Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2009
Páginas: 33
Palabras: 8.872
Idioma: Español
Género: Cuento
Subgénero: Literatura urbana | literatura de viajes
Temas: amor | amistad | el desaparecido | la venganza | secreto profesional | crimen | paramilitarismo
Idea generadora de este cuento: La idea tuvo lugar tras la lectura de Verano, la novela de J. M. Coetzee en 2010. Por esa época yo ya había escrito mi novela Olfato de perro y sabía que me faltaba mucho qué contar de mis personajes, y tras esa lectura de Verano, que me encantó por sus personajes y compleja estructura narrativa, pensé que yo podría hacer algo por el estilo. De hecho, lo hice. Escribí un libro de cuentos con los personajes Ignacio Madero, Clara Linero, Pedro Puello, Mónicadiaz Steiner, Ángela Illueca Roldán, Antonia Madero etcétera, en el que mi narrador era un profesor de sociología que se convierte en escritor. Para ese libro utilicé técnicas periodísticas al estilo de R. Walsh, Coetzee y P. Auster, pero el libro en el que trabajé por épocas sucesivas durante 5 años resultó fallido por dos razones. La primera y la más importante, es que estaba intentando imitar lo inimitable, y segundo, las historias que yo deseaba contar no habían encontrado en mí un estilo narrativo propio, lo que tenía que ver con la razón primera que acabo de mencionar. Además, como si fuera poco, a pesar de que ya había escogido a mi narrador y el punto de vista, era un narrador mimético, intelectualoide y tonto que no tenía claro su papel de simplemente limitarse a los hechos, sin juzgar nada.
Si bien es cierto que mis personajes y mis historias son enteramente de mi cosecha, no eran míos en absoluto el tono y ritmo y el modo de concebir narrativamente cada historia, y macro estructuralmente, todo el libro. Una cosa es pensar los cuentos por separado, y otra pensar un libro de historias en el que éstas están enlazadas por el asunto, el momento histórico y los espacios geográficos teniendo como protagonista a dos personajes comunes que son sujeto y objeto transversales en las historias: Ignacio Madero y la violencia. Mi idea era usar lo anterior para dar unidad estructural al libro e ir más allá de un mero conjunto de relatos, para ser leído y entendido ‒si el lector así lo considera‒ como una novela. ¿Y por qué deseaba que mi libo de relatos fuese leído también como novela? Pue porque la forma novela contiene campos semánticos y semióticos más poderosos y amplios de la experiencia humana que un conjunto de relatos sin soluciones explícitas e implícitas de continuidad. Es del siglo xx la crítica aguda al libro antológico.
Por mi afán de copiar la concepción, la estructura y la naturaleza misma de un trabajo literario ajeno, desvié el mío propio y sólo hice una especie de colcha de retazos bien intencionada, pero esperpéntica e impublicable. Sin embargo, la totalidad de ese trabajo de unos 5 años, no fue a la basura y la serie de seis (6) relatos de con este cierra el ciclo así lo demuestra.
Las versiones que he presentado hasta ahora en esta página Web, corresponden a una reelaboración no sólo de la trama (el plot), sino de la macro y micro estructuras que he venido desarrollando en paralelo con la evolución de mi escritura. He dicho en varias secciones de este sitio Web que el lenguaje y la escritura están vivas, pues si bien lo escrito, escrito está, nada está escrito de manera indeleble como en los viejos tiempos de las Tablas de la ley. El lenguaje y la escritura y sus formas y los relatos evolucionan, a la par que el escritor, que por definición no es estático y cada vez busca mejorar sin importar cuánto tiempo le tome. No existe la escritura perfecta, por mucho que lo parezca. Ni siquiera en Flaubert ni en Kafka, tal cosa tiene lugar.
La primera versión de este cuento data de 2010, luego hice 11 versiones hasta 2015. Para esta publicación integré dos cuentos y eliminé todas las digresiones y comentarios, la mayor parte de figuras de sustitución retórica y afiné el lenguaje. Convertí muchas escenas puramente narrativas en diálogos porque a través de estos podía expresar mejor plástica y narratológicamente lo que pensaba, aparte de darle otro dinamismo al texto, y porque definitivamente ya no puedo alejarme de Platón. No reescribí este relato como acostumbro hacer cuando no estoy contento con un texto, porque sólo era un problema de ensamblaje (edición) y perspectiva literaria. El título “El secreto profesional”, es un guiño a mis muy queridos H. James, J. Conrad y A. Carpentier.
Hacía menos de una semana, había terminado otra versión de Olfato de perro, en la que cambié todo el estilo literario, eliminé el 95% las digresiones y los símiles y las metáforas, modifiqué la estructura e introduje dos plots adicionales, pues el material lo exigía. La última versión de Olfato de perro saldrá publicada en la primera semana de abril de 2024 con un título que todavía no he escogido.
Palabras clave: amor | soledad | amistad | Ignacio Madero | vida privada | secreto profesional
Autores relevantes relacionados con este cuento:
J. M. Coetzee
H. von Kleist
A. Carpentier
R. Walsh
P. Auster
J. E. Rivera
Serie Ignacio Madero desaparece
6 [última entrega]
El secreto profesional
Germán Gaviria Álvarez
1
A finales de 2006, durante un coctel en la Universidad y ante un grupo de profesores de varias facultades, en el cual está Ignacio Madero y ante la pregunta de un colega, comento que hemos tenido dificultad de hallar fuentes originales para terminar de escribir el libro Doce relatos de mujeres. Sesenta años de La Violencia en Colombia. Lo que no digo es que, a pesar de la multiplicidad de relatos y del volumen de material audiovisual y escrito, estamos a punto de claudicar y de dar por concluidos los estudios de caso. Mi equipo y yo llevamos dos años trabajando en el libro, el cual, en convenio con una ONG, está diseñado para reportar 12 historias de mujeres y hemos logrado concluir once. Aunque casi todos mi colegas piensan cerrar el libro ahí (unas 500 páginas), es algo con lo que a la larga no quisiera lidiar, no solo porque se convertiría en maliciosos comentarios de pasillo en la Universidad, sino porque, por principio, nunca dejo inacabado un trabajo.
Dos días después, temprano en la mañana, estoy sentado en la cafetería de la Facultad ciencias humanas y converso con Anita por teléfono celular. Anita es mi esposa y llevamos tres años casados, tiene dos meses de embarazo y es la segunda vez que intentamos tener un hijo. Hablamos de nuestras vacaciones que serían en la costa Caribe cuando siento una sombra a un lado de mi mesa y al alzar la vista veo a Ignacio Madero. Trae una taza café en la mano y pregunta si puede acompañarme. Me levanto y estrecho su mano y le digo que claro y me despido de Anita. Ignacio lleva un traje azul oscuro y camisa blanca, pero sin corbata. Es alto y delgado, la precisión del corte de pelo gris destaca los bruscos ángulos de la cara y las mejillas bien rasuradas. Tiene los ojos color marrón y la piel clara y sus manos son impecables. No imagino para qué ha ido a buscarme. Del tiempo que llevo en la Universidad es la segunda vez que lo veo. Tenemos poco en común, pertenecemos a Facultades diferentes, pero vagamente he oído hablar de la fama que tiene.
