
Memoria 20
Escribir bajo el efecto de inductores químicos. En mi preadolescencia, en el barrio en donde pululaban la droga y los atracos, estaba Yesid. Yesid era un joven más o menos dos o tres años mayor, quizá más. Fumaba marihuana y robaba, por ejemplo, los espejos de los carros. Se saltaba, con otros, la barda de los patios colindantes, entraba a las casas a robar. Robaba pantalones y camisas puestas a secar, cualquier chuchería que pudiera vender para tener unas monedas. Era una especie de héroe, que lideraba a los jóvenes, daba ejemplo de masculinidad dándose trompadas con el que fuera. Yo le temía, era el matoncito de la cuadra, varias veces me pegó, varias veces que quitó lo que tenía. Vivía a media cuadra de mi casa. Algún día consumió demasiados estupefacientes y quedó en coma, lo que me impresionó mucho, y disparó mi miedo por las drogas. Nunca he superado ese miedo. Miedo a quedar como un vegetal, como ese Yesid que nunca se recuperó. Tres años después, José, amigo íntimo durante aquellos años, llegó a mi casa con un paquete de marihuana. Fuimos al techo, cada uno fumó un porro. Seguro por el miedo que tenía y porque empezaba a despreciar el famoso vicio, vicio, era la palabra, no sentí nada o no quise sentir nada, y la cosa quedó ahí. Muchos años después, contando esta anécdota, un amigo me dijo que si tenía semillas, y las tenía, la marihuana era de pésima calidad. Era mi época del karate do, no quise probar de nuevo, lo deseché por completo.
Cuando pasó esa época, con mis nuevos amigos de la universidad, empecé a tomarle gusto a la cerveza. Con el correr de los semestres y de la carrera, consumí cada vez más. De allí a lo que bebo hoy ha habido un largo camino: aguardiente, brandy, vodka, tequila, whisky, mezcal, Cinzano, ron, ginebra, Campari, aguardiente y whisky de nuevo. Cuando empecé a escribir poemas y cuentos, estaba convencido de que los escritores eran artistas y, aunque yo no me creía artista, quería comportarme como uno de ellos, actuaba como creía que debía actuar un artista. Debía beber para alcanzar un estado superior de consciencia. Leí las memorias de Thomas de Quincey, los ensayos de Baudelaire, William James, de Huxley, Timothy Leary, en fin. Durante muchos años, incluso, ya casado, con trabajo de responsabilidad y horarios fijos, cuentas por pagar y un mundo social al cual tener que responder mes a mes, me senté a escribir cuentos y novelas con la convicción de que debía estar ebrio (época de ron) para producir una obra excepcional. Invocaba nombres. Baudelaire, Daudet, Rimbaud, Thomas de Quincey, Mallarmé, Apollinaire, Wordsword, Artaud, Huxley, etcétera. Me dije que si quería lograr algo excepcional, era el camino. El resultado de decenas de noches y madrugadas en que amanecía muerto de frío y de cansancio, con dolor en la espalda y en la nuca, fue pura basura. Auténtica basura, no queda nada de nada de aquellos años de alcohol, de ilusiones baratas. ¿Por qué llegué a eso? Por ingenuidad, claramente. Y por estupidez, no hay duda. Y también porque había una honestidad conmovedora, vista hoy. Creía. Creía a pie juntillas que debía seguir ese camino, el de beber para producir arte. Es muy raro que hubiera sido así, pero fue así. Pero tampoco pudo haber sido de otra manera. El contexto era ese, y yo, como dicen los historiadores, no podía escapar a mi contexto, o mejor, no podía escapar a mi momento histórico. Mi mente nunca ha sido lo bastante poderosa para aventurar algo así, mi mente ha sido más bien lenta, común, no ha sabido huir de su tiempo. ¡No! Eso de ser una mente poderosa, portentosa, es una categoría fuera del alcance de mi mano.
Con el paso de los años, he aprendido que lo mejor es levantarse a las tres de mañana, estar lúcido, dedicar las mejores horas del día a la escritura. Pero ¿cómo escribo? Me duele saber que aquí no se le concede a la palabra ‘escribir’ el estatus que tiene en otras culturas, como la judía y la japonesa, por ejemplo. En esas latitudes, la escritura no es entendida como algo meramente instrumental. En occidente, es una herramienta para lograr o conseguir cosas, no como un medio para que el espíritu (tradición) exprese su devenir, su da sein, para que invoque el lenguaje del dios, el hacedor de todas las cosas. Entender la escritura como una mera herramienta cultural, ha destrozado el principio creativo de la escritura misma, que busca su forma, que es autopoiética. Esta es una de las razones por la cuales la literatura en nuestro continente es tan mediocre. La escritura no es el espíritu, es la esencia expresiva de una sociedad, en su pureza está la pureza misma de la cultura, pero es impura. Nunca seremos puros, culturalmente. Ni mucho menos podremos asumir que tratamos de interpretarnos como un crisol en el que se amalgaman razas, modos de ser, lenguas, formas de vivir, como quería Carpentier. Esa oportunidad la perdimos. Desde la Conquista y la Colonia, toda posibilidad de pureza fue borrada para siempre de nuestro horizonte cultural. A mí, francamente, me importa un pepino. No me importa un comino ninguna pureza de nada, las purezas sólo existen en el ámbito de los destilados químicos, y ni eso. Más bien, en lo que estaba pensando, cuando hablaba de pureza, era en tener algo propio, distintivo, diferenciador. Pero ¿qué nos diferencia del resto del planeta? Que producimos la mejor cocaína, la mejor marihuana del mundo, gracias también a la fertilidad de estas tierras generosas. En lo demás, somos una raza común, nada excepcional, como las demás razas. No tenemos nada singular, no somos eespeciales, no tenemos nada que ofrecer al mundo. Es así, vergonzoso y triste.
Los surrealistas también probaron desarrollar una nueva forma de creación artística basada en los sueños, en la inconsciencia, en la espontaneidad y en la alteración de la psique mediante las drogas (peyote, opio, marihuana, absenta, alcohol, mezclitas de unas y otras, en fin). No digo que hayan fracasado, al menos en narrativa no queda mucho. Defiendo la poesía y las artes plásticas, que son superlativas. En todo caso, en esos más de 30 años no produjeron mucho. Lo que fue importante de ese movimiento, fue el cambio de modelo de pensamiento creativo.
He sabido que muchos (as) de mis estudiantes ‒lo hemos hablado en clase‒ consumen drogas, les parece rico, chévere, la experiencia a vivir, toca vivir de ese modo, hacer un crew, como dicen ellos. Un parche. Y escriben. Los veo y pienso: ¿sus escritos se impondrán como un referente, el que sea, en el futuro?
***
Las nueve de la noche. Mi mujer lee, yo escribo. Solamente el sonido de la chimenea prendida. El de las llamas, el sonido de la madera quemándose. El de la ceniza cayendo en la concavidad de la masa de carbones hirvientes. Hay tanto silencio que puedo oír el crujido del humo en el buitrón. Una ramita roza el ventanal de la sala. Pimienta, Panela y Teo están tranquilos. Veo a mi mujer de medio lado, inclinada sobre un libro al que cae la luz amarilla de una de esas lámparas Schmit, simpática, pero nada funcional, de hierro, aparatosa, que ocupa mucho espacio e ilumina poco. Me levanto para echar un madero y avivar la llama. Cojo un tobillo de mi mujer, observo sus labios. Ella me mira; tiene los ojos muy brillantes.
Somos una pareja sensualista, un poco enfermiza.