
Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2011-2015
Páginas: 11
Palabras: 4.236
Idioma: Español
Género: Cuento
Subgénero 1: Cuento
Subgénero 2: Realismo
Temas: criminal Colombia | desaparición | confesión | entrevista | recuerdo | diario
Ideas generadoras de este cuento: El narrador de este cuento soy yo. Se trata de un juego de reminiscencias de cuando yo tenía 9 años de edad y me enamoré de la madre de mi mejor amigo. Si digo que es un juego de reminiscencias es porque tomé unos pocos elementos de un retazo de recuerdo, en realidad muy poco, y lo mezclé con una elaboración ficcional que está en Olfato de perro, mi novela publicada en 2011. La esencia de esas reminiscencias se confundió con el universo narrativo de un par de años después; así queda muy poco del recuerdo original.
La otra idea era retomar un elemento clave de Olfato de perro: el Diario de Ignacio Ángel Ángel, padre de Ignacio Madero, como pretexto para darle vida a Esteban Cisneros, el escritor detrás de todas las historias que conformaban el libro de cuentos: Ignacio Madero desaparece.
Palabras clave: Diario | memoria | relato en planos superpuestos
Autores relevantes relacionados con este cuento:
J. M. Coetzee
V. Woolf
J. Dos Passos
J. Rulfo
Serie Ignacio Madero desaparece
4
El Diario de Ignacio Ángel
Germán Gaviria Álvarez
1
Apague la grabadora y guarde ese cuaderno, ¿qué cree que hace? Tendrá que trabajar a la antigua, cuando las historias se pasaban de boca en boca y cada quien las aderezaba con lo de su propia cosecha. Por favor, cierre la puerta y no se le ocurra abrirla si alguien golpea. Usted y yo vamos a beber unos tragos y no quiero interrupciones. Usted no bebe, pero si quiere información, me tiene que acompañar, a mi ritmo. No en vano exigí que trajera dos botellas de ron. Una para usted y otra para mí. Cuando salgamos, usted y yo vamos a estar borrachos. Usted pretende un registro exacto, yo no. Confíe en su memoria y en sus emociones, y confíe en su capacidad para reelaborar una historia, vamos a ver si es tan buen escritor como dicen. La historia de Ignacio Madero es mía porque yo la hice mía, ¿entiende? Sucedió a raíz de mi primera decepción amorosa con Monicadíaz. Ya verá por qué. Relájese y escuche, más que buena memoria, necesita sensibilidad. Además, no va a escribir la novela que planea sin pagar por ello. De todas maneras, la mitad de lo que diga será verdad y la otra mitad verdades a medias: las suyas.
[…]
Si no le gustan mis condiciones, váyase. Usted suele ser muy fastidioso. Usted no es santo de devoción de Ignacio Madero, aunque él le tiene cierta simpatía. Hablo en presente porque es imposible que Ignacio Madero haya muerto, al menos yo no me resigno a eso. Cisneros, no es que yo a usted no lo aprecie, se lo juro. Ignacio no confía en los hombres que no beben. Soy un epígono de su filosofía de cantina, de manera que yo tampoco confío. Usted, que es escritor, seguro sabe que Ignacio copió aquella frase, si no estoy mal, de Lowry. No hay más explicaciones. Ahora mírese. Usted es un tipo de camisa y corbata, eso tampoco me gusta, me produce desconfianza. Tenga presente que si acepté hablar con usted es porque… No, me parece que tampoco tengo por qué exponer mis motivos ni mis razones. Bástele saber que tiene que beber a mi ritmo. Es una manera de rendir homenaje a Ignacio Madero, el gran cabalgador de la botella.
¿Se levanta para irse o sólo acomoda el trasero?
[…]
Mire, Cisneros, estos rones también sirven para no decirnos mentiras. Yo a usted no le agrado, y usted no me cae bien. Usted me usa para sus fines estéticos, yo a usted para matar el rato. Si mi propósito es dudoso, el suyo es mezquino porque va a sacar provecho. Usted hurga en la dolorosa fragilidad de los seres humanos para lucrarse vanidosa, económica y literariamente de ello. Es ruin. Eso no es ser creativo, es ser infame.
