
David Andrés Rubio G.
Profesor Asociado de la Universidad Pedagógica Nacional. Consultor en diferentes proyectos en educación para entidades como el Instituto de Investigación en Educación de la Universidad Nacional de Colombia, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo Pedagógico -IDEP, entre otros. Miembro del grupo de investigación Historia de la práctica pedagógica en Colombia, del Grupo de Estudos e Pesquisas em Currículo e Pós-modernidade – GEPCPós en Brasil, y de la Red de Investigación en Educación y Pensamiento Contemporáneo -RIEPCO. Autor de varios artículos en revistas especializadas y de varios capítulos en libros de ensayo y resultado de investigación.
Profanaciones
22 de marzo de 2024
Señala desesperada en dirección a la sala. Aprieta sus labios y cada comisura indica hacia abajo, en un gesto de alerta. Quiere llorar, pero se resiste: sabe que si tensiona aún más su dedo índice a través de la puerta que se entreabre, logrará su cometido.
Es llevada, por fin.
Ya en el suelo, estira su pierna derecha y descansa el resto del cuerpo sobre la izquierda. Es una acróbata en tierra. Se toma unos segundos para notar que algo ha cambiado desde la noche anterior: las vasijas, las cucharas de palo y los pequeños frascos de vidrio ámbar están todos mezclados, sin orden. La camioneta de madera está contra la pared, y las madejas de lana han amanecido en el platón. Se impacienta. Señala ahora en dirección al tríptico de Lisboa. El tranvía parece más claro que ayer, quizás porque ahora la puerta del estudio está abierta. Entra tanta luz como para saber que ha comenzado el día.
Con una abdominal inverosímil se levanta del suelo y se convence de que estar erguida es lo más difícil que ha experimentado. Parece saber que fueron miles de años los que hicieron falta para tal conquista. Un pie paralelo al otro y con las plantas perpendiculares al suelo. Las rodillas flexionadas y con pequeños temblores por el peso. Tiene un ombligo que descubrió hace dos o tres semanas. Sabe que los demás también tienen uno y esa idea la estremece. Contempla el suyo y exige ver el de los otros. Quiere saber si son iguales y si, sobre todo, sirven para algo, cumplen alguna función. Ignora, por ahora, que su vida dependió de ese inútil orificio por mucho tiempo. Frunce el ceño mientras señala, de nuevo, con el dedo índice de su mano derecha. Abandona su ombligo y toma con la izquierda a Tata, el conejo de felpa que aún no salta, sino que tata.
Con tono agudo en extremo, descarga un sonido mientras continúa señalando. Su vínculo con mundo despende por ahora de ese sonido y la distancia entre su índice y los objetos. Tata cae inesperadamente al suelo y Ella da un paso inseguro; ahora la posición es de karate: pie izquierdo adelante, tronco levemente inclinado hacia atrás. El brazo derecho hace la avanzada, mientras el izquierdo busca uno de los frascos ámbar en el suelo. El sonido de su voz se repite ahora con otras cadencias; el lenguaje ebulle y casi puede verse multiplicado por la sala. Los sonidos rebotan en las vigas de madera a la vista y, por un momento, distraen de la monotonía de las paredes blancas.
Baja ambos brazos al suelo y la posición es ahora cuadrúpeda. Ve a Carlos de Voces en el parque, abierto en la página en la que aquel se encuentra con Mancha y su perro. No comprende por qué siendo Carlos y Mancha dos simios están vestidos y van erguidos. Se confronta y mira sus brazos, luego sus piernas. Le causa gracia poder bajar la cabeza y ver por entre las piernas hacia la ventana. Ve los muebles, la camioneta de madera y a Tata al revés. El frasco ámbar ha rodado despacio hasta alojarse debajo de la cómoda. Ella sabe que no lo alcanzará, pero sabe también que hay otros frascos iguales en el tapete. Se mantiene observando las cosas de la sala al revés y, de nuevo, los sonidos que combina con palabras: ¡allá! ¡allá!, dice mientras ladra, croa y ulula. Es ahora la selva en el tapete de los juegos.
No está más en posición cuadrúpeda y se sienta con ambas piernas estiradas. Observa los dedos de los pies y los mueve con la sincronía que ha entrenado durante las últimas semanas. Quiere ponerse unos zapatos y señala ahora hacia la puerta. Tiene noción del parque y sabe, a esta altura, que Carlos y Mancha están en uno. Frunce de nuevo el ceño porque esa es la marca de la familia. Lo frunce y nadie le ha enseñado. Entiende que ese es otro recurso al qué acudir para conseguir cuanto persigue.
Un nuevo frasco ámbar llega a sus manos, no porque lo haya buscado, sino porque la maniobra que la llevó de las cuatro patas a estar sentada, le condujo la mano derecha hasta la tapa blanca del frasco. Impaciente, dice ¡árelo! ¡aaaaaarelo! Lo toma con ambas manos. Con la izquierda asegura la tapa y, con la otra, hala. ¡aarelo! ¡a-b-r-e-l-o!, desata por fin en su estado cumbre de solicitud. Pero nadie le abre el frasco. Corre el riesgo de tragarse la tapa, porque aún no es tiempo de cuidar de sí. Al menos no en todas las circunstancias. Hace días que no baja sola de la cama porque sintió vértigo la última vez que lo hizo. Pero en lo que respecta a los pequeños objetos, aún no prevé que cualquier movimiento brusco puede llevarlos de su boca a su estómago, allá dentro, en el revés del misterioso orificio que se llama ombligo.
El frasco ámbar es ahora el eje de un carro o, por qué no, un carro todo él. Lo arrastra mientras dice run, run, run. Va a toda velocidad hasta la cocina con el frasco-carro. Ignora que en otro tiempo allí se guardaron diminutas cápsulas homeopáticas entre algodones. Ahora es un vehículo mucho más interesante que la camioneta de madera, cuya función pasó a la de ser un mueble para las madejas de lana.
Lo de ella es la profanación de las cosas.