Confesión de Ángela Illueca Roldán

Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2011-2015
Páginas: 16
Palabras: 6345
Idioma: Español
Género: Cuento
Subgénero 1: Cuento
Subgénero 2: Realismo
Temas: Criminal Colombia | masacre paramilitar | confesión | interioridad | catarsis

Ideas generadoras de este cuento: A mediados de agosto de 1999, tuvo lugar la masacre de la Gabarra, un municipio de Tibú, en Norte de Santander. En esta masacre perpetrada contra la población civil, fueron asesinas unas 40 personas. Se sabe, sin embargo, que el Bloque Catatumbo de las AUC, autor de esa masacre, en los días siguientes asesinaron, desmembraron y quemaron a 60 personas más en los campos y arrojaron las partes a los ríos cercanos. La masacre de personas civiles por parte de los paramilitares en connivencia con el Ejército Nacional es una problemática que ha impactado violentamente en la psique de las personas y las ha cambiado para siempre.
Esta noticia y mi deseo de escribir un relato con un manejo técnico tal que me permitiera relatar en primera persona un intento se seducción y la imposibilidad de que esta se lleve a cabo sin que exista primero un vínculo fuertemente emocional antes que sexual, me llevó a escribir este cuento en tres planos narrativos y tres puntos de vista distintos con sólo 2 personajes. Este cuento transcurre en Bogotá en 1982, por tanto, la ficción tiene lugar muchos años antes de la masacre de La Garraba, pero eso no significa que para esa época ya no estuvieran operando grupos de autodefensa que perpetraban masacres. El cuento, es también un ejercicio de cronología al revés para dar la sensación de que ciertos hechos no cambian y hay una especie de tiempo detenido en el lapso 1980-2000.
Este cuento a su vez es una secuela de la novela de 2011 Olfato de perro.

Palabras clave: masacre | La Gabarra | Tibú | catedrático | relato en tres planos

Autores más relevantes relacionados con este cuento:

Serie Ignacio Madero desaparece

1

Confesión de Ángela Illueca Roldán

 

Germán Gaviria Álvarez

 

 

Me incomoda cuando Ignacio Madero pregunta de dónde soy. 

Eso qué importa, respondo, usted habla por hablar.

Ignacio tiene ese modo de hacerme sentir muy observada y, al mismo tiempo, a pesar de sus cortos silencios, da la sensación de que su presencia no se fatiga jamás. Por eso le respondo de esa manera, para aguijonearlo, y porque, aunque no quiero que lo haga, deseo que siga preguntando. Quiero saber cuánto le intereso, quiero saber qué imagen tiene de mí. Te mira con intensidad, como si te abarcara toda y quisiera saber lo que guardas bajo la piel y detrás de la cara, bajo la lengua y en las entrañas. Llevas sentada en frente de él más de veinte minutos y sólo han hablado del clima, de la Universidad, de cosas así. Te fascina cómo habla y encadena sucesos recientes con hechos lejanos sin relación aparente. No se parece en nada al Ignacio Madero hosco y distante con el que te encontraste muchas veces en los pasillos de la Facultad cuando estudiabas el posgrado, Ángela. Entonces ni siquiera te miraba, te ofendía su altivez y esa especie de prepotencia silenciosa. Y justo hoy te sientes fea, no te lavaste el pelo y te da rabia. Dormiste mal (no por los ruidos que oíste, sino por los que no oíste), tienes ojeras oscuras que te hacen ver vieja, pálida, desmejorada. Encima de eso, desde que saliste con él de la Universidad, te arrepientes de haberte puesto hoy esa blusa que hacía tiempo tenías archivada, esa falda estrecha, pasada de moda y abajo de la rodilla, y adrede esos zapatos planos, como de colegiala. No sabes en qué momento decidiste usar esa pinta horrible y peinarte de ese modo, sin gracia. Cuando José Vicente te vea, va a decir: “Mi amor, ¿otra vez con esa ropa y esos zapatos?, sabes que no me gusta, tienes que cambiarla por ropa de marca e ir al salón de belleza, ya verás cuando estemos casados.” Te vas a sentir el doble de fea a su lado, Ángela, José Vicente siempre lleva corbata y los zapatos brillantes, va bien peinado y mantiene las uñas manicuradas. 

Si hablara por hablar, Ángela, no estaríamos aquí, la miro a los ojos y me digo: “cada vez que te veo, salgo disparado a la estratosfera de las ganas que tengo de llevarte a la cama”. Me gusta esa belleza nada especial, pueblerina incluso, su cuello largo y el ínfimo lunar de chocolate sobre la clavícula. Fue en lo primero que me fijé cuando salí de la Vicerrectoría con la carta en la mano y tropecé con ella en el pasillo. Me sentía contento y satisfecho. Entonces recordé que no hacía un par de semanas Ángela me preguntó por La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas Kuhn, y le contesté que había desaparecido de mi oficina durante una de las pedreas de la Universidad. Es el momento de comprar el libro, de estar cerca de ella, celebrar y, quizá, llevármela a la cama.

