
Memoria 65
24.03.2020. Lentitud que acelera. Algunas personas caminan por la avenida Suba, en todo caso más que por la avenida Boyacá. Las veo desde el balcón del apartamento, hoy, cuando cumplimos cinco días de cuarentena. El día es soleado, aunque la bruma, dice mi mujer, es deprimente. Pero lo dice no por la bruma en sí, sino por lo que significa ahora que estamos ‘encerrados’, y sentirse acorralada para ella es una sensación tan deprimente como angustiante. Desde hace dos o tres semanas la bruma es casi permanente. También hubo días tan claros que alcancé a ver el extremo sur de la Cordillera oriental y sus cerros, desde El Cable hasta casi los límites con el departamento del Meta, un espectáculo soberbio, de no ser por la invasión habitacional. Ahora el clima es parchudo, decimos mi mujer y yo, lo que para mí también significa que el clima está ‘quieto’, lento e indefinido. Ni chicha ni limoná, como coloquialmente se dice. El clima hoy parece marcar la nueva velocidad, la lentitud, cierta lentitud de espera ante algo que ocurrirá, nadie sabe cómo, ni qué, entretejido con la gris, sucia, solapada y etérea flema de la muerte. El virus es una potencialidad desconocida, de ahí que publiquen todos los días atemorizantes fotografías de microscopía. Esta lentitud que flota en el ambiente ante la espera es distinta de otras esperas, como las literarias. Un ejemplo es la idea de lo romántico, pues la idea de lo romántico flota en el ambiente desde su invención hacia finales del siglo xviii y hoy todos al menos intuimos de qué se trata lo romántico. Por otro lado, otros ejemplos literarios de la noción de espera infinitesimal son Esperando a Godot, Todos estábamos a la espera y Esperando a los bárbaros. Pero Ante la ley, la más importante y la más maravillosa de todas, de apenas unas líneas, abarca lo romántico y la vida infinitesimal del ser humano, que son potencialidades distintas. La espera como tema literario, parte de un principio metafísico que induce un efecto fantástico que se proyecta en un tiempo remoto hacia adelante, nunca hacia la eternidad, pues la eternidad es una noción estática. Lo absurdo en la obra mencionada de Beckett, tiende, como en matemáticas, hacia el infinito. Esta nueva espera provoca, en nuestro mundo cotidiano, una lentitud que, igual un tirabuzón, día a día desenvuelve su esencia. En esta nueva lentitud que vivimos gracias a la pandemia, cada día hay algún resultado, que, esperamos, sea definitivamente nefasto, según nuestro modo de ser y de pensar, que no puede ser otro que ingenuo/positivo o apocalíptico/informado, pues estar en algún centro es estar en ninguna parte. Nos vemos abocados a un nuevo modo de ser en el que no nos atrevemos a confesar nuestro miedo, no por nosotros, sino por el mundo en el vive la gente que amamos, pues no nos gusta que nos traten de fatalistas; es decir, de ingenuos mal informados. Como no estamos preparados para que sobrevenga la fatalidad, una fatalidad para el mundo entero que flota en el ambiente, cerramos la boca, observamos y apretamos los dientes y nos contenemos y tratamos de ver si se revela algo venial para reír y desfogar. Pero en estas circunstancias, una única risa puede ser maligna. No nos seduce la fenomenología de ninguna nueva metafísica ni las palabras equilibradas de ningún pensador liviano, y tampoco es que queramos voces de aliento, no, queremos palabras llenas de verdadero sentido que nos hablen de lo que está pasando. Pero no existen, nadie habla del nuevo fluir de las cosas. ¿Es demasiado pronto para ello? Nos ceñimos a la fenomenología de una realidad tensa e indolente que no logramos descifrar. ¿Y si el virus, mecido por el vientecillo morrongo y remolón entra como un asesino-vector enmascarado por mi balcón del 5° piso y nos asalta a mi mujer a mí mientras dormimos? Falta ver si ese vector microscópico también es capaz de pasar por debajo la puerta del cuarto. Como para vivir embadurnados de repelente.
Con esta lentitud que acelera tendremos que vivir de ahora en adelante. ¿Hasta cuándo? No importa, en lo más mínimo, pues todos en el fondo queremos que sea para siempre. ¿Por qué? Pues porque destruye la dinámica inductiva del sistema. La actividad induce a la acción, puesto que de inducir hablo, no la reflexión; la actividad es enemiga mortal de la reflexión, por tanto no genera ninguna idea. La quema de energía mediante el trabajo (actividad) es indispensable para perpetuar el sistema que lucha permanente y denodadamente para producir cada vez más energía. La energía se produce por el trabajo, un trabajo a su vez incesante. Tampoco nos formulamos esta pregunta antes de, y vivimos felices dentro del esquema al nos somete la acción.
Todo se ha vuelto más lento. Ahora nadie corre a la oficina y se alimenta en otros horarios, horarios que permiten casi siempre alimentarse más despacio. luego sencillamente vamos del comedor del desayuno a una estación de trabajo improvisada en casa.
Por ejemplo hoy.
