Memoria 21

Memoria 21

 

Mi biblioteca

 

Desde mi preadolescencia, empecé a acumular libros. Los primeros fueron los que robé de la biblioteca de mi padre cuando yo tenía 10 u 11 años: Ilíada, Odisea, Eneida, que escondí entre los primeros libros de segunda mano que empecé a comprar en las casetas de la calle 19, en el Centro de Bogotá. Allí también vendían libros nuevos. Pero para mí eran inaccesibles. Y de sólo ver aquellos títulos y autores de los que no tenía idea, me hacía codiciarlos y ahorré mucho para comprarlos poco a poco. Curiosamente, los primeros libros nuevos que compré, fueron dos tomos en los que estaban condesada, como pude comprobar después, más o menos la mitad de los cuentos de Kafka, en edición de Alianza editorial. Mi plan diario era merodear por aquellas casetas, manosear libros, regatear y conseguir lo que quería, luego atravesar el parque Santander, e ir a la Luis Ángel Arango, al entonces famoso Portón del libro, y sentarme a leer durante horas. Mi primera biblioteca, fue una tabla de cama adosada a la pared, pues en la pieza que compartía con mis 6 hermanas no había espacio para aquellos primeros 10, 20, 30, 50 libros, cifra que con los años fue en aumento. A medida que mis hermanas se fueron ‒mi hermano lo hizo cuando yo tenía unos 12 o 13 años‒ empecé a tener más espacio y pude poner ladrillos y tablas, y me volví más celoso con los libros que, año tras año, conseguía y por entonces no los compartía con nadie, ni siquiera con mi mejor amigo, Yesid, porque a él no le interesaba la lectura y yo tampoco conocía a nadie que le gustara. En segundo de bachillerato conocí a Bellarmín Correa, un viejo coterráneo de mi madre que casualmente era mi profesor de español y literatura, y fue él el que me enseñó una el valor relativo de los libros cuando, a propósito de un título que él mencionó y quise leer de inmediato, dijo: “Existen dos clases de bobos: los que prestan libros y los que los devuelven”, pero él no tenía ningún inconveniente de prestarme libros, muchos libros de su magnífica biblioteca que, por supuesto, devolví. Años después, cuando yo estaba en la universidad seguí hablando con él y cuando me prestaba un libro finalmente no me lo recibía. A lo mejor por eso dejé de ser un lector egoísta y mi relación con los libros comenzó a ser distinta. Mi primera biblioteca compartida fue la que intenté hacer con una novia que tuve en la universidad. Ambos habíamos conseguido un trabajo. Ella vendía ropa por encargo que le proporcionaba una tía. Yo dictaba clases de química a domicilio. Entre ella y yo pagábamos una buena habitación en la calle 45, cerca de la Universidad Nacional. La dueña de la casa nos miraba con simpatía y fue bastante generosa con nosotros. Allí mi novia de esos días y yo no sólo estudiábamos lo de la universidad, sino que leímos extensivamente a los escritores del Boom latinoamericano, por esa época de moda. Luego nos mudamos a otra habitación, en la calle 63. Y allí llevamos nuestra biblioteca, cada vez más voluminosa, además, porque, el padre de ella era profesor de literatura y tenía la colección completa y en excelente estado de novela negra del “Club del misterio”, de Bruguera. Libros tipo Pulp, formato revista, en papel periódico, a dos columnas, que mi novia llevaba para mí. Ella siempre prefirió a Cortázar, a Huxley y a Onetti, la poesía de Octavio Paz y de Tagore, en fin. Cuando me separé de ella, o mejor, cuando ella cortó con la relación, fue dolorosa la división de los libros, pues siempre cazábamos lecturas, y nos regalamos muchos libros. Estoy seguro, no sé por qué si fue una ganancia, de que, al separarnos, perdimos de lado y lado las horas compartidas de cada uno estar imbuido en su libro, así aquellos apasionados intercambios de opiniones que nunca cesaban, lo que hacía que nuestra unión fuese algo más que una pasión de juventud. Eventualmente, cuando tomo un libro de la biblioteca que tengo con mi mujer actual y encuentro aquella firma o su dedicatoria para mí, pienso en esas lecturas de aquellos días lejanos y siento gratitud por aquella mujer que no está en mi vida desde hace muchísimos años. Volví a compartir biblioteca cuando me fui a vivir con otra novia, que luego se convirtió en mi esposa, a un apartamento en la Antigua calle del Agrado, en el Centro. La biblioteca de ella era especializada en psicología y psiquiatría, pero era una biblioteca reducida. Mi primer trabajo estable había sido en la biblioteca de la Universidad Católica, en donde entré como auxiliar y, al poco tiempo, la jefa me enseñó a catalogar y pasé al puesto de catalogador. Luego me envió a organizar y a dirigir la biblioteca escolar del nuevo y flamante colegio de la Universidad. Lo que era una excelente oportunidad para mí, pues tenía una jornada más corta, y estaba a cargo de toda una biblioteca con unos 8.000 volúmenes. Y siempre, entre descartes y regalos de vendedores y promotores editoriales, conseguí muchos libros, que leía entre horas, allí mismo. La biblioteca del colegio no era usada de manera extensiva por los profesores (nunca lo han hecho), y, en realidad, trabajaba sólo dos o tres horas de la jornada completa, lo que me dio la oportunidad de empezar a escribir allí mismo mi primera novela.