En qué le puedo servir, digo.
Es más bien al contrario.
No lo sigo, profesor.
Mi madre tiene una memoria estupenda y es una excelente fuente de información, además posee gran capacidad para ir al detalle y estoy seguro de que la alegrará conversar con usted. Hablo de su libro inconcluso, profesor Cisneros.
Me quedo mirándolo, no puedo creer lo que dice. No parece ser la clase de hombre que hace bromas ni aquel cuya madre es de origen campesino ni de una que haya vivido de alguna manera la llamada ‘primera Violencia’. Ignacio saca un cigarrillo y su encendedor metálico y lo enciende y fuma.
Lo escucho, digo y dejo que hable.
Hay tres condiciones, dice tras beber un poco de café.
Si habla de reserva…
Exacto. Confidencialidad, sigilo, secreto confesional. Nadie debe saber que se trata de ella ni de su vida familiar, es una anciana de 83 años y tiene que cambiar el nombre, nada más fácil.
Es cuestión de ética y seguridad proteger la identidad de las fuentes. No se preocupe, no está pidiendo nada que cualquier persona no hubiera exigido.
Claro.
¿La segunda condición?
Es delicada. Ella ni nadie, por ningún motivo, debe saber que usted habló conmigo y mucho menos ella debe sospechar siquiera que usted me conoce.
Total anonimato.
Exacto.
Tiene mi palabra. ¿Puedo preguntar por qué?
No. Esas son las condiciones.
Ajá.
Debo ver el texto antes de que usted lo entregue a la imprenta. Es la tercera condición.
Por supuesto. ¿Cómo justifico que llegué a su madre?
Cite al profesor Pedro Puello Blanco, somos amigos, él está al tanto. ¿Lo conoce?
No, pero lo he oído mencionar.
Una última cosa.
¿Qué?
No existe ninguna razón para que me busque durante el tiempo que dure su trabajo ni después. Cuando termine, basta con que me envíe una copia por el correo interno de la Universidad. Le haré llegar mis comentarios por el mismo medio. Nunca tardo más de cinco días hábiles en contestar.
Después de resumir en pocas líneas la idoneidad de su madre para mi entrevista y de hacer algunas aclaraciones sobre ella, Ignacio se despide dándome un par de palmaditas en la espalda. Soy el único cliente en la cafetería, así como en este sector de la Universidad, pues el grueso de los estudiantes ha salido a vacaciones de fin de año y sólo quedan los funcionarios administrativos y personal de Servicios generales.
Salgo de la cafetería al cálido sol sabanero.
Doy una vuelta por los desolados pasillos de la Facultad de ciencias y por la Biblioteca, los laboratorios y las oficinas administrativas. Estoy dispuesto a recorrer de arriba abajo los seis pisos del edificio inaugurado hace un año. Nadie mejor que las secretarias y el personal de Servicios generales y de carrera para informarme sobre Ignacio Madero. Me identifico con quien me encuentro y argumento que escribo un libro sobre profesores destacados de cada facultad. Uso la grabadora de mi teléfono celular de manera abierta. Me entero de que es el profesor más brillante de la Facultad de ciencias, ha publicado 18 libros y es autor y coautor de docenas de artículos en revistas indexadas. Varias veces ha sido reconocido como el Maestro del año, ha ocupado el puesto de decano y vicerrector académico y tiene dos doctorados honoris causa en Colombia y cuatro en el exterior y es conferencista habitual en varios países. Muchos estudiantes le temen, pero la mayoría lo considera una eminencia y saben a qué atenerse en sus clases y son un coladero de toda la carrera de física. Esa es, a grandes rasgos, la información que circula en la Universidad sobre él.
Indago un poco más.
Desde 1966 Ignacio Madero es compañero del personal básico de la Universidad. Todos lo ponderan por su diligencia y por cómo, semestre a semestre consigue un trabajo en la Universidad. El personal básico y los funcionarios se alegran el día de su grado en 1970 y celebran una noche de viernes en el restaurante de la Universidad a puerta cerrada, con el beneplácito de la administradora. Poco tiempo después Ignacio se muda de las Residencias universitarias a un apartamento a unas calles de allí. Por entonces Ignacio es un joven dedicado al que nada hay que reprochar, y es muy querido entre los empleados y sus compañeros de estudio. Con el paso de los años y sus continuos ascensos en el mundo laboral de la Universidad, su relación con los antiguos compañeros no cambia en absoluto. Todos tienen algo que agradecer: desde un simple préstamo de dinero o un consejo personal, hasta su intervención para que alguno de sus hijos o familiares sea admitido, bien para estudiar o para ocupar algún cargo. En opinión de esas personas, puesto que Ignacio Madero la conoce desde “sus cimientos” y sí es honrado, si alguien debe ser rector de la Universidad, es él. Es el único cargo que, según ellos, le han negado por envidias internas.
En un momento dado, ya cuando estoy a punto de irme porque he escuchado más o menos las mismas historias y estoy más o menos harto y cansado, doy con la secretaria más antigua de la Universidad, una mujer gruesa de cara aun hermosa y de unos setenta años, bien peinada y adornada con algunas joyas de oro y habla con altiva amabilidad.
El joven Ignacio Madero llegó a la Universidad como tantos otros, con una mano adelante y otra atrás y todo por culpa de la violencia, dice la secretaria más antigua, la señora Encarnación Puerta.
¿Cómo así?, digo dándome cuenta de que por allí hay algo.
¿Es que usted no sabe?, habla al ver mi primera reacción. Usted es muy nuevo en la Universidad, ¿cuánto lleva aquí?
Seis años.
Claro. Hoy en día esas cosas a nadie le importan.
¿Qué cosas?
La violencia, profesor, la violencia de los años sesenta.
A mí sí me interesan, digo y le hablo de mi investigación en curso y del otro libro en el que estoy trabajado (Doce relatos de mujeres), pero no menciono a la madre de Ignacio.
Ah. Pues mire. La verdad es que al joven Ignacio Madero le asesinaron a toda la familia en Caldas. Si él quedó vivo fue de milagro, estaba de interno en un colegio de Manizales. La familia era pudiente y tenía varias fincas cafeteras y vivía en el campo.
¿Mataron a toda la familia?, digo con incredulidad.
A toda. ¿Es que no lo he dicho con claridad? Primero mataron al papá cuando la mamá del niño Ignacio estaba embarazada de él, por eso sólo tiene un apellido. A la mamá, a los abuelos y a hermanos y seis trabajadores los asesinaron después a machete, habla la señora Encarnación y le brillan los ojos como si le hubiese sucedido a ella y estuviera a punto de llorar viendo la escena.
No tenía idea, digo.
Ustedes tan estudiados y no tienen idea de nada.
Sí.
Perdóneme, no debí decir eso, tampoco usted tiene la obligación de saberlo todo y menos lo de la vida privada de sus colegas.
Cierto. ¿El profesor Madero se lo contó?
