Camilo Castillo Rojas

 

Camilo Castillo Rojas

Papá de Alicia y Antonio, compañero de Clarisa. Escritor. Es profesor de español y lenguas extranjeras, aunque también ha sido profesor de literatura y creación literaria. Desde siempre ha estado cerca de las letras. Le encanta reflexionar sobre la lectura. Su sueño es dedicarse a leer, hablar de lecturas y escribir.

Camilo Castillo Rojas

 

Hazel

 

Febrero 3 de 2025

 

Las dos practicantes se encuentran de pie frente a su clase de cuarto grado. Me miran de reojo cuando cierro la puerta del salón. Al fondo, la luz verdosa de una mañana de miércoles se cuela por el ventanal. La más alta explica y la de voz potente la apoya de pie solicitando silencio y que pongan atención, por favor, mientras yo intento desplazarme como una sombra entre ellas y el tablero. El salón está organizado en dos filas de pupitres en media luna para que los y las estudiantes puedan ver desde cualquier ángulo a las maestras. Es un grupo de unos treinta y cinco aprendices, más niños que niñas, me parece. Al deslizarme, en el tablero leo la fecha escrita y varios números apuntados no solo en cifras sino en letras. Hay tres relojes dibujados con el minutero en tinta negra y el horario de color rojo señalando distintas direcciones.  Me acomodo en la silla del profesor, al lado del ventanal, desde donde se puede ver la clase en su amplitud. El profesor titular del curso no está, así que puedo ocupar su trono. 

Cada estudiante tiene a mano un reloj hecho en cartón. La más alta dice it ‘s ten minutes past ten, la otra repite la hora y entre la dos indican cómo poner las manecillas en el artefacto. Aunque su área de experticia es el inglés, en el colegio donde practican no hay suficientes cursos para enseñar la lengua así que han debido adaptarse a enseñarla a través de las matemáticas o matemáticas a través del inglés. La de voz potente se acerca a los pupitres a verificar si han alineado el minutero y el horario de acuerdo a la instrucción. Very good!, dice a cada carita expectante de verificación. It’ s twenty minutes to four, dice ahora la más alta y de inmediato los chiquillos sitúan el tiempo.

Después de un instante, la de voz potente se acerca y toma unas hojas del escritorio del maestro. Me mira con sonrisa inquieta. Mi presencia la pone algo nerviosa: he entrado a su clase, a su territorio, a observar y a “evaluar” su desempeño. Soy un intruso vigilante, el inspector que, con lápiz en mano, toma nota de sus aciertos y fallas. A la mayoría de practicantes les ocurre similar cuando me ven pasar la puerta de su salón: sufren una especie de corrientazo, un breve sobresalto de incomodidad, pero disminuye una vez me aparto a un rincón en silencio y los dejo hacer. Los nervios de sentirse observados se disipan entre la demanda de atención de manos levantadas, aquella niña corriendo por todo el salón, ese otro pidiendo permiso para ir al baño, los dos que están saltando y que no escuchan el ¡háganme el favor de sentarse ya, Juan Manuel y Kevin!  

La más alta y luego la de voz potente les piden dejar a un lado los relojes detenidos, disminuyen el maremoto de energía del salón con un chiste y les indican cómo deben completar la copia del taller que navega de mano en mano entre voces y cuerpos titilantes en sus sillas o fuera de ellas. Cada una por un lado del aula, camina entre los chiquillos, se detiene paso a paso por una pregunta, una solicitud. Vadean a este y al otro lado de la corriente del salón mientras entregan en cada isla un taller, resuelven una inquietud, dan un breve abrazo. Son pacientes y, a pesar de la intensidad de la clase, tienen tiempo incluso para dar afecto. Repartidas las hojas y repetidas las instrucciones, cuando la audiencia ya está sentada tratando de masticar lo dicho, las practicantes avanzan una por la izquierda, otra por la derecha, para responder a sus dudas.

