
Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2009
Páginas: 18
Palabras: 6.000
Idioma: Español
Género: Cuento
Subgénero: Urbano
Temas: estudiante universitario | ser escritor | migrar | guerrilla
Ideas generadoras de este cuento: En 2004, cuando trabajaba como director editorial de la Universidad Pedagógica Nacional, tuvo lugar una de las pedreas más fuertes que había vivido allí durante ese año. No sé por qué, en vez de cerrar la oficina que en ese entonces quedaba en el mismo edificio de la rectoría, y evacuar, salí al patio indignado por lo que estaba pasando. Y pasaba lo de siempre. Los jóvenes de este lado de la reja y arrojando piedras y papas explosivas, y la fuerza pública en la calle, con sus tanquetas y sus escudos. Tuve la mala idea de enfrentarme a los encapuchados para que cesaran la violencia, y estuve a un paso de quedar herido en un pie porque me arrojaron una de esas papas. En fin.
En 2008 empecé a escribir Olfato de perro, novela que ganaría en 2011 el premio nacional de novela del Ministerio de Cultura. La figura de Ignacio Madero es copiada de un profesor amigo mío que poco después fue rector de esa universidad, y por quien he sentido mi mayor admiración. La figura de María Clara Linero se remonta a mi época de estudiante, en 1980. Jamás volvía a saber de ella.
He reescrito este cuento al menos 12 veces. También es la versión antigua de un relato más largo en mi novela inédita Continuidad de las formas dispersas.
Palabras clave: hermanos | urbano | universidad | cuento | cuento colombiano siglo xx | conflicto social
Autores más relevantes relacionados con este cuento:
F. Kafka
Serie Ignacio Madero desaparece
2
Leonardo Carlos Sacristán en París
Germán Gaviria Álvarez
Voy a decirlo de un modo brutal: me alegra que lo hayan asesinado, y si es verdad lo que dices, me alegra que hayas huido, y aunque no estuviste cuando te necesité, debo hacer lo correcto contigo. Creerás que soy cruel con el Piraña, pero aquí he aprendido que cada uno tiene lo que merece. Yo también pude salir a tiempo, sabes que esos tipos me habrían asesinado, y lo peor, no porque creyeran que iba a denunciarlos y a poner en peligro sus pequeños tejemanejes o sus vidas, vidas humanas, sino por algo que hoy considero baladí, así valoran a las personas allá; en la Universidad, a pesar de los recelos y del ambiente de desconfianza entre los grupos de extrema, entre ellos se conocen y saben quién es quién. En realidad, yo no significaba nada, era uno más entre los insignificantes comelibro de último semestre, un flojo, un indiferente y un cobarde que ni siquiera valía la pena mirar. Tú no, a pesar de mis consejos te comprometiste con ellos desde el principio. Yo sabía que eso tarde o temprano iba a acabar con nosotros, lo que no podía saber era cuándo ni cómo. Lo difícil es que llego a Paris cuando empieza el otoño y hace un frío especialmente recalcitrante y premonitorio de lo que va a ser el invierno. El viaje está calculado para salir de Bogotá en marzo, tan pronto me gradúe, cuando empieza la primavera y hay mejores condiciones para vivir y chance de trabajar. Lo complejo es que tengo que adelantar el viaje con mucho menos del dinero que tengo planeado ahorrar, eso también significa negar a mi mamá y a mi hermana la ilusión de verme con traje y corbata (ahorran como locas para comprarme una ropa que no quiero, con la ilusión de tener al primer Físico en la familia, que para ellas es una especie de doctor) recibiendo el diploma de manos del decano y del rector de la Universidad; para ellas fue un golpe que no sucediera, sabes de qué estoy hablando. Pero debía hacerlo. En ese momento, para mí también el grado es cuestión de orgullo, más de lo que hoy acepto, y tener que irme sin sustentar la tesis y dejar un par de materias sin terminar, me dio duro. Aunque me dio más duro encontrar que cuando más te necesité para que intercedieras por mí y me dejaran en paz los pocos meses que me quedaban en la Universidad, simplemente te desvaneces, nadie sabe dónde estabas, nadie. Pero