Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2009
Páginas: 12
Palabras: 4.870
Idioma: Español
Género: Cuento
Subgénero: Literatura urbana
Temas: el amor | la amistad | el desaparecido
Idea generadora de este cuento: En la década de 1980, cuando estudiaba en la universidad, con 5 o a veces 8 personas formábamos un grupo de estudio y nos reuníamos regularmente, no sólo por compromisos académicos, sino para compartir algunas cervezas. Con el tiempo, me enamoré de una de las compañeras y fuimos novios hasta que el grupo se disolvió por completo y cada uno de nosotros cogió su camino. Muchos años más tarde, de todos los que pertenecieron al grupo, sólo he vuelto a tener contacto con uno de ellos, a quién más admiro. Mi exnovia y ese amigo son los modelos intelectuales y sicológicos semilla con los que tracé la relación entre Mónicadiaz e Ignacio Madero.
La primera versión de este cuento data de 2008, luego hice 9 versiones hasta 2015. Para esta publicación sólo hice correcciones superficiales. No lo reescribí, como acostumbro hacer cuando no estoy contento con un texto.
Palabras clave: amor | soledad | amistad | Ignacio Madero |vida privada
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H. von Kleist
Serie Ignacio Madero desaparece
5
La vida privada
Germán Gaviria Álvarez
¿A cuál Ignacio Madero se refiere? Hay muchos Ignacios Maderos, muchas Monicadíaz, muchos Estébanes Cisneros, usted como escritor lo sabe mejor que yo, apenas soy una profesora universitaria de ciencias exactas que de vez en cuando lee alguna novela para distraerse. ¿Me pregunta por aquel muchacho que conocí en 1965, cuando él vivía en las Residencias estudiantiles de la Universidad, evitaba hacer amigos y tenía el aura del geniecillo venido de provincia; me pregunta por aquel joven huidizo, muy prometedor, demasiado humilde y con ínfulas de intelectual de 1972 cuando entró como profesor de tiempo parcial –el más joven en lograrlo apenas graduado en la larga trayectoria elitista del claustro–, y de inmediato se diferenció por la rigurosidad y la sencillez de su método; usted me pegunta por el cuarentón de 1991, casado, con un hijo, próspero y feliz, decano de la Facultad de ciencias y autor de media docena de libros sobre historia y filosofía de la ciencia, o me pregunta por el hombre de 62 años, dueño de su vida una vez más, hace tiempo separado, aquel que no sólo busca y paga (ese ha sido el caso, que yo sepa, en los últimos 6 años, usted conoció las aleves acusaciones en su contra gracias al embarazo de Clara Linero), favores sexuales de estudiantes de primeros semestres de la Universidad, o me pregunta por aquel que se ha convertido en aquella clase de profesor que todo el mundo teme y por quien en secreto tiene sentimientos encontrados: el gran educador cartesiano e inflexible que por razones desconocidas empieza a beber más de la cuenta, el ser humano defensor de un post materialismo ortodoxo que pocas personas soportan (sin lugar a duda, la única fe que profesaba), o me pregunta usted por el indolente social que empezó a ser hacia los 52 años, al que le importaban más los animales que los seres humanos (para él, también simples animales), y descreía de todas las posturas políticas y académicas, religiosas y sexuales, así como de las verdades y las mentiras?
¿Acaso usted sólo quiere ampliar la imagen convencional del Ignacio Madero desaparecido al que le acabamos de hacer un sepelio simbólico? ¿Usted también supone que aún está en manos de la policía, que se suicidó, que se fue al monte como ideólogo de una guerrilla, que huyó a quién sabe dónde porque veía venir un escándalo sexual que acabaría con su carrera?
