Memoria 32

Memoria 32

 

La riqueza interior 1 Impía senectud. Últimamente, he pensado en la vejez. No me considero un hombre viejo a pesar de haber superado los 50 años. Creo tener más o menos las mismas fuerzas de antes e incluso mayor agudeza mental y tal vez apertura de corazón. He comprendido que, a estas alturas de la vida, cuando he leído mucho y tengo una visión completamente desencantada del mundo, está bien que no me apetezca, por ejemplo, buscar mujeres (ya tengo una, a quien amo), ni emborracharme con amigos con la disculpa de ‘hablar de literatura’ ni con quien realmente no le interesa de hablar de literatura. Para pasar el rato realmente hay cosas más divertidas. Bebí demasiado con aquellos ‘amigos’, casi cada semana, durante unos veinte años. Desperdicié mucho tiempo de esa manera, en vez de ponerme a componer seriamente piezas literarias. Tampoco me apetece hacer un poco de ejercicio no me da la gana ni pienso en ‘pensionarme’, en ser un viejo activo y dinámico, y tener un hobby para no matar de aburrimiento a mi mujer estando todo el día en casa, tratando de llenar el día con alguna actividad, aparte de ver televisión como un idiota, acostarme con un whisky, una ginebra o unos vinitos en la cabeza, no muchos para no volverme alcohólico, aunque lo sea. Cuando veo a uno de esos viejos panzones tratando ser ´activos’ como para demostrar algo, siento verdaderos deseos de vomitar, tantos como para llenarme de ánimos y molerlos a patadas. Son indeciblemente ridículos. Los viejos de sudadera, media tobillera y tenis deportivos, me repugnan. Prefiero mil veces a los bien afeitados, camisa a cuadros, pantalón limpio y bien planchado, y zapatos bien embolados.

Desde mi juventud, cuando veía que los mayores se pensionaban y se quedaban sin hacer nada, salvo salir durante algunas horas del día a conversar con los amigos, jugar parqués o dominó en alguna cafetería o en un parque, no entendía bien por qué aquello me parecía el colmo de lo patético. Con el tiempo, he entendido que es la triste dinámica del sistema. Entregas tu juventud y tu fuerza de trabajo a una empresa que sólo busca perpetuarse y crear riqueza para sí misma, pues existen para eso: para crear su propia riqueza. Luego sales, sin ningún desarrollo propio, pues si te has formado, ha sido en función de la empresa, para mejorar tu experticia y tu rendimiento en tu puestecito de trabajo, no por necesidad de alimentar tu vida interior. Aunque erróneamente crees que lo estás haciendo. O, ¿es que alguna vez ha faltado alimento en la mesa o vestido y educación de tus hijos? No, has cumplido a la perfección el mandato de la autogestión y de la auto explotación utilitaria. Entonces te pensionas y malgastas unos 20 o 30 largos años de árida ociosidad, hasta que llega la muerte. Lo de visitar a los hijos y a los nietos que viven lejos es una cortita y buena distracción, nada más. ¿Y el resto del tiempo qué? La muerte llega lenta y cobrando, año tras año, esa fuerza que le entregaste a la empresa que probablemente sigue ahí, con nuevos ejecutivos dinámicos, más capaces y sagaces de lo que fuiste tú. Al final, es un punto de amargura en tu alma. ‘Ah, esos jóvenes de ahora, unos flojos’, dices con desprecio. Pero disfrutas de una pensión, por tantos años de trabajo duro. La pensión es un porcentaje bastante más bajo del salariono más alto, como debería ser, es cuando más se necesita. La cosa es una bellacada, pero no importa, ya no trabajas. Antes te alegras de no hacer nada y encima recibir una mesada, que es percibida como un logro. Pero tener derecho al ocio, no cuenta. Se acepta recibir menos dinero porque existe ‘la culpa de la no-productividad’, pues ahora no haces nada para el sistema, tus fuerzas ya no dan. No lo dicen, pero te lo hacen sentir: eres una carga. Al tiempo, el sistema dice que te has liberado del trabajo. Te sientes satisfecho y alardeas de ello lleno de agrado. Pero en tu interior, algo fundamental desde hace muchos años se ha destruido. Lo sabes. A menos que encuentres qué es lo que se ha destruido, es algo que no comentas con nadie. Lo rumias en tus desvelos, mientras aquellos traguitos te ponen a zumbar la cabeza, y llega el desvelo. Pero no eres tú el que se desvela: se desvela la oscuridad eterna y vigilante, de donde viene el horror. Y supongamos que no adquiriste una ‘enfermedad profesional’, pero te fastidia (convives con) la hipertensión o el colesterol alto, la diabetes o las tripas que ya no toleran mucho, el reflujo o la mala visión, la artrosis, el sobrepeso o la idiotez, pues la edad trae eso, idiotez, no sabiduría, como antiguamente se creía. Y si estás de malas dentro de esa ruleta de cosas en rojo y negro, te ataca el Alzheimer, o una bonita combinación con alguna de las dolencias anteriores o todo junto.