¿Él rebajarse a contar su drama? Claro que no. Se ve que no lo conoce. Verá. En 1966 yo trabajaba de auxiliar en el departamento de asignación de cupos en las Residencias universitarias y vi la solicitud del entonces jovencito Ignacio Madero al que yo había visto en la fila y me había conmovido mucho. Un equipo y yo hacíamos estudios de caso. En la solicitud decía que estaba solo en Bogotá y se sostenía gracias a un trabajo de ayudante de cocina en un restaurante en el Centro de Bogotá. Las notas que traía de Manizales eran excelentes y había sido el más alto puntaje en el examen de ingreso a la Universidad. Cien sobre cien para que sepa usted, profesor Cisneros, pero no por eso tenía garantizado el cupo. Una condición es que tenía que ser de provincia y él venía de Manizales y para la Universidad eso no es venir de provincia sino una ciudad capital. Por eso en primera instancia fue rechazado y solicitó una entrevista privada con el director del departamento y la obtuvo cuando ya habían comenzado las clases. El joven Ignacio Madero salió de la entrevista muy serio y cabizbajo. Yo creí que había sido rechazado de nuevo y cuando averigüé me enteré de que ahora tenía un lugar en la Residencia y además un trabajo en el restaurante de la Universidad. Esto se lo digo a usted, profesor Cisneros, porque ya han pasado muchos años y tengo nietos y no me importa. En esa época yo era novia del director del departamento y me contó de manera confidencial lo de la masacre de la familia del joven Ignacio Madero en una finca de Caldas.
Gracias por su confianza, digo. ¿En dónde puedo encontrar a ese señor?
En el cementerio Central. Falleció de un derrame cerebral hace dieciséis años.
Lo siento.
Cuando murió ya no éramos nada y él, que me llevaba dieciocho años, había formado familia por otro lado.
De esa masacre no hay registro escrito que justifique la asignación del cupo, ¿o sí?
No. Verá. El joven Ignacio pidió reserva luctuosa. No había ninguna necesidad de que todo el mundo se enterara de su desgracia y la gente acabara ayudándolo por lástima. Él quería obtener lo suyo por sus propios méritos. Justificar la asignación del cupo fue fácil y se escribió que venía de su pueblo, como dije.
Entiendo. Usted dice que masacraron a la familia de Ignacio en una finca de Caldas. ¿Recuerda el nombre de la finca?
No.
¿Y de alguna vereda?
Tampoco.
¿Y del pueblo?
Ese sí, Neira.
Una última pregunta.
Ya me tengo que ir, dice cansada y mira el minúsculo relojito de oro en la muñeca bastante mullida. Observo mi reloj, veo que son las 4.35 de la tarde y sé que la salida es a las 5.00 pm. La señora Encarnación busca su cartera y organiza un poco su escritorio. Hasta mí llega su perfume provocador.
Dígame, profesor Cisneros.
Lo que sucedió a la familia del profesor Madero, ¿sigue siendo confidencial?
La señora Encarnación sufre un pequeño sobresalto y deja de organizar papeles en su escritorio y me mira y dice:
Le voy a decir la verdad, profesor Cisneros, pero mejor apague su grabadora ‒cosa que hago‒ y no diga que yo se la dije. Mire, lo que le contó el joven Ignacio Madero a Eduardo Cruz, jefe del departamento de asignación de cupos en las Residencias, fue completamente confidencial. En ese momento Eduardo y yo éramos muy muy unidos y él me lo contaba todo. Cuando nos separamos dos años y medio después porque él se enamoró de otra muchacha, ya no me sentí obligada con él. Además me habían trasladado a Publicaciones y un día hablando con el jefe, al ver que el joven Ignacio llegaba como asistente del corrector de galeras, le conté la historia.
¿Usted salía con el jefe de Publicaciones?
Él me gustaba bastante pero no, no salimos, yo le quería caer en gracia y ese fue mi error.
¿Un error?
Sí. Pues resultó que José Vicente Riaño, así se llamaba el jefe de Publicaciones, resultó ser un lengüisuelto y por culpa de él todos en la Universidad se enteraron de lo de la masacre de la familia del joven Ignacio.
¿En qué semestre iba el joven Ignacio?
Quinto. Yo quería darle celos a Eduardo porque hacía poco habíamos terminado. Me di cuenta de que estaba enamorada de él y no quería perderlo.
¿Todo el mundo se enteró?
Sí y le rebotó feo al joven Ignacio porque, si bien algunos de sus compañeros lo comenzaron a ver con lástima y admiración por su fortaleza, otros lo molestaban o le hacían bromas pesadas. Hasta se llegó a decir que era mentira lo de la masacre. Fue la época en que el joven Ignacio se la pasaba trabajando en su pequeño escritorio de Publicaciones estudiando en la Biblioteca.
¿En qué se basaban para decir que lo de la masacre era falso?
No sé.
¿Y él afirmaba o negaba todas esas cosas?
Ni una cosa ni la otra. Como le digo, se la pasaba metido en Publicaciones, en los salones de clase o en Biblioteca. Un año antes de graduarse ya se había ubicado como laboratorista en Física con mejor sueldo y no volví a saber mucho de él porque me trasladaron a Agronomía. Lo que sí es cierto que se graduó con todos los honores y en tiempo récord y aquellos que lo molestaban y calumniaban finalmente se fueron y no se volvió a tocar el tema. ¿Para qué? El joven Ignacio Madero fue el primer profesor apenas graduado que contrató esta Universidad, la mejor del país. ¿Y cómo es eso?, dirá usted. Pues porque sacó un promedio ponderado de toda carrera de 99.4, cosa que nadie antes ni después ha logrado y eso genera muchas, muchas envidias. También es el doctor más joven de la Universidad, a los 25 años, a los 25, ¿a usted qué le parece?
Un genio.
La señora Encarnación ve su relojito, dice que se tiene que ir y coge su cartera y se levanta afanada de la silla.
¡Se me hizo tarde por estar hablando con usted!
¿Usted alguna vez le preguntó al profesor Madero…?
Ella se detiene y queda en frente de mí.
La verdad, sí, cuando yo era secretaria de la Facultad de ciencias. Habían pasado muchos años y él era profesor de planta y director de carrera. Me comía la duda de si había sucedido la masacre o no, pues cuando el río suena…
¿Y?
Nada del pasado íntimo de cada persona realmente importa a los demás, me contestó.
¿Le dijo exactamente eso?
Tengo buena memoria.
2
Desde mi teléfono celular, marco al número que Ignacio me dio horas atrás. Contesta la recepcionista del hogar geriátrico y pide que aguarde. Busca en alguna parte el nombre de Antonia Madero de Ángel y transfiere la llamada a la habitación. Responde una mujer joven. Posteriormente me entero de que se trata de la enfermera que la cuida y administra los medicamentos, pues sufre esclerosis múltiple. Antonia Madero de Ángel pasa al teléfono. Dos veces, para impaciencia de ella, hago que confirme su identidad. Explico que soy profesor de la Universidad y miento al afirmar que el profesor Pedro Puello Blanco recomendó que hablara con ella para el libro que escribo. ¿Podría concederme una cita para conocerla y explicar en detalle mis propósitos? Su testimonio sería una ayuda invaluable para ampliar el punto de vista de las mujeres que vivieron la Violencia.