estaba seguro de que la policía te estaba buscando y preferías ir al monte y empuñar las armas de las que tanto hablabas en sentido metafórico como si yo fuera un tonto. Si no, ¿dónde carajos ibas a estar? ¿Cómo tener certeza de nada? Resuelvo jugar la última carta y empleo más de dos semanas buscándote en las estaciones de la policía y en los comandos del ejército, en los hospitales y las morgues, y nada, como si te hubieras hecho aire, hasta llegué a creer que te habían secuestrado, que te estaban torturando, que te habían desaparecido. ¿Qué te costaba decir al menos que estabas bien? ¿Te salía muy cara una simple llamada desde un teléfono público? Es inconcebible que prefirieras depositar tu vida en las manos de esa gente, unos desconocidos, antes que confiar en mí. Es cosa que duele y me cuesta entender. Además, andaba muerto de miedo cuando salía de la casa, cuando iba en el bus, cuando llegaba a la Universidad y subía por aquellas viejas y oscuras escaleras de la Facultad. Llegué al extremo de no usar los baños y de evitar los lugares apartados, y daba mil y un rodeos nerviosos antes de llegar a la casa. También escribí una nota con los nombres y las actividades de tus amigos, la registro en una notaría y la guardo entre mis papeles responsabilizándolos a ellos si algo malo me pasa. Pura paranoia y terror insoportable, un infierno. Las pocas veces que me encontré al Piraña y a los mellizos, me hicieron señas de que estaba marcado y tarde o temprano me iban a tratar como a un tira. Para mí eso significa que me van a secuestrar, me van a torturar y me van a partir las piernas y los brazos para luego dejarme botado en los extramuros de Bogotá; significa que a la larga me convertirán en un esbirro suyo y voy a andar en muletas el resto de mi vida, significa que me van a matar de un modo vil cuando decidan que ya no sirvo para nada; no, no quiero ser otro Orlando Ballesteros, el asistente de la vicerrectoría. Esas cosas horribles que acabo de mencionar se las hicieron a él, ¿no?
Después de llegar aquí y de conseguir una piecita resuelvo probar suerte con mi librito de poesía y la novela que terminé a mano en cuatro semanas de duro encierro, mientras acababa el otoño. Como no tengo otra opción que confiar ciegamente en lo que he escrito, utilizo mis últimos recursos en transcribir y fotocopiar ambos trabajos y enviarlos a las mejores editoriales de acá y de Barcelona. Sin embargo, no puedo ser tan ingenuo de pensar que me responderán de inmediato, de modo que compro el cuaderno más gordo y barato que puedo hallar, y reduzco mi presupuesto al punto de hacer una comida al día y un duchazo cada quince días. Quizá la primera línea de mis libros impresiona a los editores y me buscan en cualquier momento; quizá, algún día al salir, la concierge del edificio me entrega un sobre lacrado en el que se me llama para hacer un contrato con alguna editorial y todos mis problemas económicos están solucionados; quizá la vida iba a recompensar mis trasnochos y tantos momentos de penuria y soledad. Entretanto escribo y procuro no salir de la habitación por temor de gastar energía, sudar y sentir hambre. Pero mis pocos ahorros no duran mucho, y aunque me esfuerzo por conseguir algo mejor, mi condición de inmigrante indocumentado me obliga a limpiar pisos y baños y a sacar la porquería de restaurantes. En eso me encuentro cuando llega el invierno y coincide con que ya no puedo pagar la habitación y me veo en la calle. Para huir de aquel invierno famoso de 2007, hago turnos dobles o triples, tengo que abandonar todo intento de escribir por el agotamiento físico y mental, y aceptar uno de esos colchones que alquilan por unos euros durante cuatro horas los ecuatorianos en la rue Saint Denis; las veinte horas restantes debo pasarlas en alguno de esos trabajos de porquería o en la calle. Es lo que llaman ‘sistema de cama caliente’, sólo una vez al mes abren puertas y ventanas para ventilar el cuarto con una docena de camarotes ocupados sin descanso las 24 horas por personajes de toda clase.