Mi intuición –no puede ser de otra manera–, me dice que ninguna de las últimas posibilidades tiene sentido, ninguna es compatible con su carácter. Ignacio pertenece a la clase de personas que, por principio y repugnancia, prefiere no tener que ver nada, absolutamente nada con la ley. El odio visceral por la ley que sintió en su niñez y juventud, con el tiempo se convirtió en miedo no sólo por lo que las fuerzas punitivas son capaces de hacer, sino porque de manera alegórica esa ley representa al padre y al nido materno. Me explico. Siendo adolescente, presenció el asesinato de su familia –a machete– en algún pueblo de Caldas, no recuerdo cuál, él nunca habló de eso. Es el rumor que desde aquella época circula en la Universidad, y es la clase de secreto a voces que todo el mundo comenta por lo bajo y nadie se atreve a confirmar. Una vez, siendo amantes, quise saberlo, pero sólo dijo que el pasado era un hoyo que succionaba el presente y lo destruía, y le gustaba el presente. Jamás he conocido a nadie de su familia, él jamás habló de sus orígenes, jamás, que yo sepa, regresó a su pueblo ni fue en busca del tiempo perdido. Me dijeron que en la masacre de su familia y vecinos –una docena de personas– intervinieron bandoleros y policía juntos, y que estuvo escondido bajo su padre macheteado durante uno o dos días, que se vino a pie de aquel pueblito de Caldas a Bogotá a presentar el examen de ingreso a la Universidad y que, mientras esperaba entrar como estudiante regular, trabajó en un restaurante y vivió en los andenes del centro de Bogotá. En 1965 todo el mundo tenía razones para quererlo y admirarlo. Era muy delgado, alto y hermoso, aún más hermoso porque se vestía con lo mismo todos los días y siempre estaba pulcro, porque no conversaba con nadie ni pretendía sacar provecho de sus privilegios –las mujeres y hasta los gays, tan solapados en esa época, lo perseguían de un modo vergonzoso–, siempre sacaba las notas más altas y todo el mundo mantenía la boca cerrada cuando se dignaba a decir algo. Era el consentido de todos los profesores, sin excepción, y sin excepción en cada una de las materias sacaba el 98, el 99%. No fumaba, no bebía, no rumbeaba, no asistía a los mítines políticos de la Juco ni del Moir que estaban de moda entre los intelectuales; jamás salía a vacaciones como todos los demás –de hecho, siempre hacía algún trabajo en la Universidad para conseguir plata y sostenerse: en la biblioteca, en los laboratorios, en las oficinas, en la cocina y en la cafetería, de portero en las Residencias universitarias, y finalmente, como asistente del decano–; jamás se le vio en alguna posición ambigua de reprobación a sus compañeros ni de superioridad, aunque, y esto es lo singular, su actitud callada hasta el mutismo incomodaba a la mayoría y todos temían a sus escasas frases cortas y precisas, sutiles y demoledoras. Pero para eso había que tener ojo, y, si me permite, no todos ni todas lo tenían. Él le fascinaba a casi todas las mujeres, pero a mí me atraía más por su personalidad y sus capacidades intelectuales que por sus potencialidades eróticas. En esos días, su apariencia era la de un joven dotado para los libros y la oratoria, para las matemáticas y la biología, y por mucho que lo intenté, jamás logré imaginarlo desnudo conmigo. Había algo en él que no parecía concordar mucho, y si usted me pregunta, es una duda que he tenido toda la vida. Ni siquiera en los momentos más apasionados de nuestra relación, cuando fuimos amigos absolutos (creo que gracias a mí se destruyó su matrimonio, pues no tenía inconveniente de recibirme en su casa a la hora que fuera, los días que fueran, cuando yo me pasaba de tragos, cuando había peleado con mi novio o buscaba algo de compañía), ni cuando en la madurez llegamos al estadio en que una pareja que no puede vivir junta alcanza el nivel de la sexualidad profiláctica, ni cuando entendimos que cada uno moriría en su apartamento, solo, rezando al destino que nos permitiera morir por nuestras propias manos. Nunca he logrado saber qué es, qué hay en Ignacio que aún no me deja en paz. ¿Su impenetrabilidad, su mutismo hostil? ¿Es necesario conocer al dedillo los pensamientos y el pasado de una persona para estar tranquilos con nosotros mismos? ¿Ignorar la vida privada de alguien es un impedimento para acercarse totalmente al otro? Dudo de esa postura. Me basta con tener claro cómo fue conmigo. En 42 años de conocer a Ignacio, nunca me sentí defraudada como amiga, nunca me negó nada, nunca tuve queja suya por ningún motivo.
