Sección: Sin ataúd

Broncíneo Naranjo
Nació en 1995
Cuento
Salvar a los gravemente heridos del dolor innecesario
Broncíneo Naranjo
Durante la retirada, algo lo golpeó en el omoplato derecho. La urgencia de la huida no lo hizo consciente del dolor hasta que se sintió seguro en lo profundo del bosque. Cuando dejó de correr, se percató de que tenía una flecha clavada. Intentó sacarla, pero el dolor fue tan intenso que se desmayó y cayó de espaldas. Al despertar, estaba sobre un charco de sangre y la punta de la flecha asomaba por su pecho. Resoplaba. En la desbandada cada uno había tomado una dirección diferente y él había terminado allí, solo, entre flora que veía por primera vez.
Oyó que un caballo se acercaba y segundos después el jinete desmontó y se arrodilló a su lado.
‒¿Misericordia? ‒dijo el jinete.
Asintió con la cabeza.
El jinete desenvainó un estilete y puso la punta sobre el corazón del herido.
‒Las puertas del cielo se abren para usted –dijo el jinete, y hundió el arma con fuerza para atravesar la cota de malla del herido; el herido sintió un espasmo y ya no respiró más.
El jinete limpió el punzón en la ropa del muerto, lo envainó, montó su caballo y siguió su camino.
Despierta y permanece sentado por horas, días. Observa como el sol sale y se pone, como la luna crece y decrece, como los perros y gusanos comen su carne hasta ser un esqueleto con armadura. Duele por donde entró la flecha y luego el estilete. La hierba crece y oculta los huesos de las piernas, de las caderas. Cuando llega a la altura de las costillas decide que es suficiente. Camina sin rumbo. Hay veces en las que intenta sacar la flecha, no puede, el dolor es insoportable, desea descansar. Quiere estar en un mar silencioso en donde no haya cambios o sólo brille el sol. Cae de rodillas, agarra con los huesos de una mano la punta de la flecha, grita al cielo:
‒¡Por favor, señor, déjame descansar!
No hay respuesta. A lo lejos, un grupo de cazadores alertados por sus gritos llegan a su posición; asustados, le disparan flechas que se incrustan en sus huesos. De nuevo tiene que huir. Se pierde entre los árboles.
Vaga por los bosques. Evita veredas y pueblos. Los que no huyen de él se sientan a su lado, hablan y comparten su comida.
‒Gracias, pero acabaría en el suelo ‒dice, y mete su mano entre las costillas.
Hablan de sus visiones, de sus sensaciones, de cómo se ven los colores y del calor que hace en invierno. Se maravillan ante cualquier cosa que ven y la veneran con una leve inclinación del torso.
Les pide que le saquen las flechas. Tambaleándose, tiran de las flechas hasta sacarlas. El esqueleto regala una parte de sí como señal de agradecimiento. Con el tiempo, las flechas han ido quedando tiradas donde hubo conversaciones, y los huesos enterrados cerca de las casas o junto a estatuillas empolvadas en la repisa de los que alguna vez entraron al bosque con la mente trastornada.