[…]
Dices que en octubre de 2007, al mes de haberme venido, la policía antimotines asesinó a Javier Bernal, el Piraña, durante una toma de la Universidad, y dices con satisfacción que tus compañeros se anotaron un punto a favor al matar a un policía aquel mismo día. No apruebo ninguno de los dos asesinatos, y tampoco encuentro mérito en lo sucedido, ojalá se terminen de matar de una vez por todas y que en ese país de cuarenta y tantos millones de personas queden las cinco mil o las mil que les gusta vivir sin dañar a nadie. Dostoievski defiende que las fieras se destrocen entre sí, yo también lo defiendo y lo aplaudo. Al parecer naciste para ser un bárbaro y perdona que te lo diga, pero sin ser católico ni mucho menos, encuentro que en la Biblia hay palabras sabias: quien a hierro mata, a hierro muere. Dices con orgullo que Javier Bernal, el Piraña, era tu ‘amigo’ y en tus palabras se asoma el afán de venganza. Si es así, no sé qué haces en París, ¿por qué no regresas a Colombia y haces lo que cavilas? ¿Por qué te escondes aquí y no en alguno de los más de 1.000 municipios de Colombia o incluso en Venezuela o Ecuador? No puedo decirte qué hacer ni qué no, pero si yo fuera tú, preferiría estar vivo y completo a estar muerto o mutilado; así acaba la gente que piensa como tú. Dices también que uno no se puede quedar inerme, sin nada qué hacer, dejando que las cosas se resuelvan solas. Digo que existen maneras distintas a la violencia para exigir cambios, y no las vamos a discutir ahora, ese país no me interesa, soy de los que miran los toros desde la barrera, no me avergüenzo de ello. Para mí es más importante observar que, en los 8 años que estuve en la Universidad (por culpa de ustedes año tras año la están cerrando y cancelando el semestre), siempre ha sido lo mismo. Por razones que tampoco quiero discutir contigo, los de extrema de la Universidad hacen que la cierren, pero al cabo del tiempo la abren y es como si nada hubiera pasado: las paredes pintadas, los grafitis blanqueados, sustituidos los vidrios rotos de los salones y de los edificios administrativos, el pasto recién podado. Y los andenes que habían sido quebrados para hacer la pedrea, reconstruidos y reforzados. Piensa en eso, existe una política estatal y un andamiaje semiótico escondidos tras aquel retoque barato para borrar la memoria de los acontecimientos funestos que suceden en la Universidad. Sabes cómo actúan las directivas, cómo cierta limpieza puede convertir todo en olvido, y como el silencio oficial y académico son capaces de destruir el pasado y desdibujar sus significados. Tanto peor para la Universidad, tanto peor para quienes viven en ella como si fuera un reality y no un claustro en donde todo se debe cuestionar, a todo el mundo se le olvida la razón de ser de la Universidad. Sólo unos pocos tenemos claro qué se oculta bajo la pintura y los silencios de la gente que nunca ha querido hablar de lo ocurrido (que es un espejo de la corrupción interna), y ahora tampoco me vayas a salir con que el Piraña era un santo porque todo el mundo sabía que, aparte de ser un vago y de tener el negocio de la Casita de teología, estaba con ustedes en la guerrilla urbana de las Farc. Mejor dicho, en nombre de las Farc montó aquel negocio para llenarse los bolsillos de plata; no era más que un pichoncito de mafioso que se ocultaba tras el discurso trillado del odio al establecimiento para aprovecharse de las y los estudiantes pobres. De ti, no sé por qué estás en París ni si es verdad que has venido a buscarme. ¿Para qué si jamás has oído mis consejos? ¿Te persigue la policía colombiana porque eres de la guerrilla? ¿Te amenazaron, te convirtieron en uno de los suyos? La vida da muchas vueltas y nadie me garantiza que durante el tiempo que estuviste escondido no terminaste enredado con la policía, que ahora eres de su bando y estás sondeándome con el aura de que estás aquí pasando las duras y las maduras. Puedes suponer lo que desees, me conoces lo suficiente para saber cuánto odio las facciones políticas y cuándo odio al país, ese país que lo pisotea a uno sin haber nacido, mucho antes de que uno sea engendrado, y no es una metáfora. No creas que los miserables como nosotros de Ciudad Bolívar teníamos vida viviendo como lo hacíamos, no creas que ir a la Universidad, que a pesar de ser de las mejores, no era una lotería, y con todo, allá lo educan a uno para que siga viviendo de un modo miserable y conformista, con la ilusión de tener algún cargo de mediana categoría en el futuro, no para dirigir al país. Eso es mantenerlo a uno en el estrato al que pertenece, y zafarse no es sencillo. Pero más difícil aún es ser el pilar de la casa y saber que todas las miserias se viven para que uno tenga un mañana y el