Una vez nos graduamos de la Universidad, entre los Black Crows (así se llamaba nuestro grupo de estudio) se estableció una fuerte competencia para ver quién podía alcanzar –en términos académicos y laborales– a Ignacio Madero, y como siempre, él parecía ajeno a lo que sucedía en su entorno. En medio de esa competencia estúpida, un día me cansé y resolví, como la única mujer del grupo, hacer la diferencia y dejar a todos viendo un chispero. Para mí, en ese momento, Ignacio era totalmente inaccesible y no soñé siquiera con ser su amiga o su novia, en la Universidad no pasábamos del saludo seco, de la despedida indiferente –esto era lo que más me irritaba porque para mí tenía que ver con algo de misoginia o machismo–, como si él tuviera en frente no a una mujer bella y de buena familia como yo, sino una cosa, un árbol o un elemento más del paisaje. A cambio, los Black Crows me asediaban, los profesores me asediaban, y papi no hacía más que rogar para que me fuera a Europa a hacer un posgrado y un doctorado.
Como esa parte de la historia prefiero reservarla para mí, doy un salto en el tiempo y aterrizamos nueve años después, en 1981. Me despido escuetamente y con mentiras (dije que sólo iba de vacaciones inter semestrales) a mitad del posgrado en la U, literalmente no quiero mantener contacto con ninguno de los Black Crows, ¿y qué encuentro a mi regreso de Londres nueve años después? Con excepción de dos integrantes del grupo, el resto de los Black Crows ocupa sendos cargos docentes en la Universidad, algunos se han casado, otros tienen tres o cuatro hijos, los demás me ven y prefieren ignorarme. Ignacio no. Ignacio es el decano, y como sucede en las películas y en las novelas, no puedo olvidar la cara que puso cuando entré en su oficina. Se levantó de un salto y se me quedó mirando a los ojos como si estuviera congestionado. El impasible Ignacio Madero, el imperturbable, el que jamás me dedicó una mirada y siempre me vio por encima del hombro, se queda como el novio estupefacto que durante siglos ha esperado el regreso de la amada. No lo puedo negar, Cisneros, llegué hecha una preciosidad y me había vestido al mejor estilo de Cambridge para deslumbrarlo. En los pasillos todo el mundo se volvía para mirarme, mi ropa era de marca y a la moda, yo no llegaba a los 30 y como mujer y como profesional que venía de Europa estaba en mi mejor momento. Además, siempre he sido una mujer segura de mi inteligencia y de mi belleza de muñequita, de la atracción erótica que inspiro en los hombres y en algunas mujeres, de los mensajes sutiles que envío cuando alguien me gusta. No fallé tampoco con Ignacio Madero, aunque en ese momento y durante meses y años creí que definitivamente no caería. El día de mi llegada triunfal a la Universidad, llena de orgullo por él y de satisfacción por mí misma, pongo encima de su escritorio mi cartapacio de diplomas, resúmenes de investigaciones hechas en el Reino Unido, cartas de recomendación y las mejores notas. No tengo que adivinar que está casado y tiene un hijo. Nunca estuve enamorada de él y no sé si en ese momento caigo rendida a sus pies por aquel gesto. A pesar de mis credenciales y de la promesa de Ignacio de engancharme a la primera ocasión, tengo que esperar ocho meses en otra universidad antes de conseguir trabajo aquí. Ignacio es un hombre que sigue las reglas institucionales y por nada en el mundo las viola, y antes de tener qué verse en entredicho o de tener que enfrentar a la autoridad por alguna actuación indebida, preferiría cortarse una mano. Su repugnancia visceral a ser vigilado o cuestionado es mayor que la pasión que pueda sentir por mí o por alguna otra persona. De ahí el respeto y el temor que inspira, y que las personas que lo conocen de manera superficial tartamudeen y luchen desesperadamente para encontrar el modo de