
Fe de erratas: este texto ya se publicó en la edición 19 de esta sección.
Memoria 33
8.10.2019 Los deportes. Durante mi adolescencia y primera juventud, practiqué el karate do, y a lo largo de unos 7 años ininterrumpidos esta práctica se convirtió en mi estilo de vida al punto que ayudó a definir mi carácter y mi gusto por imponerme disciplinas. Hacía mucho ejercicio, fui vegetariano, no bebía, no fumaba, me alejé de las malas compañías del barrio peligroso en el que vivía y me comportaba como un ciudadano modelo. Practiqué budismo zen, hice yoga, meditación profunda. Era excelente compañero entre el grupo de amigos que heredamos el Club de karate. El Club había nacido en el colegio, cuando faltaban cuatro años para graduarnos. El fundador del Club se retiró a los pocos meses de empezar. Pero fue muy inspirador y seguimos solos, unos 10 estudiantes, y nos dimos a la tarea de buscar y encontrar instructor, pero nunca tuvimos el presupuesto, así conseguimos un par de libros fotocopiados. Mientras estuvimos en el colegio nos permitieron utilizar en la noche, dos veces por semana, la cancha de básquet. Cuando nos graduamos, la solución fue el parque El Tunal, por entonces un potrero abandonado de la mano de Dios, pero aún no estaba tan poblado ni tan contaminado. Con el tiempo, aprendimos rápido, nos convertimos en instructores y tomábamos clases en el Salitre en donde había un grupo constituido, dirigido por un cinturón negro. Participamos en certámenes regionales y nacionales, ganamos muchos primeros y segundos puestos. Fueron tiempos de amistad y compañerismo de un modo tal que no lo he vuelto a vivir nunca. Tiempos en que sentíamos un profundo respeto por lo que hacíamos, con enorme esfuerzo, pues no teníamos sede propia y entrenábamos, juiciosamente, en donde podíamos. Como se dice hoy, con las uñas.
Al cuarto semestre de estudiar una licenciatura en química ‒como he hecho desde entonces, en varias ocasiones a lo largo de mi vida‒, rompí radicalmente con el karate do y me entregué a la nueva disciplina que no asumía como una licenciatura sino como una carrera de química. Así, me adentré en un nuevo estilo de vida. Lo del karate do quedó atrás, de tajo, como si hubiese sido una especie de prueba ya superada. Me dediqué a estudiar química pura, epistemología, etcétera, haciendo a un lado, pues en aquellos tiempos no era el énfasis, las pocas materias que tenían que ver con didáctica, sicología y pedagogía, a las que por entonces los del grupo les decíamos ‘costuras’. No volví a practicar ningún deporte. O mejor dicho, jamás practiqué ningún deporte porque para mí el karate do era un disciplina muy distinta de un deporte, era una espiritualidad que, a lo largo de siete años, me había transformado. El karate do y el grupo de seis amigos que al final quedamos fue fundamental para que yo no me descarriara (había demasiadas tentaciones no sanctas en el barrio). En la universidad, me dediqué a leer y a estudiar como nunca en mi vida; estaba deslumbrado con Bachelard, Serres, Freud, Foucault, la química inorgánica y orgánica, la termodinámica y con mi nuevo grupo de amigos, muy estudiosos todos, incluida la chica de la que enamoré en aquella época. Y todos, así lo veía en ese momento, más talentosos que yo. Al menos eso era lo que por entonces yo creía. Lo cierto es que, del primer grupo de amigos del Club de karate do, debido a mi nueva dedicación y nuevos amigos, rápidamente quedaron atrás y no volví a saber de ellos. Del grupo de la universidad, hoy, sólo hablo con uno de ellos y jamás le pregunto por los antiguos compañeros y tampoco por los asuntos de la universidad; también, a pesar de que trabajé allí de 1999 a 20o6, es igualmente otra especie de prueba superada. No tiene nada de extraordinario afirmar que este amigo, en parte, fue el modelo inspirador de mi personaje Ignacio Madero, de Olfato de perro, y muchos otros textos ficcionales.