Un estudio de Oxford dice que el 84% de los pensionados odia el empleo que tuvieron.  Un porcentaje demasiado alto, me parece, pues ¿qué empresa no vende la idea de amistad y de familia?

Este sistema de destrucción del hombre por el hombre, antes que ser diabólico, es una muestra clara de la mediocridad del empleado que se negó a ver lo evidente y nunca se resistió a la destrucción de su interioridad; es decir, de su imaginación y de sus ideas, las semillas de la riqueza interior. ¿Por qué, por qué? Desde la infancia, el futuro pensionista ha sido entrenado para no ejercer ninguna resistencia y engranar perfectamente. Lo que acaba convirtiéndolo en un ser vacío, en una piececilla más del sistema, aunque se diga a sí mismo que no. Es más, se dice a sí mismo que fue un excelente empleado, que fue muy útil y dio lo mejor de sí. Dar lo mejor de sí mismo a una empresa que sólo existe para explotar al humano, ¿es la idea de vivir una vida humana enriquecida con valores intangibles? No me suena. Cuando sale, ese humano carece de riqueza interior, pues sólo ha servido para ser un obrero más, así haya sido un alto ejecutivo o doctor en algo o un ingeniero al que le gustan las buenas cosas y hasta la música culta. Pues, ¿a qué hora ha tenido tiempo para sí mismo, para enriquecer su espíritu? No es con un poco de Vivaldi o de Mozart mientras conduces, en todo caso. ¿Bastan esas dos o tres horas a la semana leyendo alguna cosita metido en la cama mientras te caes de cansancio? Obviamente, no. Lo que debería ser riqueza interior, desde la niñez hasta la pensión, se convierte en una necesidad funcional. ¿Hay riqueza interior porque se ‘ama’ a la familia a la que pertenece, a la que sustenta, a la que ayuda a sustentar? No; es el sentido funcional y relacional de lo gregario. ¿Hay riqueza interior, si, digamos, ese empleado es honesto, decente, hace su trabajo, etcétera? No; es sentido de la ética y de la honestidad y de la responsabilidad funcional. ¿Hay riqueza si, pongamos por caso, ayuda a innovar en la construcción de un puente o de motor o en el desarrollo de un medicamento? No; ha engranado y funciona bien dentro del aparato de producción (Marx) que espera y exige que haga cosas así. ¿Y si es médico y ayuda a salvar vidas? Tampoco; es sentido humano y profesional que lo impele a reparar un cuerpo para que siga funcionando y produciendo hasta que ese cuerpo falle definitivamente (muera) o sea completamente obsoleto (un vejestorio). ¿Y si es un filósofo que ayuda a fabricar conocimiento? No; sólo es un fabricante de conceptos (lo dijo Deleuze) que aceita y hace más funcional y perfecto el sistema. El filósofo no hace más que trabajar con el lenguaje, y contempla. ¿Y un místico, por ejemplo? Menos, todos sus ‘tormentos’ espirituales no solo son falsos, a pesar de las teorizaciones de William James y de ahí para acá, sino que tienen la función de hacer creer al creyente que hay algo superior al sistema, aunque sea el sistema mismo. Ya lo señalaron Benjamin, Heidegger y Agamben: el capitalismo es la nueva religión, con ritos bien establecidos. De modo que un místico no es más que un tonto y un parásito lleno de ínfulas. ¿Y un artista? También, por desgracia. No sé si existen los artistas, el arte supone creación, y la creación no existe, no son más que meras innovaciones que también tienen un propósito funcional, pero con la diferencia de que el artista, el de verdad, no el imitador, carece de funcionalidad utilitaria, pues no espera nada a cambio. De ahí que el arte verdadero salve al humano de la mediocridad y sea un componente indispensable para la riqueza interior. ¿Y los poetas? Tampoco; parafraseando a Deleuze, los poetas sólo son fabricantes de imágenes y de ritos y todos tratan de fundar una nueva religión. 

