Camilo Castillo Rojas

 

Camilo Castillo Rojas

Papá de Alicia y Antonio, compañero de Clarisa. Escritor. Es profesor de español y lenguas extranjeras, aunque también ha sido profesor de literatura y creación literaria. Desde siempre ha estado cerca de las letras. Le encanta reflexionar sobre la lectura. Su sueño es dedicarse a leer, hablar de lecturas y escribir.

Camilo Castillo Rojas

 

Racha o leer entre líneas

 

Octubre 14 de 2024

 

Mi mamá llamó al teléfono fijo un sábado en la mañana. Contesté. Estaba sentado frente al computador de su apartamento con mi celular en la mano, aguardando otra llamada. Dejé el celular y cogí el auricular. ¿Aló? Hola mijito. ¿Está tu papá ahí? Ya te lo paso. Le llevé el teléfono, él acababa de regresar de algo del trabajo, en mi recuerdo va vestido con uno de sus pocos sacos elegantes y un pantalón de paño. Se acomodó mejor en el sofá y la saludó con ese aló seco y directo con el que iniciaba toda conversación telefónica para después suavizarse y decirle, “Quihubo, mami”, y ahí los dejé. Retorné a la computadora y miré el celular, pero no me habían escrito o marcado. De inmediato los pasos llegaron apresurados desde la sala. Después de dejar el aparato en su soporte junto al módem, me dijo que tenía que irse de una vez porque Gentil, mi abuelo (aunque nunca le gustó que le llamaran “abuelo”), estaba muy mal. 

Se organizó en un instante, es decir, se cambió a ropas más cómodas, un jean, tenis, chaqueta deportiva. Se ajustó su billetera de tobillo de cuero. Cuánto le encantaba. Aunque esta no era la original, la primera la compró por allá en los años noventa y con el tiempo se le dañó el velcro. Esta era un reemplazo que, a pesar de no ser la primera, igual adoraba llevarla. Creo que mi mamá se la mandó a hacer en el barrio Restrepo. En mi memoria, lo veo de pie, junto a la puerta del apartamento guardando las llaves, colocándose el tapabocas y despidiéndose de prisa para ir a acompañarla. Iba hacia Mesitas del Colegio, un pueblo a hora y media de Bogotá, aunque desde el apartamento de ellos, un sábado y en transporte público, él podría pasar más de tres horas en camino.

Era septiembre de 2020 y el temor a salir a la calle nos acorralaba. Peor si había que subirse a una flota y tentar a la suerte de encontrarse con el Covid en la tos o el roce de un pasajero. Por esos días ya había más de 25.000 muertos en Colombia a causa del virus y la posibilidad de las vacunas aún se veía lejos. Mi papá estaba dentro de uno de los grupos etarios más afectados por el tema, así que lanzarse a la calle y subirse a un bus era meterse a la boca del lobo. Y aunque no sufría de problemas respiratorios, igual la idea de estar en contacto con gente en un espacio encerrado no era nada alentadora. Nos cuidábamos tanto que incluso, tres días atrás, le habíamos celebrado el cumpleaños a mi papá a través de WhatsApp. Tengo una foto de ese día junto a mis hijos: en el pequeño rectángulo vertical inferior mi hija, en primer plano, aparece sonriente y con un dibujo para regalárselo; a su lado y un poco más atrás aparece mi hijo, su rostro con gesto cansado sobre el hombro de ella; yo estoy al lado derecho de mi hija, mi cuerpo cortado por el borde del rectángulo. Estamos a la distancia que me da el brazo para caber los tres en la imagen e iluminados por una luz amarilla. Es de noche, eso explica el cansancio de mi hijo que, incluso hoy llegada cierta hora de la noche, en su rostro se dibuja el fin de la jornada. Mis padres, en ángulo contrapicado, constituyen el rectángulo más grande. Observan atentamente: mi papá trata de entender el dibujo, mi mamá con una sonrisa tierna y orgullosa; ambos con sus gafas puestas para ver a los niños en detalle. Están sentados en la sala del apartamento y al fondo se ve la pared blanca, un pedazo del bifé y la mesa del comedor. Teníamos planes de encontrarnos el domingo para celebrar, pero no había nada seguro, como todo en aquellos días, no solo por el Covid sino, sobre todo, por la frágil condición de Gentil.