2
¿El año 1972? Ha investigado un poco, empezamos a entendernos. Usted quiere que empiece por el padre de Ignacio Madero. Difícil, es poco lo que puedo decir. No tuve el placer de conocerlo. Quizá le interese saber que Ignacio anduvo con la obsesión de no haber visto jamás a su padre. Desde niño guardó la ilusión de que su padre regresaría de la selva como un héroe (una especie de ‘adelantado’ criollo), el hombre capaz de hacer lo imposible, el que trae de la selva amazónica oro y diamantes, y no solo para enriquecerse, sino para demostrar su temple y poner a Antonia en el lugar que merece. Eso lo justificaría y lo redimiría. Ignacio adora lo excepcional y el caso de su padre pudo ser el ejemplo perfecto. Para un Ignacio niño y adolescente, se trata del gran aventurero, el experto en 32 paradas de machete tolimenses con un código de ética y las alforjas cargadas de oro, el peón ilustrado que se alza sobre un pedestal de riqueza y bravura cuyo temperamento es ejemplo de superioridad y de grandeza; el gran macho, el pater familias capaz de fundar ciudades recónditas y de regir el mundo. Aunque si uno le pregunta a Ignacio por su padre, niega su importancia con fingida indiferencia. Sin embargo, Ignacio logra que aquel fantasma ‘devorado por la manigua’ desaparezca de su vida. Un día bebiendo (no pudo ser de otra manera), juró, no ante mí sino frente a una botella como esta (de ahí que le haya pedido a usted esta marca de ron), que nunca más se dejaría afectar por su recuerdo.
“Nunca más”, dice Ignacio, “nunca más estará dentro de mí ese señor”, y me mira como si fuera capaz de extinguir sus recuerdos. Después de dejar a su padre en lo que él llama el agujero negro del pasado, Ignacio se aferra a esa idea fija. Lo comparo con el tren que avanza furioso en la noche, preso de unos rieles deterministas, empujado por un motor que busca perderlo en el albur de los sentidos y la razón.
Ignacio no cae en la trampa romántica de creer en “el hombre que lo abandona todo por un sueño”, y perdonar la incuria en que los tuvo su padre en su niñez y adolescencia. Él, su madre y sus hermanas sufren demasiado como para justificar su ambición. Ignacio cumple su palabra, y de qué manera. Cuando alguien por algún motivo pregunta por su padre, contesta que está muerto, y asunto concluido. Al menos así fue hasta que, por una razón que desconozco él modifica, en su habla, la palabra ‘muerto’ por ‘desaparecido’. Cambia aquella ‘filosofía’, si es posible usar esa palabra, por una postura relativista, como si al cabo de los años todo aquello hubiera sido superado.
Sin embargo, hay que sospechar…
No puedo asegurar mucho respecto del padre de Ignacio. Sólo vi, cuando era preadolescente, algunas fotografías suyas, nada más. Si lo observa, Ignacio se le parece más de lo que admite. La diferencia está en que su padre es un moreno recio, bien parecido y de cabello apenas ondulado. A cambio, Ignacio luce piel blanca y el pelo lacio y claro de Antonia. Ignacio sacó la dura estructura ósea del padre, y heredó la delicadeza de los rasgos y la piel de Antonia; la sonrisa fácil de Ignacio Madero, es la sonrisa de Antonia, pero viéndolo bien, el porte y la fisonomía son de su padre.
Cuesta creer que haya pasado tanto tiempo desde su desaparición y de Ignacio no tengamos noticia. Nada de nada. Conociéndolo a usted un poco no es casualidad que justo hoy, cuando se cumple otro aniversario, lo estemos recordando. ¿Qué se trae, por qué hasta ahora se interesa en él? ¿Está desesperado? ¿Se le acabó el material para escribir novelas?
3
Es el año 1957 y vivo a cuatro casas de la de Ignacio Madero. Soy un niño de diez años y estoy enamorado de Antonia, su madre; de hecho, sólo voy a su casa para mirarla o recibir golosinas de su mano; sí, sólo voy para mirarla, mirarla y mirarla. Muero por sus ojos azules, por su cuello largo y lozano; y por su demacrado rostro de porcelana. Sueño con tener entre mis dedos su hermoso cabello de oro fino y apenas ensortijado como cadenillas de seda. Allá tomo refrescos, allá juego con Ignacio que es un año menor que yo, allá hacemos las tareas de la primaria y las del bachillerato. Él cree que me gusta una de sus hermanas. La verdad es que adoro a su madre, hasta su andar es mi dulce ensoñación. En un árbol tallo su nombre y en cada letra labro una flor. Todas las canciones que escucho son para ella. Cada poema que leo, para su integridad moral y su belleza más allá del mundo material y espiritual, más allá del mismo Dios. Juro ante el cielo que cuando crezca y sea hombre me casaré con ella. Pasé demasiadas noches pensando en sus manos y suspirando porque me acariciara la cabeza o me tocara la cara. Tardé muchos años tratando de sacar aquellas ensoñaciones de mi corazón.