¿En dónde reside entonces la riqueza interior? Difícil pregunta. Difícil respuesta. No creo que haya ninguna respuesta. 

Puedo tener en mi mente obras de Bach, de Platón, de Cervantes, de Rubens, de Tiziano o de Tagore; puedo haber aprendido preceptos del budismo zen, del sintoísmo o de lo mejor del cristianismo, digamos; tener conceptos básicos más o menos claros sobre la mecánica cuántica y sobre el presente y el futuro de la computación cuántica, o de la neurobiología digital, por poner ejemplos de envergadura. Puedo recitar como un loro docenas de sucesos históricos o vidas de santos varones con cierta precisión. Pero tal sólo significa que tengo una cultura, cierta cultura, algún conocimiento especializado, alguna inclinación ideológica, religiosa o espiritual, y que, dado el caso, puedo repetir esa cultura o ese conocimiento especializado y vanagloriarme de esa biblioteca que llevo en mi cerebro. Pero ¿eso es riqueza interior? No, en absoluto. La riqueza interior sería la capacidad que tiene el humano de relacionar lo aprendido lo razonado, lo intuido a lo largo de la vida y desarrollar ideas proprias, mucho más acá de almacenar un cúmulo de saberes. Estos saberes almacenados podrían ser útiles para cuando tengas, pongamos, sesenta y cinco años y estés pensionado. Cuando no quieras o no puedas trabajar más. Bien que no quieras trabajar más. Que estés harto de esa vida mecanizada. Cualquier empleado se cansa de trabajar con vistas a una pensión ya no hacer nada. Pero nadie de tu familia querrá escuchar cotidianamente tu cháchara ‘erudita’. Te soportarán, te darán palmaditas en la espalda por tener una buena respuesta cuando algún joven pregunte algo, quizá te conviertan en un patriarca, te pongan en la cabecera de la mesa y se callen cuando hables. Pero ¿dentro de ti hay riqueza interior? No. Hay cierta autoridad (moral, afectiva, intelectual) dada por la experiencia, no necesariamente sabiduría. Sí más bien necedad y ridiculez. Llegar a la vejez con cierta autoridad sobre algo no provee automáticamente a nadie de riqueza interior. Pongamos a Freud. En su tiempo, logró un conocimiento más profundo que el de cualquiera sobre la sexualidad humana, así muchos con razón o sin ella lo descalificaran, pero ese no es el punto. Ser sabio en su área, convirtió a Sigi así le decían en confianza, en el centro de la vida familiar, en especial de Martha Bernays, su mujer, y de su monotemática, sin ideas propias y boba hija, Anna. ¿Freud tenía una gran riqueza interior? Sigi se formulaba a diario tantas preguntas complejas sobre una gran variedad de temas de un área, el sexo, que cualquier concepto que tuviera del ser humano estaba asociado al sexo. Pansexualista, es la expresión preferida de sus críticos. No veo en ello riqueza, veo unidimensionalidad, en el sentido de Marcuse. Cosa que finalmente muchos ven como necedad. Sí, Sigi en muchos aspectos fue un necio, pero eso no quita que no sólo nos haya legado no sólo una teoría sólida, sino un lenguaje. Pero, ¿su riqueza interior le alcanzó para estar en paz consigo mismo, digamos, los últimos 30 años de su vida? Me parece que sí. A diferencia de muchos seres de inteligencia superior Sigi tenía más que una excelente imaginación. ¿Entonces se necesita ser un genio para tener riqueza interior? Claro que no. Se necesita una buena cultura, eso sí, pero también se necesita ser capaz de usar esa cultura racional e intuitivamente de un modo relacional, amplio y vivencial.

