
David Andrés Rubio G.
Profesor Asociado de la Universidad Pedagógica Nacional. Consultor en diferentes proyectos en educación para entidades como el Instituto de Investigación en Educación de la Universidad Nacional de Colombia, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo Pedagógico -IDEP, entre otros. Miembro del grupo de investigación Historia de la práctica pedagógica en Colombia, del Grupo de Estudos e Pesquisas em Currículo e Pós-modernidade – GEPCPós en Brasil, y de la Red de Investigación en Educación y Pensamiento Contemporáneo -RIEPCO. Autor de varios artículos en revistas especializadas y de varios capítulos en libros de ensayo y resultado de investigación.
Smartphone
01 de diciembre de 2023
Como ningún otro, Sócrates lamentó el registro escrito de las ideas. Era una afrenta en contra de la memoria, refunfuñaba. «El que piensa que ha dejado un arte por escrito, y, de la misma manera, el que lo recibe como algo que será claro y firme por el hecho de estar en letras, rebosa ingenuidad», afirmó el Tábano de Atenas (ese fue el mote que ganó por sus preguntas insidiosas) en alguna charla vespertina con Fedro.
Distinto a sus cavilaciones sobre otros asuntos de lo humano, como el amor o la amistad, Sócrates desestimó el poder de la escritura y, al contrario, no vio en ella nada distinto a una amenaza para el pensamiento. Creyó que una memoria, deslizada entre los dedos del escribiente, no era nada menos que el despojarse del mayor bien; que lo escrito sería negación del recuerdo.
Han trascurrido más de dos milenios y los tecnófilos argumentan error cuando se dice que la lectura en las pantallas afecta el pensamiento y, de modo temerario, trazan una línea continua que va de la escritura en papiros, pasa por la imprenta, tiene un hito más en la máquina de escribir, otro en el ordenador y, por fin, se detiene (hasta hoy) en el smartphone. Consideran que, como en tiempos de Sócrates, los más gazmoños se resisten al cambio de formato y que ha llegado la hora del fin del papel. Son otras escrituras para otras lecturas. O, en los casos más recalcitrantes, escrituras otras. El smartphone tiene década y media entre nosotros (el primer modelo salió al mercado en 2007) y, desde entonces, su éxito es sideral: según Pierre-Marc de Biasi (2022), ocho de cada diez adolescentes tienen al menos un smartphone. En las aulas universitarias los jóvenes «leen» indiscriminadamente tanto los mensajes de sus redes sociales, como los cada vez más breves artículos que posan como «bibliografía mínima» de los cursos. No hemos percibido aún que el smartphone está diseñado para ir de paso, a toda velocidad, no para permanecer. Y es paradójico: los gestos de los dedos en las diminutas pantallas son del orden de la prisa, pero el tiempo de uso de la pantalla es cada vez más elevado. Es permanecer online, esto es, en el vacío. Se trata de una suspensión de nosotros mismos, para desplegarnos en la multiplicidad de nada: las aplicaciones, que se crean por millar al día, son para su navegación. Extraordinaria metáfora: el navegante, en su definición, es quien se mueve de un punto A hacia un punto B, usualmente a través del agua y mediante una embarcación, un navío. Pero no lo hace navegante el hecho de estar situado en el punto A o en el B; es navegante mientras esté desplazándose, es decir, mientras no esté en A ni en B. Aquello que lo define no es su permanencia, sino el movimiento. El navegante del smartphone, mientras navega, «no está».
La navegación en el smartphone es en la nube, no en el agua. El navegante transita en un lugar indeterminado, esto es, se mueve en un no-lugar y, está claro, no para llegar a tierra firme: más allá de la nube hay otras nubes. Gracias al smartphone alcanzamos una conciencia plena de lo que es el vacío, la nada. Es más, queda nuestra conciencia toda inundada de nada.
Leer es permanecer. El acto de soledad que es la lectura sobre el papel obliga a una relación con el objeto paralelepípedo que es de permanencia. La objetualidad del smartphone es accesoria (cuando no está en uso, se luce como una joya) y la relación que establecemos con él es de fugacidades. Permanecemos en y con el libro porque de otro modo, en fugacidad, simplemente no hay relación. Leer el libro es estar atados a él y a ninguna otra actividad. Navegar con los dedos la pantalla del smartphone es estar en todas partes y, por lo tanto, en ninguna: vamos del Facebook a la sucursal virtual del banco, de ahí a New York Times y de este a la fototeca del fin de semana.
Los temores de Sócrates estaban fundados en la desconfianza. Desconfiaba de una memoria externa a los humanos. Creyó que la escritura era una prótesis innecesaria y, por lo tanto, de ingenuos para ingenuos. No obstante, la escritura significó la creación de una relación del humano consigo mismo; fue, prácticamente, el punto de partida de la vida interior y la fijación en el papel de las preguntas fundamentales y sin respuesta. La escritura en el smartphone es con stickers y emojis. Y los tecnófilos dirán: ¡claro, son otras formas simbólicas y, por lo tanto, se valen como escritura! ¿Pero cómo expresar el devenir de las cosas con un emoji? ¿cómo decir sobre lo sublime con un sticker?
El smartphone no está en la línea que va de la imprenta a la máquina de escribir y de esta al ordenador. Es, más que nada, ruptura con la escritura y la lectura.