Merodeamos por las estanterías de mi librería favorita ojeando contraportadas y solapas, leyendo prólogos e inspeccionando índices, contenidos y bibliografías. Fantaseo con que somos dos ansiosos y nuevos amantes que difieren a propósito el momento de hacer el amor. Al salir, cada uno con paquetes en la mano, del cielo oscuro se desgajan ramalazos de aire frío y grandes gotas de lluvia dejan su marca estrellada en las bolsas de papel. Entramos a La cosa nostra. Busco una mesa cerca de la chimenea, donde, en otra época, pasé tantas horas charlando o discutiendo con Monicadíaz o con alguna conquista ocasional. Mientras le entrego a Ángela el libro de Kuhn, la imagino desnuda, con el cabello suelto y los ojos profundamente cerrados mientras disfruto de su piel y de la discreción de sus formas. 

No voy a utilizar el libro todavía, Ángela. Cuando lo termine de usar me lo devuelve. 

¿En serio? Entonces no se lo voy a regresar nunca, porque un libro nunca se agota.

Son las palabras más estúpidas y convencionales que pude haber dicho; va a pensar que soy una tarada. Para disimular mi incomodidad, hojeo sus páginas como si fuera la primera vez que tengo en las manos ese libro. Automáticamente pienso en José Vicente. Él sólo consulta el librito de texto para sus clases de física en el colegio. Dice admirar a Kunh y, por primera vez en diez años, no planeo compartir este libro que, a decir verdad, él no entendería por completo y del que sólo extraería su utilidad didáctica. En mi reloj, son las cuatro y veinte minutos de la tarde, tengo al menos hora y media por delante. Mi cita con José Vicente es para comprar cosas de cocina. Luego iremos donde su madre a comer y a guardar las compras; ella insistirá, una vez más, que vivamos en su casa, hay espacio de sobra. Al principio, José Vicente dijo que lo hiciéramos. Pero es imposible que yo pueda soportarla. Fue la primera condición para casarme: vivir aparte; debí poner condiciones adicionales, debí decirle que empezáramos por romper la rutina de cenar con ella todos los domingos y al menos tres días de la semana. ¿Por qué Ignacio te mira así, por qué te gusta tanto su boca, sus dientes, sus pómulos, el ángulo de su mandíbula? ¿Por qué sientes que traicionas a José Vicente si no estás haciendo algo malo, Ángela? ¿Por qué encuentras tan atractiva incluso su manera de coger el cigarrillo si detestas a los fumadores y tú ni siquiera sabes fumar? ¿Por qué esa expresión fuerte y esa intensa mirada humedecen tus axilas y bajo tus senos cuando él pronuncia tu nombre? Tonta, mil veces tonta. No vas a compartir ese libro con José Vicente porque quieres privacidad, por simple egoísmo, y porque el libro es de Ignacio Madero. Lo ha comprado para que lo tengas, él lo conoce al dedillo, no lo necesita, date cuenta de eso.

Como se va a quedar con el libro, espero que justifique la coquetería y, entre comillas, el abuso de confianza contestando mi pregunta, Ángela.

Ángela abandona la taza de capuchino junto al cheesse cake de frutos rojos. Con la punta de la lengua remueve un pellizco de espuma en el labio superior. Frente a mí, tengo un expreso lungo y una tarta de chocolate negro. Recuerdo los gestos provocadores y obscenos de Monicadíaz cuando devora esa tarta, su debilidad, y usa tan hábilmente los pies bajo la mesa, que terminamos en su apartamento (el que está más cerca) teniendo un poco de sexo.

¿Puedo probar?, dice Ángela. A un gesto mío, toma un trocito de tarta, y susurra, está deliciosa. Un par de paréntesis encierran su boca. Contengo la respiración y reprimo el deseo de saltarle encima, desnudarla y hacerle el amor allí mismo como Dios manda.

Ángela, usted tiene la boca más sensual que he visto en mi vida.

Puedo sacar el libro de la biblioteca de la Universidad sin que nadie intente seducirme, y si va a ponerse en esa tónica, mejor me voy. Además, ¿cuál coquetería? Usted está creyendo cosas que no son. ¿Por qué me trajo a este lugar?

Dejo el libro sobre la mesa y me pongo en guardia. No deseo que me malinterprete; quiero dar a entender que no necesito nada suyo. Es un prepotente, se cree el gran conquistador, se cree con algún derecho por haberme traído a este lugar. ¿Por qué te trajo aquí? Para seducirte, sonsa, es la táctica que usa con todas sus víctimas, estás segura, has oído demasiadas comidillas. Sólo falta que te mire a los ojos con cara de ternero y te quiera besar. Si lo intenta, lo vas a detestar toda la vida. No quieres que te bese, no todavía, te dices en voz baja, con remordimiento. Quieres que hable y te enseñe lo que no sabes. Deseas que te siga observando de ese modo intenso, con sus ojos grandes, con ese gesto en la boca que evitas mirar y tanto te atrae. Es el mejor compañero que tienes, es el único que ha sabido acompañarte y defenderte de las fieras de la Universidad durante estos tres meses de primiparada. Monicadíaz, Alejandro José Loyola, Yesid Díaz y Pedro Puello son veteranos y oportunistas, y en su tremenda autenticidad, te asustan, son oscuros. Otros profesores te han contado cosas, te han prevenido. Ahora te das cuenta de los celos académicos que ellos suscitan. Los envidian y temen sus juicios cáusticos e irreverentes. Eso te fascina. Los admiras como maestros, no los soportas como personas. Te ponen a temblar las canas de Ignacio Madero que empiezan a asomar, y cuanto has oído de él y de los Black Crows en la Universidad. Te estremecen esas líneas en la frente, esas manos de dedos largos bien formados que levantan el pocillo pequeño con café espeso que apeteces probar. Imaginas la gota en el borde del pocillo, quisieras recogerla con los labios.