Desde entonces, todas las mujeres que he querido en algo se le parecen, incluida Monicadíaz. Las demás mujeres me tienen sin cuidado. Ahora eso no importa.
[…]
Vamos rápido. Si bebe tres tragos seguidos, le doy algo más que anécdotas y revelaciones inesperadas.
[…]
Antonia guarda un secreto.
A lo mejor de algo que ella o su marido hizo, en ese momento es imposible saberlo. Muchas veces la veo rezar ante el Cristo en la cabecera de su cama. Un crucifijo de madera con una camándula negra enredada. Aquel día tiene la puerta entre abierta, está de rodillas y gime como si intentara contener una tormenta en su pecho. Siento que el alma me estalla en pedazos y me llena de rabia ser un niño y no un adulto para saber qué hacer, cómo consolarla. Dudo si entrar y poner mi mano en su espalda, dudo si rodearla con mis brazos y decir palabras mágicas en su oído. Quiero abrir mis costillas y entregarle mi corazón rebosante de un amor tan puro como el aroma de una flor. Ignacio está en el patio y me espera. Se supone que busco bichos entre las matas para meterlos en una cajita transparente de cepillo de dientes. El experimento consiste en averiguar cuánto tiempo viven, si sufren de inanición, si se comerán unos a otros. Se supone que iba hacia el antejardín de la casa, pero a mitad de camino quedo inmóvil en medio de la sala. Hace un silencio ensordecedor. Un silencio sagrado que se graba con la imagen de Antonia arrodillada llorando. Siento que el cielo y la tristeza absoluta nos aguardan, y será eterno. ¿Es posible una imagen más bella, un momento más sublime? Pero Antonia no sabe que la espío y anhelo hacer mío su dolor; no sabe que muero de amor por ella.
[…]
Un momento. Sirva otro doble, hágale a la copa, saliendo de aquí, le tengo preparada una maravillosa sorpresa. Ya verá, estoy seguro de que me estará eternamente agradecido, Cisneros, es algo que usted, como todos, ha deseado, no lo podrá negar.
[…]
Antonia está de perfil, no sé cuánto tiempo lleva inclinada. Sus tobillos cruzados son gorriones dormidos. El corazón hace carrera en mi boca llena de animales furiosos. En la claridad de su cuarto, creo ver gran parte de uno de sus senos. Saca de en medio una bolsita, y de ella, un pequeño cilindro de cobre. Antonia llora. Cubre el rostro con sus manos y regresa el paquete al nido de sus senos celestiales.
“Ignacio”, susurra Antonia, “¿usted por qué me hizo eso?”
[…]
¡Cómo se le ocurre! ¡No se atreva a imaginar nada! Tenga cuidado con esas ligerezas, Cisneros. De haber visto sus senos no se lo habría contado, tome nota. Nada más lejos del carácter de Antonia no ser recatada. ¡Ni más faltaba! Usted la conoció, usted escribió sobre ella, me sorprende que tenga que aclararlo.
[…]
¿El cilindro de cobre? El casquillo de una bala.
Antonia percibe mi presencia, y cuando da el sobresalto por mi intromisión, salgo como alma que lleva el diablo, emocionado, estupefacto, aterrado de que me haya descubierto. Imposible preguntar a Antonia por aquello, ¿verdad? Ya nadie puede hacerlo, nadie. Usted la entrevistó ‘a fondo’, primero, para su estudio sociológico; luego, para su novela, y por su cara demudada, no sabe del casquillo.
Años más tarde, durante una visita, trato de hacerla hablar de aquella época, de 1943 a 1948, cuando vive con su marido. Por lo que ella dice, aquellos años fueron de “sufrir y trasegar por medio país con él”. Es el periodo que abarca su matrimonio, cinco años, y el de sus correrías por Tolima, Caldas, Quindío y norte del Valle del Cauca, hasta su gran viaje a los Llanos Orientales (su marido nunca llega a enterarse que ella está embarazada de Ignacio), y su separación meses después. Es la época de Violencia partidista en Colombia. Ignacio heredó la capacidad de Antonia de enterrar el pasado y de convertir la pala en una pepita.