Ese sábado, mi papá se marchó sabiendo lo que le esperaba. Había estado un par de días atrás junto a mi mamá en Mesitas y había visto la situación. Se despidió de mí con un beso y un abrazo. Le envié saludos a mi mamá y él cerró la puerta mientras la campanilla de techo danzó un rato. Regresé al estudio de ellos, todavía con el celular en la mano, a la espera de continuar la conversación interrumpida. Unos minutos antes de la llamada de mi mamá, disertaba con una colega sobre la selección de unos textos que pasarían a la siguiente ronda de un concurso. Desde el jueves, me había refugiado en el apartamento de mis padres para terminar de revisar los escritos, trabajo que, obvio, había empezado tarde y en el que estaba colgado. Llevaba un par de semanas de lectura, poco a poco, pasaba de una historia a otra, sumergía la cabeza en cada escrito, intentaba encontrar aquella voz significativa que debía pasar a la siguiente ronda del concurso. Llegado el jueves, sin embargo, todavía me faltaban una buena cantidad de textos y ya habíamos quedado con la colega encontrarnos el sábado para disertar, el tiempo apremiaba. Apenas hube terminado mi clase virtual del jueves, partí dejando a Clarisa pendiente de los niños y clases virtuales, para meterme de lleno en el océano de lecturas faltantes.

Con el tapabocas puesto, me fui a pie hasta el apartamento de mis padres, una caminata de casi una hora. Pasé tarde y noche del jueves, todo el viernes y algo del sábado, terminando de leer y estar listo a la hora acordada. Dormí esas dos noches en la cama para visitas y hablé con Clarisa y los niños cada vez que pude. Sentía la angustia de saberlos bien cuando no estaba en casa. Esos días de pandemia temía más por mis hijos que por mis padres. No, no temía más, temía diferente. Era extraño. Quizás sea algo instintivo. La pandemia nos obligó a pasar mucho tiempo juntos y, poco a poco, la rutina de sus clases virtuales y los entregables se convirtieron también en mi rutina. Por supuesto que me quejaba (quejarme es mi deporte oficial) de todo lo que tenían que hacer para el colegio y el jardín, del poco tiempo que tenía para mis cosas, de la esquizofrenia de estar de pantalla en pantalla, de tener que encontrar materiales, guías, cuadernos y, además, de tener que dar clases virtuales. La paciencia era vapor. No sé cuántas peleas tuvimos en esos días. Sin embargo, estábamos juntos, y estábamos bien. Cuando en 2021 volvimos a la calle y a la “normalidad” extrañé los instantes junto a ellos: el recuerdo de sus rostros me golpeaba a cada tanto, su risa de dientes perfectos o la de recién caídos, la sensación de sus manos, sus voces cantando, su mirada atenta al saltar el lazo, o me atrapaba con nostalgia la imagen de cuando empujábamos todos los muebles al corredor para poder correr y reír escuchando The No Smoking Orchestra de Emir Kusturica. 

Ese sábado, antes de que mi papá regresara de su reunión, ya tenía lista mi preselección, las trasnochadas y madrugadas dieron resultado. A eso de las 9 de la mañana, la colega y yo habíamos empezado la disertación por WhatsApp sobre cuáles eran los textos que debían pasar a la siguiente ronda. Mientras ella me comentaba sus impresiones, proponía sus argumentos, señalaba detalles significativos del texto revisado (narradores, perspectivas, personajes…) yo tomaba nota y, al mismo tiempo, daba mi opinión. De pronto, después de un largo rato de conversación, otra llamada interrumpió la nuestra y me dijo que la esperara un rato. Eso era lo que hacía cuando mi mamá llamó al fijo y mi papá salió hacia el terminal del sur. 

Retomamos la llamada un largo tiempo después, mi papá habría salido hacía unos cuarenta minutos, y en ese momento me dijo que no podría continuar. Camilo, discúlpame, pero acaba de morir un familiar. Respondí con un “lo siento”, aunque sé que en ese instante las palabras no la ayudaban. Ella me aclaró: no fue Covid sino un largo proceso de cáncer terminal. Me contó algo de su familia, para argumentar, finalmente, que no podríamos conversar más por lo que debía encargarse de las tareas que trae consigo la muerte de un familiar. Le dije que no había problema y rápidamente confirmamos los textos que nos parecían los mejores. Colgamos. Salí con la tarea terminada a la sala y, sobre todo, con el deseo de contarle lo ocurrido, pero mi papá a esa hora estaría tomando el autobús a Mesitas.

El lunes, después de la cremación del abuelo, mis papás y mi hermana mayor regresaron a su apartamento, en donde los demás los esperábamos. Decidimos no ir para no exponernos. Llegaron extenuados después del largo tránsito entre la vida y la muerte. Mi papá se soltó la billetera apenas llegó, como solía hacerlo, y la dejó en su habitación. Se recostó en el sofá y un tiempo después de que mi mamá y él narraran los detalles de la tristeza, pero también de la tranquilidad que daba no ver sufrir más a Gentil, de los trayectos, de las comidas, del hospital, de mi tía, fue entonces cuando mi papá mencionó que venía con un malestar estomacal. Aún ese ruido no tenía nombre, pero ya había empezado a resonar en su estómago. Mi papá, como dice Miguel Hernández, que siempre me llega cantado por Serrat,

Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.