Tras dudar seriamente de la “ayuda invaluable” que ella pueda dar, acepta. Advierto en su voz amabilidad, escepticismo y cansancio. La cita queda concertada para dos días después durante el horario de visita.
Es tal mi excitación, que pospongo el viaje de vacaciones con Anita. Dedico el resto del fin de año y parte de enero y febrero de 2007 a grabar los videos en los que Antonia Madero de Ángel cuenta su vida.
Tras las primeras entrevistas, aclaro varios aspectos sobre Ignacio Madero que, no en ese momento sino cuatro años más tarde, cobran importancia capital. Primero, que él abandona la casa de su madre el día de su cumpleaños y es una falsedad de que su familia haya sido asesinada en una vereda de Neira, Caldas. Ignacio prohíbe a su madre y a sus hermanas que jamás lo vuelvan a buscar y no da explicaciones al respecto. Segundo, que sólo lleva el apellido de la madre, Madero. La razón es que, tercero, su padre, Ignacio José Ángel, desaparece en la selva amazónica en 1948, cuando Antonia tiene cinco meses y medio meses de embarazo. Cuarto, que en 1972 llega a la casa de Antonia el Diario de Ignacio José Ángel, el cual fue franqueado en Villavicencio en 1951. Y quinto, que Ignacio Madero leyó el Diario de su padre entre el 5 y el 6 de octubre de 2007, momento en el que yo le envié a su oficina en la Universidad mi último borrador de Doce relatos de mujeres. Sesenta años de La Violencia en Colombia. Desde ese día, nadie volvió a saber de Ignacio.
3
Casi en paralelo con la escritura del relato para cumplir con mi libro, empiezo a escribir una novela inspirada en el relato de Antonia Madero de Ángel. Es la historia de una jovencita de 16 años, rica y de familia influyente y racista que se enamora, se fuga y se casa y queda embarazada de un joven de 17 años y “piel canela”, pendenciero y miserable, salido de alguna vereda del Tolima y lo abandona todo por él en plena época de violencia sectaria de la década de 1940.
Concluí mi novela, Sin regreso, a mediados de 2008. Si bien mi libro Doce relatos de mujeres había causado cierto impacto en el mundo académico, cuando Sin regreso salió publicada, y yo era un autor que estaba arrancando, tampoco era totalmente desconocido. El momento clave fue durante la Feria del libro de abril de 2009, cuando súbitamente ambos libros se dispararon en ventas, en especial la novela. Durante esa Feria, me encontré con dos viejos amigos belgas con los que había estudiado en Lovaina, y se dio la feliz coincidencia de su entusiasmo, al conocer mi obra, de traducir ambos libros al francés. Las traducciones de ambos trabajos salieron casi en simultánea en mayo de 2010 en Bélgica y Francia. A mi regreso de un viaje a Europa, recibí el ofrecimiento de llevar la novela al cine, cinta que causó cierto impacto en el país y en América latina.
Pero mi fama tuvo un precio muy alto.
Durante el tiempo en que estuve trabajando arduamente en mis libros, Anita sufrió un accidente en la ducha y perdió a nuestro hijito, lo que a la larga desembocó en que ella y yo nos separáramos. Por entonces, la escritura me sirvió para alejar el fantasma de mi hijo muerto, así como el fantasma de haber sido egoísta e injusto con Anita. Lo que sucedió es que, por un lado, mientras estuve trabajando con Antonia Madero de Ángel estuve tan embebido que descuidé a mi esposa. Por otro, como Ignacio Madero había exigido, no volví a tener ningún contacto con él y cuando una semana después de haberle entregado mi último borrador intenté comunicarme con la secretaria, la Universidad estaba cerrada, cosa que duró quince días más en razón de dos asesinatos ese 5 de octubre: una estudiante de ingeniería y un policía del Esmad. Cuando la reabrieron llamé de nuevo a la oficina de Ignacio Madero y la secretaria dijo que no tenía ninguna información acerca de él, lo que le parecía extraño, pues siempre estaba pendiente de sus alumnos y de sus clases y nunca faltaba. Ya para finales de 2007 en la Universidad y en los medios de comunicación se hizo oficial la noticia de que desde el 5 de octubre ‒día en que yo le entregué mi primer borrador y un paquete que le enviara su madre‒ Ignacio Madero estaba desaparecido y nadie tenía idea de en dónde se podría encontrar.
El paquete que Antonia Madero de Ángel le enviara a Ignacio a través de mí, eran cartas o fotografías o un cuaderno ‒Antonia jamás quiso abrirlo y no supo de qué se trataba, pero me dio esos indicios‒ de Ignacio José Ángel, su marido. Tenía estampillas de la Cruz Roja de ¢5, estaba franqueado en Villavicencio, tenía la dirección de la casa de los padres de Antonia en Neira, Caldas, y se había refundido en la vieja casa de ellos. La razón es que los padres de Antonia, decepcionados e insultados porque su hija ‒que estaba comprometida con un rico ingeniero de Manizales‒, se fugó de la casa a los 16 años con Ignacio José Ángel, un peón que trabajaba en la carretera que va de Neira a Filadelfia, y nadie sabía en dónde estaban, pues desde que escaparon habían trasegado en muchos pueblos del norte del Valle del Cauca, de Caldas y Tolima. Ignacio José supuso que su mujer se había regresado a Neira con sus padres ricos, mientras él se había quedado en una mina famosa en lo hondo de la selva, llamada Yapanaca Tepuy. Le había dicho a Antonia que lo esperara en Villavicencio mientras sacaba oro, pero ella no quiso hacerlo y se fue para Bogotá con sus dos hijas y a tener el hijo, donde finalmente se quedó a vivir, a la espera de que su marido regresara y los buscara si era verdad que tanto los quería, lo que finalmente no sucedió. Es probable que Ignacio José sí las buscase en Villavicencio e incluso en Bogotá, pero ante el fracaso de sus intentos creyó que simplemente había regresado a donde sus padres en Neira y se había instalado allí. De ahí que enviara su paquete a Neira en 1951.
Ahora yo no tenía una alternativa distinta de pensar que ese paquete y el padre de Ignacio tenían que ver con la desaparición de Ignacio Madero y, contrario a lo que se empezó a especular sobre él, para mí la guerrilla, el Ejército o algún grupo paramilitar lo haya secuestrado o asesinado. Creo más bien empecé a creer que estaba vivo y por alguna razón no deseaba ser encontrado.
4
En enero de 2011 hago un viaje a San José del Guaviare con el propósito de constatar fechas y hechos sobre Ignacio José Ángel. Aunque la esperanza de hallarlo con vida es remota, no descarto encontrar alguna noticia, por mínima que sea, sobre él. De otra parte, ya tengo terminada mi novela sobre Ignacio Madero, Imprudentia sangre, y mi plan no sólo es verificar el color local, sino tomar apuntes para desarrollar otra novela sobre Antonia Madero e Ignacio José Ángel, cuyo título sería La edad de las palabras.
