
Camilo Castillo Rojas
Papá de Alicia y Antonio, compañero de Clarisa. Escritor. Es profesor de español y lenguas extranjeras, aunque también ha sido profesor de literatura y creación literaria. Desde siempre ha estado cerca de las letras. Le encanta reflexionar sobre la lectura. Su sueño es dedicarse a leer, hablar de lecturas y escribir.
Camilo Castillo Rojas
Duff
Julio 19 de 2024
Mi padre se dirigía a un partido de fútbol de su adorado Everest, su equipo de fútbol aficionado, y se llevó a Duff sin correa. Por supuesto, el perro olfateaba por todas partes, alejándose de su dueño para luego reencontrarlo. Como casi no salía y menos con su boss, andaba tranquilo curioseando, llenándose de mundo, aquí y allá, seguro de estar acompañado. Mi papá, que ya tenía todo planeado, al verlo desprevenido y alejado se subió a una buseta. Dijo más tarde que alcanzó a verlo desorientado, mirando para todas partes, tratando de encontrar su rastro.
Unos años antes, mi papá trajo a Duff un domingo por la mañana de donde don Juan, un vecino dueño de una tienda avejentada en la calle de al lado, en la que tenía unos perros grandes que, bajo las vitrinas de la tienda, sacaban los hocicos y ladraban para espantar a clientes desprevenidos. Así fueran muy bravos, igual se reproducían y aquel año tuvieron una camada de varios perritos con los que, seguramente, don Juan estaba encartado y estaba buscando padres adoptivos. Mi padre fue uno de esos y cuando lo visitó escogió el que le pareció más lindo, pensando en mis hermanas y en mí, y nos lo llevó deseando que “viviéramos la experiencia” de tener, en serio, una mascota.
Antes, habíamos vivido un simulacro con Tony. Tony compartió su hogar con once personas más porque vivíamos junto a él mi tío Félix, hermano de mi papá, y su familia, compuesta de compañera, dos hijos e hija; estaba mi tía Mary, la hermana menor de mi padre, y nosotros cinco. Era un perro lindo, alegre, grande, juguetón. Su pelaje era negro con manchas amarillas en el pecho y en las patas, un perro gozque con mucho de pastor bohemio.
Mis hermanas cuando hablan de esos días recuerdan a mi papá levantándose como el personaje de la canción de Rubén Blades:
Despiertas
No has podido dormir muy bien
Te levantas
Caminas y pisas uno de los charcos de orine que el nuevo perro ha dejado por toda la casa
Maldiciendo, entras al baño brincando en una sola pierna
Enciendes la luz y restriegas el pie sobre la cubierta que tu esposa le puso al excusado
Vas hasta la bañadera blanca, abres los dos grifos del agua y controlas la temperatura
Levantas la cosa esa, que no sabes cómo se llama, y que hace que el agua salga por la regadera
Te bañas, no cantas
Ese patio siempre destilaba olor a los orines de Tony. Y mi papá se quejaba de encontrarse con los miaos y la mierda del perro todas las mañanas. Pero no se confundan, las coincidencias entre el tipo de la canción y mi padre apenas se extienden hasta cuando la esposa le sirve el café. A diferencia del tira, no vivíamos en un edificio, mi padre no usaba un desodorante fino, no había teléfono en casa, no hubo ninguna balanza para pesarse, y solo una vez en toda su vida lo vi usar una corbata. GDBD, sigue el amanecer de un hombre al servicio de los entes de poder y mi padre, como ya lo he dicho, estaba, más bien, al otro lado de aquellos. Sin embargo, imaginar el despertar de un tira al servicio de una dictadura tan similar al de alguien como mi padre, es brutal. Y genial, señor Blades.
Tony perseguía a las palomas que entraban al patio y, si no estoy mal, alguna vez cazó alguna, y se la comió. Fascinante. Cuando alguien intentaba entrar o salir de la casa, había que hacer fuerza entre él y el pesado portón para que no escapara porque quería estar en la calle y no en el patio, que debía ser poco menos de 15 metros cuadrados y debía compartirlo con un lavadero, la ropa de dos familias colgada en cuerdas de alambre, bicicletas, una moto parqueada, hortensias, la mata de ruda, niños, niñas. Cualquiera habría querido huir. Tony muchas veces lo lograba y, claro, volvía oliendo a horrores. Como vivíamos a treinta metros de un caño en donde todos los vecinos botábamos la basura imaginando que el chorro de agua del río se la llevaría, Tony de inmediato tomaba ese destino y se revolcaba en cuanta porquería hallara. A su hediondo regreso, venía toda la pelea por sacarle la mugre. Aunque no éramos nosotros quienes nos encargábamos de esa tarea. Era la esposa de mi tío y mis primos. Ellos lo querían mucho, lo consentían, lo alimentaban, jugaban con él. Era un miembro de su familia más que de la nuestra.
