Memoria 04
12.10.2019 Mirón. Anoche, en la puerta para abordar Transmilenio. Cuando el bus llegó, creí que no iba a alcanzar a coger un asiento, pero a último momento, a codazos, conseguí uno. Quedó en frente de mí una mujer de veintipocos años, de abundante pelo castaño y recientemente lavado que le llegaba abajo de los hombros, parejo. Lo peinaba con sus dedos largos, de mano gordita. Me sorprendió pensar que yo comparaba esa mano con la de la mujer del cuadro de Da Vinci. ¿Cómo se titulaba? Mientras miraba aparentando poco interés en la mujer, me puse a pensar en cómo se titulaba el cuadro de Da Vinci. La del Transmilenio tenía audífonos blancos, uno en cada oído, el cable por debajo de un saquito gris, de cuello redondo bastante usado. Dama con armiño, recordé. Y recordé bien aquella posición como de medio lado de la mujer del cuadro. Pero la mujer del bus que tenía en frente no tenía la mano huesuda, sino gordita, grande, quizá muy grande para ella, con las uñas largas un poco sucias, el esmalte color almendra medio arrancado. Unas manos perfectas para su IPhone costoso, no sé qué modelo, vi el logo de la manzana grabado en la parte posterior. Utilizaba los dedos con destreza. Escribía rápidamente sobre la pantalla que miraba con cierta ansia, no con ansiedad propiamente dicha. Siempre la cabeza agachada, medio oculta por el pelo bonito, brillante. Por momentos lo echaba hacia atrás, de una manotada. Yo la tenía a unos centímetros. Con cada movimiento del bus en los baches del pavimento, en las curvas o en las frenadas bruscas, la mujer se sujetaba de la barra amarilla vertical del bus nuevo. A ratos ella parecía a punto de perder el equilibrio. Mantenía el aparato en una sola mano, que seguía manipulando. Quizá no se daba cuenta o no le importaba que, de estar apretujada por otros pasajeros ‒eran las seis de la tarde, el bus iba repleto‒ su ingle o su cadera rozaba mi rodilla derecha. Mi rodilla un poco salida hacia el pasillo a pesar de que iba erguido, sentado en ángulo recto. Sentía el calor de ese cuerpo, y me sentí intensamente incómodo de no poder quitar mi rodilla. El rostro de ella, con brillos de sudor, parecía indiferente a su entorno, concentrado en el dispositivo. El rostro resguardado por el pelo y el abrigo negro de paño grueso, tres cuartos, con los bordes de los puños sucios de uso. En un movimiento involuntario de ella, el abrigo se abrió un poco. Llevaba botas media caña negras, altas, sucias y bastas de niña tropelera. Un apretado pantalón de sintético azul cielo. Sus caderas generosas se compaginaban con la generosidad de aquellas manos, de aquellos senos que se movían suavemente con cada sacudida. ¿Talla 40 y pico? Tuve un sobresalto cuando vi que la cremallera dorada de aquel pantalón sintético bien ajustado había bajado hasta la mitad. Por encima de las pantaletas fucsia brotaba un poco de vello, castaño también. Semejaba al color de su pelo, casi igual de hermoso y brillante. Estuve a punto de tocar el brazo de ella, señalarle lo que estaba pasando, lo que le estaba pasando. Pero ¿le estaba pasando a ella o a mí, el mirón? Me fijé en su rostro sin maquillaje, en su actitud reconcentrada. Pero me confundían sus gestos, quizá no eran gestos, sino cierta inmovilidad seca, obtusa. Involuntariamente miré hacia aquel poco de vello exuberante. Durante un segundo en que el bus frenó, su entrepierna quedó exactamente contra mi rodilla. Miré el hombro de su abrigo negro, pesado, con motas enredadas. Volví a mirar aquellas manos, aquellos pechos puestos de medio lado. Estaban bastante separados en aquel conjunto de mujer compacta, aislada en sí misma en el teléfono, conservadoramente vestida, como si viniera de un funeral.
Me dije que le cedería el puesto. Me decidí por una jovencita de hermosas facciones, con grandes gafas y tapabocas, excesivamente delgada, tanto que el bluyín parecía dos tallas más y se veía ridícula. Llevaba un gran morral de universitaria. La flaca se recostaba entrecerrando los párpados contra otra barra amarilla, a mi izquierda, y parecía tener una gripa endemoniada. De un modo casi inaudible me dio las gracias. Cuando pasé a su lado, percibí que olía a desinfectante de manos.
***
Gracias al paro de transportadores privados, esta semana he adelantado el trabajo de la universidad, lo suficiente para darme el lujo de llevar esta memoria. A pesar de haber dormido bien, aunque me levanté a las tres de la mañana al baño, mi mujer me despertó casi a las seis en vez de a las cinco y media o faltando un cuarto, lo que me molesta mucho. Ella lo sabe. Me molesta porque no me da tiempo de despertarme gradualmente, de beber un vaso de agua, ni de hacer pereza al menos veinte minutos. Pero esta mañana no me molesté con ella. Seguía embotado, sacado de un sueño muy profundo, como si mi cuerpo se hubiera hundido en lo oscuro de un pantano de imágenes. En la cama, traté de organizar mi día. Tendría hasta las diez de la mañana, sin interrupciones de ninguna clase, para escribir. La semana siguiente, si acaso, tendría una mañana completa.
Pensé en la mujer del abrigo negro. Cuando íbamos por la Suba, ella había bostezado y casi me había echado, sin importarle ni darse cuenta, un chorrito de babas. Alcancé a oler su aliento agrio, a ver sus muelas, sus dientes blancos, bien alineados. Una lengua roja y carnosa. También tenía labios rojos, suculentos, aunque no una boca bonita. Ojos grandes color marrón, largas pestañas; bonitas cejas, poco depiladas. En algún momento ella había respondido una llamada. Alcancé a escuchar que dijo en voz baja: “¿Por qué mierdas tengo que trabajar hijueputa?”
No porque tenga tiempo hasta las diez y no hasta el mediodía, y ansíe tenerlo. No porque esté aquí sentado frente a la máquina y piense que debo aprovechar la mañana, soy un privilegiado. No porque esté pensando en que es hora de preparar una taza de café, la de todas las mañanas a esta hora, las nueve. No porque haya el silencio necesario ni porque pueda complacerme en mí mismo, puedo escribir.
Sigo embotado.
Sigo arrastrándome fuera del negro pantano de imágenes.