A mi regreso a Bogotá, reviso Imprudentia sangre, labor que me toma cinco semanas y la entrego a mi editor de inmediato, para mí es esencial dar por terminada una obra. A cambio, La edad de las palabras, que escribo con fervor, avanza con lentitud, y aunque no debía tardar más de tres meses en redactarla, se alarga en el tiempo. Me faltan datos puntuales sobre Ignacio Ángel y hay zonas oscuras, como la verdad sobre los dos casquillos de bala que Antonia guardaba, por ejemplo, para no mencionar el verdadero motivo por el cual Ignacio José Ángel desaparece en los Llanos orientales o en la selva amazónica en 1948. ¿Fue sólo su ambición de conseguir oro? Al haber logrado su objetivo, ¿por qué no regresó por su familia? En realidad, ¿Antonia por qué no se volvió a casar si aún era una joven de 22 años, hermosa y educada, de buena familia y buenos sentimientos? ¿Basta para explicar su comportamiento su filosofía según la cual, ella es “mujer de un solo hombre”? No es plausible que Ignacio José Ángel, enamorado de ella y una vez enriquecido, no regresase por su mujer y sus hijos o al menos no se encargara de darles lo que necesitaban por interpuesta persona.
Después de mi viaje de dos semanas al departamento del Guaviare resumo lo siguiente en mi Cuaderno de trabajo.
En San José del Guaviare me entero de que, en 1976, Ignacio José Ángel mata a cuchillo, en El Retorno, a un bandido que pretende robarlo. Después de un día en la Inspección de policía de Calamar, por ser un próspero y querido vecino afincado en la región desde hace casi 30 años, y por haber sido en defensa propia, sale libre. La policía informa que Ignacio Ángel fue dueño de haciendas ganaderas y que, con la llegada de la marihuana y la cocaína, así como por el fuerte control social, político y militar que ejercen las Farc a lo largo de la década de 1970, hizo lo mismo que la minoría de los dueños de los grandes hatos y prefirió irse a formar, como la mayoría, grupos de autodefensa. Se especula que migró al sur, quizá a Calamar, pero también que fue al norte, a Bogotá o a vivir a otro país; es decir, podría haber ido a cualquier lugar. Los lugareños afirman que la gente que ha vivido en la selva y en el Llano jamás vuelve a la ciudad, menos un hombre acostumbrado a la vida libre, a negociar y a hacerse cargo de su hato. A pesar de haber sido dueño de haciendas, de más de 20.000 cabezas de ganado, de eso no cabe duda, su nombre se pierde en 1977 en los libros de asiento de propiedades. En la oficina de Registro de Instrumentos públicos, me sugieren que vaya a Calamar. A mi pregunta de si tenía familia, la respuesta es que era un hombre mayor y solitario, y no se supo que estuviera casado ni que tuviera hijos. El hato La Antonia donde Ignacio José Ángel tenía la casa era administrado por una familia de marido y mujer y nueve varones emigrados de Boyacá. Pero cuando Ignacio José decide vender sus propiedades hace unos 35 años, la familia que trabajaba con él vuelve a Boyacá y al parecer con bastante dinero. Nadie recuerda su apellido, sólo que el señor se llamaba Pablo, la señora, Eulalia y que el día de su partida, lo hicieron en un jeep nuevo y casi tan bueno como el del patrón.
Receloso de conseguir resultados positivos, después de muchas dudas, acepto la sugerencia de ir a Calamar. Me aseguran que el Ejército nacional vigila la zona y las bandas criminales están controladas. Pero no sólo me preocupa tanto la presencia de grupos armados. Para mí no es probable que, ante la nueva realidad de orden público en la década del setenta, Ignacio José Ángel vendiera todas sus propiedades para quedarse en la región, pero sí que usara de testaferros a ese señor Pablo y a su esposa Eulalia. Es sabido que los grupos insurgentes y de ultraderecha, así como la delincuencia común, se financian con la extorsión y el robo, el contrabando de las drogas ilícitas y el abigeato, así como con el secuestro a los dueños de las haciendas e Ignacio José no se iba a arriesgar a un atentado o a un secuestro. Entiendo que yo debería ir a Boyacá (sospecho que no fueron a ese departamento, que fue una tapadera) e investigar al señor Pablo y a su esposa, pero nadie sabe a qué lugar fueron y quedo en el limbo.
Después de tres días en Calamar, encuentro que nadie ha oído hablar de Ignacio José Ángel. El día de mi regreso a Bogotá, en una tienda cualquiera de la explanada donde aterrizan las avionetas, entro a comprar un par de botellas de agua fría para mitigar el calor de 34 grados. Observo a los soldados con pesados pertrechos militares patrullar por las inmediaciones del precario aeropuerto de Calamar. En realidad, no me siento seguro allí, tanto los militares como la policía me ponen nervioso y si hacen presencia en un lugar, es seguro hay o habrá problemas. Aguardo a que llamen a abordar la avioneta que me llevará de vuelta a Bogotá y como ha sido mi costumbre desde que llego, pregunto al tendero por Ignacio José Ángel, nunca se sabe quién puede saber algo, sobre todo si se trata de personas mayores. Se llama Octavio Lancheros, parece tener unos 70 años y aunque es de baja estatura no me gustaría tener un altercado con él. Pero cometo un lapsus. No pregunto por Ignacio José Ángel sino por Ignacio Madero.
¿Ignacio Madero?, dice Octavio con un sobresalto, caigo en cuenta de mi lapsus y sigo la cuerda porque he encontrado un filón de manera inesperada.
¿Lo conoce?
¿Usted quién es?
Un amigo.
¿Cómo dijo que se llama?
Esteban Cisneros.
Aquí todos los forasteros son amigos, hasta que amanecen muertos. No lo digo para asustarlo ni para ofenderlo.
¿Usted conoce a Ignacio Madero?
Nunca he dicho que lo conozco.
Pudo haberlo visto o haber oído hablar de él.
Mucha gente ve mucha gente, señor, esto es un aeropuerto.
Usted tiene razón.
Usted es policía, dice al momento viéndome beber de la botella mientras observo unas gallinas que merodean por el polvoriento patio de la casa. La tienda ofrece bebidas y cigarrillos y algunos fritos empacados y sólo tiene una banca larga de madera dentro, en donde hace un poco de fresco que viene del patio.
Cómo se le ocurre.
Usted está armado.
No me gustan las armas, señor.
¿Qué dice si lo requiso?
El hombre pone ambas manos en el mostrador y semeja un toro detrás la barrera. Le doy la espalda. Observo la pista de aterrizaje recién aplanada con máquina y con palmas a lado y lado, la selva se extiende en derredor a menos de un kilómetro de distancia y veo una Cessna que aterriza. Me vuelvo hacia él. El tendero hace una mueca y deja de hablar conmigo, me mira con mayor desconfianza cuando cometo la torpeza de sacar mi Tablet para grabarlo. Se me corta el aire cuando veo que prende un cigarrillo con el encendedor metálico de Ignacio.
