
Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2009
Páginas: 10
Idioma: Español
Género: Cuento
Subgénero: Literatura urbana
Temas: el amor | miedo al padre
Ideas generadoras de este cuento: En 2006 conocí a una joven con buenas posibilidades económicas que se cambió de la Universidad de los Andes, a la Universidad Nacional simplemente porque quería conocer a alguien de la guerrilla. Aparte de eso, la entusiasmaba la idea de participar en pedreas. Aparte de eso, sentía una fuerte atracción sexual por los hombres mayores y para ella constituía un reto seducirlos y averiguar a ciencia cierta si ese hombre podría ser su padre, pues ella y su hermana eran adoptadas.
Este cuento se constituyó en el primer perfil de la María Clara Linero de Olfato de perro, obra que obtuvo el Premio Nacional de Novela del Ministerio de Cultura en 2011.
Palabras clave: amor | soledad | Ignacio Madero
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3
María Clara Linero, amarga soledad
Germán Gaviria Álvarez
Monólogo de María Clara Linero frente al escritor Esteban Cisneros de Alba:
Todo empieza cuando me siento pésimo por ser jueves porque odio los jueves. Por lo general los jueves no duermo en el apartamento de mis papás, y aunque me da lo mismo que me estén buscando, lo mejor es no aparecerme a las tantas de la noche, pues desde que salí por la mañana no me he comunicado en todo el día con ellos. Prefiero ponerlos a sufrir y llegar de madrugada porque lo de la pedrea en la Universidad lo pasan por la televisión y todo el mundo se entera. He pasado por varios bares y rumbeaderos y sólo consigo unos tragos y una invitación a un trío con perico que no acepto, no estoy hecha para eso; además, me siento cansada y con ganas de que me consientan, a lo mejor usted sabe a qué me refiero. A veces me da la soledad amarga y el sexo es lo único que me impide saltar del piso 10 de algún edificio. Para que nos entendamos, la soledad amarga es el simple deseo de ponerme a llorar sin razón aparente, es pasar dos o tres días sin comer nada, es encontrarme de plano con que el mundo es gris y las personas y ninguna cosa material ni espiritual vale la pena. No existen mundos habitables, casas en donde esconderse y no existe nada ni nadie que me pueda consolar. Sólo el sexo, tener sexo durante horas con el amante adecuado, desbocarme y hacer todo lo que mi cuerpo pide hasta caer drogada por el cansancio. Entonces despierto y me siento dichosa, la vida se abre de nuevo, el mundo vuelve a tener oxígeno para mí y la luz vuelve a brillar. Es todo lo que le puedo decir al respecto, supongo que millones de mujeres sienten lo mismo y no tienen que ir a un psiquiatra. La noche de la que hablamos, a pesar de estar así y de querer remediarlo a mi manera, y a pesar de estar acostumbrada a ellos, no puedo soportar la charla vacía e inmadura con los muchachos de la U; tampoco logro verme en un motel barato con algún compañero (son los que abundan) que termine llorando en mis brazos, no, habría sido demasiado. Esa noche pienso en buscar a un hombre más o menos de su edad, profesor Cisneros, un hombre maduro que sepa lo que yo quiero, que me colme de placer y me ayude a pasar la noche, pero tampoco me quiero arriesgar con cualquier tipo de la calle. Entonces tengo una corazonada. Puede que sea jueves y hayan cerrado la Universidad, y puede que sea el día más aburrido de la semana, pero quién quita que el bar de Julieta esté animado, no pierdo nada con averiguarlo, de manera que gasto mis últimos pesos en un taxi y me voy para allá. Apenas entro doy una ojeada, veo a un par de tipos interesantes, pero después de un momento me doy cuenta de que son pareja, así que hablo con Julieta para ver si me recomienda a alguien, y me señala a Ignacio Madero. Dice que está de cumpleaños, que lo conoce de toda la vida y es un hombre solitario. Miro su cara, la miro con más cuidado de cuando lo veo en la Universidad, y aunque es un poco mayor de lo que busco, es suficiente para convencerme de que podría ser una opción. Me quedo en la barra bebiendo una cerveza, mientras Julieta se da mañas para que Ignacio Madero se acerque y en menos de nada él viene y Julieta nos presenta. Me hago la boba. Siento en mi cuerpo la mirada de la profesora Monicadíaz, que está sentada a la mesa con los Black Crows; percibo sus celos, me doy cuenta de su envidia por mi cuerpo y mi juventud, estoy segura de que desea matarme con sus ojos. Usted conoce a esa arpía.