A pesar de que mi padre no se ocupaba de él, Tony lo consideraba parte de su manada. Cuando nos trasteamos a una casa a una cuadra y media, éramos muchos en un espacio tan reducido, recuerdo escuchar a Tony varios domingos muy temprano, rasguñando el portón. Era el día en que mi tío lo dejaba “salir”. Apenas se abría la puerta, el perro entraba como una tromba y saltaba con alegría, buscaba a mi papá, subía sus patas sobre el pecho de él, venía a verlo: ¿Cómo está, Pachito? ¿Todo bien? ¿Qué tal la casa? ¿Y los niños? Y luego de un rato de saludos, Bueno, muchas gracias, que les rinda, el perro pedía que se le abriera la puerta para seguir su jornada. Con el tiempo, dejó de venir, entendió que su manada había partido y siguió su vida de encierro y ocasionales escapadas, pero allá, junto a los suyos.
Llevábamos seis años en la nueva casa cuando mi papá llevó a Duff. Se llamó así por el bajista de Guns n’ Roses. Fue el único recuerdo que me quedó de la visita de la banda porque no pude ir. Cuando mis otros primos, Manuel y Miguel, y su papá, le pidieron a mi padre permiso para dejarme ir al concierto (no pregunté por qué no pedían permiso para mis hermanas), el evento más importante de nuestros días, recuerdo a mi papá diciendo bajo la marquesina de la sala, ¿Cuánto vale la boleta?, y el papá de mis primos, Treinta mil pesos, nomás, y mi papá dibujó su sonrisa irónica y les respondió, Nooo, con eso le compro dos pantalones, apretó los labios con su gesto de “no están ni tibios” negando con la cabeza. Fin de la conversación. Puse el concierto en la radio, enojado con mi papá por no tener plata y por no dejarme ir; pero antes de la mitad me cansé. Quizás me habría pasado lo mismo en el Campin. No sé si traer al perro tenía la intención de resarcirse, tal vez, pero lo cierto es que Duff llegó días después del famoso concierto.
El perro chilló toda la noche de aquel domingo. Mis hermanas, mi papá y yo nos levantamos para acompañar al perrito, mecerlo y recostarlo en la caja de cobijitas para observarlo fascinados ante tanta ternura. Mi mamá no se levantó. Pronto, fue creciendo y se puso hermoso, suavecito. Creció más y su pelaje se hizo gris ratón, graso, era un gozque puro. Creció más y rompió todo: zapatos, ropa, bolsas de basura, balones, trapos. Se la pasaba ladrando a los niños que jugaban yermis o fútbol en el callejón en el que vivíamos (nuestra casa era la cuarta de una fila de seis que formaban el callejón) y cuando había juego fuera el perro se paraba en sus dos patas traseras y se aventaba hacia el portón, pateándolo mientras ladraba enloquecido. Por supuesto, no salía. Como habíamos aprendido, Duff permanecía encerrado. Además, pensábamos que ¿cómo se quejaba si tenía un patio mucho más grande que el de Tony?
Habría sido chévere darle más libertad, así como Chirli, la perrita de Damaris, en La perra de Pilar Quintana. Qué maravilla para ese animal irse al monte con Mosco, Danger y Olivo, los perros de Rogelio, y “echarse a perder” a pesar de culebras asesinas o de posibles infecciones, buenísimo ponerse en riesgo y llevar la vida al límite todos los días. Linda vida. A los perros de la novela la selva los llama. Por eso, el lazo con el que Damaris amarra a la perra es un objeto tan poderoso en esta historia: es el fin de la libertad. Así como nosotros impusimos paredes para Duff, Damaris somete a Chirli a través de una soga, le graba en el cuello que es una perra de casa, que es de su propiedad. Acá en la ciudad también sometemos a los animales a abandonar su instinto, decía Quintana en una charla. Los castramos, los amarramos al salir, les ponemos bozal, los llenamos de perfumes y de rencores, los vestimos, los bañamos. Les damos “todo el amor” y todo el concentrado para tenerlos amansados, demostrándoles todo nuestro poder sobre ellos. Los esclavizamos.