Puede requisarme, si quiere.
Me relajo, decido jugar todas mis cartas.
El hombre entre cierra la puerta del negocio, me cachea y revisa mi maletín.
Saco a relucir toda la humildad de que soy capaz. Le digo quién soy, le muestro mi carné de la Universidad y le explico qué estoy haciendo allí, le relato lo que sé de la historia de Ignacio Madero e incluso le hablo un poco de su madre, debo ganar su confianza a como dé lugar. De mi morral, saco un ejemplar de Doce relatos de mujeres y se lo enseño. Mi nombre está en la parte superior de la portada y mi fotografía en una de las solapas. Él lo constata con el carné, manosea el libro y lo deja sobre el mostrador. Entonces se presenta de nuevo:
Octavio Lancheros, para servirle.
Después de diez minutos de charla, en la que no permite que grabe un video, pido permiso para usar el orinal. Pongo a funcionar la grabadora de mi celular de manera subrepticia, no puedo permitir que se escapen los detalles. Conversamos durante más de dos horas y bebo con él algunas cervezas heladas. La cabeza me da vueltas por la información que consigo y sólo atino, en un momento dado, ir y cancelar el vuelo a Bogotá y cambiarlo para el día siguiente.
Descubro lo siguiente sobre Ignacio Madero:
El 6 de octubre de 2007, tras salir al medio día de su apartamento con un morral, aborda un taxi y va la terminal de buses de Bogotá, donde toma un bus que lo lleva a Villavicencio y de allí va a Acacías, donde pernocta. No son más de 4 horas de viaje. Declara a la policía que es profesor universitario y afirma que se dirige a San José del Guaviare, donde hará una investigación para la Universidad. Le advierten que es zona roja; es decir, de fuerte influencia paramilitar y guerrillera, así como de la delincuencia común, pero él, de manera irresponsable, lo ignora. La mañana del domingo 7 de octubre, temprano, se dirige en flota a San Martín. Unos tres kilómetros antes de llegar, la flota es detenida por una unidad paramilitar al mando del conocido comandante Baldomero Ángel, alias “Capitán Navaja”, hijo del famoso bandolero de los años 1950, Gervasio Ángel. En la flota, Ignacio traba conversación con una mujer de unos 55 años que va sentada a su lado. Durante el retén, lista en mano, Baldomero Ángel asesina e incinera (por el método de la quema de llantas para aumentar la temperatura) allí mismo a cuatro personas, secuestra a una veintena de pasajeros, entre ellos a la mujer de 55 años y al resto los deja ir. Ignacio Madero, de manera inexplicable, intercede para que los paramilitares no se lleven a la mujer y Baldomero Ángel le dispara en el pecho. Ignacio es llevado al Hospital Universitario de Villavicencio. Nadie sabe por qué, dada la gravedad de la herida, no es remitido de inmediato a Bogotá. Su recuperación es lenta y le practican media docena de operaciones. Tras salir del hospital en febrero de 2008, se traslada a la casa de Octavio Lancheros en San Martín, el marido de la mujer de 55 años desaparecida por los paramilitares. Allí pasa la convalecencia. La mujer se llamaba Emelina de Lancheros y, según el Ejército, era auxiliadora de las Farc. No se vuelve a saber nada de ella ni de las otras veinte personas secuestradas. Sin proporcionar detalles, la Comandancia del Ejército especula que estas personas fueron desaparecidas por Baldomero Ángel en un horno industrial de factura alemana.
Ignacio Madero vive en El Retorno y en Brisas del Camoa, en Miraflores y en San José del Guaviare y finalmente en Calamar, donde se reencuentra con Octavio Lancheros, a quien le narra sus aventuras. Octavio tenía una miscelánea en San Martín, pero abatido por lo de su esposa, decide vender y entregar el dinero a sus hijos y volver a su tierra natal. Ignacio Madero llega a Calamar a finales de 2009 y e instala en una casita a un costado de la plaza municipal. Para ganarse la vida, enseña en el Colegio Departamental hasta enero de 2010, momento en que, sin razón aparente, se retira. Regala a sus amigos y conocidos las pocas cosas que ha comprado, y se va. Octavio Lancheros me enseña el encendedor metálico y asegura que se lo obsequió él.
Al día siguiente, antes de tomar el vuelo de regreso, hago un recorrido más extenso por Calamar. Esta vez me concentro en Ignacio Madero. Visito el Colegio Departamental y hablo con sus ex compañeros de trabajo, con algunos alumnos y sus vecinos y consigo saber que no sólo trabajó gratis durante ese tiempo, sino que fue un magnífico profesor y amigo. Pero no logro saber nada del rumbo que haya cogido. Decepcionado, regreso a la tienda cerca del aeropuerto en busca de Octavio Lancheros para conversar con él, pero cuando me ve llegar, hace que entre y cierra la puerta del negocio. Tiene un revólver que guarda bajo un trapo en el mostrador.
Ahora qué quiere, dice con acritud.
Sólo dos preguntas.
No me parece que vuelva por aquí, ¿entiende?
Sí. La primera pregunta. ¿Sabe por qué se fue Ignacio Madero, tiene alguna idea? ¿Se fue en avioneta, en bus?
En curiara.
¿Para dónde?
No sé. La selva es grande, profesor.
¿Por qué se fue?
¿Tengo qué decírselo? Los paracos venían buscándolo y salió de afán.
¿Por qué lo buscaban?
No sé.
¿Dejó olvidado algo?
¿Cómo qué?
Un cuaderno o algo así.
Saco mi Cuaderno de trabajo, se lo muestro y dejo que lo hojee. Octavio Lancheros guarda silencio y se muerde los labios. Al momento desaparece tras la puerta que da al interior de la casa. Regresa con cuaderno en la mano.
Tres minutos para mirarlo, después se tiene que ir.
El cuaderno escolar es de 100 hojas a medio llenar. Cuando lo observo, descubro que es el diario de Ignacio Madero y digo a Octavio que me lo permita copiar y saco mi Tablet.
Tiene dos minutos, no más.
Alguien llama a la puerta.
Octavio mete la mano bajo el trapo donde tiene el revólver y me mira a los ojos.
Cuando Octavio me da la espalda, manipulo mi Tablet sobre el cuaderno y fotografío con mucha torpeza y miedo las páginas que puedo a toda velocidad. La voz pertenece a uno de los soldados que vi cuando iba hacia la tienda, traen material de intendencia completo y llevan el fusil a la altura del pecho listo para disparar. Preguntan a Octavio quién es y por qué está la puerta del negocio entre abierta. Octavio la abre de par en par y se disculpa y busca la piedra de río que la mantiene abierta. Va a la nevera y deja sobre el mostrador una botella de agua para mí y saco un billete y pago. Los soldados preguntan quién soy y qué hago allí.