Desde que se declaró la pandemia y nos encerraron, mi mujer y yo nos levantamos más tarde, aunque no sea fin de semana. El sueño se alargó lánguidamente como un caucho. Nuestros cuerpos descansaron perezosamente de la horrible tensión que supone tener un horario qué cumplir. Yo puse el pie más pesadamente fuera de la cama, en busca de mis suecos. Bebí quedamente el vaso de agua de cada mañana. También aplacé el duchazo habitual, hasta que, paulatinamente los sudores, como a la una de la tarde, colmaron mi paciencia. En cosa de cinco días (¿ no es asombroso?) hemos cambiado los horarios del desayuno, dos horas después de lo habitual. Desayuno que preparamos como morosidad. Tampoco mi mujer y yo ahora comemos más rápido. Ni lavo la loza con más celeridad. El viento también parece ventear más despacio, suavemente, golosamente. El viento en el asfalto ahora es un nuevo señor en dominios que antes eran de los horribles seres humanos. El contraste está en los carros que pasan por las avenidas casi solitarias, en donde el poco denso desplazamiento de vehículos, motos y buses rompen los cristales del aire. Hasta aquí se siente el ruido astillado y accidental de cuando todo era ‘normal’. Antes de pandemia, el ruidajo en las avenidas solapaba el que ahora escucho.
Por supuesto, ha habido un cambio en la percepción del tiempo, de nuestros propios ciclos y de los ciclos de los demás. Eso tuvo lugar desde el primer instante de estos últimos cinco días ‒¿cómo determinar el momento exacto?‒, cuando empezamos a tomar consciencia del encierro y las percepciones del tiempo y del espacio se modificaron de manera tal que de ahora en adelante ya no serán los mismos. En breve, la inversión de los ciclos habrá concluido. Habrá una nueva naturalización del tiempo y del espacio hasta que el encierro acabe por completo; lo único seguro es que es que, infortunadamente, esto no es para siempre. ¿Cómo será esa naturalización? La respuesta sólo será posible cuando todo esto termine. Si es que no se prolonga por meses o años, como ha ocurrido en otras épocas. Si esto es lo que afirman los sabios y bien lo parece, hay que tenerse fino y pensar más detenidamente.
Lo que sí es cierto, es que no porque haya nuevas reglas y un nuevo estado de cosas la nueva lentitud percibida prevalecerá en el futuro. Creo que habrá una inversión de este ciclo. Cuando esto acabe, tendremos que desarrollar una fenomenología de la nueva velocidad. Una velocidad mayor que aquella que antes de habíamos venido viviendo. Y entonces la velocidad intuida aumentará. O mejor, nuestra percepción del tiempo y del espacio encontrará sentido sólo en los aumentos de velocidad. Para la muestra, un ejemplo. En el siglo xiv, en Inglaterra, no en Francia, lo menciono por ser la nación con mejores desarrollos de los carruajes de la época, después de la famosa peste bubónica de 1347 se viajaba a 58 km por día, y se consideraba una gran cosa. Durante el siglo de Daniel Defoe, la velocidad de los carruajes aumentó a 63-65 km/h, y los que podían apreciar semejante velocidad, eran los ricos. Los demás iban a pie, a modestos 5 km/h, ni siquiera iban a caballo, pues eran muy costosos. Por entonces, tuvo lugar la Gran Peste de 1738. Después de la Peste de la gripe de 1918, no sólo se aumentó significativamente la velocidad global, sino la individual. Un automóvil personal común puede ir a más de 100 km/h. Ir a pie del punto A al punto B, en distancias medias y considerables, lo sabemos, cambia nuestra percepción, incluso nuestra fisiología. Y si somos románticos, diríamos que también cambia nuestro interior, pues también el viaje es interior. ¿Lo es? ¿Interiormente puedo ir del punto A al punto B? No. Nuestro interior no es un espacio físico. Los espacios abstractos son imaginarios, como en las novelas de Beckett. Nuestro interior no es un espacio imaginario. Es un imaginario, en sí mismo. Es una entelequia diversa, sin A, sin B, sin C. Es un mundo carente de centro, es multidimensional, y cada dimensión es dueña de su propia velocidad, valga decir. Hace seis meses, por ejemplo, el centro de mi mundo eran las clases que daba en la universidad, al punto que no me permitían escribir, que se supone es mi esencia vital, un centro. Hoy, esos factores se han invertido. Hace 5 años, cuando murió mi madre, su deceso ocupó mi mundo durante un tiempo. Poco a poco, sostenidamente, ese centro ha sido desplazado. Creo ser uno de los centros esenciales en el interior de mi mujer, tanto como ella es el mío. Si fallezco antes que ella, ya seré su centro si no que lo serán sus hijos y sus nietos, si los tienen. ¿Para ella tendrá lugar una nueva lentitud? ¿Cómo dudarlo? ¿De qué naturaleza será su nueva lentitud? Y cuando esta acabe, ¿qué clase de velocidad imprimirá el motor en su vida?