[…]
Me han dicho que debo tener cuidado con los hombres mayores, a una siempre le dicen lo mismo, pero ¿cuidado de qué?, me pregunto, ¿aquel muchacho desconocido no me dio una fea lección hace dos años?, la ventaja, pienso, es que se trata de un profe de la U y todo el mundo sabe quién es, ¿qué de raro me puede hacer? ¿Por qué no iba a ser la clase de hombre que conoce a las mujeres y les da lo que ellas necesitan cuando las ataca la amarga soledad? ¿Le parezco loca e irresponsable? A lo mejor usted piensa que soy desagradecida e imprudente. Lo que pasa es que defiendo mi libertad, me pertenezco a mí misma, no le pertenezco a nadie, es lo que mis papás y mucha gente aún no han entendido. ¿Quiere más explicaciones? ¿Quiere que vaya más lejos y aclare de dónde viene todo esto? A mi hermano le da vergüenza admitir que somos adoptados, a mí no; a mí me importa un bledo lo que la gente piense y diga. Mis papás son viejos y retrógrados, creen que no tengo vida propia sino que debo hacer lo que dicen, y no, no es así. Tampoco me importa verlos mortificados. Es la única manera de que se cuestionen y entiendan de una vez por todas que, aunque hayan pagado por mi hermano y por mí un montón de plata en Bienestar Familiar, yo no les pertenezco. Mi hermano es un idiota y sigue las órdenes que ellos le dan, yo no. Odio que me manden y pretendan obligarme a estudiar dónde ellos hicieron sus carreras y les parece lo máximo. Tampoco me gusta que se metan con el modo como me visto, qué amistades tratar, cómo comportarme en la mesa ni qué hacer con mi vida. Y puede ser que suene ridículo y traído de los cabellos, pero me sentía más cómoda cuando apenas con lo del día en el bolsillo y a veces nada porque gastaba la mesada de un mes en una semana, no me importaba el apartamento estrato 6 de mis papis encopetados y con afán de guardar las apariencias. Ahora eso ha cambiado un poco… De todos modos, ¿no es el colmo de la payasada que hayan inventado el cuento que no somos adoptados sino hijos suyos? ¿Quién puede tragar un sapo de semejante tamaño? La familia es lo bastante estúpida y vacua, sí, vacua y estúpida, como para hacerles el juego y digerir ese bocado. Usted me pregunta por Ignacio Madero y me deja hablar de otras cosas, usted parece de piedra, no alguien que va a escribir un libro sobre ese señor.
[…]
El día de la pedrea, sí. Pero déjeme hablarle de lo que pasó dos semanas después, cuando reabrieron la Universidad. Me imagino que usted sabe apenas la abren la llenan de tiras y comienzan a echarle mano a los que ellos les parece. Un día me subieron en la parte trasera de un furgón junto con otros cuatro estudiantes que yo nunca había visto y nos llevaron a una de esas asquerosas estaciones. Creo que puedo salir sola del enredo, pero no es así. Sólo tres días después llamo a mi casa y mis papás que me habían estado buscando desesperados traen a un abogado. Incluso para ese abogado es toda una historia hacerles entender no sólo que soy mayor de edad, sino que me puedo acostar con un profesor mayor si me da la gana y no por eso soy cómplice de nada. Los polis me tienen en la mira, y si no es por ese abogado que me saca de inmediato, usted sabe lo que me habrían hecho, ya sabe en qué piensan los hombres cuando tienen a una muchacha bonita y vulnerable que pueden aislar en un calabozo. Mejor no hablemos de eso ni de las asquerosidades que veo y vivo aquellos días en la cárcel. A los policías les dije lo que sabía, que tampoco es mucho, sólo que dormí con Ignacio Madero un día antes de que desapareciera, que llamó para mí un taxi cuando estaba amaneciendo, que él se quedó durmiendo la borrachera en su apartamento y nunca más volví a saber de él. Es la verdad. Todo lo que dije fue comprobado punto por punto por la policía que investigó al portero del edificio, al taxista que me llevó a la casa de mis papás y lo de las cámaras de seguridad. Tengo entendido que esas mismas cámaras grabaron el momento en que Ignacio Madero salió a pie, no en su carro del edificio con un morral a la espalda, y ahí la pista se pierde.
