, debo decir que se pasó por la cabeza vender cinco cajas de papel (los manuscritos) como reciclaje. Claramente no lo hice porque no habría hecho la catarsis de manera adecuada, y porque no existe acto más diáfano que la quema, que la destrucción por el fuego, de una parte esencial del pasado. El 20 de abril último, gracias al fuego me liberé de millones de palabras impresas que escribí durante unos 30 años, desde que regalé mi antigua máquina de escribir Underwood modelo 1936, hasta aquellas que escribí en mi computador un terabyte de memoria.
Estos razonamientos finales, no son más que un corolario a lo que una vez dijo mi mujer cuando la conocí: “Viajero, ve ligero de equipaje. Sólo has de viajar con lo que llevas dentro”.
Palabras clave: escritura literaria | creatividad | oralidad | autenticidad
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Por Germán Gaviria Álvarez
Varias veces me han preguntado, en diversas circunstancias y variadas personas, cuándo comencé a escribir. Ha sido una pregunta abierta, pues he escrito ensayo, no poesía, narrativa y crónica, y sobre diversas materias cuando fui editor de libros científicos, técnicos y literarios, así como de revistas de didáctica, teoría pedagógica y otras materias. El ejercicio de escribir para expresar lo que se lleva dentro, es un valor en sí mismo y a la hora de la verdad parece ser que el género no importa. El escritor de ficción, cuando quiere hacer literatura, no piensa demasiado en el género. Lo que importa, de acuerdo con la pregunta, es cuándo empecé a escribir de manera ‘autónoma’ lo que tenía en mi interior; es decir, cuándo principié a ‘hacer literatura’. Pero esto último sigue siendo una generalidad, pues, ¿qué es hacer literatura? Y, ¿de qué se trata la autonomía literaria? Para no enfrascarme en discusiones semánticas ni conceptuales que no vienen al caso, para mí hacer literatura autónoma no es simplemente escribir un no poema, un texto narrativo o un ensayo. Es, a partir del talento (entendido como una capacidad innata) y de un pensamiento racional (formal) e intuitivo (emocional, sentimental, experiencial, vivencial) que se han ido refinando a lo largo de años es, repito, llegar al punto en que las narrativas fluyan dentro de mí, se expresan a través de mí, sin que yo mismo racionalmente intervenga. ¿Y de dónde salen esas ‘narrativas para que fluyan de mí’ a la página en blanco? Pues de mí, ¿de dónde más? De mi experiencia de vida, de todo lo que he vivido y dejado de vivir, pues todo ello es susceptible de ser convertido en un texto, y en mi caso, en un texto narrativo, de orden ficcional y no ficcional. A lo largo de los años, a punta de vigilarme, he entendido que carezco de la imaginación suficiente para inventarme una historia ajena a mi experiencia vital, de ahí que desde que lo descubrí, venga afirmando cada vez con mayor énfasis la sentencia de Parménides según la cual nada sale de la nada, lo que para mí viene a ser que toda escritura auténtica (no imitativa) es autónoma y autobiográfica. La única diferencia entre un escritor de ficción y otro, es la habilidad y la intención que cada uno tenga para esconderse o mostrarse al público a través de las palabras. Es todo. Por lo demás, no temo recalcar, echado mano de mi larga experiencia como editor y corrector de estilo de diversas materias fácticas y no fácticas, que, en últimas, toda escritura es autobiográfica, incluidos los artículos científicos y técnicos a cuatro, a seis o a ocho manos: incluso en esos textos subyace el ego de quienes los escribieron, así pretendan esconderse tras un lenguaje ‘neutro’, ‘demostrativo, argumentativo o verdadero, estándar, etcétera’. Pero esa también es otra historia y me estoy saliendo del tema.