resto de la familia deje de pasar hambre. Entonces te das cuenta (lo hablamos mucho a lo largo de la carrera) que nunca vas a ver realizados tus sueños porque tienes que trabajar en lo que no te gusta y olvidarte de ser escritor, es cuando tu alma muere de pena moral. Si no me hubiera venido de ese país fallido y lleno de bajos sentimientos, ese país que me repugna y del que reniego con toda mi alma, no me canso de decirlo, mi cadáver estaría andando por las calles de Bogotá para llegar a una oficina con un trajecito y una corbata a recibir órdenes como cualquier esclavo moderno. ¿Y mi vida interior qué, mejor dicho, y la literatura qué? ¿Y el anhelo de escribir una obra a la altura de Verlaine o de Proust? ¿No es la máxima aspiración alcanzar los niveles superiores del arte? ¿Por qué los colombianos lo tenemos vedado? ¿Son nuestros genes criminales? ¿No fuiste tú quien salió con ese cuento? Y mírate, dices que llevas años sin escribir una línea, que esas fueron cosas de universidad y hoy prefieres pensar en dónde conseguir unos euros para comer algo caliente. Lo malo es que yo me lo tomé en serio, y hoy no puedo creer que hubiéramos sido tan brutos de pensar que podíamos convertirnos en escritores de prestigio bebiendo ron en el bar de Julieta o despotricando a diestra y siniestra contra la vieja guardia en cabeza de García Márquez, que tanto aborrecemos, pero que por ignorancia llana y crasa y falta de talento y disciplina tampoco hemos podido superar. Es la peor desgracia intelectual de nuestra generación, te lo garantizo; o mejor, la nuestra es una generación pobre y desgraciada intelectualmente, insensible y con un futuro incierto, pero, ¿a quién le importa? A nadie, sólo queda en el recuerdo de muchachos como tú y yo y quizá en la memoria de algunos maestros que esperaron de nosotros más de lo que podíamos dar. Aquí he aprendido que no puedes construir un país con gente que nace no con Bach, un libro o un pincel en la mano, como en este país que adoro, sino con un arma y el insulto en los labios.
[…]
¿Ves a ese clochard tirado en la acera? Se llama Phillipe y también es colombiano. Bueno, en realidad se llama Felipe Abello y es de Villavicencio. Estudió filología y letras en la Universidad y llegó a París hace veinte años con una novela (que jamás he visto) bajo el brazo. Y mira dónde está él y dónde estoy yo, y eso que llevo aquí casi dos años. Cuando empezó a irme bien, solía darle unos euros para que comiera, yo también estuve en la calle y no hay nada peor que mendigar. Ahora no me importa si ha comido o no, si pasa frío o si está enfermo. Quien quiere salir adelante, sale, y el que no, que asuma el riesgo de las decisiones que toma. Phillipe es alcohólico, para mí es una mala decisión y estoy seguro que si tuviera una novela qué escribir (o re escribir), se levantaría y tendríamos una obra maestra. Mientras tanto ahí lo tienes pidiendo limosna y buscando comida en los basureros, peor que un animal porque tiene conciencia de ello; podría limpiar pisos y empezar de nuevo, pero no lo va a hacer y tampoco me sorprendería que el próximo invierno lo mate. Puedes preguntarle por la novela que trajo cuando llegó para ser famoso. Va decir que es lo mejor que ha escrito en su vida, que tuvo mala suerte, y mientras recita fragmentos de su obra (bastante buenos, por cierto), sostiene entre sollozos que los editores lo odian o lo discriminan. La buena o la mala suerte no existen, uno se las labra.
[…]
Antes de continuar, déjame poner las cosas en claro. Tú estás jodido y necesitas un préstamo, llevas un par de meses en París y ahora apareces de la nada. Te voy a dar la mitad de la plata que pides sabiendo que nunca me la vas a devolver, pero también porque deseo tener la conciencia tranquila. No es por ti. Quiero estar seguro de haberte dado la mano, el dinero no me sobra, pero vivo bien y desde hace casi un año le giro plata a mi mamá. Aquí también he aprendido que el odio y el resentimiento son emociones inferiores, y cuando uno los supera pasa al nivel del frío desdén intelectual (es cuestión de tiempo que supere mi odio a Colombia, a mi origen y a los genes que llevo dentro). Desde que supe lo de María y la Casita de teología, sentí tanto odio hacia el Piraña que si no es porque siempre anda armado, te aseguro que habría buscado la revancha. Mientras que a ti te gusta relativizar los hechos, despojarlos de su valor moral, para mí los hechos son blancos o negros, buenos o malos, y llámame maniqueo, si quieres. En todo caso, para mí lo que hacía el Piraña era más que una ofensa moral. Hoy lo veo claro, pero en aquel momento yo era un tipo demasiado encerrado en sí mismo para darme cuenta de la realidad de la vida y ver la verdadera dimensión de lo que estaba pasando.