Sin embargo, advierto que a lo mejor no era el casquillo de una bala ni que éste estaba en su seno sino en una cajita metálica. La cabecilla de un niño enamorado es como la de un ebrio, distorsiona los hechos para hacerlos coincidir con sus fantasías.
Desde entonces me obsesiona aquella visión, aquellas palabras de Antonia.
¿Hay un muerto? ¿Ella mató a alguien? ¿Lo hizo su marido? ¿Por qué él no volvió con Antonia, esa mujer excepcional? ¿Por qué ella lo esperó hasta su muerte? Cuál es el significado de las palabras: “Ignacio, ¿usted por qué me hizo eso?” ¿A qué se refería, qué clase de reclamo es ése? ¿Ella lo mató en la selva amazónica por accidente? ¿Ella inventó el cuento de las minas de oro y diamantes, que se lo tragó la manigua –como a Arturo Cova, de moda en esos días–, ella elaboró para su familia la leyenda que Ignacio Ángel Ángel era un hombre ambicioso y sin escrúpulos? ¿Es creíble que él la abandone a ella y a sus hijas en plena selva? ¿Él la obligó a matar?
Cisneros, cuando leí su novela Sin regreso, en la que Antonia es protagonista, no pude menos que asombrarme por usted haber hecho de ella una caricatura, por la cantidad de imprecisiones que tiene, por omitir que Antonia o Ignacio Ángel Ángel quizá, quizá, cometieron un asesinato, y por qué. Usted ha fallado, Cisneros, y ha de advertir que habría escrito una obra distinta y más profunda (claro, no necesariamente cercana a la verdad) de haber conocido ese detalle; es decir, si hubiera hecho la investigación como debía.
¡Su gesto es memorable, Cisneros!
Algo de importancia capital se le ha escapado. Por otro lado, durante sus entrevistas con Antonia, sospecho que usted también pasó por alto la ausencia de retratos de su marido. Con los años, Antonia destruyó sistemáticamente cuanto lo recordaba. No hay objetos suyos, una fotografía, nada. ¿Eso no le suscitó recelos, no lo puso en guardia? ¿No le llamó la atención que Antonia presentara a su marido como a un hombre que la adoraba y, sin embargo, no fue feliz con él? ¿Entonces por qué no se volvió a casar? Ella, toda una belleza que para el año 1948, sólo tenía apenas 22 años.
[…]
Admira y enternece que una mujer de esa categoría no acepte a otro hombre (recuerde que en ese momento ella es hija de unos ricos hacendados españoles de Neira que llegaron allí en el siglo 19; él, apenas un peón venido de ninguna parte), ni que regrese a casa a reclamar la herencia que le corresponde. En el barrio, los hombres la desean y le hacen propuestas de todo tipo, que ella ignora por completo. A nadie le importa que tenga cuatro hijos, a mí tampoco. La última vez que la vi, ya adulto, hago a un lado el pudor y le pregunto por qué no se volvió a casar. Indignada, contesta que es mujer de un solo hombre y cierra el tema para siempre. Cualquiera moriría por un amor así, por una mujer así. Claro, pero, ¿qué significa ser ‘mujer de un solo hombre’? Ninguna de las mujeres que conozco me ha dado una respuesta satisfactoria. Quizá nunca la encuentre o tal vez esté en el Diario de Ignacio Ángel, ¿quién sabe?
[…]
Guarde la botella vacía en su maletín; hay que disimular para conservar el trabajo, a estas alturas uno no puede darse ciertas libertades, aunque el edificio esté casi desocupado, siempre quedan algunos profesores y estudiantes por ahí.
Sirva dos rondas seguidas. Cuando hablo de ella, se me seca la garganta.
