Memoria 31

Memoria 31

 

08.10.19 Mi mujer. Es una mañana de cielo gris, con grandes parches de luz blanca reflejada y ni un solo pedacito de azul. Hacia el centro de la ciudad, una masa de contaminación cubre los edificios más altos del país, las montañas sobresalientes, azules y lejanas, con la parte baja de sus laderas peladas y amarillas, sustraídas por los edificios de estrato alto que producen una rara impresión. Como si la naturaleza, a punta de ser destruida, voluntaria y gravemente se retirara dejando la ofensa. Más allá, docenas y docenas de barrios de invasión que raramente parecen aceptar ese cielo mugroso. Deseo que reviente en toda ciudad una violenta tormenta; así, en el ámbito habría algo de dignidad. Es un estado del tiempo estático, como si las nubes no se movieran de nada, como si sólo estuvieran allí para ocultar el cielo y poner a prueba el ánimo. Hay que templar el ánimo, me digo. Cuando está así, pienso en el cielo de Lima. Por lo demás, la ciudad se siente en calma, aunque no lo está, en absoluto. 

Esta mañana, desde el balcón, vi la camioneta en la que mi mujer va hacia su trabajo, a menos de dos minutos, si no hay mucho tráfico, y hoy no lo hay. Me gusta el tipo de mujer que es: honesta, inteligente y aguda, medida, hermosa y dinámica, alegre, compasiva y profunda, culta, con buen gusto y amorosa, con personalidad. Ama la naturaleza por sobre todas las cosas y si hay que caminar diez o quince kilómetros para ir a un parque o a alguna reserva natural, lo hace alborozada y llena de buena energía. Esta mañana, antes de salir, la media izquierda tenía el talón gastado, y como se dio cuenta de que yo me di cuenta y estaba dispuesto a no dejarla ir con esas medias, aparte de que se puso a propósito unos tenis viejos por lo del trabajo de coordinar el traslado de la biblioteca a su antigua sede, simplemente rio con picardía, prometió que se cambiaría las medias cuando viniera a almorzar, y botaría las que tenía puestas. La dejé ir. Pero no creo que las bote. Es de las mujeres que guarda unas medias así para limpiar zapatos, y si no, les busca un destino útil, no sé cuál. Me parece que sería capaz de ponerlas en una colcha de retazos. Debo estar atento a que las tire a la basura. Ella se apega a ese y a otro tipo de cosas: a una pañoleta de seda auténtica heredada o comprada hace mucho, así tenga un desgarrón en una esquina, a un objeto de plata que fue de la abuela: una bandejita, un candelero, una jarra, y es fanática de las cucharas. A un suéter que le ha gustado mucho y todavía puede ser usado, aunque, por estar gastado, no debería. Es de cachemir, argumenta. Tiene ciertas costumbres, como lavarse con ahínco los dientes, cortar las uñas de los pies hasta sangrar. Ser excesivamente aseada, aunque no le importe mucho si la camioneta permanece sucia durante semanas. Luego, no lo soporta más y me pide que la lleve al lavadero. Repetir la misma comida o los mismos ingredientes en la misma semana, no lo soporta, no come arroz, zanahorias, calabacín, espárragos o espaguetis dos veces a la semana, por ejemplo. Pero si todos los días sucede, mi mujer corre a ver el amanecer y atardecer como si fuera la primera vez en su vida. “¡Guau!”, exclama. “¿Ves, ves esos colores?”

Anoche, acalorada, se tendió de través en la cama y se quitó la camisilla.

Esta mañana, con el pelo recién lavado y peinado, se veía preciosa. He acariciado su nuca, he sentido la abundancia del pelo suavísimo y su perfume exquisito mientras desayunábamos. Estuvo pendiente de unos alcaravanes que crascitaban en el campo de fútbol, al frente. Se preguntó en voz alta, a propósito del alboroto de una mirla agresiva, si la hembra del alcaraván habría puesto un huevo. Se quedó vigilando el comportamiento de las aves mientras ella comía el cereal mecánicamente.

Ahora, a mediodía, el cielo está más gris. En la tarde, caerá un aguacero.

En cosa de media hora, desaparecieron los Cerros orientales tras la llovizna intensa. El agua como una pesada bestia viene hacia acá. Aunque la llovizna arrecie, el partido en el campo de fútbol de esos curas de mente precaria y repugnante, continúa.

¿Qué sería de mí ahora de no tener a mi mujer?

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