[…]
Me entero de los sucios negocios del Piraña porque en esos días buscan clientes nuevos. Una noche, saliendo de la Biblioteca, se acerca el Piraña y me dice con disimulo:
“Tenemos una fiesta en la Casita de teología, compañero”.
A mí no me gusta ese muchacho. Me parece un cargaladrillos de ustedes, sólo con capacidad para el fracaso. Me quedo mirándolo sin saber qué responder, y agrega:
“Hay nenas y no es gratis, compañero. También hay qué beber y qué fumar, ya sabe, compañero”.
Quedo de una pieza. Me doy cuenta que es tardísimo y empieza a caer esa llovizna menuda que empapa en un dos por tres y lo deja a uno con los huesos convertidos en hielo. Y como no salgo de la sorpresa, dice:
“Vamos, compañero, cincuenta mil pesos no son nada”.
Empieza a jalarme del brazo y caminamos por entre los árboles, detrás del Edificio B, hacia la Casita de teología. Justo tengo cincuenta mil pesos, lo de tres semanas de sostenimiento, y si los gasto voy a tener problemas para conseguirlos. Ahorro como loco para mi idealizado viaje a París y no me he permitido siquiera tomar una cerveza o comprar una galleta. Y si en la Universidad tengo fama de roñoso, es porque guardo cada centavo, me importa más abandonar el país y cumplir mi sueño que lo que puedan decir de mí. El Piraña habla, y cuando dice que hay tres nenas para escoger, caigo en cuenta de qué se trata e instintivamente doy un paso atrás, sólo pienso en alejarme, pero me contengo, llevo seis meses escribiendo mi novela y estoy estancado, necesito desarrollar una escena de sexo con una muchacha y todavía no he estado con ninguna. Me parece una ocasión de oro (por irónico contraste con la Casita de teología, tan abandonada de la mano de Dios), y pregunto:
¿Estudiantes?
“De segundo y de tercer semestre”, contesta como si tuviera la respuesta preparada.
Me pongo a temblar, hay dos muchachas de esos semestres que me gustan, y aunque sería el colmo de la buena suerte que al menos una de ellas esté ahí, al mismo tiempo sería la gran decepción de mi vida.
Tengo veinticinco mil pesos, no más, digo.
Nos detenemos bajo los árboles a oscuras y tengo la sensación de estar en un bosque profundo y de hacer pactos con el diablo. Temblando, saco un cigarrillo y empiezo a fumar, estoy seguro que el Piraña no aceptará el trato y dirá que lo busque cuando tenga la plata completa. No sé por qué me dejo arrastrar por ese personaje, pero cedo a la manía de ofrecer la mitad del precio; la mitad, siempre ofrezco la mitad por cualquier producto o servicio, se convierte en una costumbre desde que decido venir a París y me entero que aquí todo cuesta el doble. Ahora pienso que a lo mejor el Piraña lo sabe y duplica la tarifa. Estoy tan obsesionado con el viaje y cualquier gasto que no esté destinado a sufragarlo es absurdo y superfluo. Y mientras el Piraña me mira pensando si me da una rebaja o no, cavilo que de todos modos es una inversión, pues ganaría una experiencia que luego se traduciría en una escena de la novela que sería una bomba aquí, de modo que me arrepiento de haber ofrecido la mitad. Sin embargo, después de unos segundos, el Piraña dice:
“Tiene derecho a veinte minutos, sin trago y sin cigarrillos de estos, y paga por adelantado, compañero”.
