
Memoria 51
19.11.19 Inmortalidad. Necesidad de olvido. Groddeck fue un fervoroso creyente, investigador y defensor de la teoría sicosomática, al punto de atribuir a las fuerzas represivas del inconsciente enfermedades desde la artritis o un simple dolor de cabeza, hasta el cáncer o la destrucción de la retina. Freud alentó tal teoría. No cuestionó mucho que su rendido discípulo, que había incursionado en el mundo del psicoanálisis haciendo feroces críticas a su obra (la de Freud), llegara a semejantes extremos, aunque, valga decirlo, Groddeck no deje de ser un analista interesante a pesar de su fanatismo. En 1920 (ya era muy amigo de Freud), Groddeck propone el ejemplo sencillo del observador en una sala al que se le pide que cierre los ojos y luego describa lo que hay. Atribuye al inconsciente, a las represiones del inconsciente, que el observador sea incapaz de recordarlo todo. Siempre habrá algo que olvidará mencionar, algo que se le escapa, cosa que atribuye a la censura diurna. ¿Qué ocurriría si fuésemos capaces de recordarlo absolutamente todo, si tuviéramos una memora eidética? Claramente, esta pregunta es vieja, y es lugar común citar el famoso cuento de Borges, que debió sacar la idea de allí, pues a principios de los años 1920 Borges aún residía en Europa y estaba al tanto de los movimientos intelectuales. Según Groddeck, hay que echarle la culpa al inconsciente de que tengamos mala memoria, de que olvidemos, de que haya una ‘censura diurna’, como la llamaba él, como si la actividad mental sólo tuviera lugar durante la vigilia.
Es necesario, sin embargo, que haya olvido y eliminación de datos que voluntaria e involuntariamente recoge la memoria, que dejemos atrás, por ejemplo, experiencias, pensamientos negativos para llevar una vida ‘normal’, dentro de los límites de la tranquilidad interior y la normalidad social, para seguir adelante, para relacionarnos con los demás, para vivir con nosotros mismos. En últimas, nos recuerda Coetzee, el psicoanálisis se ocupa de que cada persona construya el mejor relato de sí mismo (no necesariamente verdadero) para que pueda trabajar y vivir como los demás, con los nudos del inconsciente más o menos desatados (esto último no lo dice Coetzee, lo digo yo) y tenga cierto nivel de tranquilidad interior. Olvidamos también porque hay datos que no a todos nos interesan. Cuando recuerdo una fecha con precisión, por ejemplo, como la de publicación de un libro o un dato aparentemente anodino, como de que Kant no sudaba, y de pronto, por asociación, lo menciono, mi mujer dice: “¿Para qué guardas esos datos inútiles?” Para ella son inútiles. No le interesa toda esa parafernalia del mundo libresco en que caigo y me relamo con ello. Mundo que me gusta, del que saco provecho cuando escribo. Mundito que es una especie de mina de la que extraigo datos, sucesos, hitos, que me sirven para interpretar un hecho, un evento, en el sentido de sus significados espacio temporales y de sus relaciones complejas. Casi, casi en la onda de Morin. ¿Qué pasaría desde el punto de vista creativo si yo, una persona a la que gusta el mundo libresco, pudiera recordarlo todo? Me ha ocurrido que basta con que le eche un vistazo a un concepto o a un rosario de fechas para memorizarlas. Pero también me ha pasado que no logro asimilar otros conceptos y otros rosarios de fechas. No se trata de que haya en mí una ‘censura diurna’. Es entrenamiento, disposición, ánimo, embotamiento, interés o desinterés, etcétera. Cuando escribo, por ejemplo, es decir, cuando entro en el mundo de lo que llaman creatividad, paulatinamente me alejo del mundo libresco, queda atrás y me adentro en el mundo de cada uno de mis personajes. La paradoja radica en que sí y sólo sí, puedo adentrarme en esos mundos de ficción si estoy bien equipado y puedo echar mano, así sea para una sola frase, de ese mundo libresco elaborado a lo largo de los años. Es conditio sine qua non para que elabore un relato que apunte a ser arte, ser dueño de mucho conocimiento. ¿Qué quiero decir con esto? Que no es que haya una ‘censura diurna’, ni que mi inconsciente me prohíba recordar ‒de hecho, hay todo un despliegue memorístico durante el acto de la escritura, la palabra escrita, según el viejo adagio, encadena al pensamiento‒, al contrario, hay una liberación, desbloqueos, y es de esos desbloqueos en los que, a conveniencia, de donde saco la inventiva, que es limitada, pues también hay que saber poner freno a la imaginación. Si deseo que mi personaje, pongamos por caso, Griselda de La superficie del día esté vestida de determinada manera, utilizo la memoria para evocar cómo se vestía