Como estoy de medio lado guardo rápidamente el cuaderno de Ignacio Madero y la Tablet en mi morral y saco uno de mis libros y se lo enseño a los soldados. En seguida muestro mi viejo carné de la Universidad y el salvoconducto que el Ejército me dio en Bogotá y hago explicaciones técnicas sobre una investigación relacionada con la historia de la región. Luego les enseño mi tiquete para salir de allí en una hora hacia Villavicencio y luego Bogotá y les ofrezco un cigarrillo que ambos reciben. Octavio Lancheros se mantiene en silencio, siento miedo de que saque el revólver del trapo en el mostrador y empiece a disparar. Los soldados esperan a que yo salga de la tienda. Uno de ellos me pide la cédula y la libreta militar y llama por radioteléfono. Dice mi nombre completo y dicta los números de los documentos y se miran a la espera de respuesta al otro lado de la línea.
Veinte minutos después, uno de ellos va conmigo hasta la salita de espera del aeropuerto y vigila. Al soldado de la tienda de Octavio se une otro soldado mientras él me mira con rabia porque he robado el cuaderno y no puede hacer nada.
En la avioneta de regreso a Bogotá, tembloroso por lo que acaba de suceder y por mi impensada temeridad, juro en secreto que jamás me expondré de manera tan irresponsable y necia. Además, sé que cometí un robo descarado, pero no tenía alternativa.
Nada más llegar a Bogotá, reviso el diario de Ignacio Madero.
Encuentro el motivo por el cual Ignacio abandona su casa a los 17 años: considera que su madre ha asesinado a su marido en la selva amazónica en 1948, donde lo deja para que la manigua y las fieras devoren su cuerpo. Para Ignacio Madero, aquellos dos casquillos de bala lo demostraban. También echa por tierra la supuesta “falacia” de Antonia según la cual su marido se fue a buscar oro en lo profundo de la selva, lo cual resultó ser completamente cierto. El verdadero motivo del inesperado viaje de Ignacio Madero a los Llanos orientales no es sólo recobrar los pasos de su madre, sino de dar con su padre, que, aunque sólo existía una remota posibilidad, aún podría estar vivo. Todo indica que Ignacio Madero sólo planeaba hacer un viaje de fin de semana. De ahí que, siendo tan metódico, hubiera dejado su apartamento desordenado.
¿Dónde se encuentra Ignacio Madero, qué ha sido de él? ¿Por qué no ha regresado a Bogotá? ¿Está perdido en la selva amazónica? ¿Halló a su padre? Son preguntas que debo responder para poder continuar con la redacción de La edad de las palabras, pero me siento bastante bloqueado.
Lo del grafiti se me ocurre en un parque concurrido al voy a trotar en las mañanas.
Las preguntas que lo inspiran son, ¿cómo conservar el anonimato en una ciudad de diez millones de personas donde el azar juega raras pasadas? ¿Cómo provocar de un modo privado y público a la vez? ¿Cómo convocar públicamente a una cita privada y que, al mismo tiempo, sea un pequeño homenaje a una mujer excepcional, fallecida hace poco y casi olvidada?
Dibujo los nombres y el predicado en cartón firme, los recorto con una cuchilla y tomo una lata de aerosol y me doy a la tarea de pintarlos en las paredes de la ciudad cuando pasa la media noche:
Ignacios, Antonia de Ángel los ha perdonado
Antonia de Ángel, así es como ella se presentaba (no Antonia Madero de Ángel) y, aparte de ellos dos y de Pedro Puello, yo era el único que lo sabía. Pero a estas alturas, dudaba mucho que Ignacio Ángel estuviera vivo, y, de estarlo, debía ser un anciano de más de 90 años. Me tomó un par de semanas y una docena de tarros de aerosol vino tinto pintar grafitis de 10×70 cm en los muros clave de la ciudad y en postes, al margen de algunas vallas publicitarias y en los puentes vehiculares, en los baños de infinidad de cafeterías y paredes de muchas universidades cada vez que el anonimato me lo permitía. En realidad, más allá de buscar que Ignacio Madero se manifestara, no sabía qué podía obtener al poner en la ciudad ese grafiti; me pareció buena idea creer que yo no tenía por qué perseguir fantasmas y si éstos existían debían venir a mí.
Con las semanas y los meses, dejé de prestarles atención a mis grafitis en la calle. Estos pasaban ante mis ojos como una extensión de mi escritura que se aferraba a la ciudad y a veces la iluminaba o la ensombrecía. Quizá por eso sucedió de la manera más obvia que se puede imaginar. Dieciséis meses después, un domingo al final de la tarde, cuando caminaba por el desolado vecindario, encontré un grafiti con un tipo de letra y un color tan similar al que yo había utilizado, que, a primera vista, creí era uno de los míos y lo dejé pasar. Pero cuando regresé y lo miré detenidamente me di cuenta de que contenía un mensaje distinto y me quedé paralizado:
Ignacio no perdona, Ignacio
Recorrí varias calles en busca del mismo mensaje y encontré una docena en el sector. Busqué los muros donde yo había pintado mi grafiti y constaté que aquel mensaje sólo estaba en la manzana donde yo vivía, y antes que sentir que las cosas iban en la dirección adecuada y después de tanto tiempo llegaba una respuesta, una fuerte sensación de miedo se apoderó de mí. ¿Cómo podía ser que aquel mensaje sólo estuviera en un área aproximada de cinco cuadras en torno de mi apartamento? Desde el éxito de Sin regreso me había cambiado de domicilio tres veces y finalmente, desvinculado de la Universidad, resolví alejarme del sector y comprar un apartamento en un barrio tranquilo y retirado. Pocas personas aparte de algunos amigos lo conocían. El nuevo grafiti era amenazante. ¿A qué se refería? ¿Qué pretendía la persona que lo había escrito, a dónde quería llegar? No podía creer que Ignacio Madero lo hubiera hecho, no un hombre de su talante, no es la clase de persona que pone un aviso en la calle.
Desde que descubrí el aviso, dejé de salir del apartamento y comencé a vigilar la calle todos los días. En diagonal, en un gran muro inmaculado, hay un espacio para poner un grafiti. Supuse que, tarde o temprano, alguien vendría a pintar el suyo cerca del que puse 16 meses atrás.
Pasaron otras seis semanas sin que nada sucediera.
5
Una madrugada en la que trabajo intensamente en mi novela, suena mi teléfono celular. Su retintín es tan agudo e inesperado que me asusto porque suelo apagar el aparato para trabajar tranquilo y sin ruido. Esta vez sin darme cuenta lo había dejado encendido. Dudo si correr a la sala, tomar el aparato y contestar. Podría ser mi novia, aunque ella sabe que apago el aparato cuando trabajo. Me quedo sentado frente a mi escritorio atento a que aquel sonido exasperante, cese. Maldigo la hora en que por descuido lo dejé prendido.
Fastidiado, voy a la sala a oscuras y cojo el aparato que arranca a sonar por segunda vez y al observar el número es desconocido y lo apago. De regreso al estudio lucho por concentrarme de nuevo, pero suena el teléfono fijo en la sala. Furioso, vuelvo con el propósito de desconectarlo e instintivamente miro hacia el muro inmaculado. Está oscuro y cae una llovizna rala y a pesar de las sombras de los árboles proyectadas en la claridad de aquel muro, descubro a un hombre alto y delgado con abrigo negro hasta la rodilla. Tiene un objeto en la mano a la altura de la cara y parece mirar hacia acá.