Caminamos en silencio, mis tenis suenan sobre el pasto mojado, siento el agua entre los dedos y me avergüenza pensar que, de estar tan viejos y de llevar yo tantos días con las mismas medias puestas, la muchacha tenga que soportar mi mal olor y, en lugar de un encuentro amoroso, sea una especie de masturbación sucia y rápida, nada que de verdad sirva para mi novela. Pienso en aplazarlo, pero he pagado y el Piraña tiene mi plata en su bolsillo. Antes de llegar a la Casita de teología donde los mellizos custodian la entrada, pasa un guardia. Descaradamente el Piraña fuma un porro, lo saluda con familiaridad y el tipo no dice nada, sólo me mira de modo cómplice y morboso y sigue de largo. Le digo al Piraña que tengo que ir al baño, alza los hombros y contesta que la fiesta es hasta un cuarto para las once, hora en que hay cambio de turno y a esos guardias no los tienen comprados, “todavía”, añade mientras mira el reloj. Faltaban cinco minutos para las diez y pienso que hay tiempo suficiente para lavarme un poco en uno de los baños del Edificio B. En el baño a plena luz, me veo desastroso, estoy sin afeitar desde hace más de tres semanas, tengo el pelo sucio y la camiseta resudada, sin contar que llevo la misma chaqueta de siempre; además, en la mañana no me he lavado los dientes y no sé desde cuándo uso los mismos calzoncillos. Me compongo lo mejor que puedo y voy a la Casita de teología con un cigarrillo entre los dedos temblando porque voy a tener mi primera relación con una muchacha.
Los mellizos, que guardan la entrada, dicen que el Piraña ha ido a dar una vuelta, que espere, pues aprovechando que fui a lavarme, un guardia de seguridad se cobra. Después de un rato de rabia e impaciencia digo:
Pero hay tres nenas, ¿no, muchachos?, miro el reloj, son las diez y veinticinco.
“Sí, pero de este lado hay cuatro guardias. Adentro hay dos y un viejo que entró hace rato y paga el triple”.
Me paseo furioso, miro el reloj y maldigo la hora en que me puse con tantas delicadezas. El Piraña no llega, parece que se ha metido en el sendero de árboles que conduce a la Biblioteca y se lo han tragado las sombras. Faltan veinte minutos para las once cuando salen dos guardias de la Casita, doy el paso para entrar, pero uno de los mellizos, me detiene:
“Te tocó mañana, compañero. En cinco minutos rotan a los guardias y nadie quiere que lo pillen. Ahí nos vimos”.
Cierran la puerta y apagan la luz. Me consume la rabia, tampoco quiero que la lluvia me empape de arriba abajo, voy a cubrirme bajo el cobertizo de la Casita, golpeo la puerta y grito que me dejen entrar, no me importa para nada pasar allí la noche entera; es más, estoy dispuesto a pagar la tarifa plena.
“Venga mañana después de las ocho, compañero. La tienda está cerrada”, dice alguien con risa maligna y la música se apaga.
El guardia que sonriera antes de irme a lavar los pies, se acerca y dice que a las once en punto cierran la Universidad y tengo que salir de inmediato. Pero lo peor no es eso. Al día siguiente me voy bien afeitado y con mi mejor pinta. A costa que se burlen de mí, me pongo el par de zapatos que mi papá dejó cuando resolvió abandonarnos veinte años atrás, y tengo los pies limpios, pero molidos y con ampollas. Son las siete y media de la noche, tengo tiempo de sobra para mi primer encuentro sexual, paso por la Biblioteca a devolver unos libros y entro al sendero de árboles camino a la Casita de teología. Pude haber cruzado la plazoleta, que es más directo, salir por el Edificio B y llegar a la Casita en menos de cinco minutos, pero no lo hice, ahí está el detalle. Seguramente porque sé que no es legal y temo que alguien me descubra; seguramente porque me voy a desnudar ante una mujer y voy a hacer el amor; seguramente porque voy a tener mi primer orgasmo de verdad. Pero estoy nervioso, tanto que no puedo controlar el temblor, de modo que prendo un cigarrillo y me escondo para ver quién entraba y quién sale.
Cuando no soporto más la tensión y doy los primeros pasos, un violento choque de sudor helado me detiene. Mis esperanzas y mis temores se materializan de un modo despiadado. María Clara Linero llega a la Casita de teología y entra después de saludarse alegremente con los mellizos que custodian la entrada. De sólo recordarlo vuelvo a sentir ese choque de sudor y siento deseos de asesinar a alguien. Tú sabes que estaba, estaba enamorado de ella. La desgracia es que la noche anterior fantaseé con hacer el amor con María Clara, e incluso en mis ensueños eróticos anhelé que una de las muchachas de la Casita de teología fuera ella. Pero una cosa es lo que uno imagina y otra que se haga realidad, y que esa realidad le diga a uno que la mujer que uno ha idealizado y convertido en diosa resulte ser una puta, nada más que una puta, es un estacazo para el que nadie está preparado. De estar en otro mundo, no me doy cuenta que atrás mío está el Piraña como un diablo salido de las tinieblas con un porro entre los dedos, con esa sonrisita de maricón que sólo provoca partirle la cara.