Ahora, déjeme decirle una cosa. Al principio, la policía la coge conmigo no sólo porque cree que soy una muchacha seducida por un viejo verde que podría ser una especie de ideólogo de la guerrilla, y por tanto, estoy involucrada. Lo paradójico es que la gente de izquierda y de derecha de la Universidad le echaban la culpa a la policía por la desaparición de Ignacio Madero y por la muerte del estudiante Javier Bernal. Eso sin contar que la poli está rabiosa por lo del policía asesinado durante la pedrea. De no ser por el abogado que los pone en su sitio, sería el chivo expiatorio, no estaría viva para contarlo. No exagero, profesor. Según ellos, soy terrorista, una especie de enlace de Ignacio con las Farc. ¿No le parece ridículo? ¿De dónde sacan esas historias absurdas? Por eso me alegra que los acusen por lo de Ignacio Madero, ¿quién dice que ellos no lo hicieron? ¿Quién dice que no lo tenían vigilado y esperaron a que yo me fuera del apartamento para echarle mano? Usted sabe cómo es el DAS, y cómo son ellos. A la gente que medio tiene ideas diferentes la van secuestrando y desapareciendo. Usted no es de izquierda, ¿verdad? Ingenuamente, entré a estudiar a la Universidad porque creí que todas las universidades públicas son de izquierda y de alguna manera están aliadas con la guerrilla. No lo niego, quería conocer a los guerrilleros, saber qué tienen en la cabeza y, si era el caso, aliarme con ellos y en el futuro irme al monte. Incluso, soñaba con tener un arma en las manos y luchar por los derechos de los desposeídos. Pero eso fue al principio. Después de dos años no vi a la izquierda ni a la guerrilla por ninguna parte, sólo vi encapuchados que arman foforro cuando hay exámenes finales o cuando se les ocurre conmemorar algún aniversario que sólo a ellos les parece relevante. A mí eso no me dice nada. Entré a estudiar matemáticas porque soy muy buena para los números y por llevarle la contraria a mis papás, los viejos querían que estudiara finanzas, administración de negocios o ciencias políticas. La izquierda famosa me ha desilusionado, ¿y sabe, profesor?, me aburre el tema, no quiero hablar más de eso y tampoco hay nada más qué decir.
[…]
Esa noche, Ignacio está tomado, y creo que ya lo dije, es el día de su cumpleaños. Nos detenemos a unas calles de su apartamento, saca de bajo el asiento una botella de ron y dice que brindemos. Brindamos por sus 59 años, 59, casi tres veces la edad que yo tengo, me pregunta de sopetón si quiero seguir adelante o si prefiero ir a mi casa. Está loco, pienso. Estoy hecha una miseria por aquella soledad amarga y no quiero ir a otro bar a hacer otro levante. Aunque si le soy sincera –usted ha dicho que no tenga pelos en la lengua–, cuando Ignacio Madero me dice la edad me corre un escalofrío porque nunca he estado con un viejo; es la verdad, nunca, pero en ese momento él aparenta tener menos años. La ventaja es que en algo me recuerda a mi papá adoptivo y tampoco tiene alguno de mis rasgos. Con respecto a eso, lo primero que tengo que explicar es algo complicado. Para que a mí un hombre mayor me guste tiene que tener algún parecido con mi padrastro, ¿por qué? Porque es una manera simbólica de humillarlo y de hacerlo pagar por intentar dominarme, y porque, de ahí viene la explicación a mi miedo más profundo, me quito de la cabeza que ese desconocido quizá sea mi padre biológico. ¿Quién dice que un desconocido que me dobla la edad no sea mi verdadero padre? Nadie. Por eso, en el fondo, no me gustan los hombres mayores, por eso siempre observo sus rostros detenidamente antes de irme con alguno, no se me escapa que algún día pueda suceder, me aterra pensar en un mañana en el que despierte y descubra que me acosté con mi padre.