Hay otro aspecto de la riqueza interior.

La palabra ‘riqueza’ es un oxímoron. Cuando se habla de riqueza, se alude a la abundancia de cosas y bienes, así como de cualidades y atributos; es decir, se habla de lo material y de lo inmaterial. Como hablo de riqueza interior, debo aclarar que pienso en cualidades y atributos desde el punto de vista platónico, buenos y bellos en sí mismos, que carecen de valor material. Pero ¿eso es todo? ¿Atributos y cualidades no más? La ira que puede llevar a una persona con buenos atributos y cualidades a asesinar a otra en defensa, digamos, del hijo, de la esposa, de un ser muy amado. Esa ira desatada, que es, socialmente, una pasión negativa, no un atributo, ¿no se convierte, en una acción extrema como asesinar a un ofensor, en una cualidad antes que un hecho negativo? Quizá debamos buscar la riqueza interior de una persona no sólo en las cualidades y en los atributos, sino en sus contrarios, en sus matices y en sus contradicciones. Y quizá más importante que eso, en su capacidad para valorar ‘las menudas cosas familiares’ (Stendhal) y los sutiles y complejos sucesos de la vida cotidiana (Proust), como no dar ninguna importancia a esos eruditos-loro y valorar mejor una conversación sencilla sobre cualquier tema anodino, pero con verdadera profundidad para ampliar los campos de la experiencia y de la vivencia humanas. Pregunto de nuevo, ¿en la sensibilidad hacia lo sutil y lo desinteresado, en valorar correctamente un sentimiento, una emoción del mundo que nos rodea ‒incluidos todos los seres animados e inanimados que lo componen‒, radica la riqueza interior? Lo dudo. Eso me suena más a agudeza y generosidad, en suma, al sentido de alteridad. ¿Y los adoradores de la naturaleza mal autoproclamados ecologistas y multinaturalistas e -istas de toda laya? Nunca comprendieron a Humboldt, a Marx ni a Nietzsche.

Es probable que un erudito, un polímata, como les decían, aquellos seres dotados para muchas disciplinas que aplican a la comprensión del mundo y de los horribles seres humanos, un verdadero polímata, como Eratóstenes de Cirene o Rousseau, por ejemplo, pienso ahora, tuviesen riqueza interior. Pero ¿quién sabe? Aquí también veo un utilitarismo: ‘… aplicarlas a la comprensión del mundo’, lo que trae una trampa. Platón, adelantándose a Hobbes unos 2.000 años, señaló en Las leyes que ninguna naturaleza humana es apta para gobernar soberanamente todos los asuntos de los hombres sin henchirse de insolencia y de injustica. ¿Alguien puede negarlo?