Los recuerdos más lejanos de mis primeros escritos ficcionales y poéticos provienen de mi infancia en la primaria, cuando sacaba palabras que yo consideraba raras del Larousse que había en la precaria biblioteca de la escuela, libro que ejercía sobre mí una influencia tan poderosa que tenía que consultarlo todos los días para calmar mi creciente manía de hacer jueguecitos de palabras. De esa época a hoy han pasado algo más de 50 años. No tengo idea de cuántos cuadernos, libretas, libreticas, fólderes, blocks, hojas blancas o beige, ralladas o cuadriculadas, de papel ordinario o fino llené cuidando la ortografía y la buena letra, aunque creo que ésta última nunca la he tenido. También gasté ingentes resmas de papel tamaño carta blanco y litros de tinta en mis primeros escritos, pues mi hermano, a mediados de la década de 1970, comenzó a trabajar como técnico especializado para la NCR (National Cash Register Co., comprada por la tecnológica AT&T en 1991) arreglando máquinas bancarias de contabilidad y de escribir, y me consiguió una de escribir Underwood modelo 1936. Fue hacia el final del bachillerato cuando empecé no solo a entregar los trabajos del colegio a máquina, sino a pasar en limpio lo que tenía escrito de manera dispersa. De modo que, en mi caso, la Underwood vino a organizar el caos de libretas, cuadernos y hojas sueltas que cargaba celosamente en la maleta con cuentos y poemas y anotaciones personales, y poco a poco no sólo aprendí por mí mismo a ser más riguroso, sino a llenar hojas y hojas de papel tamaño carta. Lo que pasó es que le cogí mucho cariño a esa máquina y la usé durante unos 20 años, hasta cuando conseguí un computador de segunda mano, y como era de esperar, no me deshice de esa máquina sino a finales de la década de 1990, cuando uno de mis sobrinos, por razones puramente románticas, la quiso para adornar el lugar en donde vivía. De modo que mi primer desprendimiento físico de algo que consideraba íntimamente mío porque me servía para expresarme, antes que de cualquier manuscrito o versión x de un texto trabajado una y otra vez, fue la Underwood 1936. También tuve en esa época una máquina de escribir moderna, metálica y liviana, una Corona portátil color verde manzana, que ayudó a desplazar la Underwood. Lo cierto es que escribir en máquina análoga es una experiencia muy distinta a la del computador, pero también creo que, a la hora de la verdad, lo que a mí me interesa no es el medio para escribir, sino escribir, pues al fin y al cabo hoy escribo en portátil y me encanta. Es más, ha habido tal compenetración entre el portátil y yo, que razono, estructuro y escribo ficción mejor que a mano. Fueron incalculables las resmas de papel que acabaron en la basura por mi insoslayable manía de la perfección de la página escrita. Me alegra que esos tiempos hayan pasado; hoy ya no me agrada tener los dedos manchados de tinta. No solo los sistemas de registro literario evolucionan, la escritura también lo hace todos los días, no sólo por el abrumador despliegue de lenguajes que ha habido después de la Segunda Guerra Mundial, sino porque las estructuras mismas de las gramáticas, la semántica y la semiótica se han complejizado de tal modo que estar al día es casi imposible. A pesar de ello, se necesita de un dominio absoluto o casi de todas las variantes para elaborar una ficción ‘atemporal’, de ahí que apenas unos pocos lo hayan logrado.