[…]
Le pregunto a Ignacio qué quiere de cumpleaños, y sin esperar respuesta, le abro la bragueta, y bueno, ya sabe. Propone que vayamos a su apartamento. Lo tengo azorado y eso me anima, me llena de nuevas ansias de vivir. Estos viejos son así, creen que una es una inocente muchachita que no sabe nada de la vida ni de los hombres, y no, es cuestión de tener la iniciativa, tomarlos por sorpresa y darles a entender quién manda. Ya en el apartamento nos quedamos en la sala, él sigue tomando, yo no, yo necesito tener sexo y ser amada y mimada. ¿Es pedir mucho? Estamos a medio vestir, Ignacio prende la luz porque desea verme desnuda, pero prefiero que la mantenga apagada, lo malo es que ya he visto su torso. Tiemblo al ver las arrugas de su pecho y las tetillas caídas, sus brazos y sus manos pecosas, los músculos flojos. Trato de imaginar que estoy con un hombre maduro, buen mozo y educado como usted, si no le incomoda que lo diga, pues se me bajan los ánimos, se convierte en desilusión y en ganas de acabar con todo aquello cuanto antes. Pienso que debo concentrarme en que él obtenga lo suyo, que se acabe la botella y caiga dormido hasta que sea hora del almuerzo, por así decirlo. La verdad es que habría preferido, antes que ponerme a jugar al sexo con un anciano, tomarme unos rones y tirarme a dormir hasta el día siguiente. El viejo bebe como un loco, me manosea y me sorprende que sea tan torpe como cualquier adolescente de la Universidad, incluso lo tengo que regañar, le digo que me hace daño y me deje hacer el trabajo. Lo recuesto en el sofá y le pregunto si sabe quedarse quieto. Le paso la botella para ver si cae dormido de una vez por todas y me aplico, es lo que mejor se me da, no puedo negarlo, a ver si termina y todo acaba. Lo malo es que después de gemir y relamerse como un perro con un trozo de carne fresca y de caer en un sueño profundo, la que permanece despierta, tan despierta como estoy ahora, soy yo. Sin embargo, a pesar de lo que pasa, estoy excitada. De Ignacio estar despierto y entonado, no tengo nada contra eso, me habría gustado continuar con los juegos, sacarle el jugo, hacer que me satisficiera de verdad. Estuve tan concentrada en él que me olvidé de mí misma y al minuto de su orgasmo ya estaba roncando. Después del aburrimiento más tenaz, como no quiero despertarlo, para matar el rato y ver si me pilla el sueño, me pongo a leer uno de los libros que él ha traído. Pero el hambre no me deja concentrar, de modo que voy a la cocina a ver qué hay, y aparte de café instantáneo y latas de té de todas clases, no hay nada. Parece que la nevera lleva desconectada desde hace años, y que ese hombre jamás come ni siquiera una tostada. Pero lo malo no es eso. De regreso al sofá, observo que he dejado encendida la luz de la lámpara auxiliar que me ayudaba con la lectura y da a plenitud en el cuerpo desnudo de Ignacio Madero. Está tendido a sus anchas, ronca y tiene la boca abierta como si se estuviera ahogando. Me concentro en su cara, pues lo que más miro en un hombre es su cara, creo que ya se lo he dicho, en la cara está todo lo que una mujer puede querer de un hombre, y porque sólo por su cara ‒que me había gustado mucho desde que lo vi por primera vez en la Universidad‒ esa noche me fui a dormir con él. Lo miro roncar y tengo la sensación de que el esqueleto está a punto de huir de su cuerpo. Pienso en el Ignacio Madero que es tan respetado en la Universidad, en su fama de implacable y de profesor cuchilla que no perdona media, en que me parecía un hombre súper bien plantado e interesante, y me da rabia y me da risa. ¿Ese es el hombre por el que tantas bobas suspiran? No es nadie, y le juro, profesor Cisneros, que de pronto me da tanto fastidio ese hombre y siento tanto desprecio que me asaltan las ganas de golpearlo. Una cree que un hombre así es un gran amante, el que va a hacer brotar de ti secretos de mujer que ni siquiera sospechas, el que te va a enseñar todo sobre el sexo, y sólo es un tipo cualquiera que se deja manejar por una estudiante de 19 años, ¿no le parece patético? Me di cuenta de que sólo se trata de uno de esos tipos que son puro libro, puro cerebro, que pueden tener muchas amantes, pero no tienen idea de lo que espera y desea una mujer. Aunque, claro, no lo pensé en ese momento, no. En ese momento siento una especie de ira y de humillación, por eso lo dejo ahí, tirado desnudo con sus cueros viejos absorbiendo el castigo que le doy. Puede resfriarse y morir de congestión pulmonar, me dije arropándome con una ruana.