4
El año 1972. Los Black Crows nos graduamos en la Universidad y hay rumba en mi casa. Invito a Ignacio a que celebremos, y, como es obvio, no lo hace. En este punto debo decir que Ignacio lleva seis años fuera de su casa y en la Universidad se ha creado la leyenda que muchos conocen. Una vez termina el bachillerato, toma sus cosas y lo primero que hace es conseguir un cupo en las residencias universitarias. Ignacio reniega de su familia, no vuelve a contactar a su madre ni a sus hermanas, se olvida de ellas para siempre. Es lo que dice. De modo que no se iba a aparecer en mi casa el día del grado. Además, según él, nada hay qué festejar. Recibe el diploma con una especie de rabia, y no oculta su altivez por ser el único que se gradúa con honores, el único en la Universidad con una aprobación del 99.4% en toda la carrera, el único de la promoción con tesis laureada. Se da el lujo de no asistir a la ceremonia de grado y prefiere no celebrar lo que con tanto esfuerzo consigue. Días después, pasa por la Universidad y reclama, como un cheque de poca monta (en eso no se equivoca), el diploma en alguna oficina administrativa. Es su manera de marcar la diferencia con el resto de la promoción y, por raro que parezca, de conseguir un trabajo. Como herencia trasnochada de Mayo del 68, en aquella época se valoran los actos contestarios de rebeldía simbólica: Ignacio rechaza lo instituido, pero con el propósito de ser aceptado como un prodigio por la Universidad. Sin embargo, hay una sanción: lo condenan, desde el principio, a ser profesor de tiempo parcial, usted sabe lo que eso significa. Mientras a los demás nos toma en promedio cinco años tener tiempo completo y sus beneficios, a él le lleva 15.
El día de mi grado Antonia y sus hijas asisten a la rumba en la casa de mis padres. Pero sólo se quedan un rato. Antonia me lleva aparte y con lágrimas en los ojos me pregunta por Ignacio, qué sé de él, si se graduó conmigo, si es un muchacho sano y feliz. Dudo si cumplir con el juramento que le hice a Ignacio de no revelar jamás nada suyo a su madre ni a ninguna de sus hermanas; es decir, a nadie. Hasta el momento, se supone que no sé dónde está, qué ha sido de él, si vive en Bogotá o no. Dudo si dejarme arrastrar por mis sentimientos hacia Antonia, si dejarme seducir por la belleza de sus ojos y por el dolor que atraviesa su alma; dudo a quién ser fiel. En todo caso, Antonia pone en mis manos un sobre, “por si algún día, por casualidad, se encuentra con él”, dice, “es el Diario de su padre, llegó hace unos meses”. ¿Usted qué habría hecho? ¿Traicionar a Ignacio y buscar el favor de Antonia, ahora madura y absolutamente divina? ¿Debía proteger mi amistad con Ignacio?
Le digo que no veo a Ignacio desde que se fue de su casa (ella sabe que miento), recibo el sobre, pero no le prometo nada.
Lo guardo en el fondo de mi escritorio, pero nunca logro olvidarlo por completo. Un par de años después, Ignacio ya es profesor –todo un honor en esa época para un recién egresado–, y al mismo tiempo estudiamos la especialización. Yo me he ido de la casa, trabajo en un colegio para sostenerme y vivo en el mismo edificio que él, pero nos vemos poco. Un día, sin previo aviso, sin que lo tuviera en mente siquiera, llego al apartamento solo, desolado. Acabo de enterarme que Monicadiaz va a Londres a continuar sus estudios y no es plausible que regrese. Es la primera novia que tengo, y a usted se lo puedo decir, es quien me enseña mil secretos del sexo. Estoy loco por su cuerpo y por su manera de hacer el amor. Me domina un torrente de sentimientos, de deseo. Pienso en Antonia y reprimo el impulso violento de tomar un taxi, de correr hacia ella y contarle la historia de mi vida amorosa y sentimental y todos mis secretos. Quizá la conmueva, quizá logre algo de ella, no sé qué. Camino por las calles, siento que muero por dentro. Antonia me inspira un amor platónico, absolutamente ideal, inalcanzable por cuanto en cierta medida la veo como a la madre de mi mejor amigo; mientras que Monicadiaz es el mundo de los placeres y la carne, el universo de la sensualidad y el erotismo recién abiertos en los instintos de un joven que está dividido, que está hecho pedazos.
Busco a Ignacio para emborracharme y desahogar mis pesares, temeroso de correr donde Antonia y traicionarlo. Necesito refugiarme en él, pero no está en ninguna parte. Aterrizo en mi apartamento tarde de la noche, furioso y triste, con deseos de suicidarme, y una botella de este ron dorado. Saco aquel sobre que desde hace dos años guardo, lo abro con esmero y leo el Diario. Le juro, Cisneros, que nunca se me había pasado por la cabeza hacerlo. Sólo buscaba el momento de visitar a mis padres, ir a la casa de Antonia y devolvérselo. Pero por alguna razón, siempre que voy al barrio, olvido llevarlo. Es la primera vez que bebo una botella entera, y es la primera vez que leo (de una sentada) lo que no me pertenece. Aparte de la nota escueta que Antonia le dirige a Ignacio haciéndole entrega del Diario, me sorprende adivinar que ella no lo ha leído. El Diario, un cuaderno viejo bastante maltrecho y atado con una reseca cintilla de cuero, está intacto, ni siquiera alguna de sus hijas lo ha tenido en sus manos.