No sé si durante esos, digamos, primeros 20 años de trabajo en la Underwood escribí ‘literatura’. Pongo entre comillas la palabra ‘literatura’ porque no estoy tan seguro de que lo fuera. Si de algo he sido consciente desde que entré en la adultez, es que como no soy ningún genio ni nada por el estilo y soy una persona corriente, debo esforzarme el doble o el triple que los demás para lograr hacer escrito legible. Esforzarme ha significado siempre emplear largas horas de trabajo, trasegar páginas, dejarlas reposar un tiempo y luego revisarlas de nuevo para ver si he avanzado en algo en el arte de escribir una historia (un no poema o un ensayo). De ahí el volumen absurdo de versiones de un original. Pero saber si un escrito es bueno, regular o malo, ha sido muy difícil, pues, ¿uno cómo puede valorar eso? ¿Cómo saber, por ejemplo, si ese cuento de 10 p. que escribí hace un mes o dos o tres meses, vale la pena? ¿Es decir, si es o no literatura y no mera imitación de algún autor que aprecio de manera superlativa? Es casi imposible saberlo, a menos que uno sea capaz de tomar la suficiente distancia para verlo de manera completamente desapasionada, pues el gran problema del escritor es el narcisismo; o mejor, la pasión desmedida por sí mismo y sus escritos. Lo que funciona relativamente bien, es dejar reposar el texto durante varios meses, investigar si alguien más ha escrito algo así y comparar, de esta manera uno puede detectar cabalmente la lógica interna del relato, pues en últimas se trata de eso, de lógica interna, no interesa ni cinco que la gramática se haya ido al demonio; es más, es necesario mandarla al demonio y hacer una nueva. Una lógica interna que ha brotado a través del escritor y se ha expresado a través de una estructura de lenguaje propia. Pero para poder hacer esas maravillas se necesita estar siempre alerta no sólo a lo ya producido, y más aún a lo nuevo, para aprender a ver con inteligencia, frialdad y de manera humilde y desapasionada lo escrito. Pero, ¿cómo hacerlo si quienes escribimos nos sentimos superiores a los demás, más inteligentes, sensibles, imaginativos, originales y listos? ¿Cómo dejar de lado la egolatría y toda prepotencia ignorante? Debo confesar con vergüenza que yo padecí de egolatría y prepotencia ignaras y, estoy seguro, aparte de la ingenuidad, fue lo que más daño le hizo a lo que por entonces deseaba hacer. Pues resultó que cuanto escribía, por falta de vigilarme más a mí mismo, no fui lo suficientemente consciente de que estaba imitando a mis escritores favoritos, no era yo. Sólo raras veces logré ser yo y alcancé a escribir algunas buenas páginas que no tenían ninguna deuda con nadie, no de manera consciente ni por afinidad mimética. Sin embargo, como un mulo, seguía delante de manera apasionada. Seguía escribiendo y llenando resmas y resmas de papel año tras año, casi de manera obtusa, pero llena de empeño y buena voluntad, pero, a la hora de la verdad, ¿qué tipo de escritura era? Pura imitación de Cortázar, de Rulfo, de Monterroso, de Kafka (¡¡ay!!), de Faulkner, de Borges, de Böll, de De Quincey, de Robbe Grillet, de Woolf, de Sartre, de Hamsun, etcétera. No había más que abrir cualesquiera de esos libros míos anillados de 100, 300 o 400 pp., echar una hojeada en algún pasaje y encontrar la falsificación. Sí, ahí estaban esos autores agazapados o descaradamente imitados, a veces lo bastante invisibles para que los no enterados creyeran que mis escritos valían la pena y yo era… ¿no es vergonzoso? Yo no tenía ningún derecho de arrojar al mundo esas imitaciones, y menos esas imitaciones mediocres que desde el nacimiento mismo eran cosas repugnantes. Los árboles torcidos se cortan por la base, dice un proverbio zen, pero entonces no supe aplicarlo. Y saber que a tantos ‘amigos’ y gente dizque enterada de la cosa literaria tales engendros les parecían buenos. En la distancia, hoy produce risa y escalofríos. Lo imperdonable es que, al día de hoy, no sé si lo decían por ignorancia, complacencia o maldad. Sí, maldad, pues ¿no es más fácil decirle a un tonto que es listo para que siga siendo tonto? Sin embargo, creo que no había maldad, todos son muy buenas personas, aunque ya no sea amigo de ninguno de ellos. Lo que había era facilismo, amiguismo, narcisismo, parroquianismo, imitación trasnochada de personajes y grupos literarios relevantes de otros países (Argentina, Francia, México) y franca ignorancia. Lo triste es que la ignorancia narcisista puede hacer más daño que la maldad. A modo de anécdota, tuve una amiga muy lista y muy talentosa, con buena formación académica, profesora de Los Andes, que no toleraba ni admitía absolutamente ningún comentario crítico de sus escritos. Es una lástima que, por estos días, hace tres años, se haya suicidado, pues a lo mejor habría logrado un lugar de importancia en la escena literaria local o a mediano plazo una silla en la Academia de la lengua. Además, si algo he aprendido en todos estos años es que, así como la música es más importante que la literatura, según dijo Cortázar, parafraseo diciendo que, si bien la vida es más importante que la literatura, aún la vida es más importante que la música.