Un rato más tarde, cuando el ejercicio ha reposado las cabecitas, me levanto a observar cómo se desarrolla la actividad. Soy una rareza para los escolares: no soy su profesor, no soy un practicante, nunca he hablado en sus clases, pero saben que debo ser algún tipo de autoridad porque hablo en inglés con las practicantes y voy con la bata blanca de docente. Algunos me saludan: Hello! How are you? Yo les respondo Fine, thanks, y pregunto cómo se llaman o cosas así; otros solo me miran con curiosidad. Bordeo la medialuna más ancha, la segunda fila, y trato de ayudar a los más confundidos o de aconsejar a aquellas que intentan escribir a quarter to eight. Me impacta una especie de levedad que no percibo cuando trabajo con adultos. ¿Será el deseo permanente por descubrir, el ansia de sorprenderse? ¿O es esa agilidad mental que resulta provocadora y que anima y reta?  

Después de pasear por varios puestos, cuando le sugiero a una niña cómo escribir forty, un chico delante de ella, desde la primera fila, se gira hacia mí. Es un giro acelerado, no me había visto y mi voz lo extraña. Por un instante nos miramos. Lo saludo. Hello! Son, tres, cinco segundos, quizás menos mientras nos observamos. ¿Tendrá nueve, diez años? 

En ese instante siento en su rostro los ojos de mi padre.

Son del mismo verde avellana, hazel, dirían las practicantes, el mismo tono de los ojos de mi hijo. Son llamarada. La forma de los ojos del niño también se parece a la de los de mi papá: algo alargada, no tan grande. De pronto una ola empieza a derrumbar un acantilado dentro de mí. Soy yo el que baja la mirada para no deshacerme frente a él o de las practicantes. Me levanto, fingiendo atención en los talleres del final de la media luna, regreso al escritorio, en donde tomo mi libreta y mi lápiz, me despido con un gesto de las practicantes. Bye! , digo sin escuchar respuesta y salgo a beber aire.

Huyo de esa mirada por el corredor del colegio mientras se me anuda la garganta y mi cuerpo se despeña. Respira, me digo. Me acerco a un muro bajo, ahí en el segundo piso, desde donde puedo ver las mesas en donde más tarde almorzarán los niños. No puedes dejar de ser el profesor. Las sillas descansan patas arriba sobre las mesas. No dejes que su recuerdo te desnude en el trabajo. Debes seguir siendo el docente, mantén el orden, no te desmorones enfrente de todos. Cierra los ojos y respira otra vez. A lo lejos, una sirena de ambulancia. Una profesora se dirige con su grupo hacia el aula múltiple. Piensa en el día que te espera: después de la siguiente Práctica, a las 10:30, debes salir del colegio y tomar un bus, tienes que almorzar cerca del trabajo y en la universidad tendrás que asistir a la reunión de profesores, tomar más café, dar dos clases más y llamar un taxi al borde de las diez de la noche. ¿Tienes aspirinas en tu cajón? Crees que quedan. Llegarás a casa cuando ellas y él duerman y ahí sí, a solas, podrás hundirte en su recuerdo, llorar un rato e irte a la cama para seguir la rutina mañana desde antes del amanecer. ¿Ya preparaste la clase de inglés de la tarde? Hay que trabajar, decía tu papá. ¿O todavía lo dice? ¿Es su voz la que se adelanta en los corredores del colegio? Solo estás cansado. Y no son ni las ocho de la mañana. ¿Ya tienes listas las rúbricas para evaluar a los de la clase de literatura? Camilo, te llama. ¿Ya hiciste el informe que te pidieron? Camilo, te susurra. ¿Terminaste de subir los documentos para la evaluación anual? Unos pasitos vienen hacia ti. ¿Terminaste de escribir el artículo para enviar a la revista? Mijito, dice ahora su voz calma.