Cuando se escapaba, igual que Tony, Duff volvía hecho una melodía. Usualmente, éramos mi mamá y yo quienes nos encargábamos de bañarlo. Esta vez sí era nuestra responsabilidad. Sabiéndose apestoso, se refugiaba en su cama, una suite hecha de piso de tabla y trapos viejos bajo la escalera, o se hundía bajo una pequeña tapia de cemento, una especie de tapa para acueducto pesadísima que seguro mi tío Félix le pidió a mi papá guardar, sostenida en cuatro bloques y situada en toda la esquina del patio. Esa madriguera le servía de guarida al perro, y allí se lanzaba corriendo cuando hacía males o cuando volvía de la calle oliendo a mierda.
Para sacarlo, la refriega era larga. Primero, la escoba, bastón de mando con el que intentábamos retirarlo de su caverna. Al estilo ESMAD (o quizás como el tira de la canción Blades), mostrábamos nuestro poder: la violencia. Lanzábamos palazos a los cuales Duff se resistía mordiendo el palo y exhibiendo colmillos y, claro, más nos enfurecía porque su desafío era demasiado atrevido. Resultado: nulo.
Segundo, las trampas de comida: el engaño. Acaso un pan podría traerlo fuera de su madriguera. Lo dejábamos en el camino, cual migajas de Hansel y Gretel, a ver si el hambre lo hacía salir de la profundidad. Resultado: nulo. Duff olía nuestra intención desde que escuchaba el plástico de la bolsa de pan.
Tercero, la caza. La demostración de nuestra inteligencia. El animal en algún momento se relajaría, mientras nosotros nos haríamos los tontos, los que no quieren la cosa. Recobrada la calma y fuera del escondite, en un descuido yo, era mi labor, le ponía la correa para sentenciarlo, tal y como Damaris hace con Chirli. Enseguida, Duff intentaba liberarse, pero ya estaba bien agarrado y, al final, solo podía someterse. Resultado: positivo.
Duff me miraba con rencor. Me decía traidor con sus ojos café. Bajaba las orejas, capturado por los torturadores (así como lo haría el tira de Blades) con agua tibia y champú. El agua para él solo era para beber. ¿Quién les dijo a estos pirovos que me hacía falta bañarme?, pensaría Duff. ¿No se dan cuenta, garbimbas, que tengo que esconderme entre mierda para que mis ñeros del rio-ba no me pillen? ¿No entienden? ¿No se las huelen? No saben nada de lo que es la jungla de la lle-ca. Qué gonorrea. Claro, como ustedes se sienten más chimbita porque huelen a Mexsana creen que uno tiene que oler a lo mismo, disfrazarse de flores, ocultar a las narices lo que somos. Y lo peor es que su olor a gente no los abandona. Pobrecitos. Ja-ja. Garbimbas. Agua y champú, a mí. Bandidos. Van a ver cuando pueda levantarme.
Al final, Duff se sacudía y de inmediato regresaba a su cama o a su guarida tapiada, perdedor de la batalla, ofuscado, mientras nosotros terminábamos de recoger platones, champú, pelos, los rastros del mal (tal y como lo haría el equipo del tira de Blades). Más adelante, mi mamá le daría un buen plato de sopa y la bronca empezaría a sanar, volveríamos a la tranquilidad de la relación humanos arriba/ mascota abajo.
Aunque mi mamá lo alimentaba y yo a veces jugaba con él, no siento que lo hayamos querido entre nosotros ni que tuviéramos esa disposición para el cuidado cuando se vive con mascotas. Hay familias para quienes la experiencia de las mascotas es preciada, pero para nosotros no fue así. Duff necesitaba salir, comer de manera nutritiva, ser querido, protegido. Y nosotros éramos ¿somos? pésimos en eso. Por ejemplo, una vez le echamos veneno para las pulgas y casi lo matamos, tocó llevarlo a Urgencias Veterinarias y, por suerte, el doctor le inyectó el antídoto y si no cargaríamos, además, con su cadáver. No lo queríamos dentro de la sala sino afuera, siempre en el patio o la azotea, que eran sus territorios, no era bienvenido en “nuestros” espacios. Recogerle la mierda era una especie de castigo que, usualmente, me correspondía a mí por ser “el dueño” (no sé en qué momento terminé siendo el dueño, ¿no éramos todos? Ahora entiendo por qué mi mamá no se levantó a acunarlo). En fin. Nunca recibí el taller de educación canina, César Millán todavía no tenía su programa, y supongo que ninguno estaba muy dispuesto a aprender a cuidarlo. Incluso mi papá, el héroe que trajo a Duff, el hombre adorado por Tony, también llegó a cansarse de él y fue cuando decidió/decidimos deshacernos de él.