Otro misterio, Cisneros, otro secreto que se ha llevado a la tumba Antonia Madero de Ángel. ¿Por qué no leyó el Diario dirigido a ella? ¿Por qué intentó enviarlo a su hijo a través de mí?
[…]
No voy a revelar el contenido del Diario, no ahora cuando vuelven esos sentimientos contradictorios. Bástele saber que, en cierto sentido, deseaba saber quién era mi rival, quién era ese hombre que Antonia aún esperaba, y, sobre todo, si estaba vivo, si iba a volver. Sin necesidad de siquiera abrir el Diario, se reveló una verdad incuestionable: Antonia no mató ni abandonó a su marido en la selva amazónica, pues el matasellos del correo data del año 1951, y está franqueado en San José del Guaviare. Pero había otra verdad, allí se dilucida lo del casquillo de cobre, y la verdad no es menos compleja y dura de lo que había imaginado. Lo cierto es que nadie puede saber si Ignacio Ángel Ángel está vivo, del mismo modo que hoy, 4 años después, nadie sabe si Ignacio Madero lo está. ¿No es curioso que el destino de los hijos semeje al de los padres aunque nunca se hayan conocido?
A la semana siguiente, después de sellar el sobre con cuidado, voy a almorzar donde mis padres y paso a visitar a Antonia. Le entrego el sobre, le digo que no sé nada de Ignacio, y le ruego me perdone por haber generado falsas expectativas. No sé si ella me cree o no, si intuye que leí el Diario y no sólo me sirvió de catarsis (¿qué mujer medianamente sensible no se da cuenta cuando alguien, así sea un mocoso, está locamente enamorado de ella?), sino para afirmar mi amistad con Ignacio. Sospecho que para una madre es satisfactorio saber que su hijo amado, por ingrato que sea, tiene un amigo incondicional, un amigo más grande que un hermano. Esa fue la penúltima vez que vi a Antonia, la última, ya la mencioné. Recuerdo su mirada cuando recibió el sobre: en sus grandes ojos claros hay un frío apacible y cortante que separa de un modo definitivo aquello invisible que me unió a ella desde que era niño. Supongo que Antonia regresa el Diario al nicho abstracto de aquel armarito de la sala donde, con sobrada inteligencia, decide que nunca más lo tocará.
[…]
Dos días antes de la toma de la Universidad en 2007, cuando matan al policía y a Javier Bernal y al día siguiente Ignacio Madero desaparece, durante el almuerzo le pregunto a Ignacio si se ha contactado con Antonia o con alguna de sus hermanas. No contesta, sólo me mira de tal manera que debo olvidarlo. Como si jamás hubiera tenido una familia, como si jamás yo hubiera preguntado.
[…]
¿Quiere recuperar el Diario? No sé quién pueda tenerlo. Las hermanas de Ignacio, como usted sabe, viven fuera del país, tendrá que ubicarlas y preguntarles. Soy el mejor amigo de Ignacio, pero él no dejó nada en custodia. Ignacio se esfumó, y como dije al comienzo de esta charla, no creo que esté muerto. En cualquier momento regresa, en cualquier momento llenará el vacío que ha dejado. No ponga esa cara. Como dije, una sorpresa maravillosa lo espera.
No, Cisneros. No hablaré del Diario de Ignacio Ángel, ya hablé demasiado. En todo caso, tengo un material inapreciable guardado celosamente en mi memoria, y nunca se sabe. Según usted me dijo una vez, a usted Monicadíaz le gusta, ¿o me equivoco? Es la sorpresa que le tengo. Cuando le conté a ella que lo emborracharía, no quiso creerme, de modo que se ofreció a ‘corromperlo’ (eso es un decir, claro) y si se porta bien, pasar la noche con usted.
Es en serio; veo que se emociona.
Usted no es el santito que dice y parece ser. La oficina de Monicadíaz es al lado. Ofrézcale un trago, y si pregunta por mí, dígale que ya no la quiero.