Mi padre niño se ha acercado al murito en donde finjo no sentir el dolor de su ausencia. ¿Qué más, mi llavería?, dice como me decía de niño y me hace sonreír. Toma mi mano con su manita delgada y fina y me la sostiene. Tiene una sonrisa pícara. Mira hacia abajo a las señoras de la cocina, que han acomodado las sillas de una mesa y meriendan juntas, vestidas con uniformes y gorros de cocina blancos y apretados. Parecen gansos, dice mi papá niño. Asiento. Y como mi papá siempre está lleno de energía, me invita a que bajemos las escaleras, a que busquemos algo qué hacer. No puedo, papi, estoy trabajando. Me suelta la mano y sale corriendo como una tromba, haciendo el flip-flap en un corredor, y cuando le digo ¡cuidado!, se detiene un instante, me lanza centella de sus ojos hazel sin parar de sonreír y se lanza carrera abajo por una escalera, la del fondo, la más estrecha. Sin poder ir a su velocidad, voy tras él, asombrado e inquieto, como Qfwfq cuando era un tipo de anfibio y seguía a la ágil Lll ya convertida en una especie de lagartija evolucionada, en una historia de Calvino. Al pasar, en el salón 402, veo a uno de los practicantes explicar con dibujos el verbo to climb y veo a mi padre niño ahora descolgándose entre las barandas de la escalera abajo y yo lo sigo, alegre de su alegría a mi velocidad anfibia, y preocupado de que se tropiece. Nos metemos al aula múltiple, en donde la misma profesora que enfilaba a su grupo hace un instante ahora grita desaforada a las niñas para que se aprendan la coreografía para el festival del colegio, mientras tanto los varones aguardan su turno de ensayo al fondo del auditorio, jugando con un conjunto sillas apiladas. Mi padre se sienta a caballo en una de esas sillas ¡a navegar!, exclama, y yo le insisto, no, papi, no juegues acá, pero mi papá no me escucha e incluso el grupo de niños lo imita, uniéndose a su carabela con sillas más ruidosas, exploradores de quién sabe qué lugar, navegantes cósmicos, hasta que la cabalgata es interrumpida por el rugido ¡se me bajan ya de ahí!, de la profesora y los obliga a dejar los navíos y sentarse en el piso con los brazos cruzados y cabeza entre las piernas. Me llama la atención, oiga, profesor, ¿usted es que nos los ve que se están portando como animales y no me dejan hacer mi trabajo? Solo la miro. ¿De dónde sacará tanta rabia esta mujer? me pregunto. No tengo argumentos para defenderme y no sé cómo explicarle que estoy obnubilado por mi papá. Disculpe, maestra, le digo y salgo tras mi padre niño porque él ya salió corriendo por el portón enrejado a la búsqueda del patio. Camino rápido tras él y quizás me sienta feliz de verlo correr otra vez, aunque no dejo de sentirlo de cristal. Algo similar siento cuando mis hijos corren, aunque con ellos no siento tanta fragilidad. A él, que es un aventurero, ni le va ni le viene mi angustia: ya está metido en un juego de fútbol en donde otros niños se disputan el balón y, cómo no, ya está pateando, metiendo codo, embistiendo a los contrarios y persiguiendo la esférica. Lo veo desde este lado de la cancha mientras otras dos practicantes fingen disfrutar de jugar con los chicos de segundo grado y me miran pasar. Las intento saludar, pero en ese descuido ya mi papá ha corrido hasta el rincón del colegio y está subiéndose al cerezo, allá, junto a la pared que da a la calle, no tengo tiempo para observarlas ni evaluarlas porque es un árbol alto y sus ramas no son muy gruesas. Mi papá, sin temor, se guinda con manos y pies de la rama que alcanza y hace un esfuerzo por dar la vuelta y lograr ponerse de pie sobre ella. Unas niñas lo miran y le cantan: ¡se va a caer se va a caer se va a caer!, la canción que él le cantaba a una niña en primaria. Mi primer impulso es detenerlo, tomarlo del brazo y decirle que se calme ya, ¿qué cree que va a pasar si se sube ahí?, hablarle como la maestra me enseñó. Cuando estoy listo para regañarlo, mis palabras se detienen. Alguna vez me dijo que mis temores son míos y que no debería transmitirlos a mis hijos. Pero ¿se los puedo transmitir a mi padre?  ¿Me trago el pavor de perderlo otra vez? Lo veo avanzar hacia lo alto y al fin solo le digo ¡dale, papi, sube! Las niñas me miran con extrañeza e incluso un profesor de educación física, que vio toda la escena, y las practicantes que estaban con los de segundo, han llegado y lo miran serpentear entre ramas. Profe, no lo anime, dice una de ellas, la más sensata. Ese niño se va a caer, dice la otra con los brazos cruzados y gesto de desaprobación. ¡Bájese!, interviene el profesor de educación física con su voz viril. ¡Déjenlo subir!, les digo, mientras mi padre niño se cuelga de la siguiente rama y busca camino.

