David Andrés Rubio G.

 

David Andrés Rubio G.

Profesor Asociado de la Universidad Pedagógica Nacional. Consultor en diferentes proyectos en educación para entidades como el Instituto de Investigación en Educación de la Universidad Nacional de Colombia, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo Pedagógico -IDEP, entre otros. Miembro del grupo de investigación Historia de la práctica pedagógica en Colombia, del Grupo de Estudos e Pesquisas em Currículo e Pós-modernidade – GEPCPós en Brasil, y de la Red de Investigación en Educación y Pensamiento Contemporáneo -RIEPCO. Autor de varios artículos en revistas especializadas y de varios capítulos en libros de ensayo y resultado de investigación.

Sobre la elevación

 

08 de marzo de 2024

 

En su genealogía, toda formación tiene una procedencia cristiana. Ha sido objeto de la filosofía, de la antropología, y de la pedagogía, principalmente. Invariablemente, la formación tiene que ver las formas, y las formas con las correspondencias arriba-abajo, adentro-afuera. Así lo recuerda Cirlot en su Diccionario de símbolos cuando afirma, en cuanto al significado de las formas, que «lo que está arriba es como lo que está abajo», o en la versión mejorada por Goethe, «lo que está dentro (idea) está también afuera (forma)». La formación, en cuanto modificación de las formas, significa también equilibrios y correspondencias. A eso se refirió Juvenal con su mens sana in corpore sano en la Sátira X: “un espíritu sano en un cuerpo sano”, traducirá Jhon Locke en sus Pensamientos acerca de la educación de 1693.

Obsesión de toda empresa formativa, es el equilibro entre el adentro y el afuera del formado. Sin embargo, no es apenas un empeño porque las ideas y las formas (adentro-afuera) se correspondan. La formación también tiene que ver con la mejora y esta con la elevación. Elevación y mejora son dos acciones de suyo cristianas. «Ser más para vivir mejor» es máxima jesuita, como también es idea patente en la teología de la liberación. La elevación tiene que ver con la acción ritual de alzar la hostia y el cáliz durante la consagración eucarística, como también se relaciona con el alcance de cumbres. El ejercicio de subida a las montañas puede entenderse como elevación, aunque es más frecuente en nuestra lengua el verbo ascender. Los alpinistas ascienden las grandes elevaciones montañosas y este gesto se asocia, al menos, con dos cosas: la condición de ejercitante del escalador –la montaña se escala, para su ascenso–, y la cumbre en cuanto gesta. Son célebres los pocos hombres que alcanzan los grandes picos y su logro siempre es efecto de años de ejercitación; de ensayo y error en cumbres más modestas siempre con la mirada puesta en el Everest.

Elevación, ascenso y ser más. Esta es la triada de lo semejante que, a la usanza cristiana, se compromete en toda formación. Por su potencia, la ascensión toma formas similares en distintas religiones y diversos rituales. Así lo advirtió Mircea Eliade cuando afirmó que sin distingo «rito chamánico, de iniciación, éxtasis místico, visión onírica, leyenda heroica», toda ascensión «de montañas o escaleras, el subir volando por la atmósfera, significan siempre trascender la condición humana y penetrar en niveles cósmicos superiores… el mero hecho de la levitación equivale a una consagración». 

Pero en el ascenso que es característico de la formación –sea este su más sublime modo–, no hay cumbre para aspirar. No hay Everest ni pico andino. El gran misterio de la ascensión humana, efecto de la formación, es su ausencia de techo. Ya Kant lo había advertido en su obra póstuma Sobre pedagogía: no sabemos hasta dónde puede llegar el hombre. Pero restemos optimismos. Bien se sabe que el precio del ascenso puede ser tan alto como cuanto se escala; un asunto es el saber, conditio sine qua non de toda formación, y otra su destino… Hemos de ser cautelosos con la aspiración, porque tal vez una diferencia de fondo entre ascenso y elevación se puede proponer: distinto a la ascensión como camino ininterrumpido hacia arriba, la elevación no puede otra cosa que la mejora de las cosas humanas. El sentido ético de toda formación queda sentado, y no es la conquista de altas cumbres, como el éxito, lo que corresponde a este modo de ser humanos. Los hombres exitosos, a menudo, habitan en las más obscenas planicies.  

¿A qué fines corresponde esta idea de mejora? ¿Qué es lo que mejora? La formación también es transformación. Hay algo que hacer con el ser humano en su estado primigenio, como hay algo que este ha de hacer consigo mismo. Animales técnicos, animales disciplinables. Sea este el punto de partida de cuanta iniciativa conocemos de humanización de lo humano. Razón tuvieron los renacentistas quienes, incómodos, notaron que urgían las medidas para la salvaguarda de la dignidad humana: pero esta jamás fue nuestra posesión sino nuestra búsqueda; no se trataba de recuperar una dignidad perdida, sino de allanar los caminos para saber de ella. Los seres humanos, en su estado «natural» son inviables y solo es la prótesis cultural aquello que marca diferencia. La elevación, para ser tal, es en dirección de la cultura. La cultura no es una gran montaña. Es más bien el contenido que damos a lo que una época designe como sus más preciosos bienes; algunos de ellos son transhistóricos y, por ello, del orden del legado. 

La formación es transformación de lo humano por la vía de lo que se hereda.

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