
Memoria 29
Acciones 1. Desaliento. Iba a escribir una brevísima reflexión sobre las acciones, todas relacionadas con la violencia urbana que presencié en la ruta desde mi casa, pero se pasó el momento y ya no puedo. Lo vine pensando en Transmilenio, camino a la universidad. Iba a tener un hueco de una hora, y me programé mentalmente para usar esa hora. Luego, mientras bebía un café antes de la primera clase, me llegó un mensaje al celular de una estudiante pidiendo aplazar una hora la tutoría. Para mí estaba bien, podía utilizar esa hora. Incluso, ganar unos minutos adicionales si apuraba el café y me iba de inmediato. Cuando llegué al salón de clase, con todo en mente, allí estaba la estudiante haciendo algo en el computador y se sorprendió al verme. Yo también me sorprendí, y todo se me vino al piso. Sentí rabia y deseos de reclamarle, ¿no iba a llegar dentro de una hora? Ni modo. Pensé que podía aprovechar el tiempo después de la tutoría. Cuando me senté, la estudiante apagó el computador, se puso parlanchina y a preguntar obviedades. No había adelantado nada en su tesis de grado y como no iba a repetir lo de la tutoría pasada, le puse los puntos sobre las íes y le dije que de ninguna manera perdiera el tiempo ni me lo hiciera perder a mí. ¿Es que ella, una mujer que debe rondar los 28 años, desconoce el valor del tiempo? No se lo dije de esa manera, pero se lo hice saber y me fui. Esa pérdida de tiempo se convirtió en rabia y desánimo. Una mierda, en suma. Por mucho que tuviera las ideas de lo que deseaba escribir, ya no podía hacerlo. No había un tono, ninguna sintonía, ningún estado de ánimo reflexivo, ninguna cercanía de lo lejano. El deseo de expresar un punto de vista se había estropeado. Había una disonancia insoportable en mi interior, un cansancio.
¿Podría utilizar el hueco que tengo de 4-6 pm?
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Mediocridad programada. Recibí una comunicación al correo institucional de la directora de posgrados para que lleve a mis estudiantes de maestría a un panel a las seis de la tarde sobre literatura de ficción, en el Teatro de Bogotá. Un de esos paneles nada interesantes con un escritor de poca monta que no tiene idea de cómo va la cosa. Desde hacía más de una semana había visto la propaganda en las carteleras y al correo interno había llegado la invitación. Voy a ignorar el correo de la directora y me voy a hacer el pendejo, me dije. No iba a perder el tiempo ni hacer que mis estudiantes perdieran el suyo en esas babosadas. Luego lo pensé mejor. Sí, los voy a llevar, me dije. Deben juzgar por sí mismos esas bellezas que organizan y luego yo hacer con ellos un debate demoledor. Ya en el aula, al verlos, les pregunté si deseaban asistir a la charla. E hice trampa malvada: advertí sobre el ponente y su libro publicado: sugerí que lo googliaran.
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Ser atravesado. La mejor manera de llegar a la mediocridad es que obliguen, de manera disimulada, asistir a paneles con conferenciantes flojos para que un auditorio grande y desapacible no se vea medio vacío y fracasado. Es muy común que esto suceda en la Universidad, pero desde hace años me he sustraído de esa dinámica. Rara vez asisto, y si lo hago, es porque realmente vale la pena. No porque viole algún principio de la libertad de cátedra –también consiste en eso−, sino porque, para llenar auditorio y mostrar que hay programación cultural, que la ‘gente sí asiste porque es de importancia’, quiere decir que hago lo que me plazca. A mi modo de ver, se sacrifican horas de estudio juicioso por algo irrelevante. Claramente, se me pude tildar de engreído, prepotente, academicista, rígido, cuadriculado, etcétera, de lo que sea. Para mí esos panelistas, por ser amigos de los jefes, están a la caza de alguna visibilidad. He visto que ponen una mesita a la entrada del auditorio con una docena de sus libros autoeditados para la venta. Mesita que es atendida por un familiar o pariente que todo el tiempo sonríe. Esos panelistas no distinguen realidad de ficción. Verdad de verosimilitud. Autobiografía de confesión. No saben ni les interesa, qué es la literatura del yo, lo he comprobado. En una carrera de creación literaria… Sacaríamos más, más provecho en el salón de clase que yendo por el mundo con poca o ninguna preparación para comprender lo que se oye y se ve, como ha afirmado J. -Luc Marion. Hay demasiados temas que no hemos tratado con suficiente profundidad. Sin contar que se lanza a los estudiantes el mensaje de que se debe apoyar la mediocridad y aparte de eso financiarla comprando sus libros. Que es en esa medianía en la que debemos pescar –aquí en Colombia es el deporte nacional−, esto es lo que hay y debemos aprovecharlo. ‘Ser auténticos, rescatemos y apoyemos lo nuestro’. Pura basura. Me vergüenza inducir a mis estudiantes a ello. De ahí que les hiciera la advertencia sobre la charla y los invité a que primero se informaran sobre el personaje (hoy en día es tan fácil) antes de asistir a algo porque en alguna instancia se ordena ir. En fin, los estudiantes siguen al profesor que discrepa y tiene claras las cosas. Y si yo digo que vamos, vamos, pues debo quedar bien con la jefe. Lo vergonzoso es que me estaría dejando meter dentro de esa mediocridad programada. A mí me pagan para estar aquí y hacer lo que me dicen en lo socio-administrativo, dentro de ciertos límites de la universidad, y obedezco, más o menos. Lo cierto es que siempre impongo mi radical punto de vista en lo que tiene que ver con los contenidos y los enfoques de las materias y las tutorías que imparto. Acabo siendo visto como un altanero y un atravesado por calificar duro, por imponer ‘excesivas lecturas’ y no asistir jamás a charlas, paneles o conferencias mediocres. “Son chiquitos”, es el lema en el Dpto. al referirse a los estudiantes. “No les dé duro que vienen de colegios públicos”. ¡Ay! ¿Qué dicen? ¡Si yo estudié en colegio público y en universidad pública! Pero ya he decidido si los llevo conmigo al panel o no. Los estudiantes esperan mi última palabra a pesar de haber googliado al personaje y su libro durante unos momentos. Mi sentido de la ética impide que los lleve. Al final, cuatro de cinco dicen que no vayamos. ¿Y lo que diga la jefe? Le saldré con el cuento de que no vi su correo, y sí, había visto la propaganda, pero tenía temas urgentes que tratar en clase. No tengo un Smartphone sino una flecha, ella lo sabe, por ese lado estoy blindado. Lo malo, muy malo, si no tengo cuidado, es que antes del panel me encuentre con ella. Ya ha pasado, y haga que me comprometa.
Los estudiantes deben recibir el conocimiento por el que pagan y yo debo compensarlos dando todo lo que pueda.
Claramente toda mi actitud es sumamente violenta.