 ¡Camilo!, me dice. Un temor se le dibuja en el rostro. ¡Cógete de esa rama con la mano izquierda!, le indico. ¡Esa!, le digo cuando la tantea. Él obedece. Profe, dígale que se baje, insiste la practicante sensata. Ahora, pon el pie en aquella otra, le indico a mi papá, sin escuchar las voces que piden que aterrice. Ha escalado unos tres metros. Si llegara a caerse cerrarían el colegio, me despedirían del trabajo por negligente. No, no se va a caer, me digo. Es capaz. Papi, ahora le hablo, pon los pies en el borde de la pared. Ha alcanzado la altura del muro que divide el colegio de la calle y sin soltar la rama, se abalanza hacia la tapia. Estabiliza sus dos pies. Sonríe feliz de su logro y hace su silbido victorioso. Yo quiero aplaudirlo pero me abstengo, no veo al resto de la audiencia en la misma onda. Respiro. Él mira hacia la calle orgulloso, de pie y sin soltarse de la última rama, luego nos mira a nosotros abajo en el colegio. De pronto su rostro cambia de gesto. ¿Ya te quieres bajar?, lo veo con voz de docente conciliador. ¡Ven!, me dice con actitud de felino. Cuentan que, de bebé, la partera que lo recibió en casa le decía “mi gato” por sus ojos verdes brillantes. En ese muro, con esos ojos y en uniforme del colegio parece un gato azul. Me recuerda a mi hija, también felina arriesgada, quien ya estaría caminando de un lado al otro del muro. ¡Ya voy! Le dejo la bata, la chaqueta y el celular a la practicante sensata. Y empiezo a encaramarme al árbol por el mismo camino que él tomó. ¡Espérame!, le digo. Profe, aguántese y traemos una escalera, dice el profesor de voz viril, y yo le digo que no, que también puedo subir el árbol que mi padre ya escaló. De todas maneras, envía a una niña para que dé aviso a la coordinadora. ¡Sube sube sube!, cantan las niñas apoyándome. Mientras busco la siguiente rama de donde colgarme, mi padre me mira con ojos centelleantes, ahora sentado en el alto muro y sin soltarse de la última rama que le sirve de arnés. Se ven los buses en la calle, dice. ¿A dónde van?, le pregunto mientras pongo el pie en la siguiente rama y me aferro con las manos a una más delgada para encontrar el camino. A todas partes, dice. ¿Te acuerdas que trabajaste por acá?, le digo agarrándome de una rama no muy gruesa. Ah, sí, en una casa por allá arriba, quedaba antes de llegar a la carrera décima. ¡Sube sube sube!, entona el coro abajo. Piso una rama frágil y se rompe. ¡Ay!, se escucha el grito cuando cae el leño. ¡Ya traen la escalera!, dice la practicante sin descruzar sus brazos. ¡Se va a caer se va a caer se va a caer! ¡Profe, bájese!, la voz que escucho es la del practicante que explicaba antes to fly en el 402. Miro abajo: ya se han reunido todos y todas las practicantes, son doce, y ahora me miran con caras asombradas. ¡Está loco, profe! ¡Bájese!, me dice la practicante de voz potente, meneando la cabeza y sosteniendo un reloj hecho en cartón. Miro a la sensata. Tienen razón.

¡Dale, mijito!, dice mi padre niño desde el muro, obligándome a subir la mirada. 