De todo lo anterior, deduzco dos cosas: que la auto imposición de una disciplina fue fundamental para la formación de mi carácter, y que, justo esta auto imposición hizo que, con el tiempo, el carácter se afianzara al punto que muchos compañeros y compañeras, amigos y amigas, novias y personas allegadas (familia), que no siguieron mi camino, hayan tomado el suyo en un sentido distinto, y si no opuesto. Parece ser que, a lo largo de mi vida, mientras se afianza mi modo de ser y voy ‘superando pruebas’, soy cada vez más fiel a mis propias pautas y a mis propias reglas (y las de mi mujer), más me alejo de aquellas personas que durante épocas determinadas estuvieron a mi lado o fueron mis amigos (as). Es doloroso que así sea, pero creo que es necesario: carezco del sentido de la ‘tolerancia’ para con las personas cercanas y soy honesto en mis relaciones con las personas de manera radical, y si permito que las personas se acerquen es porque siento un sincero gusto de hacerlo. Tolero a quienes debo tratar por algún tipo de transacción social o económica, y no quiero y no puedo ir más acá de eso.
Este es uno de los puntos álgidos para hablar del lazo familiar, de la amistad…, pero me estoy saliendo del tema.
Para mí, deportes como el fútbol y el básquet ‒lo que estaba, y está de moda‒, cuando yo practicaba karate do eran actividades espurias, pues en aquellas prácticas (fútbol y básquet empíricos, en mi entono de entonces no había más) no veía ninguna formación del espíritu. Lo mío era lo intelectual, lo espiritual, seguir unas reglas para alcanzar un bien mayor: un intangible que nadie podía comprar. Romanticismo puro, en suma. En la universidad, aparte de lo propio de la química, no sólo leíamos a Bachelard (sus poéticas, sus epistemologías), sino a Kafka y a Borges, a Cortázar, a Benedetti y a los poetas locales, que parecían ser una nueva fuerza; y, bueno, uno ve hoy que no tuvieron la fuerza suficiente. Que me alejara del deporte y lo viera como una actividad ordinaria, ramplona y sin ningún peso específico, moldeó el resto de mi vida. En favor de este punto de vista, debo decir que por entonces, primera mitad de 1980, literalmente no veía televisión porque lo mío ‒¿cómo iba a ser diferente?‒ era el cine arte, me la pasaba en cineclub y era ajeno a la propaganda. Tampoco mi madre ni mis hermanas y hermano eran aficionadas al deporte, de modo que era muy fácil sustraerme a su influjo. Hoy, de ver el deporte con frialdad, me cuesta trabajo comprender las pasiones que despierta en las personas, tanto en los practicantes como en los espectadores (as), y antes bien me producen la misma sospecha de los fanáticos religiosos e ideológicos. Cada vez que observo el comportamiento de los espectadores me parece ver muñecos manipulados por un titiritero malvado que los agita al ritmo que le da la gana, al tiempo que exprime sus billeteras. En su época de periodista para dos importantes revistas de gran circulación, mi mujer (por entonces no la conocía), hizo una investigación muy bien documentada sobre las barras bravas…
En el campo de fútbol en frente del conjunto en que vivo, con alguna frecuencia presencio ‘partidos de fútbol’, uno de los ‘deportes’ que más detesto. No sólo por su carácter gregario, malamente ´jugado’ en Colombia y peor aún en los barrios, sino porque convoca iras, falso compañerismo, irrespeto permanente, falsa amistad, ordinariez, mediocridad, culto fanático, vulgaridad y ramplonería. Escribo entre comillas ‘partidos de fútbol’, porque para mí no hay tal; es decir, eso no es hacer ningún deporte. ¿insultarse, gritar, correr en desorden y patear una pelota es ‘jugar un partido de fútbol’; es decir, hacer deporte? Cuesta creerlo, y más porque he visto a