Cuando resolví irme de la casa de mi madre porque deseaba tomar las riendas de mi vida sin intervención de mi familia, hice una hoguera en el antejardín y quemé casi todos los manuscritos que tenía. O mejor, quemé la gran mayoría de versiones a máquina que consideraba agua pasada. Por esa época todavía escribía en blocks de papel periódico tamaño carta u oficio y luego pasaba a máquina; era el método, una especie de ‘método lápiz’ (lápiz súper afilado, letra casi ilegible de lo pequeña) ‒así lo llamó R. Walser cuando estuvo voluntariamente internado en el sanatorio mental de Herisau al este de Zúrich‒, sin yo siquiera saberlo. Por entonces no solía tomar apuntes en libretas y sí más bien dedicaba largas horas a esos blocks, los que sí eran verdaderos manuscritos, así que los llevé todos, seis o siete, así como la última versión a máquina de mi primera novela escrita en 1986, cuando trabajaba para una universidad. Se trataba de mi primera obra de cierta extensión (119 p. a un espacio en papel de 90 g., fuente de 11 puntos), Significaciones, que se concretaba en un mamotreto y ya por derecho propio parecía reclamar una buena edición y una portada de revista. Pero, ¿qué encontré el 20 de abril último, el día de la quema final, en esa primera versión en máquina Underwood cuando se apoderó de mí la pasión pirómana por tantas versiones pasadas de otras obras? Ahora mismo tengo esa novela sobre mi escritorio y la he leído de una sentada, no sin esfuerzo. ¿Es una novela? ¿No se supone que una novela comienza a serlo cuando justamente deja de serlo? Esto último no es más que un tonto juego de palabras, del mismo modo que Significaciones es un monstruoso malabar de palabras. Es un fallido experimento lingüístico y un regodeo verbal, en el 95% de las páginas. Lo interesante de ese engendro, es que muestra mi clara vocación por el lenguaje, por la desestructuración gramatical y textual, por la intimidad y la densidad narrativa, por el diálogo vivencial antes que experiencial, y por los dos grandes temas locales: el amor y la violencia. Es decir, el discurso y la temática ya estaban allí bien enlazados. Pero esto no fue suficiente. Significaciones no es una novela, por supuesto, pero es un buen intento para alguien que no tenía idea de escribir un libro. Pues se trataba de eso. En ese momento yo venía del mundo de la química y de la filosofía de la ciencia y leía sin orden ni concierto literatura de manera intuitiva, no sistemática y sin ninguna guía. Un buen libro conduce a otro libro, me decía. Si, por ejemplo, Kafka le enviaba a Felice un ejemplar de La educación sentimental de Flaubert, pues yo iba inmediatamente y me hacía con esa lectura a como diera lugar. Eso se convirtió en manía. Hoy, es puro romanticismo y puro afán filológico-narcisista conservar Significaciones. Más temprano que tarde el fuego, antes que el olvido, la convertirá en ceniza, como debe ser.