la Griselda de carne y hueso que inspiró a mi Griselda de ficción. Me es imposible recordar con total precisión cómo estaba vestida la Griselda de la vida real el último día que la vi, ni su rostro, ni el tono de su voz, ni exactamente su comportamiento ante mí. Es más, tiendo a confundirla con la madre ya fallecida de uno de mis cuñados. Escasamente tengo bien presente sus zapatos, sus piernas cortas, gordas y enfundadas en medias de seda opacas y horribles, sus faldas abajo de la rodilla y asexuadas. Pero, insisto, no recuerdo exactamente su rostro, sólo una generalidad, y toda ella, lo que en el momento de la escritura de mi novela, significa: un prototipo de Griselda ya mayor, que va llegando a los sesenta años (nunca supe qué edad tenía la Griselda de la vida real, son solo suposiciones), soltera, a la que le dicen ‘señorita’, pues nunca se casó. No más. Una especie de cascarón, de muñeca vacía que fui llenando con mis propósitos, a la que le inventé, con algunos trazos, en realidad muy pocos, una vida, o al menos para dar la ilusión de una vida. Si hubiera podido recordar con milimétrica exactitud cómo era la Griselda real, ¿habría podido elaborar esa ficción? No, no esa ficción. Los escritores, por lo general, tienen una memoria prodigiosa, basta verlos exhibirse ante cualquier auditorio, hacer alarde de todo lo que han memorizado, y cómo se complacen en ello. Carpentier es un buen ejemplo. Y lo mejor, lo que más me gusta, es que lo que Carpentier no sabía, lo inventaba, lo acomodaba a su discurso para demostrarle al mundo que era un ‘intelectual’ de raca mandaca. La pega es que Carpentier estaba en un mundo que exigía a los escritores latinoamericanos estar capacitados para enfrentarse, vis a vis, con los cerebritos del primer mundo. Pero me estoy saliendo del tema (la aspiradora de la señora Margarita ha comenzado a zumbar de un modo enervante). La coda a estos razonamientos, es que una literatura basada en el recuerdo exacto de hechos, de lugares, de personas, corresponde a una estética y a una filosofía determinista de mediados y finales del siglo xix, revaluada desde hace más de 100 años, aunque muchos escritores y lectores hoy se empeñen en el canon.
Para un escritor es bueno que haya ciertas restricciones de la memoria. Si no las hubiera, se limitaría a transcribir lo que recuerda, no inventaría nada, y al final la monumentalidad de lo recordado aplastaría su capacidad creadora de donde saca su inventiva, que puede ser mucha o poca, en cada escritor varía. Carpentier solía decir en las entrevistas que carecía de inventiva musical, de ahí que hubiese optado por la literatura, no por la música. También es cierto que muchos personajes en un escritor son variantes o desarrollos de uno solo: del escritor. El escritor es el personaje principal de sus obras, a veces en una gran medida, cuando hace literatura del yo, y a veces en menor medida, cuando utiliza algunas anécdotas de su vida para sazonar alguna historia. La gama de uso del material propio abarca todo el espectro. Desde el 0,1 hasta el 100% de los recuerdos, esta es una razón más para afirmar que toda escritura sea autobiográfica.
Pero dejando de lado eso, ¿qué pasaría con la capacidad creadora del artista si alguien descubriera la panacea para que nos regeneráramos, como ocurre en la serie de ciencia ficción francesa Ad Vitum? El artista se alimenta de la experiencia de vida, y, a medida que envejece, su conocimiento del mundo es cada vez más amplio, más profundo, así como su conocimiento de los secretos de la escritura. ¿Llegaría el momento en que el escritor podría develar, comprender y poner en práctica todos los secretos de la escritura? Sí. ¿Qué clase escritura sería esa? ¿Qué literatura sería posible? No lo imagino. Pongamos que llego a la edad de 400 años, que periódicamente puedo meter mi cuerpo en una cápsula y salgo al rato como si tuviera 35, con las fuerzas mentales y físicas que ostentaba a esa edad, pero con una experiencia y un conocimiento diez veces mayor. Evidentemente, sería lo que hoy se conoce como un súper genio, escribiría obras geniales, suponiendo que toda la experiencia humana que deseo vivir esté dada en virtud de la experiencia creativa, que hoy consideramos ilimitada. Aristóteles, en su Poética nos enseñó que vivir la experiencia creativa era también hacer catarsis. Y es precisamente eso, la catarsis, lo que hace que dejemos atrás las experiencias que nos deprimen o que no nos permiten vivir en paz. No es que haya una ‘censura diurna’, como afirmaba Groddeck, es necesario que el cerebro olvide, que deje atrás sucesos (buenos y malos), informaciones, noticias, visiones, vaivenes emocionales, encuentros agradables, anodinos o desagradables con otras personas, etcétera, etcétera. La inmortalidad, como en la serie de televisión, es una aberración biológica que va en contra de las leyes de la naturaleza. Estoy seguro de que, si bien hay leyes naturales que es mejor no violar, como cruzar un mico con un leopardo, o una ballena con una piraña, ni a un ser humano con un calamar, también es cierto que, si no hubiéramos violado la ley de gravedad, por ejemplo, jamás se habrían desarrollado las máquinas voladoras. Y si la medicina hubiera hecho caso al 100% de las teorías de Groddeck, las defunciones por enfermedades heredadas o adquiridas, para poner solo un ejemplo, habrían hecho aún más estragos durante el siglo xx y lo que va de éste. Es interesante pensar un mundo en el que sí hacemos caso total de Groddeck, un mundo en el que dominamos el Ello ‒origen de todos los males, de todas las enfermedades, según nuestro pensador‒, y alcanzamos el dominio total del cuerpo y de la mente, sería un mundo de ficción, de lo supra biológico y metaontológico, sin duda, que nos situaría en una condición omnipotente distante de los animales. En todo caso Groddeck tenía mucha razón en medio de su fanatismo, la teoría psicosomática en medicina en general y ciencias de la mente le deben mucho a Groddeck. Pero, si lo metaontológico y lo suprabiológico se impusiera por obra de nuestro dominio del Ello, toda potencia creadora quedaría anulada y no tendríamos necesidad de hacer todo lo que hacemos. Las máquinas desaparecerían. Desaparecería la técnica y el arte, la medicina, la biología, la necesidad de descubrir y de innovar. No sé si me gustaría vivir en un mundo en el que, incluso la vejez y la muerte ‒llevando a un extremo ficcional la teoría psicosomática‒ también serían dominadas, se alcanzaría de otra manera la inmortalidad. ¿Qué clase de seres seríamos? Dioses, según la lógica anterior, seres omnipotentes que, sin ninguna necesidad de catarsis, de la liberación de energías internas, no le interesaría crear ni innovar nada.
Quizá regresaríamos a la época en la que era suficiente trabajar solo para alimentarnos. Dejaríamos ‒llevando de nuevo a un extremo ficcional tal estado de cosas‒ que los árboles, por sí solos, nos dieran peras y manzanas. Vagaríamos por el planeta para desaburrirnos, en nuestra inmortalidad, hasta llegar al extremo de que, por ejemplo, habría cinco mil millones de personas, dioses inútiles, en un planeta dejado al arbitrio de la naturaleza. Un mundo invivible, insoportable.
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Viendo más acá está lo que ha dicho el presidente de Méjico, Manuel L. Obrador a propósito de que España tiene que pedir perdón a los mejicanos por el genocidio y robo de la Conquista. Esto se relaciona con el proceso de paz en Colombia entre el Estado, la sociedad en general y las Farc, así como el tema del perdón y olvido, y con lo que ha sucedido en Bogotá, Cali y otras ciudades por las protestas sociales y la destrucción de monumentos a conquistadores. ¿Debemos olvidar el pasado con los españoles, lo de los secuestros, torturas, asesinatos, masacres y demás hechos espantosos que cometieron los guerrilleros, el Ejército nacional y los paramilitares, digamos, desde 1948? Claramente no, todo lo contrario, hay que estudiar, documentar y conocer cada vez con mayor profundidad esos periodos de la historia en Colombia, pues el conocimiento que tenemos del pasado es bastante pobre y superficial, tanto, que tal desconocimiento es lo que nos impedido ser mejores y tener mayores oportunidades en nuestro país. Volviendo a Méjico, la ignorancia no es sólo colombiana. Lo evidenció el propio AMLO al hacer esa exigencia ridícula a España. Lo que tenemos es que aprender a pasar la página y dejar lo horrible a un lado. ¿No lo hicieron Vietnam y Camboya que no sólo sufrieron varios genocidios en el siglo xx, y fuera de eso Camboya no vivió la repugnante dictadura durante más de 20 años del asesino y genocida Saloth Sar (Pol Pot) y hoy son naciones que han sabido construir un presente? ¿Japón no pasó la página con lo de las bombas atómicas gringas durante la Segunda Guerra Mundial y se convirtió en aliado de los norteamericanos? Y, por otra parte, justamente por no dejar atrás las rivalidades en nombre de un bien mayor, a saber, la tranquilidad de las personas en general, los judíos y los palestinos no se siguen matando, como ha sucedido desde la fundación del Estado de Israel en 1948?
Lo que nos falta, insisto, es conocer la historia cada vez mejor para no decir ni hacer bestialidades.