Luego me fui a dirigir la biblioteca de la Alianza Francesa del Centro. Allí tomaba gratis clases del idioma y vivía a dos cuadras. Con la constante expurgación de la biblioteca de la Alianza, pues siempre estaban llegando libros nuevos y de reposición, tuve la oportunidad de hacer mi biblioteca en francés, todos libros de segunda mano. Mi biblioteca ya debía rondar más de 2.800 ejemplares. Como tenía mayor poder adquisitivo y mejor criterio, compré muchos libros nuevos. Y cuando mi compañera de entonces y yo nos trasladamos a un apartamento a la calle 18 con carrera 3ª, a media cuadra de la Alianza, los libros forraban las paredes de la sala y del cuarto. Compraba y conseguía tantos libros que era imposible que los leyera todos. También mis amigos me regalaban libros o intercambiaba con ellos. Tampoco en esos días se me ocurrió expurgar mi biblioteca. Tenía de todo. Eran mi bien más preciado. Me sentía orgulloso cuando hacía reuniones con mis amigos e invariablemente se detenían ante aquella generosa colección. Se convertía en todo un tema entresacar de las estanterías y comentar cada libro. Cuando me despidieron de la Alianza Francesa, mi compañera de entonces y yo nos fuimos a vivir al norte de la ciudad. Para el nuevo apartamento compramos estanterías modulares de buena calidad y nuevamente el apartamento se convirtió en un sitio dominado por las colecciones. Tras salir de la Alianza, entré a trabajar como asistente en una editorial cuyo fuerte eran los libros escolares y la importación de libros clásicos. A los pocos meses conseguí el cargo de editor de ciencias (editaba entonces libros de física, química, biología, matemáticas, ciencias naturales, dibujo técnico, educación sexual), y aproveché el cargo para adquirir a excelente precio libros de literatura que la editorial importaba. Yo debía tener entonces más de 5.000 libros.