Mi pierna colgada encuentra otra rama. Me falta poco más de un metro para hallar la rama más gruesa, apoyarme en ella y arribar al muro. ¿Por qué te viniste para acá?, le digo. Porque era el trabajo que había en esos días, dice tranquilo. No, no esa vez sino esta. Ah, porque me gustan los árboles, dice y sonríe sin soltar la rama. ¿Te acuerdas cuando iba a la montaña? Sí. Subía al trote detrás del Parque Nacional a veces solo, a veces con un amigo. La montaña me llamaba a explorarla, me dice. Y ahorita era como si este árbol me llamara. ¿No te pasa eso?, me pregunta. Sí, le digo al llegar. De niño, te subías en todos los árboles, ¡en todas partes!, ¿te acuerdas? Claro, le digo. Cuando eras niño, nada te detenía, me dice mi papá sonriente. Solo los totazos, le respondo. Hacen parte de la aventura, dice con serenidad. Todavía estoy aferrado a las ramas.  Agárrate bien, dice su voz de niño con el cuidado del padre. Mira hacia el oriente, busca la casa en donde trabajó hace casi treinta años. Cuando vine a trabajar por acá fue porque me tocó cambiar, recuerda. Tú tenías unos doce o trece años y había un mal momento en el instituto y me tocó buscar una alternativa, dice serio. No me acuerdo de todo eso, le digo. Me acuerdo que vine acá una o dos veces, intento dibujar algo en la memoria. Era una casa bonita, con cuartos de piso de madera. Era un trabajo como más estable, me dice papá. Ah, sí, respondo. No estoy seguro de qué significa “estable” para mi papá, nunca fue de ese tipo de trabajo.

¿Quieres sentarte conmigo, hijo?, me dice mi padre niño. Sí, pero tendrías que soltarte de la rama para que yo llegue. No importa, me dice, la suelto. Sí importa, le advierto, no quiero que te caigas. No me voy a caer. Suelta la rama y sentado en el borde se corre un poco. ¡Aaaaa!, gritan abajo al verlo moverse. ¡Ya llega la escalera!, dice la practicante sensata. ¡Ya llega la escalera ya llega la escalera ya llega la escalera!, canta el coro de niñas. Ven, me dice, apartándose otro poco más. Avanzo agarrado de una rama delgada y me deslizo lentamente por la rama gruesa que él soltó. Es un árbol fuerte, dice mi papá. Dale, con confianza, me anima. Lo miro, temo que pierda el poco equilibrio que tiene y que se vaya de cara hacia el colegio o de espalda hacia la calle. Sin soltar la rama, llego al muro e intento acomodarme. Abajo se ve cómo estiran la escalera. Ya está abajo la profesora de danzas gritando a los niños para organizar. ¿Estás bien?, me pregunta. Sí, le digo. ¿Seguro? No, no estoy seguro. Te extraño. No quería que sufrieras, dice mi padre niño. No es tu culpa, le digo. Es culpa del maldito cáncer. No es maldito, es una enfermedad, dice sin rencor. Pero te llevó, te tragó entero, le digo. Igual, mijito, yo hice todo lo que quería hacer, incluso subirme a este árbol, jajaja. 

Abajo entre niños, niñas, profesor y practicantes intentan organizar la escalera contra el muro. Ya se acercan la coordinadora y dos vigilantes, traen cara de pocos amigos. Esto me recuerda otro cuento de Calvino, le digo a mi papá, de cuando Qfwfq cuenta que la luna estaba cerca de la tierra y su familia ponía una escalera para llegar a ella; pero la luna empieza a alejarse y la familia a separarse. ¿Estamos en la luna?, me pregunta mi papá. Tal vez tú estás en la luna. Yo estoy anclado a la tierra, le digo mirando hacia abajo. No seas tan dramático, se ríe de mí. Hay que gozarse las vainas, dice subiendo un hombro, el tiempo es corto. No tiene tanta gracia sin ti, le digo en voz baja. Levantan la escalera y la parte más alta golpea la tapia a unos diez centímetros de mis zapatos. Las voces de abajo me llaman. Mi papi se pone de pie. No tengas miedo, mijito. Yo ando por acá, dicen sus ojos hazel. Se pone de pie. ¿Qué vas a hacer?, digo asustado. De pronto se gira y me dice, hay que gozarse lo incierto. ¡Si te caes me echan! No me voy a caer, repone. ¡Va a ser mi culpa! Es mi culpa. No, mijito, no lo es. Mira hacia la calle, me mira y entona a lo Caetano: “Navegar è preciso, viver não è preciso”. Me guiña un ojo y salta. ¡Aaaaaa!, se escuchan los gritos abajo. ¿Se mató? Abajo me esperan los practicantes, el profesor de voz viril, los niños, el coro de niñas, la profesora que grita, la coordinadora, los vigilantes, las clases de la noche, el artículo sin escribir, los días sin ver a mi familia, la chaqueta, el celular, el reloj de cartón, la bata. Afuera, una estela verde almendrada boga el aire.

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