muchos de esos ‘jugadores’ en conocidos negocios cercanos con las mesas repletadas de botellas de cerveza y aguardiente. ¿Eso es templar el espíritu? Cuando los veo en el campo de juego desde el balcón del apartamento, me pregunto si esos ‘jugadores’ alguna vez se han preguntado qué es practicar un deporte. Para mí el deporte hoy, como tal, no existe. Existen unas disciplinas completamente manipuladas por grupos económicos a su antojo, en las que los participantes son manoseados y convertidos en ídolos ‒como hacen las religiones‒, que hay que exprimir hasta el agotamiento. El ‘deportista’ se compra y se vende, se le puede usar y se le puede manipular con medicamentos (anabolizantes, etcétera) para que aumente su rendimiento (como a los animales de engorde), se le puede poner como cualquier ficha en cualquier equipo, no es una persona, es un producto, incluso es una vulgar marca para la promoción y venta de productos. El jugador es convertido en una cosa. Como a ese tal James Rodríguez, claro ejemplo de cómo una persona deviene en cosa. El sentido del ritual, de la lúdica y del juego (Huizinga), origen de los deportes, ya no existe. ¿Debemos apegarnos siempre al sentido original de algo, en este caso el deporte, para valorarlo correctamente? ¿El mío es un punto de vista carente de diacronía y sincronía? Es decir, ¿es un punto de vista anacrónico que no sirve de nada? Quizá en esta forma de ver las cosas hay una falacia. Uno debería pensar que los tiempos cambian y los conceptos cambian. Que hoy los deportes sean materia de explotación utilitaria, quizá sea una condición de la modernidad, que ha convertido los actos públicos en lo que Vargas Llosa llama ‘la civilización del espectáculo’, lo que, en últimas, no es más que una forma de explotación comercial. Nada nuevo, por supuesto. Es una evidencia más del avance de la insignificancia; es decir, de lo que nada significa. Pero si es así, ¿por qué el deporte se convirtió en un elemento más de la vulgar propaganda para manipular y explotar económica y masivamente a las personas? A ver, ¿y por qué y gracias a los intereses económicos e ideológicos de quién o de quiénes nos tenemos que dejar manipular y explotar? ¿Ya no somos capaces de pensar por nosotros mismos y es más cómodo que piensen por nosotros? ¿Hay tanta insignificancia en el mundo de hoy que llegará el día en que esos grupos económicos e ideológicos, gracias sus sofisticados algoritmos de predicción de comportamiento humano masivo deleguen en una máquina nuestras vidas?
Jamás fui bueno en ningún deporte. A veces con mi mujer vemos en televisión algunas presentaciones, como gimnasia rítmica, en las que compiten jovencitas a las que admiramos sinceramente y nos sorprendemos de su perfección técnica. Pero rápidamente se me sale el aguafiestas. Me siento agotado de pensar que aquello no es más que una manera de explotación económica, de propaganda ideológica. Con mi mujer comentamos la disciplina extrema a la que son sometidas esas niñas desde la tierna infancia, todas muy bellas y pletóricas de inocencia. No dejamos de suponer, por lo que hemos leído y visto en documentales, lo que les pasa a esas jovencitas cuando se retiran o fracasan ‒y fracasan muchas‒, sobre todo, en los países en donde tradicionalmente han sido campeonas, como China y los de la línea rusa. No creemos que su destino sea diferente al de aquellas de este lado del hemisferio, el occidental. Unas pocas privilegiadas se convierten en entrenadoras bien pagas, a diferencia de aquellas de la Europa del este. Pero igualmente esas entrenadoras son duras y autoritarias con esas nuevas niñitas, a las que deben adiestrar y aleccionar para que ganen en certámenes internaciones. Luego son desechadas.