decir las cosas o de solicitar algún favor que tenga el más leve viso de impropiedad. Más de un vicerrector salió de su oficina con el rabo entre las piernas y lívido de ira por la intransigencia y capacidad de Ignacio para dejar en claro las normas, y más de un rector tuvo que echar para atrás decisiones tomadas. Tal es el poder que Ignacio tiene. En aquella época se orquestaron amenazas (recuerdo un mini ataúd con su nombre, varios sufragios y un matacho que lo imitaba al que habían clavado agujas y alfileres de cabeza negra), circularon panfletos difamatorios y se escribieron grafitis insultantes en su contra. Fueron días difíciles que me reivindicaron con los Black Crows, pues no hicimos otra cosa que cerrar filas y apoyarlo de manera incondicional en todas sus decisiones. Aún me conmueve recordar cómo en grupos de dos o tres lo acompañábamos dentro y fuera de la Universidad, cómo incluso servimos de escoltas para que nadie lo tocara (en esa época sólo yo tenía carro y lo puse a disposición de los Black Crows para que Ignacio nunca estuviera solo), y no exagero al afirmar que la actitud de muchas personas de la Facultad y de sus amigos le salvó la vida. Como es obvio, todo eso reforzó nuestros lazos de amistad y los Black Crows nos hicimos inseparables. Pero Ignacio no era un moralista furibundo, ni mucho menos un defensor ciego de la institucionalidad ni de la razón de ser universitaria. Ignacio era el modelo de rectitud que desde hacía décadas la Universidad reclamaba. A pesar de las exigencias de su esposa de aquellos días (Ángela Illueca hoy vive en Argentina con un médico), estoy segura de que Ignacio aplazó su renuncia a la decanatura sólo para vigilar que el proceso de evaluación académica y administrativa para mi ingreso por concurso se hiciera de una manera correcta. Su renuncia al cargo, al día siguiente de yo haber firmado el contrato como profesora titular de la Facultad, lo demuestra. Y demuestra asimismo lo que hizo apenas abandonó el cargo. De manera ‘coincidencial’, a la semana siguiente iniciaron clases semestrales y él ya tenía grupo de investigación, seminarios y carga académica para reforzar el trabajo que venían haciendo los Black Crows. En aquellos días interpreté su decisión más como un gesto con intensiones sexuales que como uno de verdadera amistad y nobleza, lo que en realidad era. Quizá estaba acostumbrada a que los hombres que hacían algo por mí sólo era para llevarme a la cama; con Ignacio me equivocaba, y aún hoy tengo la sensación de que cuando intento comprender los verdaderos motivos de Ignacio, en algo me equivoco. Sin embargo, lo que sucedió entre él y yo años más tarde, es más una consecuencia del modo casi perfecto como nos entendíamos en el ámbito académico e intelectual. Las líneas de investigación y los seminarios fluían de un modo tan simple y enriquecedor que llenaron plenamente mis expectativas (cosa que no puedo decir de los demás, aunque debo reconocer que los miembros del grupo siempre han luchado con tenacidad para mantenerse a la altura y no defraudar a su líder modesto y silencioso), y casi no puedo creer en nuestra exaltación por el conocimiento disciplinar que desarrollamos. Ignacio y yo éramos tan amigos que nos inventaron cuentos en la Universidad, cuando sólo éramos excelentes compañeros de trabajo y excelentes amigos. Un paso que nos pareció obvio dar ocurrió en el momento menos pensado, cuando es probable que ninguno de los dos lo tuviera en la cabeza o ya lo había descartado. Al final del día de apertura de un panel de investigación en Río de Janeiro, nos vimos abrazados y a medio vestir, besándonos y excitándonos de un modo desenfrenado en el ascensor camino a nuestras habitaciones. No asistimos al resto del panel, no salimos de la habitación en 5 días, no dejamos que nuestros cuerpos descansaran.