La lentitud que trae aparejada la pandemia empieza a dominar gradualmente lo que percibimos como cotidiano-inmediato. Sucede ahora mismo, es una ralentización. ¿Hasta cuándo podremos soportarlo? No todos tenemos el temple para dejar que esto se prolongue indefinidamente. Yo mismo no concibo mi vida sin esta nueva lentitud que me alimenta, robustece y destruye, y retroalimenta, pues de lo contrario estaría paralizado y no sería capaz de escribir estas palabras. Si esto dura más de lo imaginado y más de lo planeado por las altísimas esferas que nos gobiernan, las que proyectan un orden mundial hacia un futuro del que somos ignorantes, pero que intuimos, ya no podremos esperar nada bueno de la mayoría de las personas. No todas las personas soportan que su mundo se destruya, y sus trozos, como las dos avenidas que acabo de ver, pasen lentamente ante sus ojos por mucha televisión que vean.
Me alegra mucho que a futuro la velocidad aumente. Desde la invención del modelo productivo en el Siglo de las Luces, la percepción del tiempo y del espacio había estado en función de la producción de bienes y servicios. Incluso, durante las guerras napoleónicas, sino-japonesas, turcas, mundiales, etcétera, no cambió la percepción del tiempo y del espacio, pues, en sí, la producción nunca se detuvo. Al contrario, hubo incrementos sostenidos en la generación de bienes (máquinas de guerra) y servicios (hombres que producen, combaten, administran o sanan). La razón es que se incrementó la necesidad de producirlos, bien porque había que mantener alguna de esas guerras. Bien porque enseguida se produjo una depresión a causa de esta y en algún lugar alguien estaba haciendo algo para superar la crisis. Se ha entendido, desde la declaratoria por la OMS de que esto es una pandemia y que, en términos macro y microeconómicos, que se trata de una crisis mundial. En todo el planeta, como dicen. Pero hasta ahora no he leído ningún reporte de lo que pasa en África, por ejemplo, en India o en los países de Oriente medio. En Bangladés o en Vietnam, por decir algo. ¿Es una crisis? Claro, para la gente no representativa económicamente, pues ven en riesgo su seguridad familiar. Los menos representativos planetariamente siempre están en crisis, ¿no? Pues de eso se trata. No hay que preocuparse por ellos. Es una crisis de orden económico, antes que biológico, si no, cómo es que cuenta un poco una minoría y la inmensa mayoría no. Probablemente esta pandemia no deje tantos muertos como la Peste Negra (unos 50 millones), pero tampoco superará lo que dejó la Peste de la gripe de 1918, 25 millones de muertos.
El otro lado de moneda.
No tengo conocimiento de si ha habido revaloraciones ‒supongo que sí‒, de la medición del tiempo con relojes atómicos, ni tampoco si habrá nuevos mecanismos para recalcular la expansión física del espacio que tiene lugar cada segundo de nuestra existencia. El espacio y el tiempo son dimensiones que percibimos. Luego utilizamos el conocimiento objetivo para calcularlos y convertirlos en magnitudes. Ahora está cambiando nuestra percepción y, a pesar de los sistemas de referencia (Sistema Internacional de Pesos y Medidas), habrá un ‘desajuste’ que quizá no seamos capaces de soportar racionalmente, aunque sí de percibir. Sospecho que ahora mismo la gran mayoría de personas que tiene una rutina (trabajo, estudio) que ya no las obliga a salir de su casa todos los días, lentamente comienzan a sentir los efectos del encierro y a percibir que el espacio, su espacio, se ha reducido y que el tiempo transcurre con mayor lentitud. El desajuste de la percepción de estas dos magnitudes, tendrá efectos sicológicos impredecibles: ira, claustrofobia, frustración, agorafobia, depresión, angustia, delirio de persecución, etcétera. Efectos que acabarán manifestándose en alguna forma de violencia, pues la violencia es la forma de expresión más rápida , efectiva y contundente del del ser humano para liberar sus tensiones psíquicas. Y pasará, no sabemos cuándo, a menos que haya una nueva mutación del virus y se vuelva más agresivo y mortífero y acabe con todos. Es una paradoja, o mejor, una muy buena aporía. En la medida en que los controles para salir de las casas sean más estrictos, la ciudad se comprimirá más dentro de sí misma (¡qué detestable tautología!), entonces habrá más espacio que ocupar, pero estaremos embutidos dentro de nuestras casas, como carne procesada en una lata. Entre tanto, las calles vacías serán un elogio a la lentitud.
Ayer salí a comprar algunas cosas al supermercado. Sentí miedo por la avenida casi vacía de sentido. El espacio del pavimento y de las aceras no estaban ocupados por enjambres de carros, buses, motos, bicicletas, vendedores ambulantes y gente. Vehículos y gente aglomerada me genera agotamiento y dolor de cabeza. Ahora, la soledad de las avenidas engendra miedo porque no hay complementariedad. Imagino a la gente en sus casas, constreñida por un espacio y un tiempo, ignorante de ese reloj que atrasa y da raros brincos hacia adelante. La gente cree moverse ante la nueva lentitud, pero no es así. El mundo se llena de niebla y esto es solo lo que deja ver.