“¿Ahora sí, ya fue al baño, compañero?”
Le estampo una trompada con toda la furia que me sale de las entrañas, cae al pasto, me le voy encima y empiezo a darle puñetazos en la cara. En el momento menos pensado recibo un golpe seco en las costillas, patadas y golpes en todas partes; se trata nada menos que de los mellizos, quienes custodian la entrada y han corrido a ayudarlo. Cuando estoy ensangrentado y ya no puedo más, entre el Piraña y uno de los mellizos me arrastran entre los árboles y me inmovilizan en el suelo, el otro saca una navaja larga y estrecha, me la pone en la barriga, exhibe un trapo de las Farc y dice echándome babas en la cara:
“¡Con nosotros no se meta! ¡Y cuidadito de comentar nada, no estamos solos!”
¡Mi plata!, grito al Piraña que tiene la nariz y la boca reventadas.
“¿Su plata? ¡Claro, tenga!”
Le arrebata al mellizo la navaja que tiene en la mano, y me mete una puñalada.
[…]
Tres semanas más tarde, cuando todavía tengo moretones en la cara y camino por la Universidad muerto de miedo que alguno de esos tipos me apuñale, veo a María Clara en uno de los pasillos de la Facultad. Por fortuna, el corte fue de medio lado y no afectó ningún órgano, por fortuna nada que no se haya arreglado con media docena de puntos debajo de la costilla izquierda. No sé qué decirle, desde hacía unas semanas había empezado a hablarle y a ofrecerle mis libros de segundo y de tercer semestre, pero nada se concreta, y yo siempre he buscado el momento adecuado para charlar y decirle que me gusta, que me muero por ella. De imaginarla con alguno de los guardias de seguridad o en manos de los mellizos o del Piraña, me dan ganas de vomitar. De haberla engrandecido cuando no sabía nada de lo de la Casita de teología, ahora sólo soy un torbellino de sentimientos antagónicos. Mientras estuve convaleciente, muchas veces reprimí el deseo de llorar de rabia por sentirme ‘engañado’. María Clara se mostraba ante todo el mundo como una niña muy inteligente, frágil, pobre, sin padres y sin hogar que tiene que pasarla duro para conseguir lo del diario, pero al mismo tiempo deseaba abrazarla, decirle que era víctima de unos criminales, rescatarla y llevármela a un hotel lujoso y colmarla de caricias y bondades. Pero cuando la vi en el pasillo lo único que pude hacer fue evitarla, para mí sólo había dos posibilidades y una verdad: pertenecía a las Farc o simplemente era utilizada por el Piraña, y en todo caso era una puta.
[…]
Lo que dices de María Clara Linero, en el caso que sea cierto, no me sorprende ni me concierne, como tampoco me sorprende que no sepas nada de Ignacio Madero. Me da pesar que haya desaparecido, fue uno de los mejores maestros que tuve y, gracias a él y a los seminarios que lo hicieron famoso en la Facultad, entendí que había algo más que la física pura y las matemáticas y desemboqué en la literatura. Nadie entiende el por qué del giro que le di a mi vida, lo cierto es que desde la mitad de la carrera me di cuenta que las ciencias exactas no son lo mío; si me decidí por una carrera que creí difícil, fue por no decepcionar a mi mamá, a ti ni a mis amigos. Si bien es cierto que cuando tengo que adelantar el viaje que planeo en secreto –de habérselo dicho a mi mamá jamás lo habría hecho; mi proyecto original era graduarme en Colombia, venir aquí y hacer cualquier cosa para estudiar literatura en París VII–, para mí es un golpe fuerte no acabar la carrera porque me cierra puertas en París, pero en el fondo es lo mejor que pudo pasar: deseaba tener una educación del primer mundo, pero cuando esa posibilidad me es negada y descubro que debo cerrarme al mundo para ser escritor, las ideas se me aclaran y tomo decisiones prácticas que resuelvan mis problemas inmediatos. Como te dije hace un momento, tan pronto llegué a esta ciudad, lo primero que hice fue terminar mi novela, pasarla a limpio así como mi libro de poemas, y poner en correos copias para los editores. Sorpresivamente, cuando creo que he gastado mi plata inútilmente, a los ocho meses empiezo a recibir cartas de respuesta. De las trece editoriales que bombardeo con las copias de mis manuscritos, responden seis, de las otras no espero contestación alguna. Nunca me sentí tan desmoralizado. Lo malo es que las editoriales coinciden en la misma crítica negativa. Casi todas las cartas son devastadoras en sus juicios. Es como si me hubieran arrojado un balde de agua helada en la cara. No es una metáfora, es literal. La emoción de recibir una carta de Editions de Seuil me acalora demasiado. Pero cuando leo su lacónico y terrible comentario de total rechazo hacia mis libros, siento que me hielo de pies cabeza.
No quiero rendirme y hago un segundo esfuerzo enviando una copia de mi novela a seis editoriales en Barcelona. Contestan dos y, no lo vas a creer, su opinión semeja mucho a las cartas de las editoriales francesas. El mundo se me viene abajo. Una noche, caminando como lo hicieran los románticos en el siglo XIX después de una noche de ajenjo y degradación moral, estoy a punto de arrojarme al Sena. No puedo. Simplemente me bajaron los humos a donde debían estar: en el piso. Es una dura lección y entiendo que es un error haber venido a donde todo el mundo viene, debí optar por San Francisco, Londres o Nueva York, pues el inglés se me daba mejor, debí ir a una ciudad en la que las autoridades, la gente y las editoriales, sobre todo las editoriales, no estén hartas de los extranjeros, de colombianos que se creen genios incomprendidos y piensan que pueden encajar como lugareños. Aún hoy, te lo confieso, si pudiera echar el tiempo atrás escogería Adelaida, Sidney, incluso Nueva Zelanda. Lo he hablado con Julie y le entusiasma la idea que en el futuro vayamos a vivir a otro lugar; soy joven, amo la vida, tengo grandes proyectos y energía de sobra para instalarme y empezar de nuevo en otra ciudad o en otro país.
Sin embargo, ya estoy aquí y tengo que sacar provecho. Una de esas cartas de las editoriales me sugiere empezar por conocer bien a los clásicos. Entonces sucede lo inesperado. Un domingo caminando por Hyussmans me detengo a mirar en un kiosco de librero viejo, pero basta con que observe unos segundos a la mujer que atiende y le digo, sin siquiera pensarlo y con la idea fija de llevar mi vida al nivel de las soluciones prácticas que te acabo de mencionar, Vous êtes une famme trés joli, trés espectaculier, y me pongo como un tomate. Es la primera vez en mi vida que me dirijo de esa manera a una mujer, y es la primera vez, en meses, que me atrevo a hablarle a una francesa. Siempre busco latinos para hacerme entender y nunca estoy completamente seguro de las palabras, de las formas expresivas ni del sentido de lo que hablo. Después de varias semanas sé que es de Nantes, que tiene cuarenta y tres años, se llama Julie Briatte, tiene un hijo de doce años, es viuda y vive con su hermana Avril de sesenta, quien estuvo casada con un escritor que en el resto de Europa nadie conoce. Para resumir, me ceden la vieja Remington, la silla y un pequeño escritorio a cambio de las clases de matemáticas, de ciencias y de literatura que le doy a François-Yves, el hijo de Julie. Por su parte, Avril es una experta recomendando autores que nunca soñé leer. Yo la escucho como si fuera mi mamá. Hace un mes me casé con Julie, quien no sólo me enseña todo lo que yo no sé sobre el amor, sino que es la primera persona que cree que puedo llegar a ser un gran escritor. No volví al barrio latino ni pienso relacionarme de nuevo con colombianos, es una decisión. Trabajo con ellas, vivo con ellas, ellas y François-Yves ahora son mi familia y, por el momento, por nada en el mundo deseo que eso cambie.
Te ayudo a sabiendas que no me devolverás estos euros, te los regalo porque eres mi hermano menor y porque debo hacer lo correcto contigo. Como te dije, no lo hago por ti, sino porque mi mamá no me lo perdonaría si no lo hiciera; pobre, no se ha dado cuenta de lo mal hijo que eres. Te pido que no vuelvas a buscarme, prefiero mantener bajo tierra todo lo que tiene que ver con Colombia y hablar contigo revive los malos tiempos; espero que esta despedida sea para siempre. Ve a la calle Saint Denis y pregunta por La souricière des ecuatoriens. A lo mejor puedes pasar la noche en uno de aquellos colchones calientes. Te recomiendo dormir con los pantalones puestos y esconde el dinero lo mejor que puedas, pues lo huelen y te caen en gavilla.
Esto concluye mis tratos contigo.