David Andrés Rubio G.
Profesor Asociado de la Universidad Pedagógica Nacional. Consultor en diferentes proyectos en educación para entidades como el Instituto de Investigación en Educación de la Universidad Nacional de Colombia, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo Pedagógico -IDEP, entre otros. Miembro del grupo de investigación Historia de la práctica pedagógica en Colombia, del Grupo de Estudos e Pesquisas em Currículo e Pós-modernidade – GEPCPós en Brasil, y de la Red de Investigación en Educación y Pensamiento Contemporáneo -RIEPCO. Autor de varios artículos en revistas especializadas y de varios capítulos en libros de ensayo y resultado de investigación.
En defensa del aburrimiento
22 de diciembre de 2023
Se estima que, al día, se ven (se visualizan, como anuncia la jerga hoy) unos cinco billones de videos en YouTube, sin mencionar otras plataformas de streaming que se cuentan por docenas. Se dice, también, que en esa misma plataforma se suben (o se cuelgan, como si de extremo a extremo de la plataforma pendieran unos alambres infinitos en los que, con ganchos de carbono, se «cuelgan» no-cosas que son algoritmos) más de trescientas horas de video por minuto, en una pasmosa maroma con el tiempo, pues no alcanza la vida de nadie para «visualizar» tantos «contenidos». Para ponerse al día con la cantidad de horas de video que se suben a YouTube en un día, harían falta mil días, es decir, para ver todo lo subido hoy a la plataforma, necesito de algo más de tres años de mi tiempo completo, sin dormir en ninguna de sus noches. Para ver todo lo que se sube en un año, en apenas una plataforma, hará falta vivir no menos de veinte mil.
Ahí no para el asunto. Dije atrás en el entrecomillado francés que tanto disfruto, que en las plataformas visualizamos unos «contenidos». Pero un contenido se refiere a aquello que es esencia de una cosa o, de otro modo, a la cosidad de la cosa, como dijo Martin Heidegger. La esencia de una jarra, afirmó también el alemán, no está en el hecho de ser jarra, sino en aquello que contiene. Su cosidad está en el agua contenida. Su contenido es el agua. De suerte que un contenido se refiere a esencias y no a lo insubstancial; lo que carece de sustancia, por lo tanto, es carente de contenido. Lo insubstancial es de poco interés, dado que no tiene contenido ninguno. “Una conversación insubstancial” es como le llamamos, invariablemente desanimados, a aquel encuentro con otros con quienes hablamos de nada importante.
Los «contenidos» que se suben a las plataformas, en su mayoría, son insubstanciales. Es decir, son contenidos sin contenido. Más que un nombre paradójico, es una idea contradictoria. YouTubers, TikTokers, Influencers, entre otros variados neo-profesionales de nada, se ocupan de producir videos que, careciendo de toda sustancia porque son insubstanciales, los cuelgan a los alambres infinitos de la plataforma como contenidos.
Y tampoco ahí se detiene la cosa. No solamente tenemos la maroma cuántica del tiempo en la relación horas de la vida/horas de video en plataformas, así como no se trata apenas de la contradicción de los contenidos sin contenido allí. Una y otra cosa suceden en el nombre del entretenimiento. Y no es para menos: lo que más aterra a los seres humanos de nuestra época es el aburrimiento. Es un estado indeseable. El aburrimiento es de naturaleza semejante a la tristeza, y esta última es contraria a los valores supremos de la vida hoy. La felicidad, el polo de la tristeza, está en el primer orden de la otra aberración de nuestros días: el proyecto de vida. ¿Quién se atreve a sacar de la ecuación del proyecto vital alguna variable asociada a algún tipo de felicidad? ¿No vinimos, acaso, a este mundo a ser felices?
Así que hay entretenimiento porque no nos podemos permitir el aburrimiento. El aburrimiento es el estado en el cual un ser humano, y solamente un ser humano, sufre una desconexión con su entorno y queda, por lo tanto, en suspenso. El aburrimiento no tiene objetos, precisamente porque se trata de una ausencia de ellos. Nada es interesante en estado de aburrimiento, si entendemos por interés el espacio entre nosotros y lo otro (otras personas, unos objetos), por lo que, aburridos, quedamos sustraídos del ambiente. ¿Qué es lo que le sucede a un niño aburrido? Que nada le atrae. No hay interés. Nada hay en su entorno con lo que establecer conexión y entonces, entre melancólico y colérico (la melancolía, como la tristeza, está en la vecindad del aburrimiento, y la cólera queda cruzando la calle), el niño reclama, pide a gritos algo que se lo conecte de nuevo, que se lo ubique en algún entorno. Clama entretenimiento.
Lo que no advertimos sobre el entretenimiento y, por extensión, en relación con el aburrimiento, es que el primero se trata de conexión a todo lo banal (de eso hablaron los críticos de Frankfurt a mediados del siglo pasado cuando denunciaron los estragos de la industria cultural), mientras que el segundo es des-conexión productiva. Lo insubstancial es banal como la gran parte de los contenidos sin contenido del streaming. El entretenimiento crea entornos (los llaman virtuales) insubstanciales y facilita conexiones rápidas, fáciles. El aburrimiento es des-conexión del entorno y, por lo tanto, potencia. El estado de aburrimiento es de desactivación de toda conexión banal y nos deja en estado de apertura. Pero no es de apertura hacia cualquier cosa: al estar en estado de des-conexión, nos vemos compelidos no solamente a estar con nosotros mismos, idea extraña hoy, sino que nos obligamos a la cercanía con lo inexplorado. El entretenimiento, definido como la puesta en escena de la idiotez humana (y solamente humana) tasada en millones de horas en video de TikTok (y en millones de dólares para los idiotas que las actúan), captura toda nuestra atención hasta aturdirnos; el aburrimiento nos demanda preguntas porque nuestra atención, como nuestra conciencia, no están más capturadas por lo que no tiene sustancia.
Si es nuestro interés hacer resistencia a la banalidad, ejerzamos el legítimo derecho al aburrimiento.