Para ese momento, Ignacio estaba separado y sostenía una relación con una maestra de otra facultad, y yo estaba considerando irme a vivir con José Loyola (gracias a Dios nunca lo hice), quizá por eso fue tan sorpresivo e intenso. Mi relación con Ignacio duró tres años largos. Cuando en la Universidad lo nuestro fue inocultable, a nadie ya le pareció raro y se tomó como lo más natural del mundo, pues desde hacía mucho a la vista de todos éramos la pareja perfecta. Pero yo no tengo madera para vivir con nadie, y de hecho, durante aquel tiempo cada uno siguió en su respectivo apartamento. Y por mucho que a mí me gustara encerrarme días enteros con él, pedir comida a domicilio y beber, charlar de innumerables temas y preparar nuestro trabajo académico en la cama, me sentía ahogada. No lo premedité ni lo hice con el ánimo de insultarlo ni de herirlo, pero la cosa quedó zanjada cuando alguna noche en un bar decidí irme con cualquiera a un motel. Ignacio y yo nos distanciamos un tiempo, ¿cuánto? Qué importa, el suficiente para darnos cuenta de que la amistad estaba primero, que los compromisos intelectuales estaban primero, que la Universidad como institución madre estaba primero, que incluso los Black Crows estaban primero. Mi amistad con Ignacio se hizo más profunda, se llenó de confidencias (al principio, lo admito, lo hicimos para generar celos en el otro y reconquistar aquella pasión, cosa que no sucedió, no de esa manera), se plagó de ironías, de chistes subidos de tono, de sobre entendidos, alusiones y comentarios privados. Para mí fue satisfactorio e invaluable que Ignacio tuviera el humor, la inteligencia y la valentía de conservarme, eso era más grande que las relaciones que había conocido. Quizá ni él ni yo sabíamos que era otra forma de conocimiento mutuo y, una vez más, esporádicamente se dieron las condiciones emotivas y eróticas para terminar en su apartamento o en el mío encerrados, alejados del mundo y su ruido.
En una de esas ocasiones conocí a Tomás, su hijo. Entonces tenía 24 años y estaba recién instalado en uno de los apartamentos del mismo edificio donde Ignacio tenía el suyo. Me gustó mucho cuando lo vi, y aún me gustó más el saludo y la calidez que dispensaba a su padre. En varias ocasiones, los tres comimos o simplemente charlamos al son de un par de cervezas y un cigarrillo. Nadie más distinto de Ignacio: un financista impulsivo, calculador, sagaz para los negocios y con una sola meta en la cabeza: ser millonario antes de los 30 años. En aquel momento me pareció un soñador como muchos, y a pesar de tener un apartamento y de trabajar en la Bolsa de Bogotá, nunca creí que lo lograría, no a los 30 ni a los 35. Tampoco imaginé que esa relación cercana y sólida se fuera a quebrar, y sucedió de la manera más ridícula y vana que cualquiera pueda suponer. Una mañana fue al apartamento de Ignacio la ex novia de Tomás y, por alguna razón que sólo ellos saben, terminan en la cama. Quizá ella sólo iba a pedir que intercediera para que Tomás la aceptara después de alguna pelea, quizá tuvo el propósito de seducir a Ignacio y de vengarse de Tomás o quizá la excitaba aquel hombre maduro y apuesto; hoy, las razones no importan. Lo malo es que Tomás se enteró al cabo de un par de semanas, y fue suficiente para que la relación con su padre se dañara. Eso precipitó su decisión de ir a Australia, hacer el MBA que venía aplazando, radicarse allí y cumplir su sueño de ser millonario.