Es un círculo vicioso, horrible y desmoralizador. Estamos condenados a envejecer después de los sesenta años, a ser considerados, palabras más, palabras menos, idiotas inútiles para la sociedad, una carga. Si no me siento viejo a los cincuenta y pico años, ¿por qué debo considerar que sí lo soy? La palabra ‘viejo’, más que peyorativa o denigrante, es desmoralizadora. Las cosas viejas se desechan si son inútiles. Si aún sirven, van a una especie de museo, al altar del museo familiar en donde los jóvenes fingen respeto, pero en su interior es burla, y en el mejor de los casos, conmiseración. Ninguno de esos brillantes, vigorosos y entusiastas jóvenes quiere heredar las cosas que fueron de la viejos, las ven con desdén. Bueno, al menos ese desdén es auténtico. ¿A que sí? En el peor, sabemos de sobra el trato que los jóvenes a lo largo del tiempo han dado a los viejos. Es de risa que los viejos se autoproclamen o busquen ser elevados a la condición de patriarcas. Pero esa risa se debe entender como de lástima porque es la única manera de inspirar algo de respeto. Tras algunas consideraciones sobre la riqueza interior, de donde no he sacado mucho en limpio, lo que sí es seguro es que llegar a la vejez programada, como lo llamo yo sin haber construido un mundo interior propio, un mundo lleno de claves propias (no necesariamente eruditas, ya dije), de razonamientos propios, es el primer escalón hacia el infierno de la impía senectud. Es decir, no se dan pasos hacia lo que debería ser la madurez humana en su plenitud, raramente y casi en condiciones ideales alguien los da. Quizá lo que hacen todas las empresas, al aprovecharse de la ignorancia, de la necesidad y de la boba ambición de sus empleados, es arrebatar de tajo a uno por uno, nadie escapa, y pisotear todo intento de elaborar un mundo interior propio, y la imaginación. 

Quizá la imaginación es la semilla de la riqueza interior.

Concomitante a todo esto, queda el tema del cuerpo del viejo. Desde el clasicismo griego, la belleza estuvo asociada a la simetría, a la proporción, a la salud, a la juventud y a la virtud interior (Platón). En 2.500 años ese concepto no ha cambiado, pero sí se ha diversificado. Umberto Eco lo llama ‘estética de la fealdad’, entendida la fealdad como oposición a los cinco atributos que acabo de mencionar. Es evidente que Eco se equivoca. No es que no haya una ‘estética de la fealdad’, pues Eco ve la fealdad en la misma categoría estética de la belleza, como una estética en sí misma, pero es una estética de la negatividad. Como algo contrario, exactamente lo contrario, del canon griego. Las diversas edades del hombre, y la senectud, por supuesto, traen implícita su propia estética. ¿O no? Es lo que Eco pasa por alto. Es, hacia esta estética propia de cada edad, sobre todo en la vejez, edad en la que las claves culturales machacan sin descanso el patrón estético griego, es decir la juventud y la lozanía, en donde entra a operar eso que no he podido definir, que todavía está en un limbo, hacia donde los viejos deben mirar. Es un punto esencial para elaborar una estética propia, no la del sistema. Pero, ¿cómo cada uno va a elaborar su propia estética si carece de riqueza interior y de imaginación? A ver, ¿es posible encontrar belleza si se está hueco, vacío y vaciado por dentro gracias al sistema que te pensiona y arrincona? Claro que no. Mi suegra dice, ‘es muy duro envejecer’. Lo dice ella que tiene 87 años y ha tenido una vida buena, con algunas dificultades, pero feliz.

He fracasado en el intento de elaborar un paisaje conceptual de lo que se llama riqueza interior. Sospecho que esa riqueza da las claves para comprender esa estética, esas estéticas. Es ahí en donde empieza a abonarse la semillita de la imaginación…

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Anécdota. Un triste y espantoso profesor del Departamento, mayor de 60 años, un fracasado en todo el sentido de la palabra, tiene de amante a una alumna de 25, feísima, gorda, paticortica, mechuda, gafufa, la piel llena granos, con aspecto de verse sucia y grasosa, dice riendo con sobradez y lascivia: La belleza de la juventud…

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