Mas, ¿qué me llevé de la casa de mi madre esa tarde soleada de sábado luego de que una dramática hoguera pública consumiera todo aquello? Pues aparte de lo que acabo de mencionar, algo de ropa (nunca he tenido mucha), y la súper pesada Underwood que me regalara mi hermano, así como mi incipiente biblioteca, nada más. Vista ahora aquella quema, no puedo dejar de pensar que, al hacerla pública no sólo hice pública una ruptura familiar y creativa, sino que también cometí un acto de rebeldía pública, y más que eso, reafirmé mi autonomía como escritor que ya había escrito una novela y numerosos cuentos y no poesías, trabajos que también, en algún momento, deberían ser públicos. ¿No son curiosas las interpretaciones que le damos a nuestro pasado cuando actuamos en el presente de manera similar al de una época lejana de nuestras vidas? La quema del 20 de abril pasado que pretendía ser privada, acabó siendo pública, al punto de que uno de mis concuñados me envió un mensaje en el que decía: “No vaya a quemar sus manuscritos!!!” Lo que sucedió es que era tal el volumen de libros empastados y anillados que, por mucho que mi mujer (mucho después que yo) y yo empezáramos como a las seis de la tarde a echar a la chimenea las primeras páginas y nos acostáramos hacia las dos de la mañana, quedó tal cantidad que llenó la gran batea de bronce de la leña de la sala y aún dos recipientes más.
Y allá sigue. Quien vaya, puede libre y gozosamente arrugar cada hoja y hacer que sirva de combustible. No se me escapa que, en cierto sentido, esta es una autoflagelación, pero he pensado esta semana, ¿no es necesario también darse duro para romper con prácticas retardatarias como no dejar ciertas partes del pasado queden definitivamente atrás? O, ¿no es mejor que el olvido forme parte de una memoria que es consciente de sus fracasos y de sus avances, memoria que sólo tiene sentido porque ha olvidado lo que ya no es? Para dar un ejemplo, volvamos a Significaciones. Si yo quisiera, podría coger ese manuscrito y recuperar el tema y las historias narradas, en fin, lo que parece valioso, y sentarme a elaborar una nueva versión. He dicho en otro escrito a propósito de La siciliana, que la escritura está viva y evoluciona. Entonces alguien que haya leído ese escrito dirá: si convirtió El hombre que imagina (2011) en La siciliana (2023), ¿por qué ahora no hace lo mismo y convierte Significaciones en algo mejor, no dice que tiene la suficiente experiencia, no afirma que la escritura está viva? Simple: porque no deseo hacerlo. ¿Por qué? ¿Qué implicaría retomar aquellos textos que escribí hace 38 años? Para empezar, la esencia de las historias que inspiraron esa novela, hoy me parece ingenua, y el lenguaje por el que viajaron a través de mí ya no me dice absolutamente nada. Ya nada de lo anterior es: es olvido que forma parte central de la memoria. Si bien en esa novela hay un desaforado despliegue verbal, que a su vez es un tema poderoso en la narrativa o diégesis misma, ya no utilizo el lenguaje de esa manera. No me interesa porque no sólo otros ya lo han hecho un millón de veces mejor que yo (Joyce, en Finnegans wake, ¡1939! ¡Hace más de 80 años!, por ejemplo). Además, esas mismas temáticas ‒el amor pasional, la violencia‒ las he venido refinando en otras novelas. Como cosa extraña, en la literatura como en las artes en general existe el ‘ahí’ filosófico, según el cual, ‘el estado de ánimo inaugura el espacio del ahí que inunda la consciencia y tiene que estar previamente dado para que pueda comenzar en general un trabajo tematizante y discursivo’ (Han, 2021, p. 44); es decir, ese ahí es único e irrepetible y sí y sólo sí en ese momento es posible que cierta escritura y cierto modo de ser del texto (tono, ritmo) tengan lugar, pues el estado de ánimo del escritor, yo, ha inundado sólo en un momento determinado hace 38 años mi consciencia y mi habilidad escritural, tematizante y discursiva. Y, ¿entonces qué pasó con El hombre que imagina y La siciliana? Hubo un proceso distinto. Haciendo la quemazón de versiones, encontré unas 12, pero yo había contabilizado 7; o sea, trabajé y trabajé en la escritura de esa novela de manera continua durante años, siempre más o menos con la misma idea temática y discursiva (estética). De Significaciones sólo hice una, una y nada más una versión. Alguien podría decir que, justo por eso, no debería quemarla. Y yo respondería: sería como seguir enamorado de aquella niña (del colegio femenino) de cabellos negros y ensortijados que conocí un día, 50 años atrás, yendo del colegio (de varones) a mi casa, y aún esperar algo de ella. En cambio, sí puedo esperar algo del recuerdo en sí, de lo que ya no es, que es fundamento de la memoria.