¡Qué prevenida! No digo que usted coquetee a propósito, no tergiverse. Para mí su sonrisa, hasta la más convencional, es coqueta y sensual, y para que no salga corriendo, estamos aquí por dos razones. La primera, es que si uno va a comer una tarta de dos mil de calorías y tomar un café, cosa que sucede de vez en cuando, que sean los mejores de la ciudad. En segundo lugar, porque pasé las pruebas y el papeleo, y me acaban de nombrar profesor de tiempo completo; es decir, estamos celebrando. Sin embargo, como detesto hablar de mí, prefiero oír hablar de usted. 

Lo felicito de todo corazón por el nombramiento.

Gracias.

Siento la aguja de la envidia y la admiración; un nuevo concurso será en tres o cuatro años, con suerte, y entonces podré aspirar a un trabajo de tiempo parcial. Le pregunto a Ignacio cuántos años duró como profesor de tiempo parcial y si renunciará a las clases que dicta en otra universidad. Dice que quince años, y sí, renunciará al otro empleo. En adelante, tendrá demasiado qué hacer. Puede recomendarme, si lo deseo, para que me den las clases que él no va a impartir. Agradezco su gesto de confianza, agradezco su generosidad, y agradezco que estemos aquí. ¿Le crees? ¿Están en un lugar tan bonito, costoso y alejado sólo por eso? Sí, le crees. Se cruzaron por casualidad, no lo olvides. Siempre supiste que iba a pasar, no puedes vislumbrar por qué, pero estabas segura que algún día te iba a invitar. Y, ¿lo sabías o lo deseabas? Tonta, querías que sucediera, y aposta hoy cuando estás fea, llevas ropa de maestra de escuela y, como no te lavaste el pelo, lo tuviste que recoger en esa horrible cola de caballo. Pero, cómo es eso que Ignacio acaba de decir: “para mí su sonrisa, hasta la más convencional, es coqueta y sensual”. Nadie jamás te dijo palabras de ese calibre, nunca imaginaste que fueras ‘sensual’, ¿lo eres, Ángela? No, no lo eres y mucho menos hoy que estás como una pájara trasnochada. Busca halagarte, quiere llevarte a la cama. Tonta, si quiere llevarte a la cama es porque sí, eres sensual, te desea. Lo has pillado un par de veces mirando tu boca, espiando tu pecho.

¿Ni un besito de felicitación para este nuevo servidor del Estado?

Estiro el pescuezo y ladeo la cara. Ángela hace el libro a un lado, se levanta de la mesa y aspiro fugazmente el perfume que viene de su cuello y del interior de su blusa; me cosquillea el aleteo de sus labios en la mejilla. No pude dejar de mirar sus clavículas ni su lunar. Pienso en sus caderas, en su sexo moreno, en su cabello acariciando mi vientre. Imagino sus pies blancos, pequeños y escondidos en zapatos simples y envueltos en la media velada. Deseo besar sus rodillas y el interior de aquellos muslos bien formados bajo la falda estrecha que moldea sus nalgas y su cintura. ¿Y sus pechos? ¿Cuál es su posición favorita? ¿Cuánto hace que conozco a esta mujer? Tres años, tal vez, cuando entró al posgrado, y entonces no le presté atención. Se trataba de una estudiante más, una gordita seria y comelibro. Pero ha cambiado. Lleva unos meses de catedrática y destaca en la Facultad. Casi todos le tenemos los ojos encima.

Imagino que va a seguir con los seminarios famosos, metiéndole ‘poesía’ a las clases. 

