Memoria 66

Memoria 66

 

 

20.03.2020 Estar solo. En la cultura griega para evitar la tiranía, mediante la isegoria o isonomia, se aplicaba el ostracismo, práctica mediante la cual los ciudadanos votaban –usando una urna de cerámica– por el ciudadano que les fuese más adverso o desagradable; así, el que obtuviera más votos, por muy poderoso que fuera (como Temístocles, por ejemplo, que tuvo que ir a Asia) debía ser desterrado. Esto significaba el aniquilamiento político y social, ser completamente rechazado por sus iguales, lo que le dejaba completamente expuesto a la esclavitud y a la muerte (Temístocles finalmente se suicidó). Si bien es cierto que los filósofos atenienses no así los latinos, quizá por influencia del cristianismo, ejercieron el arte de estar solo, también lo fue, como lo demuestran Platón en El banquete, por ejemplo, y Diógenes Laercio en su Vida de los filósofos más ilustres, que eran gregarios. Probablemente, por otro lado, los romanos amaban ser seres personajes públicos, pues sólo así podían ser apreciados y valorados de acuerdo con sus virtudes, aunque no necesariamente las tuvieran. Sistemáticamente asistían al teatro, se emocionaban si se planteaba en plena calle de Atenas o de Roma un duelo dialéctico o uno meramente retórico. Sin embargo, durante la época romana y la Edad Media, el cristianismo (una religión profundamente gregaria=grey=rebaño) cambió de manera dramática el concepto de estar solo al punto de que dicha noción permanece hasta nuestros días. Hoy, estar solo se asocia directamente con el auto aislamiento por razones sicológicas o psíquicas (psicología anormal, psicoanálisis), y, en menor proporción, con propósitos espirituales y/o artísticos. Esto quiere decir que, desde el principio de las sociedades en Occidente, estar solo se ha asociado con la marginalidad, la excepcionalidad y los estados místicos, como una necesidad interior del ser para tener (recuperar o reforzar) el dominio de su vida. O, por la razón o las razones que sean, porque no puede ejercer ese dominio. De hecho, desde principios de la edad industrial, tener completo dominio de la vida personal ha sido visto de manera sospechosa. Desde finales del siglo xviii se ha asociado con el egoísmo (momento en que aparece esta palabra), lo que sugiere una conducta indeseable, condenable. También se asocia con ‘estar tocado’, es decir, con tener un problema sicológico ‘vergonzoso’ (idiotez, locura). Por otro lado, quedarse solo hacia el final de la vida, sin una pareja, por ejemplo, o sin un familiar cercano, se considera una suerte de justo castigo por incapacidad de haber hecho algo para no llegar a un estado de soledad en momentos de invalidez y de muerte. Se llega incluso ¿con qué derecho? a sentir conmiseración y desprecio, ambas al mismo tiempo, por la persona que voluntariamente fallece en completa soledad, en una casa de retiro para personas mayores, un hospicio o en algún lugar por el estilo, sin la presencia mínima de un familiar. Estos sentimientos de conmiseración y desprecio, no son más que marcas indelebles del cristianismo que, en su alto sentido de alteridad hacia el prójimo (‘proximus’ = el más cercano), utiliza esta noción para mantener y perpetuar una unidad pensamiento unidimensional, no divergente, individual. Lo que en plata blanca, como se dice, la religión cristina constriñe, juzga y condena la individualidad, la creatividad, tener pensamientos y sentimientos propios hacia una o varias personas. 