Que echase al fuego el trabajo ‘literario’ los años mozos, como se dice, y me fuera del nido materno tenía una significación que ya es obvia. Para mí fue determinante porque no sólo rompía el cordón umbilical, sino que me lanzaba a una vida nueva con un fortalecido modo de pensar y de escribir, de ser yo mismo y de buscar nuevos horizontes. Era entonces, en su máxima expresión, el anhelo de lo distinto. Creí entonces que tenía toda la fuerza del mundo para hacerlo. Lo que resultó después fue que se presentaron otras dificultades, y eso de sentarse a escribir durante horas para logar algo coherente no fue fácil; al contrario, desde entonces cada vez ha sido mucho más difícil. Lo único cierto es que había dejado atrás unas formas, una estética, una psicología y unas prácticas que, o bien ya no me pertenecían, o ya no me decían nada, ya no eran, pues se habían vaciado de cierto contenido esencial y se llenaba de otros. ¿Cuáles?
Así comencé, sin calcularlo, un nuevo archivo. Yo, seguía escribiendo mucho, con pasión y cierta prepotencia porque alguna que otra persona sabía quién era yo y le gustaba lo que había escrito. ¡Ay! ¡Un pichoncito de escritor que a duras penas tenía un puñado de textos medio interesantes! ¡Nada más! ¿No es el colmo de la vanidad y de la estupidez envanecerse con semejante morralla? Durante la década de 1990 en varias ocasiones cambié de domicilio. Y en cada cambio, no sólo empacaba mi creciente biblioteca, ya de varios miles de ejemplares, sino mis apreciadísimos archivos. Archivos que ya no sólo eran en físico, sino digitales, pues había llegado una tecnología nueva y guardaba mis escritos en disquetes, CDs o Minidiscs. Para el año 2000, con cada trasteo me echaba a la espalda una o dos cajas de manuscritos. Durante la década de 2000 – 2010, cargué igualmente esos manuscritos y los nuevos, seguro porque guardaba la ‘ilusa ilusoria ilusión de mi yo ilusionado por un ilusionista’ de que me haría famoso y alguna universidad extranjera (de las colombianas jamás he esperado nada, todas son tan…) algún día se interesaría por la evolución de mi escritura, tal como ha hecho con los escritores famosos. Más vanidad, más narcisismo, más bobería. Que el escritor trabaje como una bestia, con tesón y honestidad en un proyecto, no significa, per se, que tal escrito vale la pena. Es como el arquitecto o el pintor sin suficiente talento que acaban haciendo edificios u obras que a los pocos años se revelan como esperpentos que muestran los pegotes del maquillaje. Como en todas las artes, hay demasiadas variables, v. gr. la calidad y la originalidad de la escritura misma, el tratamiento de la historia, la fuerza dramática de las situaciones y de los personajes, la liviandad o la profundidad de lo dicho, etcétera, y, cosa importantísima, el momento histórico en que es publicada la obra. Uno piensa, por ejemplo, en Los pasos perdidos, 1953 o en La vorágine, 1924. Si no hubiesen sido publicadas en esas fechas y hoy se publicaran tal cual, serían un rotundo fracaso. Lo mismo sucede con cientos y miles de obras consideradas clásicas. ¿Sería hoy un éxito editorial (de novelón televisivo, sí) Atala,1802 de Chateaubriand? No, cada obra, a menos que sea algo realmente excepcional que nace proyectada hacia el futuro, por ejemplo, una vez más Kafka, algunas obras de Flaubert, todo Dostoievski, tiene su momento histórico para salir a la luz.