Bebo un sorbo de ron, y aún con más ira me pongo a contar los lomos de los libros de las estanterías de la sala a ver si me agarra el sueño. Cada vez pierdo la cuenta y vuelvo a empezar. De un momento a otro, caigo en cuenta que han cesado los ronquidos y descubro que el viejo lleva no sé cuánto tiempo mirándome y temblando de frío. Le pongo la mano en la espalda y aquel sudor gélido me estremece. Cree que lo atraigo contra mí, cree que lo estoy llamando, así que se mete entre la ruana, me abraza y se pega a uno de mis pechos. Le paso el ron para que se entretenga con otra cosa y se desplome. Craso error. Ahora lo que más quiero es vestirme y salir corriendo. No sé por qué ni siquiera me puse las bragas, no sé por qué media hora atrás me tendí en el sofá a su lado en lugar de tomar algo de dinero de su billetera, llamar un taxi y hacer lo mismo que ellos hacen: desaparecer sin dejar rastro. No pretendo justificarme, pero usted lo conoce y, a pesar de ser flaco, tiene fuerza, se lo puedo asegurar. No digo que me haya violado, no puedo decir que lo haya hecho. Estoy en su apartamento por mi voluntad, y por descuido mío o por alguna razón que hoy me rompe la cabeza, no me voy cuando puedo. Además, ya habíamos hecho sucios jueguecitos. Ignacio me coge entre sus manos como si fuera una especie de muñeca de seda y me pone encima de él como nunca un hombre antes lo hizo, y le juro que creí que me mataba. El acto es rápido y brutal, tanto que después del minuto o de los dos minutos que dura la cosa, es tan violento lo que siento que se me vienen las lágrimas y me dan ganas de vomitar. Ganas de vomitar y de llorar de placer, y a pesar de la enorme satisfacción que sacude mi cuerpo y mi alma, mi alma y mi cuerpo convulsionan por aquel orgasmo de estremecedor, y se lo aseguro, nunca más quiero volver a sentir algo así. Nunca.
Usted me pide que lo cuente todo, se lo estoy contando. Lo terrible es que muero de ganas de volver a verlo. Me habría gustado mirarlo a los ojos y saber qué sintió, qué siente por mí, qué me hizo sentir, pues desde ese día no me ha vuelto a atacar la amarga soledad. ¿Es lo que una mujer siente cuando en menos de dos minutos en su cuerpo se enciende la vida de un ser humano y brota de ella el poder de crear vida? No, no me enamoré de ese hombre, se lo juro. Aunque él estuviera vivo ‒¿es que alguien duda que la policía o el DAS lo ha secuestrado y matado?, ¿alguien cree que Ignacio Madero va a resucitar?‒, jamás volvería a estar con él. Tampoco pretendo que Ignacio se haga cargo del hijo que espero, no necesito nada suyo. Mis papás tienen todo arreglado para que vaya a Estados Unidos a tener al hijo, estoy pensando si lo doy en adopción o no. En todo caso, hace cuatro meses, cuando era imposible ocultarlo y mi mamá se enteró que había quedado embarazada “de alguien”, hizo cuanto estuvo en sus manos para que yo tomara la decisión de abortar. No aborté para castigarla, ¿por qué iba a darle a la vieja el gusto de hacerlo, a ella que nunca pudo engendrar un hijo? Mi papá dice que puedo empezar una nueva carrera en Estados Unidos; me lo voy a pensar. Voy a tomarme unas largas vacaciones mientras nace la criaturita y veo qué hago con mi vida y la suya. Para ser franca, me cansé de jugar a la niña pobre que busca redimirse en la clase baja.
Odio las universidades públicas, es la verdad.