Broncíneo Naranjo

 

Broncíneo Naranjo

Nació en 1995

Cuento

Niños al borde del camino

 

Broncíneo Naranjo

 

Cerca al pueblo en el que crecí había una carretera que iba directo a la frontera con Calem. Era estrecha, estaba en mal estado y rara vez se veía a algún foráneo transitarla, pero con la guerra, se convirtió en una vía importante para la movilización de tropas. 

A los niños nos gustaba ir al encuentro de los soldados. Si estábamos en la fábrica con nuestras madres, soltábamos los cucharones con los que revolvíamos los calderos a rebosar de grasa, dejamos de envolver jabones en papel o de enfrascar ungüentos para las tropas, y corríamos al jardín para arrancar unas cuantas flores. Esperábamos a que estuvieran enfrente nuestro e imitábamos su manera de andar y de cantar. Cuando era una división de caballería la que pasaba, les rogábamos a los jinetes que nos subieran a sus caballos, pero nunca lo hacían. 

Las flores las colocaban en los ojales de su guerrera. Pronto los jardines de nuestras madres quedaron sin flores. Entonces, cortábamos tallos llenos de hojas y ellos hacían guirnaldas que colgaban del cuello o coronas que ceñían sobre el casco.

Los acompañábamos, sin importar si iban a caballo o a pie, hasta que nuestras casas se perdían en el horizonte. Entonces dábamos media vuelta y agitábamos nuestra mano en señal de adiós. Ellos también agitaban su mano; bajo su bigote siempre había una sonrisa.

Un año después de haber iniciado la guerra, a mi hermano le llegó una orden de reclutamiento, junto a los otros chicos del pueblo que ya habían cumplido dieciséis años. A los pocos meses de la partida de mi hermano los hombres que iban hacia Calem no tenían bigote, sino una sombra verde sobre la boca, sonreían. Ellos eran más permisivos, nos ponían sus cascos o nos dejaban cargar su fusil.

Un día lluvioso escuché los cantos. Entre los hombres vi a mi hermano. Tenía un sobretodo que le cubría hasta los tobillos. Él también tenía esa sombra verde encima del labio. Le regalé una semilla. Me tomó de la mano y me uní al coro:

No quiero quedarme al lado del camino.
Permítanme marchar
e iré hasta donde se esconde el sol,
para tener una muerte gloriosa,
para morir por Arques.
¿Qué importa nuestra vida?
Quiero morir en un camino
llevando a cuestas a nuestra Arques.

Al despedirnos, no sé si él lloró porque el agua escurría por nuestras caras, pero su voz se quebró al decirme que saludara a mamá de parte de él. Fue la última vez que lo vi.

La guerra empezó a ir mal para nosotros y Calem amplió sus fronteras sobre nuestro territorio. Hubo un tiempo en que el flujo de soldados que recorría ese camino fue constante. Una tarde una división de caballería a la que saludábamos a cierta distancia saltó por los aires. Un proyectil cayó en medio de dos hileras de caballos. Mis amigos y yo vimos animales y hombres despedazados. Un caballo que estaba echado en el suelo con los intestinos afuera no paraba de relinchar y chillar. Un soldado se acercó cojeando hasta el caballo y lo acarició, también me acerqué al animal y lo palmeé. Le dije, tranquilo, tranquilo y lo besé en el hocico. 

El soldado me agarró del saco y me alejó del caballo, después sacó un revólver de la cintura y le disparó en la cabeza. Gritó que volviéramos al pueblo. A mitad de camino de nuestras casas nos encontramos con nuestras mamás que venían a buscarnos. Tuvimos que dejar el pueblo, el enemigo aplanaba el terreno.

Quisiera que unos niños al lado de un camino me despidiesen, pero los niños ahora nacen de tal forma que jamás serán capaces de sobrevivir por sí mismos. Aunque sus padres como titiriteros extendieran las manos de sus hijos, no podrían entregar nada. A lo mucho piedras o puñados de tierra contaminada y quemada.

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