David Andrés Rubio G.
Profesor Asociado de la Universidad Pedagógica Nacional. Consultor en diferentes proyectos en educación para entidades como el Instituto de Investigación en Educación de la Universidad Nacional de Colombia, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo Pedagógico -IDEP, entre otros. Miembro del grupo de investigación Historia de la práctica pedagógica en Colombia, del Grupo de Estudos e Pesquisas em Currículo e Pós-modernidade – GEPCPós en Brasil, y de la Red de Investigación en Educación y Pensamiento Contemporáneo -RIEPCO. Autor de varios artículos en revistas especializadas y de varios capítulos en libros de ensayo y resultado de investigación.
Amistad y fútbol
16 de febrero de 2024
A pesar de que el fútbol americano sea un deporte tan extraño (dudo incluso de que pueda considerarse un deporte), en el que el talento de un equipo se mide en su capacidad de asfixiar al rival, de tumbar a un solo integrante al suelo y cerrarle toda posibilidad de respiración, amontonando seis o siete cuerpos enormes, malolientes y sucios sobre este y contra el césped, genera un vínculo incomparable entre los hombres de cierto hemisferio, al norte. Aunque seguramente esto sucede con otros deportes, nada se compara con la apariencia de tiempo y espacio suspendidos de los tres hombres rojizos, y rollizos también, que inmóviles frente al televisor hacen crujir sus latas de cerveza cada domingo, en la misma sala, durante toda la temporada en algún pueblo poco conocido al sur de New York, mientras afianzan su amistad.
Sin embargo, esta escena solo me hace sentido si la ambiento en el pasaje de su correspondencia, en el que Paul Auster y Jhon Coetzee (me parece que fue en carta de Coetzee a Auster) dedican unas líneas para decir que la amistad, su amistad, tiene tal potencia que es imborrable aquel recuerdo, que en realidad es síntesis de momentos distintos, en el que el sudafricano visitó al neoyoquino y, sin decirse nada entre el saludo y la despedida, se sentaron juntos a ver fútbol americano. De seguro es una exageración. Tal vez pasó que conversaron un rato antes del comienzo del juego y comentaron las jugadas en el entretiempo. O tal vez pasó que nunca se visitaron ninguna tarde de domingo y que conversaron por teléfono justo cuando Auster, el más aficionado, había encendido la tele para ver el juego. Qué importa. Lo saben muy bien ambos, los recuerdos son apenas lo que de ellos se relata y la objetiva realidad se difumina entre las líneas. Lo valioso es el tema: dos amigos que no necesitan decirse nada porque la amistad cuenta con tal acervo de palabras que soporta una tarde entera de silencio y de tedioso fútbol americano.
Me resulta difícil imaginar el goce del fútbol americano, como me resulta difícil, por lo mismo, trabar amistad, siquiera conservarla, asistiendo a un juego cuyas reglas y cuya barbarie no me resulta en absoluto comprensible. Ahora, me es imposible, ni siquiera difícil, imaginar cualquier cuadro próximo a la amistad, o al goce, o al goce de la amistad, viendo un partido de golf. Este, estoy seguro, no es un deporte: ¿Es posible que en algún deporte se usen zapatos, calcetines de media caña y pantalón de dril perfectamente planchado? ¿Es admisible que en un deporte de pelota (en los partidos de golf no hay una sino muchas) lo menos importante sea correr tras ella? Es más, ¿tiene sentido un deporte en el que no se corre?
El fútbol, nuestro fútbol de este lado del planeta (y, claro, el de los ingleses) es otra cosa. Uma otra coisa, dirán los paisanos de Pelé. Solo se disfruta el fútbol con los amigos: es más, solo es a los amigos a quienes se convida a casa para ver un partido de fubol, dirán los paisanos de Messi, porque solo con la mediación de amistad es que es soportable el lapso que sigue al final de los noventa minutos.
Fue así la tarde de martes que soportamos juntos lo que siguió al penal errado por Bacca y que dejó al Equipo fuera del Mundial de Rusia. Mi amigo, de maneras habitualmente sobrias y pausadas, en un ademán inédito tras varios mundiales, decidió que no podía ver los penales sentado: es más, decidió que no resistiría verlos y, parado tras la pared que conduce de la sala al baño, usó como venda para los ojos su camiseta negra (no era la camiseta del Equipo, pues somos aficionados pero no fanáticos) para guiarse apenas por los estridentes gritos del comentarista (y esto es de lo poco que odio del fútbol, todo el staf de pseudoprofesionales que está detrás de las transmisiones de televisión) y por mis propios gritos. Cuando fue el silencio, mi silencio, mi amigo despejó despacio su rostro y, con la boca abierta, absorto en lo amargo que tiene todo final, miró por la ventana. Alguno de los dos, luego de varios minutos, entendió que había que salir de casa, porque ninguno cabía en ella. De hecho, no cabíamos en nosotros mismos. Caminamos en silencio a cualquier restaurante. Las calles estaban desoladas, como desolados estaban los estómagos de ambos. Comimos una carne que había perdido todo sabor y todos sus jugos. Una carne desabrida como la tarde de ese martes que permanecimos en silencio hasta que él tomó su taxi. Como Jhon y Paul, mi amigo y yo supimos que no hacía falta decir nada.
El resultado del juego no fue justo: el Equipo dominó de principio a fin al de los ingleses y solo esa inocultable y odiosa colombianidad hizo imposible derrotarlos en los doce pasos. Pero sabemos que la justicia forma parte de las idealizaciones que nos hacen vivir y sus escasas formas solo se nos aproximan en amistad. Al fin y al cabo, la manera más genuina de justicia, por qué no la única, es la amistad. Los hombres, cuando son amigos, no necesitan de justicia, como pensaba Aristóteles.
Y nosotros no necesitamos ya de ninguna victoria de doce muchachos millonarios que corren detrás de un balón.