No puedo decir que eso destrozó a Ignacio. Para él lo sucedido formaba parte de un ciclo natural de madurez suya y de Tomás. Que Ignacio desde su temprana formación se alineara con las corrientes europeas del pensamiento filosófico, verbi gratia, el post materialismo ortodoxo de la línea dura que he mencionado, puede dar una idea más amplia de cómo reaccionó al ser pillado de un modo que, para Tomás, sólo podía ser inmoral y vergonzoso. Para Ignacio, lo que allí estuvo en juego no fue lo moral ni lo ético. De no haber sido por algún vecino chismoso, quizá Tomás nunca se habría enterado porque aquella ruptura con su novia había sido definitiva; además, hacía meses Tomás había decidido ir a Australia. ¿Entonces por qué Tomás se sintió ofendido de esa manera? Porque el pater familias transgredió su territorio, porque considera decadente, sucia, innoble e irrespetuosa la conducta de su padre. Porque no pudo tolerar que un cincuentón se acostase con una chica de 19 años o porque abrigaba la esperanza de recuperarla y se encontró en medio de un desagradable triángulo sexual. Sin duda tiene razón. Pero para Ignacio –nunca lo oí lamentar haber estado en la cama con la ex novia de su hijo–, el centro del asunto está en otro ámbito: en el derecho al respeto a la vida privada. De hecho, si bien Ignacio tiene en mí a una confidente, gran parte de su vida para mí es un misterio. Y debe serlo. Nada lo desilusiona más de las personas que intenten violar los sellos de su vida privada ni que rompan los propios. Es el secreto de que nos lleváramos tan bien, y es la razón por la cual, Cisneros, no le diga más de lo que cualquiera que haya conocido un poco a Ignacio le pueda haber dicho.
No me sorprendería que cuando se cumplan 9 años de su desaparición, Ignacio se aparezca en la decanatura, ponga algún cartapacio sobre mi escritorio y diga que viene a recuperar su trabajo, es la clase de hombre que prefiere morir con un lápiz y un libro en la mano, no por pose ni porque su vida se reduzca a lo académico, sino por su búsqueda secreta del acto creativo, aquel que redimirá su vida repetitiva e intrascendente y le dará un sentido insospechado. A pesar de esta última observación, déjeme decirle que la amistad que nos une es fuerte y creativa, poiética, incluso, es el paliativo para la soledad que nos espera cuando nadie en la Universidad nos quiera, pero es insuficiente.
Como ve, no está en el carácter de Ignacio buscar ningún vínculo con la policía, antes habría preferido sacrificar algo a tener algún trato con ellos, como dije. Eso descarta que se haya involucrado en alguna actividad ilegal, que se haya suicidado –solo imaginar la mirada y las manos de los policías sobre su cuerpo muerto lo estremecía–, que haya tenido alguna clase de contacto con la extrema izquierda o que sea un cobarde y haya huido a quién sabe dónde. Puede ser que Clara Linero, la estudiante que estuvo con él aquella noche aporte datos adicionales (tengo entendido que después de diplomarse en ciencias políticas en Estados Unidos, regresó a Colombia hace unos meses con su hijo); no lo creo, sólo es una más de esas niñas de buena familia que estudian un par de semestres en una universidad pública para ver si participan de un poco de la acción del proletariado y tener algo con qué fustigar en las reuniones sociales.
No tengo más que decirle, Cisneros, ahora dígame lo que usted me tiene qué decir.
Para empezar, nadie masacró a la familia de Ignacio Madero, su madre murió hace cinco años y sus hermanas viven fuera del país. Ignacio alimentó durante 42 años una historia falsa sobre sí mismo, he hablado con la policía, nadie tiene la certeza de que esté muerto. José Loyola me habló del Diario de Ignacio Ángel. He viajado a…
Eso no prueba nada.
Derrumba el edificio que acaba de armar. El único Ignacio Madero que conozco está vivo, créame.