Aquel octubre, unos días antes de ver de nuevo a mi padre y constatar cuánto peso había perdido en menos de un mes, falleció el poeta Álvaro Miranda de un cáncer de hígado. Me encantaba el sentido del humor de Miranda, sus anécdotas, su voz, su deseo de conversar sobre temas diversos. Lo conocí más y mejor cuando nos invitaron a dar un taller express de escritura creativa en Saladoblanco, el pueblo de donde es el maestro Isaías Peña. Nos fuimos en el mismo auto con Ignacio, profesor de cine, Álvaro, Isaías y doña Betty, su esposa, y yo. En ese recorrido pude conocer mejor a Álvaro. Contó anécdotas de cuando conoció a León de Greiff, habló del Caribe, de su padre, de cuando hacía pan, de sus viajes, de sus estudiantes, de poetas colombianos reconocidos, de su adorada Adriana. Álvaro sabía escoger muy bien las palabras, siempre atento a cómo darles una dimensión honda o jocosa. Al verme, después de ese viaje, siempre me soltaba un “Dicen que los castillos son rojos”, jugueteando con mi nombre y me saludaba con su mano fría con la que no sostenía el bastón.

En ese viaje también habló de su visita a México, en donde obtuvo una residencia de creación y contó cómo le impactó la relación de los mexicanos con sus muertos. Detalló de su visita a los cementerios, la celebración de Día de los Muertos, de los altares, de la comida, de su significativa experiencia sobre la que escribiría El libro blanco de los muertos (2017). Antes de la pandemia, me invitó a la Universidad del Externado a hablar de ese libro. No le gustaba sentarse solo y hablar de su obra con la gente sino conversar, prefería que el diálogo jalara la reflexión, la emoción, el análisis. Lo entiendo, eso de estar solo y monologar mientras se esperan preguntas de estudiantes que, en general, no han leído y que se sienten intimidados, suele salir mal.

Esa vez, leyó este poema: 

Muertos que huyeron de los caminos
Muertos que extraviaban las cartas de amor
Muertos que besaron los labios rojos impresos de rouge
perfume de una camelia respirada por la tuberculosis
Muertos de todos los tiempos
atiendan a este vivo vestido de armaduras cuyo cuerpo
suena como un gong
gritaba Luis Rafael el personaje de telenovela de amor
que veía Madre.
Luis Rafael usaba chaleco antibalas. En él se atrincheraba
espejismos de muerte. Un plomo impuso su toque de
gong en los arcos de sus costillas. Sus huesos sonaron
como una pluma de bronce como esa que los espíritus
celestes llevan entre sus alas. (…)

Aquel lunes, cuando mi papá se quejó brevemente del malestar, estaba recostado en el sofá y habló de las rachas. Mi papá consideraba con atención el asunto de las rachas. Él tenía rachas de mucho trabajo, rachas de poco trabajo, de dificultades, de circunstancias favorables y rachas, claro, en las que le llegaba plata o aquellas en las que “estaba en la olla”. Y contaba que en una época de su vida tuvo la “rachita” de perder a tres figuras claves durante el mismo tiempo: su mamá, su padrastro y su abuela fallecieron en el transcurso de un par de años. Y dijo que la muerte de mi abuela en 2019 y del abuelo en 2020, era un signo de racha. No se equivocaba: en 2022 murió mi tío, hermano de mi mamá; en marzo de este año, él. 

Ahora leo todo esto desde el futuro con la libertad de la retrospectiva y el peso de la culpa. Todavía no me explico cómo no logré leer ni entender la racha. Tal vez si lo hubiera visto… acaso si hubiera entendido las señales… carajo. Se supone que mi oficio es leer, ¡por eso me pagaron en el bendito concurso!, pero después de todo lo ocurrido, evidentemente, no sé leer entrelíneas. No leí las señales: todas estas muertes, todas estas llamadas, todos estos signos y encuentros a mi alrededor, me decían: Camilo, algo está pasando, el dragón está aleteando entre nosotros, y yo, sordo y poco atento, no lo supe interpretar. Y entre las costillas de mi padre, como las de Luis Rafael, se iba alojando un gong definitivo, una vibración de plomo cuya resonancia se lo fue llevando poco a poco, una onda sonora, que tampoco supe escuchar a tiempo.

¿Cómo aprender a leer esas señales?, me pregunto. 

De pronto, como hoy ando tan poético, se pueda adoptar otro camino. Volverse el absorto, de Luis Vidales, aquel que

Comprendía la última noticia entre los árboles
en la voz del labriego el paisaje
en el trigal el alfabeto de los campos.

El absorto. Leía
la llamada sideral en la ola,
en el río los pequeños ayeres
y en la entrepiel del rostro
el color de Judas tiñendo conciencias.

Absorto. 

Atento a cada señal. 

Mi papá tenía esa billetera atada al tobillo porque él siempre “andaba moscas”, pendiente de las señales de peligro externos. Pero, papi, faltó leer entre líneas para andar moscas por dentro. Si hubiéramos respondido la llamada a tiempo, si yo hubiera leído la señal de aquella herida antes de que el gong resonara, tal vez, solo tal vez, habríamos podido luchar contra su ruido de bronce.

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