Aquel domingo, después de perder al perro, mi papá llegó al partido del Everest y quizás después del juego, tomándose unas gaseosas, para aquel entonces ya no bebía alcohol, les contó a sus colegas de su aventura. Le dijeron que no hubiera hecho eso, Pacho, cómo se le ocurre. Incluso un compañero le dijo que él se lo habría recibido, que para qué hacerle eso al pobre animal. Mi papá, removido por la culpa, regresó por el mismo camino. Y, cómo no, el perro estaba acostado frente a la puerta de la casa en donde lo dejó, esperándolo. Estaba nervioso, asustado. Al verlo, Duff saltó de alegría, ignorante de la intención de abandono. ¿O no? Mi papá se conmovió y lo trajo de vuelta a casa. El perro, esta vez, regresó pegadito al boss.
No sé si lo quisimos más o menos después de eso. Diría que nos alegró que volviera, pero seguía siendo una carga. Es lindo cuando la gente quiere a los animales. Damaris, por ejemplo, quiere de verdad a su perrita porque encarna su deseo de maternidad, porque la acompaña y le permite, de alguna manera, sanar algo. Pero, claro, la mujer tiene su rayón, así como nosotros los tenemos, y al final, tanto Chirli como Duff, terminaron sufriendo las consecuencias de nuestras limitaciones humanas.
Solo hasta cuando nos mudamos de esa casa con patio y terraza a un apartamento, tuvimos una razón de peso para regalarlo porque llevarlo a ese espacio habría sido mucho más triste para Duff. El domingo de la mudanza, cuando dejamos el barrio de toda la vida de mi papá y mi mamá, de Tony y Duff, una amiga de mi mamá llegó con un camión a llevarse una nevera, una mesa, unas sillas. Como un objeto más, me correspondió a mí subir al perro en la parte de atrás del camión, junto a los otros chécheres, y despedirlo. Me miró con las orejas abajo, triste, aunque parecía comprenderlo todo.
A los pocos días, la amiga contó que estaba feliz: corría y vagaba por los parajes de Une con una manada de perros tan degenerados como él. Al fin sin ciudad, sin las paredes de la casa, sin nosotros. Linda vida. Al año siguiente, como ese perro se comía cualquier basura, dijeron, se tragó una comida envenenada que dejaban para las ratas. No sé si sea verdad. No sé si quiero saberlo. Quiero imaginarlo feliz el último año de su vida, libre, con una jauría como la de Chirli en la selva, aventado a la incertidumbre del campo, respirando aire de montaña, bebiendo agua de los charcos y refrescándose en ellos sin lazos.
La verdad, nosotros ya lo habíamos envenenado en la casa. Era un perro al que se le alimentaba, pero vivía preso y sin afecto. He escrito varios textos pensando en él, en la insensibilidad con ese animal. Les repito a mi hija y a mi hijo, sin haberles contado aún esta historia, que tener una mascota es difícil. Y ellos, no obstante, insisten: papá, tengamos un gato; papá, consigamos un perro. Hoy vivimos en un apartamento y, como “dueños”, nos tocaría amarrarlo para sacarlo, ponerle bozal, castrarlo, imponerle normas humanas de dominación para la convivencia. Tendríamos que empezar a ser crueles. Mis hijos son otro tipo de seres humanos: son afectuosos, les gusta cuidar y tienen la bondad de su mamá, incluso podrían asumir el cuidado de un animal. Sin embargo, la sombra del abandono de Duff me sigue y ya no quiero causarle sufrimiento a otro ser.
A veces, solo a veces, acá entre nos, me echo para atrás. Imagino llegar un domingo con un perro o un gato adoptado en brazos para que mis hijos “vivan la experiencia” de tener una mascota. ¿Serían felices? Tal vez. O mejor, puedo esperar un tiempo. Quizá, cuando sean más grandes y no pueda pagarles las entradas a un concierto al que desearán ir, quizá entonces sea mejor momento para reproducir esta imagen.