Las versiones de versiones de textos narrativos, ensayísticos y no poéticos que inicié con la llegada del computador a mi zona de trabajo, salvo unas 200 pp., es lo que destiné a la chimenea ese 20 de abril. En esas 200 p. está Significaciones y algunos cuentos que no están del todo mal y sí muestran mis inicios serios en el arte de narrar. ¿Cuántos anillados o empastados había allí? No lo sé. Por encima, unos 140 legajos. A lo largo de este escrito he hecho énfasis en la cantidad, en el volumen. Y es así porque en todos estos años cargar con esas cajas se convirtió en una especie de lastre que casi me impedía alzar la vista y mirar más, más allá de lo que abarca la mirada. Como ya dije, no estuve solo durante la quema. Me acompañó mi mujer, que callaba porque la mitad de su sentir era de aquiescencia y la otra mitad de desaprobación. Estuvo sentada durante un rato largo viendo como yo echaba al fuego aquellas hojas. Hasta que por fin se alzó del asiento y me acompañó en lo mío.
¿Quién se puede resistir a la fascinación de destruir por el fuego algo que le ha acompañado durante tantos años?
Ni siquiera Kafka, a lo largo de su vida, pudo escapar al influjo de arrojar a las llamas lo que consideraba no estaba a la altura de su arte. Es famosa la esquela de otoño/invierno de 1921 dirigida a M. Brod en la que le hacía una ‘última petición’, dice: “todo lo que yo deje (ya sea en las estanterías, roperos, escritorio en casa y en la oficina o donde quiera que haya ido a parar y que sea de tu conocimiento) en cuanto a diarios, manuscritos, cartas, ajenas o propias, dibujos, etc., todo ha de ser quemado sin leer, así también de cualquier escrito o dibujo que tengas tú u otros, a los que has de pedírselo en mi nombre. Las cartas que no te quieran entregar, los interesados al menos han de comprometerse a quemarlas por sí mismos.” (Cartas a Max Brod (1904-1924, Mondadori, 1992, p. 223) Pero esta esquela nunca fue enviada por Kafka. Brod la encontró entre los papeles de su amigo sólo hasta después de la muerte de Kafka el 3 de junio de 1924, también, como Walser, en un sanatorio (para tuberculosos) en el pueblo de Kierling, a 15 km de Viena. Fue su última amante, Dora Diamant, la que impidió que una parte importante de los famosos cuadernos en octavo en los que Kafka escribía, este no los quemara, aunque no pudo evitar que la Gestapo en 1933, al requisar su casa, se llevara no sólo a su marido, sino manuscritos, cuadernos y decenas de cartas de Kafka. En todo caso, la voluntad de Kafka por destruir aquellos escritos que consideraba imperfectos, inacabados o de poco valor, se relaciona también con no apegarse a las versiones que hacía. Por ejemplo, en el último año de su vida con Dora en Berlín y luego en Austria, no sólo por razones puramente económicas sino también porque estaba en su carácter ‒de no apegarse a las cosas‒, que es lo fundamental, siempre vivieron en una o dos habitaciones muy modestas y carecían del espacio suficiente para acumular cosas. También, desde mucho antes de la Primera Guerra Mundial, ya Kafka tenía claro que incluso ganaba mucho como funcionario como para gastarlo en sí mismo y se contentaba con muy poco. Que haya en este autor semejante desprendimiento y dirigiera todas sus energías a la escritura ‒no al enriquecimiento ni al cultivo de su personalidad‒, es lo que lo diferencia no sólo de la inmensa mayoría de los escritores y otros artistas de su generación, sino de la anterior y de las venideras. La biblioteca de Kafka tampoco era voluminosa: no debía tener más de 1.000 libros, pues en 2001 se recuperó la biblioteca casi completa: 827 obras, que a su vez habían sido salvadas de por el escritor H G. Adler de una oficina secreta del Reich en Praga, y es seguro que no fue a berlín con Dora llevándose toda su biblioteca, por mucho que estimara su colección, que tampoco tenía visos de ser acrecentada, pues Kafka era de esos lectores que leía despacio, en profundidad, una y otra vez, a veces pocas páginas al día y hacía anotaciones en las márgenes.