Oscurece, el aguacero se descarga con bolas de granizo. Siento afán de que se me haga tarde para la cita con José Vicente, aunque una especie de bienestar me dice que no mire el reloj, tomaré un taxi, hay tiempo de sobra para llegar. Además, tampoco quiero ser descortés ni dar la impresión que no valoro la invitación. Detrás del mesero entra una pareja tomada de la mano, sonriente y encogida por el frío. Ella es rubia y atractiva, él, de cabello largo e informal, y dan la impresión de llevar toda la vida juntos. El mesero enciende la enorme chimenea con palos limpios, gruesos, bien cortados. Saluda con familiaridad a la pareja que no se suelta de la mano y, en seguida, toma su pedido. Luego, pasa por nuestra mesa, con la misma solicitud recoge las tazas y los platos vacíos, y pregunta si queremos algo más o si nos apetece beber algo. Miras a esa pareja y suspiras. Piensas en José Vicente y no recuerdas haber visto en su cara una sonrisa fácil y radiante como si a ese hombre lo embargara la felicidad más tierna. Te tragas un par de lágrimas y ofreces una involuntaria sonrisa, boba, te derrites cuando ves a una pareja que irradia felicidad. Te preguntas por qué, si estás contenta con José Vicente, si te vas a casar con él en un mes. Lo conoces de toda la vida. Se crió contigo en Fuentedorada, fuiste con él a la escuela rural de La Gabarra y estudiaron juntos el bachillerato. Sabes perfectamente quién fue su padre: un comerciante honesto que adquirió sus bienes trabajando duro, y quién su madre, esa señora conservadora y tenaz que lucha por mantener a su hijo a su lado y que, más que quererte, te tiene lástima por lo sucedido y no aprueba que hables de seguir estudiando. “Los hijos no se crían solos”, dice, y te mira de un modo severo. Eres amiga de su hermana que vive en Bucaramanga, incluso eres madrina de Lucero, la niña mayor. Sabes que José Vicente es un hombre honrado y trabajador, que estudió física siguiéndote a ti. Sabes (o crees estar segura, ¿lo estás?) que jamás te traicionaría, que daría todo por ti. Malagradecida, no deberías estar aquí, no deberías sentir ese golpeteo en el pecho.

¿Quiere un coctel, Ángela? 

Por el vidrio decorativo que da al patio del salón de onces-restaurante La cosa nostra, escurre la lluvia. El mesero trae la carta de cocteles. 

No, gracias.

Me siento inhibida. Desde hace mucho, José Vicente y yo no vamos siquiera a un lugar íntimo y bonito a tomar un café y a conversar, sólo por el gusto de hacerlo, sólo por escapar de la rutina. ¿Cuánto tiempo hace que no te tomas un coctel, boba? Nunca te has tomado uno, sólo bebes pequeños sorbos de mucha coca-cola con una pizca ron las contadas veces que vas con tu novio a bailar. ¿Cuándo fue la última vez que lo acompañaste a tomar una cerveza? La palabra ‘novio’ te suena extraña, despojada de ternura y ensoñación. Observas los ojos del famoso Ignacio Madero recorriendo la carta de bebidas y los dedos de sus manos grandes sosteniéndola. Miras el brillo de su cabello un poco largo y bien cortado detrás de las orejas. Imaginas que, con un dedo, quitas ese mechón sobre la ceja izquierda. Te figuras un coctel semitransparente con una cereza dentro, que él sonríe y brinda contigo, como la pareja de al lado. Dan la impresión de ir allí cada lunes, de vivir sólo para mirarse y disfrutar de momentos como este, para disfrutar del amor. Deben salir de allí para ir a una cama y devorarse a besos. Te sudan las manos, sientes miedo, no puedes creer que estés ahí con ese hombre que en la Universidad tiene fama de mujeriego, bebedor y disipado. No le sigas el juego, Ángela Illueca Roldán, no lo hagas. Si quiere tomar un coctel, que lo haga solo. A muchas incautas habrá invitado a este lugar para lo mismo. Tienes una cita con tu prometido, recuerda, el matrimonio será en un mes, hay demasiados compromisos, hay demasiadas cosas compradas.

Acompáñeme, no sea aburrida. Cuando salgamos va a estar haciendo un frío endemoniado, Ángela. Además, ¿no vamos a celebrar que de ahora en adelante tengo asegurado el futuro laboral? ¿Le molesta? 

Llamé al mesero, y encendí otro cigarrillo cuando ella hizo el gesto de que no le importaba si seguía fumando. Pregunté, y el mesero nombró los cocteles especiales para las damas. Yo, prefiero un doble de ron.

Después masca chicle para que los estudiantes no se den cuenta del tufo, si es lo que le preocupa.

No tengo más clases hoy, sí una cita, ya se lo dije.

¿Con el novio?

Recuerdo haberla visto un par de veces acompañada de un muñeco de piel morena y pelinegro con un corte de pelo a lo John Travolta. Es bien parecido, bastante musculoso para su estatura y ligeramente menos alto que ella. Llevaba una corbata de satén anaranjada, camisa amarilla y traje gris de empleado de banco. Pedro Puello investigó su nombre, José Vicente, o algo así.

Preferiría que no se metiera en mi vida privada. 

Perdón. 