Años más tarde, me fue otorgada una beca de los Ministerios de Cultura de Colombia, México y Venezuela, e hice un viaje a Venezuela con el propósito de investigar la génesis de Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier. Fue probablemente durante mi viaje a la Orinoquía, cuando me perdí en la selva y viví la experiencia de la libertad total, cuando entendí que, a lo mejor, si regresaba a la civilización, era no poseer nada material. ¿No debía bastarme con la biblioteca que llevaba en mi cabeza? ¿No debía bastarme con la maravilla absoluta que es la selva profunda y vivir en una civilización tranquila y aislada? A mi regreso a Bogotá, meses después, no solamente me separé de aquella compañera con la que había vivido unos 12 años (en realidad, no sé cuántos), y las cosas cambiaron radicalmente en relación con la vida y, en especial, con los libros. Dejé que mi exesposa cogiera no sólo los enseres y cosas que habíamos acumulado durante esos años, incluso todos los libros que quisiera, y me quedé con lo indispensable. Los pocos libros que más quería y suponía releería, un escritorio, ropa (no toda), algunos tiestos de cocina y el computador para escribir, pues había tomado la decisión de ser escritor, ya en la edad madura. No sé qué habrá hecho ella con el 80% o más de los libros que quedaron. Lo cierto es que me quedé con el equivalente a 1 estantería. Pronto dejé de acumular cosas y no volví a comprar libros de manera desaforada o por mero gusto. Compraba si era indispensable. Lo único indispensable en la vida, aparte del agua, son los libros. Hoy tengo dos estanterías. Últimamente he comprado libros. Los que he querido leer y no puedo o no deseo comprar, los saco de una biblioteca o los pido prestados, luego los regreso. También es cierto que mi mujer de ahora es bibliotecaria, es experta en conseguir literatura de excelente calidad y libros poco comunes. A ella le debo el descubrimiento de muchos escritores centroeuropeos y contemporáneos. Que haya cambiado mi relación con los libros, que no desee acumular y que tampoco los considere trofeos u objetos de culto, también tiene que ver con el hecho ‒lo cual ha sido un proceso de años‒ de que ya no desee acumular conocimiento ni demostrarle a nadie lo mucho que pudiera saber. A veces me sorprendo, cuando estoy en alguna clase, de no utilizar nada de lo que he preparado y proporcione a los estudiantes un conocimiento que no estaba programado. También ha cambiado la manera como entiendo la escritura y la manera como escribo. No sé si hoy soy más libre, lo que sí sé, es que no me importan las cosas materiales, se acabó para siempre mi deseo de acumular, mi deseo de tener cosas. Me estremece el ansia de muchas personas conocidas por poseer. Mi mujer piensa como yo, a ella no le interesa acumular nada. Quizá también, que no desee tener cosas, haya erradicado de mí la envidia y toda vanidad artística e intelectual. No siento envidia de nadie. Desde que vivimos juntos, mi mujer y yo nos hemos cambiado dos veces de apartamento. Y cada vez, cuando estamos empacando, una tarea clave es expurgar la biblioteca, sacar los libros que ya no leeremos ni releeremos, o que la edición es mala. Y con todo, el otro día, cuando buscaba un libro para ella que lo quería volver a leer, Desayuno en Tifanys (no sé dónde está), encontré muchos títulos que debería sacar y regalar a alguien, tanto de ella como míos (obviamente, ella se ocupa de los suyos). Ya les tengo echado el ojo. Cuando nos vayamos de aquí, al menos 2/3 partes de esta biblioteca que tengo a mi espalda llenarán cajas y cajas e irán a parar a la biblioteca de algún familiar, de algún amigo o a una biblioteca escolar. Mi biblioteca se ha complementado con la de mi mujer: tiene muchos y excelentes libros de arte, de filosofía (fue docente de historia del arte, también de periodismo) y literatura en francés, inglés y alemán que yo no conocía. Pero, por lo que me ha dicho, la inmensa mayoría de sus libros correrán la misma suerte que los míos.

A veces pienso que al final de mi vida sólo me quedaré con un centenar de libros o menos, los que son verdaderas obras de arte y unos cuantos contemporáneos. ¿Quién sabe? La idea de tener una biblioteca generosa, con libros ojalá de una docena de disciplinas, en varios idiomas, la mitad es mía y refleja mi necesidad de conocimiento; la otra mitad, vilmente la copié de Borges, al que leí en mi adolescencia y ya casi no lo tolero. Lo de la idea de una gran biblioteca se relaciona asimismo con el principio de inferioridad que padecí en mi juventud y parte de mi adultez a causa de la precariedad en la que crecí. Esto significa que, al menos la mitad de la idea de poseer una biblioteca voluminosa, ‘enciclopédica’ es espuria y vergonzosa y se relaciona directamente con la manía acumulativa, vanidosa y consumista. También debo decir, que sentí la necesidad imperiosa de reducir mi biblioteca al mínimo cuando decidí convertirme en escritor y de simplificar todas las necesidades de posesión material al máximo.

La política que tenemos con mi mujer es que, si entra un libro, sale otro. Y lo aplicamos al resto de las cosas de la casa.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *