Memoria 49

Memoria 49

 

Hernández y Fernández. Uno tiene 76, el otro 58 años. Se visten y caminan, actúan y hablan, tienen los mismos gestos, rutinas y privilegios, piensan y comparten todo por igual. Uno es la sombra del otro, aunque ninguno de los dos abiertamente lo reconozca, pero cabe la posibilidad de que ni uno ni otro lo sepan. Pero eso ¿a quién le importa? Tienen estaturas y barrigas similares, de hombres morrongos y satisfechos, de semejantes que ya no se calculan el uno al otro porque casi son la misma cosa, y casi son intercambiables. Si embargo en algo se distinguen: comen con ritmo disparejo. En todo caso, el más rápido por ser el más joven y voraz, que se concentra diligentemente en su plato, como en matemáticas, es complemento directo del otro. Vamos a almorzar uno de esos días, a donde el más viejo dice y lo ha acordado de antemano con su compañero. Nos sentamos a una mesa de madera rústica con lamparones de grasa vieja y una pata coja reglamentaria. El único mesero que atiende toma el pedido tras decir someramente cuál es el menú del día y se va a atender otras mesas, pues el restaurante poco a poco se llena. Después de un rato durante el cual Hernández y Fernández charlan pachorrudamente no dejo de pensar que tendré que irme sin almorzar y me da piedra, llega el pedido. El más viejo que come más lento, gusta escarbar con la cuchara en la sopa, hurga con el tenedor en el plato de seco, pero nada saca. Habla y vuelve a lo mismo. Hasta que arma un bocado, mastica remolonamente mientras monologa y Fernández y yo oímos y asentimos. Fernández siempre aprueba con una sonrisa o muy serio, como no, con cara de complemento. Uno diría que en sus ojillos claros navega una especie de absoluto o de nirvana; o mejor, una especie de voluntad domada. Entre tanto, toma con delectación el frasquito con ají en polvo que Hernández le ha traído, y repotencia el plato que, a su vez, ya le había puesto un poco de ese ají aguachento de cebolla viva y cilantro. El tiempo que emplea el más viejo durante la comida suele durar el triple que el de los demás, y nunca lo come todo. Entre tanto, su compañero no sólo ha despachado su almuerzo a buen ritmo, sino mi jugo y mi sopa y ha picado de mi plato, pues se lo he ofrecido. El almuerzo es una porquería. ‘Crema de espinaca’: harina saborizada de sobre + agua tibia, de la que tomé dos cucharadas; y el seco: ‘bistec a caballo’: un trocito de carne asada con mucho tomate y cebollas cabezonas en montonera, que he hecho a un lado. “¿Y el huevo?”, he dicho al mesero que se ha dignado a venir a la mesa. “No trae huevo”, ha respondido con fastidio y ha seguido de largo. Papas fritas rústicas, que dejo: cuatro cascos de papa con piel, frías, muy grasosas, y ensalada: lechuga Batavia, que detesto, con cuatro mitades de uchuvas, que no toco. Hernández y Fernández se entienden a la perfección. Hablan entre ellos como si no hubiera nadie más, se concentran en sus platos y en sus chistes, en sus sobre entendidos y comentarios privados. Y yo en la mitad, amoldándome a sus modales, a su modo parroquial-dominguero de ver la vida, el mundo y sus propios oficios, oigo sus comentarios sobre alguna clase o taller, que, como no podía ser de otra manera, dictan juntos. Con las mismas palabras, con los mismos ideales, hace tantos años ya minados por la blandura y la autocomplacencia, en el charquito de los mismos puntos de vista. Leen lo mismo, opinan lo mismo, se complacen en lo mismo. Dicen que tal señora del taller es una escritora seria, hay que leerla con cuidado, ‘sus cuentos son muy buenos’. “Habrá que ver esas maravillas”, pienso con sorna. En una bolsa, como la del doctor Chapatín, hay un tomo muy gordo de cuentos de algún escritor famoso: ahí está el cuento que van a trabajar hoy. No me digno a interrogar de quién se trata. El más viejo saborea despacio, mastica despacio, chasquea con cada bocado, se concentra y se inclina sobre su plato revolcado. Se soba las barbas con la mano derecha, al estilo de los hombres sabios; mejor, de los venerables togados. Ambos llevan la boca al tenedor, no el tenedor a la boca. El más viejo, pregunta al mesero si puede cambiar el jugo de algo (¿mango con limón?, ¿piña con maracuyá?, ¿mezcla de los tres? “Chumbimbas”, digo, nos reímos los tres), por uno sin azúcar o por una limonada. El mesero, molesto por mi broma idiota, dice que no, punto. Yo tampoco pude cambiar nada de mi plato: es lo que hay y punto. El mesero es un joven seco y nada amable que se crispa con todo, seguro porque atiende solo la quincena (las he contado) de mesas ocupadas todas y la cajera, una muchacha abellacada, odiosa y sin ninguna consideración, lo mandonea como a un lacayo. Siento pena de ese joven que se esfuerza por espantar sí o sí a la clientela del restaurante tan recomendado, y casi me da la impresión de que falta poco para que mande todo al carajo y se largue. Hace tiempos renuncié a hablar de algún tema de importancia con Hernández y Fernández, les interesa apenas algún comentario favorable o desfavorable de algún libro de moda que tengan en la mira. Como en toda relación biunívoca, sus cosmologías son herméticas, cerradas y trancadas por dentro como esferas de metal. Comentario banal, no una crítica, es lo que esperan. Estar con ellos es charlatanería, un piélago de informaciones insustanciales, no existe fuera de ellos ninguna narrativa consistente, todo tipo de conversación ha sido destruido. ¿Por qué acepto, me pregunto una vez más, cada vez que quieren ir a almorzar? ¿Por qué soy tan idiota? ¿Es una forma de domar mi carácter, mi dureza, mi vanidad y mi prepotencia? ¿Practico a tope mi levedad y la proyecto en otras existencias? ¿Hernández y Fernández hablan de mi cara agria y puñetazo cuando me doy la espalda? Afuera llovizna un poco y el cielo parece una emborronada y arrugada hoja blanca manchada de carbón. Para Hernández y Fernández, esa lentitud de la garúa bogotana armoniza con sus afanes de hombres que jamás corren. Pido un café americano, pues he visto una buena máquina que maneja la muchacha de la caja. Decido tomarlo ahí porque en 10 minutos debo dictar clase y mejorar mi semblante. No espero mucho del café. Sin embargo, no está del todo mal, sólo un poco turbio. Al menos no está ácido ni aguachento, aunque sí se siente en su amargor el toque de una fermentación pasada de punto.

Nos levantamos al tiempo para pagar, pero estoy sobre el tiempo y me adelanto. Pago lo mío, carísimo. Hernández y Fernández no se quejan de la calidad de la comida, cada uno con un palillo entre los labios, menciona que ha quedado con hambre. Irán a un restaurante paisa a la vuelta por una taza de mazamorra paisa caliente con panela. “Es la mejor”, dice el más viejo, “para este frío”, agrega riendo. Estoy saturado. Para ellos, lo de haber quedado con hambre es una ocasión más para hablar, para cuchichear entre sí, a veces se toman el resto de la tarde y todas sus decisiones se aplazan o quedan en nada. Los dejo. Bajan la escalera tras de mí. Hablan de sus cosas, hacen planes y se ponen una cita. Ambos con sus paraguas iguales, zapatos iguales y pantalones iguales, saco y camisa a cuadros, camiseta blanca y blazer iguales. Sólo falta que al más joven, en su cara redonda, le salga de manera intempestiva espesa barba canosa, como al más viejo. O abundante bigote. Pero es imposible, es lampiño. Lo único que les falta es el sombrero.

Pero, me digo camino al edificio en donde está mi aula de clase, ¿acaso no son hombres más felices que la mayoría de las personas de su tipo en sus cómodas y predecibles rutinas de lo mismo sin que nada más importe? ¿No son seres eternos que nada los toca e incólumes han vivido desde el principio de los tiempos? Casi siempre, cuando me encuentro con ellos, pienso que el tonto que soy yo: debería aprender de sus dinámicas un poco, pero en seguida advierto que sería tanto como ir por la calle como un pato.

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