Curiosamente por estos días, cuando mi mujer y yo hemos tomado la decisión de irnos de la ciudad al menos por un tiempo, cosa que coincide no solamente con el hastío sempiterno que nos produce Bogotá, sino porque deseamos un verdadero cambio de vida, también hemos tomado la decisión de salir del mobiliario y de la mayor parte de nuestros libros. Desde que ella y yo decidimos vivir juntos, me hice la promesa no comprar más libros, salvo si era indispensable (en principio, no lo es) y si los iba a leer, y resolví no acumular. Lo inquietante es que, casi sin darme cuenta, sí acumulé: en el depósito hay 4 cajas llenas y aquí en el estudio hay más 1.200 libros. ¿Para qué quiero libros que ya no releeré? En el ámbito se dice que uno nunca sabe cuándo, como lector impenitente, regresa a un libro. Y puede ser cierto. Pero hay una falacia. Con los libros, siempre se trata del modo como leemos. Si lo hacemos de manera rápida y con afán de acumular conocimiento ‒lo que es una contradicción, pues el conocimiento no se acumula: amplía su paisaje narrativo y conceptual‒, como sucede en el mundo académico en que a cada instante toca demostrar ‘estar al día’ con algún tema, no importa si carece de profundidad (es lo que abunda), si leemos de manera rápida, repito, y no en profundidad, simplemente estamos acumulando datos, informaciones que al final del día sólo tienen un valor utilitario. ¿Y el conocimiento? ¿Y el refinamiento de la sensibilidad estética? ¿Y la ampliación de la vivencia humana con el otro? ¿El anhelo, como dice Han (ídem, p. 10) no es necesidad de lo distinto? Si, como sermonea una tonta propaganda, somos lo que comemos, los lectores asiduos somos lo que leemos. Desde hace años también aprendí a no acumular datos e informaciones. Con frecuencia, cuando converso con mi mujer, pueden suceder dos cosas: una, que de manera automática yo recuerde algo con precisión porque lo leí en alguna parte y calle; dos, que no calle. A su vez, esto puede hacer que sucedan otras dos cosas: una, que mi mujer diga: “sabes unas cosas…”; dos, “no veo la necesidad de que guardes informaciones inútiles”. Pienso que tiene razón, pero a la vez hay otras dos cosas más: una, en la que argumento la utilidad del dato y relacione esa información con otra inesperada; dos, que esa información sea pura pedantería, lo que me impone callar. Y callar y aprender a escuchar es, a su vez, más importante que escribir.
Distinto a lo que hice el 20 de abril pasado, el día de la quema, no voy a quemar los libros que ya no quiero. He regalado a un sobrino, a mi hermana menor y un incipiente amigo alrededor de 150 libros. Ya he llamado a uno de esos comerciantes de libros de segunda mano y pronto vendrá por ellos. Como narro en una novela de 2018 que aún no he publicado Continuidad de las formas dispersas, en la que la protagonista, una bibliotecaria desmantela su estudio y sólo se queda con la obra de Bach y 100 libros clásicos, estoy haciendo lo mismo. Con la salvedad de que no necesariamente toda mi lista, de unos 200 libros, no esté compuesta por lo que oficialmente es considerado un clásico. ¿Qué es un clásico? Debo escribir sobre ello, hay demasiadas obras sobrevaloradas… La ventaja es que ya no tengo ningún Lp de Bach (¡sí que eran pesados los acetatos!) y toda su música ‒ejemplo auténtico de clásico‒ ni siquiera tengo que cargarla en el bolsillo.