El estar solo debería verse como un derecho absoluto e inalienable. No debería haber ninguna condena porque alguien busque, encuentre y ponga en práctica estar solo. Si bien es cierto que somos seres sociales, también lo es que mientras tengamos dominio de nuestra vida, mientras seamos más autónomos y desarrollemos las capacidades de romper vínculos, vínculos que, poco a poco han dejado de ser importantes en nuestras vidas, lo que en el fondo buscamos es un saber estar solos porque ya no nos satisface la compañía de alguien más. Porque hay un hartazgo del mundo. Porque, a pesar de los incontables enigmas que rodean nuestra vida, ya no nos interesan tales ‘enigmas’. Para mí, no constituye ningún enigma entender las dinámicas entre personas que se dicen ‘amigas’, por ejemplo, como tampoco es un enigma el por qué una pareja dura unida por un tiempo determinado y no hasta que la muerte de uno o de los dos los separe. Durante años, por lealtades sociales, artísticas, espirituales e intelectuales, por admiración y respeto, desarrollamos el sentido de lo filial y de ciertos tipos de amistad. Pero con el correr del tiempo vamos dejando atrás a aquellos familiares que nos decepcionaron de una u otra manera, así como a los amigos y a las personas con las que, en un momento dado, desarrollamos cierta cercanía. Vemos sorprendidos que a esos familiares los queremos menos o que en realidad su vida poco nos interesa. Lo que ocurre es que, al ser un sentimiento no aceptado por ser duro, nos negamos a aceptarlo. Yo, por ejemplo, ¿le intereso afectivamente, familiarmente, a mi hermana mayor? Absolutamente, no. ¿Ella tiene derecho de eso? Por supuesto. Y no quiero ni puedo hacer nada para revertir eso. Su vida poco me interesa, es la verdad. No siento ningún deseo ahora de invocar el vínculo de sangre y tratar de recuperar su afecto, si es que esto último alguna vez lo hubo. No porque haya habido algún disgusto o algún tipo de diferencia insalvable, no, nunca lo ha habido. Desde que ella se casó y se fue a vivir a Manizales hace más de 50 años (yo apenas era un preadolescente), el interés se perdió para siempre, por las razones que sean. No la culpo. En el caso de ella, lo asocio con no haber superado jamás su ser provinciana, con el hecho de desear dejar atrás a las personas que la retrotraen al pasado, pues ello implicaría revivir con un dolor, a lo mejor el dolor de haber tenido una infancia contraria sus deseos físicos e interiores, cosa que no ha podido superar. Y en mi caso, porque a mi vez tampoco tuve una hermosa infancia y durante bastantes años culpé a mi madre de ello. Sin embargo, hace 4 años envié a mi hermana, a través de su hijo, Quoi? L’Éternité, de la Yourcenar, pues sé que lee en francés, una bella edición de Gallimard. Un guiño de cercanía literaria más que filial. Silencio, de su parte. ¿Por qué lo hice? ¿Quise saber de su vida en Manizales? No exactamente. ¿Me movió un cierto amor filial? Tampoco creo que fuese el caso. Mis conceptos de familia y de amistad han cambiado con el tiempo. Se necesita que haya lazos de dependencia emocional e/o intelectual muy poderosos (interdependientes), compuestos por bondades similares para que las relaciones no se rompan y perduren en el tiempo. Y digo bondades, pues no puede haber relaciones tranquilas y equilibradas (lazos poderosos) si alguna de las dos partes no es bondadosa a su manera. ¿O es que existen relaciones equilibradas y de coincidencia entre dos personas si, de alguna manera, una se cree superior a la otra? Y, ¿hay verdadera amistad cuando una o las dos personas no son buenas -egoístas, p.e.- o son malas como en el caso de los malhechores? Pero, yendo a un aspecto más fino del asunto, cuando las relaciones interpersonales decaen, ¿es condición del humano llegar a un punto de ruptura tal en el que podamos estar solos para llegar a una ‘puridad’ de pensamientos propios? ¿Podemos tener pensamientos propios? No, no es posible, nunca jamás, tener pensamientos propios. Lo que llamamos pensamientos propios son elaboraciones de otros pensamientos que asimilamos por mimesis y transformamos de acuerdo con nuestros sentimientos y emociones. Y estos a su vez son permanente moldeados por lo que vemos y sentimos, y por lo que llevamos en nuestro interior. La interioridad, como sabemos, es única, propia de cada persona, no es mimesis de nada ni de nadie. Hermosa combinación esta, la del intelecto mimético, que aprende y se transforma y la de la interioridad excepcional. Coloquialmente: ¿es posible y recomendable tener ‘pensamientos propios’ en el caso que de tal eventualidad tuviese lugar? Alguien dirá: los locos, los lelos y los idiotas tienen pensamientos propios, tanto, que nadie los entiende y los miran con desprecio y conmiseración. ¿Es deseable romper con todos los lazos, liberarnos, no sentir dolor ni pena por la ‘decepción’ o la ‘traición’ de un familiar, de la pareja o de un amigo, por ejemplo? ¿Acaso no obtenemos independencia de criterio emocional, físico e intelectual, por ejemplo, cuando rompemos definitivamente con una pareja con la que convivimos durante, pongamos por caso, 10 o 20 años? Es necesario que, en este caso haya una ruptura total, al punto que esa expareja no nos interese de nada, de lo contrario, se hace invivible el presente. 

Es deseable no sentir ningún dolor, claro está. El lado gris de dejar por el camino a familiares, ex parejas, amigos con los que ya no nos sentimos contentos de compartir una taza de café o una conversación circunstancial, es que también hay dolor, pues pone en evidencia que quizá, al ‘esperar algo’ de esas personas, un ‘algo’ que finalmente no obtuvimos (amor, lealtad, admiración, paridad intelectual, artística, p. e., bondad natural, generosidad y sentido de la alteridad), nos hace utilitaristas e interesados, lo que contrasta con el deseo profundo del ser de ir hacia adelante y de aprender (una virtud del dolor profundo es la el saber que siempre habrá un mañana), de superar los viejos complejos y conceptos, las viejas prácticas retardatarias y de no patinar en lo mismo. Es en este lado gris en el que nos debatimos todos los días: entre el sentimentalismo y el deseo de dejar atrás el pasado. Mantener la memoria viva en el pasado próximo o lejano (peor aún), es una incesante fuente de sufrimiento. ¿No enseñan esto el budismo y el hinduismo? Pero dejar atrás el pasado no es cerrar los ojos e intentar ignorarlo o desconocerlo. Durante la representación de la comedia y la tragedia en Grecia, nos dice Aristóteles, las personas hacen catarsis (purificación, no es otra cosa que una especie de purga física y psíquica, a la vez, de los hechos del pasado). Hoy sabemos que en este tránsito lo que tiene lugar es una reevaluación del pasado para reducirlo a sus justas proporciones y dejarlo en el lugar que le corresponde –como un hecho ya remoto y por tanto inasible e irremediable–; es la única manera de asimilarlo. Quizá entonces podamos ver y valorar la importancia de estar solos en un momento ya avanzado de nuestras vidas en el que pocas, una o ninguna persona está a nuestro lado. Paradójicamente, llegar a semejante punto demuestra independencia de pensamiento, poca o ninguna complacencia y cierta tenacidad a lo largo de la vida.

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