Que haya utilizado mi absoluta inexperiencia en el deporte para hablar del deporte, puede resultar en que no tengo autoridad. Ninguna. La autoridad, en este caso, es narrativa y radica en que digo lo que pienso. No es de poca monta decir ‘autoridad narrativa’. Esta autoridad proviene, como en toda narrativa, en mi sinceridad y autoridad moral e intelectual. Por otro lado, debo decir que mi repugnancia hacia la noción contemporánea de deporte, es el origen de estos comentarios. Mi fastidio proviene de aquellos equipitos de fútbol que juegan aquí, al frente del conjunto en donde vivo. Gritan con voces roncas, piden la pelota con vulgaridades, mandan, se enfurecen, se mientan la madre, corren, hacen mil pases chambones llueva, truene o relampagueé. Quizá en mis apreciaciones no haya más que nostalgia por el juego-ritual, o ritual-juego de tiempos remotos. Muchos buenos entrenadores añoran, por ejemplo, el juego de barrio o de playa, el que se hace por el mero gozo de jugar, en honor al juego, por definición político (de nuevo Platón), comunitario, alegre, lúdico, y se lamentan del nivel, del ‘deporte’ centrado en las personalidades. Entre otras cosas, tengo entendido que muchos ‘descubridores de talentos’ van a las playas de Brasil, de México y Colombia y a los barrios bajos a buscar genios de la pelota. Genios que luego convierten en meras cosas adineradas y sin un ápice de educación. ¿La contemporaneidad exige que todo esté centrado en las personalidades? Por ejemplo, ya que soy escritor, ¿la literatura debe estar centrada en la personalidad del escritor o en su obra? Ahí tenemos a Vargas Llosa, por ejemplo, a quien admiré en otra época (es excelente hasta El paraíso en la otra esquina (2003) y el ensayo sobre Onetti El viaje a la ficción (2008), pues de resto para acá es vergonzoso lo que publica, da grima. Acaba de lanzar un nuevo libro, Tiempos recios, pero no me da ni cinco de ganas siquiera de hojearlo. La personalidad parloteadora y autoerótica de Varguitas ahora es lo relevante, ¿a dónde diablos mandó la buena literatura? Mi madre decía que quien mucho habla mucho yerrra, y cómo habla y habla y habla ese Varguitas, no sabe callar. Entre otras cosas, Varguitas fue también comentarista de fútbol. Hay que ver…Dice el abate Dinouart: «Attendez, vous saurez écrire, quand vous aurez su vous taire e bien penser».
Lo mismo ocurre en todos los ámbitos. El culto a la personalidad, también es el juego de ese Trump parloteador experto en decir estupideces para generar humo mediático. Pero volviendo al deporte, si es que existe, o si todavía queda algún atisbo de lo que fue, ya es mero espectáculo. Proliferarán los deportistas inflados, así como en las artes en general, artistas inflados de plumas de ganso; no, de ganso no, de gallina barata. Dice mi querido abate Dinouard en L’art de se taire: «Apprenez, petite ouvrages, a mourir sans murmurer.»
Es claramente una degradación de los tiempos modernos y el obvio desarrollo del capitalismo, que lo utilitario haya destruido la noción del juego por el juego, de la disciplina que tiempla el espíritu y ayuda al humano a desarrollar la empatía, la alteridad, y el trabajo en equipo, la amistad y el amor sin esperar nada a cambio, ni siquiera reciprocidad. La gente que da algo, digamos amistad, y espera ser correspondida, no entiende qué significa dar. Hay que ver a esa gente que dice dar. Los jugadores de fútbol, por lo que he sabido, ya no son útiles a los 37 o 38 años y son desechados. Lo que, para mí, se tienen bien merecido: eso ser desechados. La inmensa mayoría, al retirarse, no muestran ninguna de las cualidades que se supone debieron desarrollar a la par que la disciplina, antes bien, se convierten en personas tontas, vacuas y desagradables. En la Grecia de la antigüedad clásica, los juegos olímpicos nacieron como una lúdica y luego se transformaron en una disciplina meramente masculina en la que los hombres mostraban sus habilidades en la guerra; por entonces, ningún espectador pagaba por ello…Pierre de Coubertin, que ante todo era un pedagogo, pues estudió otras disciplinas, creía que el deporte templaba el espíritu y definía el carácter de los atletas y le dio tanta importancia al deporte que atribuyó a la ‘caballería atlética’ inglesa un papel decisivo en la consolidación del imperio británico y no descansó hasta que el deporte fuese incluido en los programas de estudio en la escuela francesa, modelo que Colombia, como siempre, copió chambonamente… La medalla que lleva su nombre en los juegos olímpicos, representa el emblema (que no es de Coubertin) de una deportividad en la que prima la unión y la hermandad sin ánimo de lucro; es decir, sin ningún ánimo utilitario.