El teléfono no para de sonar, observo la pantalla del aparato con el corazón violentamente agitado y tampoco reconozco el número, pero termina con los mismos dígitos del de la llamada anterior.
¿Quién es?
Ignacio José Ángel.
¿Quién?
Ya se lo dije.
Es la voz de un viejo. Me siento automáticamente en el sofá de la sala, mudo. La larga espera ha terminado, pero no tengo fuerzas para seguir adelante. Algo no concuerda, me digo, y lo único que atino a hacer es ir a mi escritorio y sacar un cigarrillo y prenderlo, es lo que hago cuando estoy ansioso, pero no me ayuda a dominar el temblor de mis manos.
Me asomo a la ventana, la figura en la acera hace una seña con la mano:
¿Puedo subir?
No sé quién es usted, a esta hora…, miro el reloj, 3.40 de la madrugada.
Ignacio José Ángel, ya dije. ¿No me está buscando?
Sí.
Aquí me tiene.
¿Cómo sabe dónde vivo, cómo…
¿Puedo subir para que hablemos o no? Es cosa de un momento.
Me quedo helado de pánico y de excitación y mareado por el humo apestoso del cigarrillo. Abro la ventana y arrojo el cigarrillo a medio fumar. El hombre permanece en la acera y siento que mi cerebro de llana de preguntas y certezas.
Es el cinco cero cuatro, digo.
Llamo a la portería y autorizo que suba. Ubico mi Tablet en el mejor ángulo de mi biblioteca, de modo que capte una vista panorámica de la sala como he hecho en otras ocasiones cuando deseo grabar a alguien sin que lo sepa. Como dispositivo de respaldo pongo mi grabadora de bolsillo sobre la mesa de centro y la cubro con una revista.
Enciendo otro cigarrillo y me quedo de pie atento a sus pasos en el largo corredor. El timbre me saca del sopor. Un segundo timbrazo me hace abrir la puerta. Tengo ante mí a un hombre alto y seco y arrugado y con un abrigo negro empapado y lleva ambas manos enfundadas en guantes de cuero. Un fular de seda marrón tapa la barbilla. No estrechamos las manos. Lo invito a que se siente en una silla que da un excelente ángulo a la cámara. Le pregunto si desea algo de beber y sirvo un doble whisky para él y otro para mí.
A pesar de mis preámbulos, él no permite que inicie ningún interrogatorio.
¿Por qué dice que Antonia me perdonó?
Primero dígame cómo ocurrió lo de Margarito Cuellar, me inclino hacia él e intento tomar el control de la situación.
Antonia le disparó en la cabeza dos veces porque el tipo me iba a cortar el cuelloí. Yo había estado con fiebres palúdicas y gracias a la quinina que Antonia llevaba y me dio el día anterior me alcancé a recuperar un poco. Pero esa mañana en la mina del Yapacana tepuy yo estaba turulato y débil por la horrible noche que había pasado y no estaba en condiciones de defenderme. Margarito Cuellar era un rumbero infeliz que, si bien acompañó y guio a Antonia desde San martín hasta la mina, quería matarme y quedarse con ella, que estaba embarazada de Ignacio, mi hijo. Cuando alguien prueba la sangre se convierte en un monstruo. Yo he matado y he visto en qué se convierten los hombres y las mujeres y los niños cuando matan.
¿En qué se convirtió Antonia?
En asesina.
¿Y usted?
Yo sí soy un monstruo, dice de manera inexpresiva.
¿Ha visto a su hijo?
¿Por qué dice que Antonia me perdonó? Se lo pregunto por última vez.
Porque es cierto.
Hay cosas que las mujeres nunca perdonan, por eso mismo hay que respetarlas. No hay que poner en labios muertos palabras que jamás han dicho. Por mi culpa se convirtió en una asesina, le repito. No me di cuenta sino después, años después cuando la busqué en todas partes y no la encontré en ningún lado. Entonces pensé que no quería que yo la encontrara porque me odiaba por lo que le había hecho. Fue cuando la entendí y dejé de buscarla. Que a usted alguien lo obligue a matar, no lo perdona, créame.
¿Y qué más le hizo?
Preferir el oro y no a ella.
Antonia tenía un corazón inmenso, Antonia…
No hable de ella, no vuelva a mencionar su nombre.
¿Usted se volvió a casar?
No es algo que a usted le importe.
Encontró su filón de oro, ¿verdad? ¿Valió la pena haber abandonado a su familia y traicionar sus ideales?
Yo no traicioné a nadie, al contrario.
Acaba de decir que la abandonó.
Eso no quiere decir que la haya traicionado, al contrario. Usted es flojo para entender el meollo de las cosas.
Cuál es ese meollo, digo y miro sus ojos oscuros y muy brillantes.
Un monstruo y una asesina no pueden vivir juntos.
Fue en defensa propia lo de ella.
A los que yo maté también fue en defensa propia.
¿Cuántos fueron?
El último que me preguntó tuve que matarlo. Una última cosa.
Dígame.
Usted tiene mi Diario. Entréguemelo.
No lo tengo. Su Diario está en poder de su hijo.
¿Está seguro?
No tengo por qué engañarlo.
Ignacio José me mira y dice que ha seguido de cerca mis movimientos.
Siento un sacudón y un dolor agudo en el pecho me obliga a permanecer sentado en el sofá con los brazos a los lados y la cara involuntariamente mirando hacia el techo. El silbido del disparo llega después, para mí es inexplicable, y caigo en cuenta de que ha usado un silenciador. Pienso en mi novia que debe llegar hacia las doce del día como de costumbre y desayunar conmigo, tiene la llave, y me va a encontrar aquí sentado como si estuviera orando y le parecerá raro. Desde que me separé de Anita, entendí que no podría vivir con nadie, si me iba a convertir en escritor no podía compartir mi vida ni abrir mis sentimientos a una persona. Lamento pensar en asuntos tan triviales, justo cuando el aire me falta.
¡Por qué me ha disparado!, alcanzo a decir jadeante.
Usted no tenía por qué meterse en vidas ajenas y fuera de eso hacerlas públicas.
Una fuerte opresión en el pecho me impide respirar y siento empapada la cintura y sin deseo de mover ningún músculo. Miro hacia la Tablet e imagino mi figura inmóvil en el sofá y veo también al hombre frente a mí vestido de negro. Me estremece pensar que él me vea morir porque será inmensamente humillante. Pienso en La edad de las palabras, faltan algo menos de 80 páginas para terminar.
Ignacio Ángel avanza dos pasos, hago un esfuerzo descomunal y muevo los ojos, no me sorprende haber confundido su pistola con el brillo de sus guantes negros. Iba a preguntar por qué, por qué, pero es tan repentino y silencioso que sólo alcanzo a levantar la mano derecha como si fuera una especie de escudo.
Ignacio José Ángel apunta y dispara una vez más.