Me atrapa el tono ronco de su voz. Disfruto de ese lugar sobrio, con luces indirectas que salen de atrás de un enorme ventanal con un macizo de papiros gigantes empapados; me alivia y reconforta la sensación de intimidad. Pero no es eso. Quieres sembrar la duda y que Ignacio Madero no sepa a qué atenerse contigo. Juegas con él, tienes, ¿cómo se dice?, un feeling, una sensación de miedo, gusto y sosiego. ¿Por qué no le dices de una vez que tienes novio y te vas a casar en un mes? ¿Qué es lo que te avergüenza? ¿Por qué no ahuyentas a Ignacio Madero y no das más pie para que imagine cosas que no debe? Eres una mosquita muerta, Ángela, nunca debiste aceptar su invitación. ¿A qué juegas, solapada? Te haces la dura usando ese tono, alzando esa ceja sin depilar. Tonta, tienes que cuidar más de ti. Y que no mire las manos, esconde los dedos, llevas más de una semana sin hacerte el manicure, ya José Vicente te lo había advertido, a él esos detalles le importan demasiado, pero preferirías que fuera de otro modo. Ahora caes en cuenta que cuando va a buscarte a la Universidad evitas tomarlo de la mano. ¿No deberías confesar que te escuecen ciertas pintas, ciertos comentarios obtusos de José Vicente?

¿Entonces, Ángela? ¿Quiere un coctel suave o prefiere un Martini? Los de aquí tienen fama de ser muy buenos. Bebe la mitad y deja el resto, no importa. 

Disculpe, no quería ser brusca con usted.

No importa.

No puedo imaginar su boca y sus manos entregadas a los juegos eróticos. Tampoco puedo imaginarla con ese hombre como pareja, no me cuadran. Hay algo en Ángela que no hace juego con su novio. A cambio, me veo con ella en mi apartamento haciendo el amor como locos. 

¿Cuál coctel quiere?

¡Qué insistente, dios mío! Está bien, uno bajo en alcohol y usted lo escoge porque yo de eso no conozco.

Para mi sorpresa, lo dije con una amplia sonrisa. Recuerdo a mi papá y a mi hermano, cómo bebían ese aguardiente asqueroso hasta desplomarse. Juré que nunca bebería, siempre he detestado a quienes beben trago. Sin embargo, aquí nadie se va a emborrachar, aquí nadie se va a comportar como no debe.  Pero no quieres pensar en eso, prefieres no recordar la última navidad que pasaron juntos en La Gabarra. Te parece ver sus caras y la de tu madre, lo felices que estaban porque ese año terminabas el pregrado. Estudiar, cosa que Elías, tu hermano menor, jamás quiso. Escogió seguir con el restaurante de tu padre. Odiaba el colegio y todo lo que tuviera que ver con libros. “¿De dónde sacaste ese gusto por los libros y la ciencia, muchacha?”, dijo tu padre un día. Difícil contestar. A nadie en la familia, con excepción del abuelo materno, le gustaba el estudio, pero a ti sí. “Eres muy inteligente y muy bonita, muchacha”, solía decir tu padre cuando tenía la botella por la mitad, cuando ella iba de vacaciones a la casa de sus padres, pues estudiaba en Bucaramanga. Pero hoy estás fea, pasaste una noche desastrosa. Nancy, la amiga con quien compartes apartamento, creyendo que dormías entró con un hombre poco antes de la media noche. No los viste y no fueron explícitos. Simplemente fueron a su cuarto en puntas de pies y trancaron la puerta con cuidado. No los oíste hacer el amor, pero estuviste atenta al menor ruido. Crees haber oído algo, y aunque tuviste el impulso de levantarte y poner la oreja en la puerta para escuchar, te quedaste cavilando. Crees haber oído unos pies descalzos, pesados. A Nancy le gustan los hombres grandes y velludos, y en los seis meses que llevas viviendo con ella, es la primera vez que lo hace. A las cinco y media, hora en que sonó el despertador, seguías despabilada y estás segura que ellos seguían haciendo el amor, al momento escuchaste pasos y el sonido casi imperceptible del grifo en el baño. Finalmente, la puerta de la entrada que se abre y se cierra. Eres bonita, Ángela, eso le gusta a los hombres. Eso le gusta a Ignacio Madero que, lo sabes, desea llevarte a la cama, puedes imaginar sus dedos largos en los botones de tu blusa, en tu espalda, y apretando tus senos. ¿No es lo que todos buscan? Lo miras, temes que te juzgue como a una idiota por, a tu edad, jamás haber estado con un hombre. Tiemblas, boba, ¿por qué le sonríes así? ¿Qué es lo que sientes? Piensa, piensa, piensa en José Vicente, se lo debes. Piensa en que llegarás virgen al altar a los veinticuatro años. Imaginas a Ignacio Madero desnudo, imaginas su pecho, el cordón de vellos trenzados que desciende del ombligo. Imaginas su miembro erecto, que lo tomas en tus manos y lo besas. Ya completaste nueve años y ocho meses con José Vicente y lo has visto en pantaloneta de baño varias veces, cuando iban de paseo con compañeros del colegio o de la universidad al río Suárez. Piensas en su cuerpo moreno, lampiño y musculoso como una hormiga. No te quita el aliento y tampoco te roba el sueño. Existe, está ahí, pero no logras imaginarlo completamente desnudo ni verlo entre tus piernas. No a él, fue lo que te robó el sueño en la madrugada. En su rudeza machista, es demasiado amanerado, casi femenino. Es un hombre correcto y vanidoso, con un sentido de la ambición que a veces te aterra, pero también es noble y ahorrativo. En quince días entregan el apartamento que compraron juntos y tienen otros quince días para acabar de dotarlo, gastos de los que se encargará él. Ahora te parece una tremenda idiotez hacer una cita especial para comprar cosas de cocina, no para tomarse de la mano y cenar en un restaurante bonito. Odias cocinar, los asuntos domésticos son una pérdida de tiempo. ¿No ibas a romper con él poco antes de que asesinaran a tu familia por negarse a pagar una vacuna a los paramilitares? No lo hiciste porque, automáticamente, sin preguntar apenas, se ocupó de todo. José Vicente no se desprendió de ti ni un segundo. Le debes mucho y estás agradecida por haberse encargado de tantos trámites y detalles escabrosos. Va a casarse contigo y tener al menos cuatro hijos, lo ha dicho una y otra vez. Se lo debes, Ángela, nunca encontrarás a un hombre igual. Tu padre y tu madre lo dijeron, tú lo sabes, todo el mundo lo sabe, pero sientes dolor de estómago cuando piensas en la fecha del matrimonio. Deseas casarte y tener hijos (¿lo deseas?), pero no quieres ser un ama de casa. Nunca has logrado verte rodeada de niños ni amamantando siquiera, eso de un niño pegado a tus pechos te da asco. No, no todavía, quiero seguir estudiando, viajar a Europa o a Estados Unidos y hacer un doctorado y un posdoctorado

