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David Andrés Rubio G.
Profesor Asociado de la Universidad Pedagógica Nacional. Consultor en diferentes proyectos en educación para entidades como el Instituto de Investigación en Educación de la Universidad Nacional de Colombia, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo Pedagógico -IDEP, entre otros. Miembro del grupo de investigación Historia de la práctica pedagógica en Colombia, del Grupo de Estudos e Pesquisas em Currículo e Pós-modernidade – GEPCPós en Brasil, y de la Red de Investigación en Educación y Pensamiento Contemporáneo -RIEPCO. Autor de varios artículos en revistas especializadas y de varios capítulos en libros de ensayo y resultado de investigación.
Diálogo
02 de febrero de 2024
Es lugar común afirmar (y tener implacable convicción sobre ello) que el diálogo es el modo correcto, por qué no único, de solucionar todo conflicto. Se dice que es el diálogo aquello que nos diferencia de los animales. O al menos de otros animales. Y todo lo que se muestre próximo a cualquier comportamiento animal se empareja, sin más, a la barbarie. Se dialoga con la pretensión de la paz en un país, como se dialoga para resolver líos de pareja. El éxito del terapeuta se mide por cuanto consigue hacer decir. El diálogo, valor supremo de las democracias modernas, no es sometido a escrutinio, no es objeto de interrogación.
Pero olvidamos que el diálogo, antes que solución, es extensión de los conflictos.
El diálogo, en su sentido primero, se relaciona con el saber preguntar y el saber responder, aunque sucede, como en los diálogos socráticos, que el objeto es invariablemente acerca del saber sobre algo y, a menudo, el arte del diálogo está en el modo sabio de la pregunta y el errático de la respuesta. El diálogo implica a un yo y a Otro que se reconocen. Un yo que sabe preguntar (o que erra con frecuencia tras la pregunta del Otro), y Otro que responde no sobre cualquier tópico sino exactamente sobre aquel por el cual ha sido interpelado. No hay diálogo si pregunto por las razones de la inflación anual y el Otro responde con los resultados del fútbol. Para que haya implicación, por lo tanto diálogo, tiene que haber algo “entre”, como diría Buber, quienes dialogan.
Cuando el diálogo se trata de la ratificación del propio lugar, de la reiteración de las propias ideas, el Otro es ausente. Si no hay Otro, lo que hay es monólogo. El diálogo tiene como condición la puesta en suspenso de todo rasgo de dogmatismo y se funda en la posibilidad: porque es posible el Otro, porque es posible el lenguaje.
Para que haya diálogo hay dos en escena que están dispuestos a desplegarse a sí mismos en cada enunciación, como lo están también para comprender las razones del Otro. Expresados los puntos de vista, el diálogo avanza en el intercambio de preguntas y respuestas. Y las preguntas no se orientan a la respuesta inmediata ni las respuestas agotan las preguntas. En el juzgado no hay diálogo sino interrogatorio: el fiscal pregunta (interroga), el testigo dice para satisfacer sobre lo preguntado. El testigo nada pregunta al fiscal porque ese no es su rol. Lo mismo sucede en el cuartel militar, o incluso en la relación entre el médico y su paciente. El primero pregunta por los síntomas, el segundo por el tratamiento. Lo que uno y otro quieren saber no es para avanzar ad infinitum en un intercambio de preguntas y respuestas; el paciente hace como le ordena el médico y otro tanto le corresponde al soldado con el cabo.
Habría que indagar en los anales de los grandes conflictos, al menos en este último tramo de la historia, para establecer cuál de ellos se resolvió por entero en las coordenadas del diálogo. La pesquisa, sin mayores esfuerzos, seguramente conducirá a ver que unos se doblegaron ante otros y esto condujo a pactos. Los pactos no son el resultado de buenos diálogos, como sí el producto del hastío de las partes y efecto de fuerzas incontenibles de poder. En todo diálogo se ejerce un tipo de poder porque este último no deja exenta a ninguna acción humana; sin embargo, la firma de un pacto, como la de un contrato, es apenas (y este es un apenas que no es menor, sino que es aquello que posibilitó la vida en sociedad de los últimos cuatro siglos) la puesta en escena de los mínimos para no matarnos unos a otros. Es lo que hizo que el príncipe se sentara a la mesa y, por vez primera, usara el cuchillo para cortar en moderados trozos sus alimentos, en lugar de clavarlo inmisericorde en el corazón de su adversario.
Pero pacto y contrato no son resultado de diálogos.
El diálogo es extensión del conflicto porque su destino no es el punto final, lo que queda sellado con una firma. Al contrario, el diálogo es apertura porque está de suyo la voluntad de saber. Y aquella voluntad no se extingue con acuerdos: no es asunto jurídico o comercial, como es lo característico de los pactos y los contratos. Dos individuos, como dos bandos, uno frente al otro, dialogando, son el cuadro en que queda representada la quimera democrática de nuestros tiempos. La paz es el pacto o el contrato que se firma tras la demostración de fuerzas que tratan de equilibrarse. Mientras las fuerzas, sean cuales fueren, se obstinen en el desequilibrio, no hay paz que se alcance. La paz es quimera de todos los tiempos.
Y no es asunto del diálogo ni el arte de quienes dialogan equilibrar fuerza ninguna.
El instante en que dos en conflicto se disponen al diálogo y así lo declaran, el momento en el que se enciende esa chispa del biempensante, es el punto de partida del no-retorno. Es el momento a partir del cual sabemos que no hay solución posible.