Me da la sensación, Angelita (utilizo el diminutivo a propósito), que no le gusta ni cinco, como a muchos en la Universidad, que Pedro Puello, Loyola e incluso Yesid Díaz revuelvan ciencia con poesía y poesía con ciencia. Y claro, los seminarios siguen y seguirán per fas et nefas. No soy yo el que pretende suscitar una especie de nirvana en las mentes de los estudiantes; soy más modesto: enseño rigurosa y ampliamente lo que toca. La poesía me gusta, pero la de los boleros y ojalá bailando con usted. Ángela, tiene que acompañarnos este viernes al bar de Julieta, uno de los mejores rumbeaderos de Bogotá. Desde que empezó el semestre le hemos pedido que nos acompañe, y nada que se anima a conocer el lugar.

El mesero llega, distribuye servilletas, portavasos y los tragos, cambia mi cenicero y desaparece. Me inclino hacia ella, abstraída de la conversación. Observo el brillo de sus ojos claros, el carmesí de su boca sin labial y su mano abandonada sobre los libros.

¿Y a usted, Ángela?

¿Qué? ¿A mí, qué?

Estoy apenada, lamento no haber oído lo que dijo. La chimenea calienta y parece que afuera el humo espanta el aguacero. La gente entra al salón de onces con paraguas y los zapatos mojados. No sé en qué momento se han ocupado las mesas vacías, no sé por qué me estoy dejando llevar por el ambiente y el tiempo corre. Me tengo que ir, tengo que ir al apartamento y pensar. 

Digo que no le gusta la poesía, Ángela, y mucho menos bailar. Es una lástima. 

Me gustan mucho, no crea, de vez en cuando leo algún libro, y sí, me gusta bailar.

Algo se me escapa, eso no contesta su pregunta. Pero no puedo hacer nada. A veces me distraigo y sólo pienso en mí misma. Soy una egoísta, José Vicente lo ha dicho. Últimamente, le he pedido a José Vicente que vayamos a bailar, pero nunca puede. Ahora juega fútbol los sábados y los domingos en la mañana, y prefiere cantar y tocar guitarra en la casa de sus amigos, prefiere excluirme de su círculo. Cada viernes, desde hace al menos un mes, Pedro Puello te ha invitado al bar de Julieta. Te has negado. Pero quisieras ir a bailar, te gusta demasiado y si ahora que son novios no vas con José Vicente, tampoco lo harán cuando te cases, tengas hijos y seas un ama de casa. Porque serás un ama de casa, eso debes tenerlo claro, aunque José Vicente haya dicho que no. ¿Y quién va a cuidar a los 4 hijos que planea tener, su madre? Desea una familia numerosa, desea ser el señor de la casa, desea reinar, lo lleva en sus genes. Ignacio Madero tiene esa actitud silenciosa y fuerte que tanto te recuerda a tu padre. Es como si de pronto se hubiera convertido en una presencia imponente que siempre estará ahí, custodiando para que las cosas salgan bien. ¿Cuántos años tiene? ¿Treinta y ocho, cuarenta años? ¿Es quince años mayor que tú? ¿Tiene novia, esposa, alguna amante? No le puedes preguntar, cerraste la puerta, boba, pero es mujeriego y carga fama de disipado y loco, como tu padre. Recuerda: después de que mataron a tus padres, te enteraste de aquella señora y de aquellos hijos. José Vicente pretendió ocultarlo, pero esa mujer se presentó durante el velorio acompañada de siete hijos y dijo que tu padre también era su marido. Les dejaste, como te pidió, la casa donde los habían asesinado. De todas maneras, no pensabas regresar a La Gabarra y menos a la finca, ahora en posesión de los paramilitares, pues aquella mujer y sus hijos tampoco pudieron vivir durante mucho tiempo allá. ¿Cómo saberlo? Lo perdiste todo, incluso el deseo de recuperar esa herencia de la que José Vicente tanto habla. “Sería de mucha ayuda”, suele decir meditando cómo recuperarla. Te indigna que desee rescatar la finca para terminar de pagar el apartamento y comprar el carro que anhela. 

¿Brindamos? ¿Qué poeta le gusta?

Bebo la mitad de la copa y enciendo otro cigarrillo. Temo que diga: Neruda, Sabines o Benedetti, y responde como si la hubiera picado: 

¿Es un examen?

¡Por supuesto! ¡Responda o la obligo a beber un vaso completo de Cabeza de jabalí!

Hago morisquetas de marrano buscando trufas. 

Barba Jacob, ¿contento? No sé qué es eso de Cabeza de jabalí, pero suena muy peligroso. ¡Payaso!, digo riendo, y no puedo evitar tutearlo: eres un payaso. 

¡Un marrano payaso!, remeda, hace muecas. 

La pareja se vuelve hacia nosotros y nos observa durante un instante.

Ya que se está confesando, ¿ahora sí me cuenta, Ángela? ¿O va a dejar todo a la deriva, como las leves briznas al viento y al azar? 

¿Contar qué?, no hay nada qué contar.

Me hago la tonta, aprecio su insistencia. Sé de qué habla, qué desea que le cuente. Bebo otro sorbo de la copa adornada con tres hojitas de yerbabuena y una cereza. El coctel es un poco amargo y fresco, hecho a propósito para serenar el calor de la chimenea y de la gente que llena el local. Los versos de aquel poema que tanto me gusta me hacen correr un escalofrío por el pecho; me hacen estremecer. José Vicente jamás ha podido memorizar un verso, no los entiende, no le interesan.

Sí, muy rico, muy bonita la copa.

Estoy deliciosamente relajada y tranquila, como si una tijera hubiera cortado el mundo de afuera. Me rondan pensamientos peligrosos, pensamientos que creí haber eliminado. ¿Le vas a contar a él lo que nunca has querido comentar con José Vicente? ¿Vas a hablar de tus sentimientos más profundos? ¿Vas a confesar el miedo que sentías, cómo no pudiste dormir durante semanas porque no lograbas superarlo? ¿Vas a decir que eras una mujer gorda, cara-de-luna y consentida, que hace apenas unos años, poco antes de que mataran a tus padres pesabas casi el doble de lo que hoy pesas? Y si estudiaste duro y hoy trabajas sin descanso, es porque no puedes soportar el recuerdo del día que tuviste que ver los cadáveres. Enseñas, y significa todo para ti. Sin eso estarías en La Gabarra esperando una muerte vil. Estabas en clase cuando se apareció José Vicente, pálido y con los ojos a punto de saltar de las cuencas, y dijo mirándote estremecido, “lista en mano, los paracos cumplieron la promesa, mataron a todos en tu casa, mi amor”. Aún te parece sentir su abrazo, ver su cara bien rasurada y con loción, y oír ‘mi amor’. En ese instante, a pesar de ser una expresión cotidiana, sentiste que algo no concordaba, y por unos segundos ansiaste que él no estuviera ahí y jamás hubiera pronunciado esas dos palabras. Hoy deseas hablar de aquello como si acabara de suceder. Buscas el modo de vomitar la amargura que te atraganta. Deseas borrar, de una vez por todas, el sonido y la furia de aquel fantasma que te vigila y te obliga a volver la vista atrás. No debes, Ángela. Juraste que jamás lo contarías a nadie, es algo que tienes guardado en el fondo de tu corazón y nunca va a salir a flote. ¿Para qué revivir ese dolor? Necesitas hacerlo. Miras ese rostro varonil y abierto a ti y a tus palabras como si en el mundo no hubiera nada más importante que tú, que tus sentimientos y tus pensamientos. Incluso puedes hablarle de José Vicente, de lo que sientes por él, del terror que tienes de casarte y de convertirte en una paridora de hijos. Es lo que él quiere, es la verdad. Ignacio Madero no te va a defraudar, sabes que va a entender mejor que nadie el dolor, Ángela, porque aquello que hicieron con tu padre, tu madre, tu hermano y la tía Rosaura, es como si lo hubieran hecho sobre tu cuerpo. De haber estado presente aquel día, a lo mejor nada habría pasado, te has dicho, pero no puedes creerlo. Imposible hacer algo contra aquella cuadrilla de hombres armados. Te gustaría saber fumar, tener ese aplomo y simplemente disfrutar el rato, odias ese bulto en la garganta. Bebes de la copa y deseas otro coctel, pero no debes; si bebes un sorbo más, vas a desbocarte. Primero tienes que hablar con José Vicente. ¿En realidad tienes qué hacerlo? Quisieras meter tus manos en las manos de Ignacio Madero, cerrar los ojos y aplacar el eco agudo y estremecedor que invade tus oídos. Crees que vas a llorar, pero te reprimes. Sonríes con los labios apretados y te tragas un par de lágrimas, tonta. Dios santo, cómo duele. Dios mío, ayúdame.

Me alegra que le guste el coctel, Ángela. Mire, parece que hubieran planeado ese ventanal pensando que se convertiría en un cuadro con la lluvia. La luz amarilla entre las altas matas de papiro y el ladrillo crudo del fondo, dan la impresión de ser una gran escultura tallada y teñida de rojo. ¿Oye la lluvia, cómo las gotas pegan contra los filamentos de las matas? Es una bendición que exista un lugar así, y un privilegio estar con usted tomándonos un trago durante este recreo, Ángela.  

Sí.

Me trago una lágrima, pero siento alegría, siento el encanto del momento, y hago un esfuerzo por retener la música que suena. ¿Por qué me habla de esa manera, como si me conociera desde hace años y yo para él fuera alguien especial? ¿Cómo se ve esa ventana cuando hace un sol resplandeciente? ¿Hay mesas afuera con parasoles, algún estanque, y se podrá sentir el olor de las flores del almendro? El sonido del agua contra los papiros, forma un oasis entre Ignacio y yo, como si sólo él y yo lo pudiéramos sentir y escuchar. Algún día vendremos a disfrutar del sol, a disfrutar de una tarta de chocolate y de un coctel suave. Detestas el clima de Bogotá, inconstante y lluvioso. Añoras el clima de La Gabarra y de Bucaramanga. Prometiste regresar cuando tuvieras una carrera sólida. Sin embargo, ahora te das cuenta que no vas a volver, seguirás estudiando y harás un posdoctorado, en secreto has descubierto muchas opciones. No vas a desperdiciar el momento. No, ya no. Te gusta esa lluvia inesperada y fría, y esa ventana. Sientes que el agua fluye y que tu pecho se llena de inmensa tristeza. Recuerdas cada detalle de sus cuerpos amputados, el entierro, el día que cogiste apenas lo indispensable de tu cuarto y juraste nunca regresar. Hoy te sientes sola y desamparada, como si José Vicente y el resto de la familia que vive en Santander no existieran, los has borrado para justificar tu confesión a Ignacio Madero. Pero temes hablar. Cuando abras la boca para hacerlo, no habrá vuelta atrás y la vida como hasta ahora la conoces habrá terminado: serás libre. Sabes qué sucederá esta noche, lo sabes y te llena de un miedo tembloroso y exultante pensar que hoy no irás a tu apartamento y amanecerás en su cama como una mariposa que emerge de su capullo. Algo muy fino y sutil, como aquellos hilos de agua que escurren por el vidrio lentamente, se va a rasgar entre José Vicente y tú. Te va a odiar, Ángela. ¿Qué vas a hacer? ¿Crees que puedes romperle el corazón como si nada? No puedes hacer eso, no todavía. Le debes gratitud, le debes lealtad, le debes su incondicionalidad, le debes mucho. Es un buen hombre, tu madre estaría feliz de que se casaran. ¿Entonces cuándo romperás con él, cuando estén en el altar y sea irremediable? Has sido una tarada, Ángela, tampoco estás segura que siempre él te haya sido fiel. No puedes comprobar nada, pero lo intuyes. Ahora te das cuenta: no te has entregado a él porque su pasión desmedida desapareció hace más de ocho años. Pero ya no importa, te dices eso para justificarte. Sin embrago, Ángela, no hables de La Gabarra, no te dejes arrastrar, sonsa, a este hombre no le interesa oírte, sólo llevarte a la cama. Miras el reloj; faltan poco menos de cinco minutos para la cita con tu prometido. ¡Cómo ha corrido el tiempo, Dios mío! Aún saliendo disparada en este mismo instante, llegarás tarde y tendrás que utilizar la disculpa de la lluvia para que, furioso e impaciente, él no reclame el retraso y te haga sentir como una inepta. Debes irte, debes correr hacia José Vicente que ya debe estar en la entrada del centro comercial mirando con disimulo las piernas y el trasero de las mujeres que pasan. Lo has visto hacerlo. No hables de La Gabarra, no lo hagas, toma distancia. ¡Levántate y vete! De lo contrario, no lo harás jamás; de lo contrario, esta noche estarás en sus brazos.

¿Entonces, Ángela? ¿Me iba a decir…?

Su rostro recibe el reflejo de las llamas de la chimenea. La miro ya no imaginándola desnuda ni haciendo el amor con ella. Tiene esa expresión de tristeza y de sosiego, esa luminosidad en los ojos y en el cárdeno de su boca que me hace verla de otra manera. Afino los oídos, espero sus palabras. Ella bebe el último sorbo del coctel, y cuando le pregunto si quiere otro, acepta con un gesto. Es toda una sorpresa; estoy seguro que tenía una cita su novio. Dice que nunca había bebido algo así, y mirándome como si los ojos abarcaran su cara estremecida, dice:

Ignacio, ¿sabes dónde queda La Gabarra?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *