Camilo Castillo Rojas

 

Camilo Castillo Rojas

Papá de Alicia y Antonio, compañero de Clarisa. Escritor. Es profesor de español y lenguas extranjeras, aunque también ha sido profesor de literatura y creación literaria. Desde siempre ha estado cerca de las letras. Le encanta reflexionar sobre la lectura. Su sueño es dedicarse a leer, hablar de lecturas y escribir.

Medusa

 

23 de febrero de 2024

 

El oncólogo le dice a mi papá, y eso, ¿cuánto tiene de embarazo? Mi padre, de buen humor, aunque sin sonreír le responde que dos meses. Tiene como cuatro, continúa la broma el médico. Con lentitud de medusa, sube a la camilla para ser auscultado, una vez más. El doctor, un hombre de menos de cuarenta años con acento caribe, de apariencia seria pero tranquila, apenas ve la piel de su vientre tensa y la hinchazón, le advierte que es necesario desinflarlo: hay un proceso simple en el que insertan una especie de tubo para drenarle ese líquido que le produce tensión, dice con tono confiable. Una vez le hagan el procedimiento, va a sentirse aliviado. ¿Y después?, pregunta mi madre. Allá deciden cada cuánto se vuelve a repetir, si cada ocho o cada quince días porque eso se vuelve a llenar. Mi padre, acostado, la mira con atención y mi madre lo mira con una sonrisa resignada.

Un par de minutos atrás, el doctor le había pedido subirse a la balanza. Sin zapatos, le dijo, pero mi padre no quiso quitárselos. Ante su actitud desafiante, mi madre se sonrió plenamente. Le encanta verlo voluntarioso, a pesar de que su rebeldía ya no es la de antaño. Su indocilidad se evidencia solo en pequeñas cosas: pedir una camisa específica para dormir y no la que le traen, comer de cierta manera y solo lo que le apetece, acomodarse solo como él quiere acomodarse. Sus caprichos le demuestran a mi madre que aún tiene consciencia de lo que ocurre y eso, acaso, le brinda algo de paz. Sin embargo, lo más común, y quizás lo más duro para ella, es que obedezca sin chistar: camina, levántate, come, siéntate…, ella cada vez es más imperativa y él, como llevado por la inercia de una ola, se deja. 

Al recostarse medio suspira, cansado de esa rutina de años: ir, ser auscultado, hacerse bromas con el médico, señalar el siguiente tratamiento de quimio, solicitar exámenes, continuar. Pesa sesenta y uno, bueno, sesenta si se le quita lo de los zapatos, le dijo el doctor con una sonrisa breve y un meneo de cabeza. Mi mamá me mira con una sonrisa brillante, feliz de haberle ganado esa breve batalla al médico.

Aún sobre la camilla, el doctor le sube un poco la sudadera a la altura de la pantorrilla. La espinilla destaca como una especie de cordillera dura y extendida desde la rodilla hasta el pie. A su lado, en la pierna derecha, ahí donde hubo músculo solo hay un acantilado de algo de carne. Su piel amarillenta no está tan reseca de seguro porque mi madre le ha puesto cremas para que no se descascare con la falta de movimiento. El doctor presiona a un lado del hueso y en la piel, como si fuera arena de mar, queda la huella por largo rato. Ya nos ha explicado: la albumina, la enzima encargada de mantener los líquidos de la sangre dentro de su cauce, se produce en menor cantidad por la desnutrición y ahora el plasma, ese fluido en donde navegan leucocitos, plaquetas y glóbulos rojos, ya no tiene barreras protectoras y se desbordan a su antojo para alojarse en los tejidos. Es un claro signo de desnutrición al que, finalmente, el doctor no pone mucha atención. ¿Siguen hinchados los pies?, pregunta y mi padre responde con un pastoso sí. Le digo a mi mamá si hace falta quitarle los zapatos y ella solo respinga la nariz. 

Ahora se ha sentado en la camilla. Los huesos afilados de su cráneo marcan cada vez más su rostro, esta vez sin gafas. Hacia los parietales se ven unas honduras profundas marcadas por pecas y manchas en la piel que recubre todo su cráneo. Esas manchas no preocupan a nadie. No tiene su pelo crespo, delgado y oscuro desde hace un par de meses, cuando la más reciente y violenta quimio empezó, finalmente, a tumbarle el cabello y él decidió raparse por completo para no encontrarse cabellos en todas partes. Ahora lleva una especie de pelusa blanquita, diminuta y suave, que me recuerda la de mis hijos al nacer. Los huesos de sus pómulos y sus mejillas se destacan más que los ojos verdes apagados. Antes, sus ojos eran vivaces. Cuando pensaba en un plan o proyecto, mi padre siempre ha sido de proyectos, los entrecerraba y parecían sostener una chispa titilante que demostraba cómo iba a lograr lo que tenía en mente. Lo cubre una camiseta roja con una estampa de London al lado izquierdo. Se le ve amplia, toda la ropa se le ve ancha desde hace meses. Su columna vertebral encorvada parece lista para fragmentarse en cualquier momento. Los brazos delgadísimos, sin músculos ya, son una especie de alga o tentáculos apenas disfrazados de piel. Sus manos largas como raíces de mangle, a pesar de la delgadez, siguen siendo elegantes, con sus uñas finas, bien cortadas. Hoy lleva una sudadera gris, una de las pocas que, ajustándola bastante, aún se sostiene sobre los huesos de la cadera. Las piernas desgonzadas, pesadas, se alargan hasta los pies que, aunque no los vemos, los sabemos llenos de acuosidad. Cuando se observa el vientre, no obstante, se siente una contradicción con todo su cuerpo delgado y decaído, esta acumulación abundante por la ascitis contradice todo su cuerpo frágil, ligero. Es un fruto pesado surgiendo de una rama muy liviana.

¿Qué más podremos hacer?, me pregunto en silencio, al observarlo. ¿El veneno del escorpión? ¿Los huevos de serpiente? ¿Los rituales chamánicos? ¿El muérdago? ¿Los imanes? ¿Darle de beber agua bendita? Todo lo ha probado. Incluso, la última vez que se le dio agua de una supuesta fuente natural y consagrada, estuvo gravemente enfermo del estómago. ¿Será que las fuentes naturales no quieren que sane? ¿Habrá un lugar para llevarlo? ¿Una misa de sanación? ¿Un hechicero o una bruja que lo cure? ¿Habrá un mar, un océano en donde pueda purificarse? ¿No hizo algo así Velia Vidal?

En Aguas de estuario, tuve la sensación de que Velia, la autora, recuperaba algo de sí misma al regresar a su Chocó natal y al estar junto a las aguas de esos ríos y mar que tanto la poseían. En esas cartas a un receptor desconocido, la autora menciona la sensación de tranquilidad y bienestar que le proporcionan esas aguas. No es el Pacífico de La perra, de Pilar Quintana, que es más bien violento, voraz, brutal. El mar de Velia tiene un movimiento relajante, una armonía que le permite a ella ser quién de verdad es, una promotora de lectura, una mujer de proyectos, así como mi papá, con su Motete echada al hombro. Parece que cuando Velia escucha el mar, cuando lo siente cerca, logra bienestar. Incluso habla de la ausencia de mar como una especie de angustia que le da y que solo recupera la calma cuando se reencuentra con el océano. Linda esa relación.

¿Será que a mi padre le convendría adentrarse en el mar? ¿Sería buena idea llevarlo en la condición en la que está al océano Pacífico? No debe ser tan complicado. Le puedo escribir una carta a Velia, conozco gente que la conoce, y le diría algo como: Estimada Velia, cordial saludo. Soy Camilo, un profesor de Bogotá que quiere llevar a sus padres al océano Pacífico. Desde que escribiste sobre Bahía Solano (¿puedo escribirte de tú?) quedé prendado de esa imagen, de ese lugar que desconozco por completo y que me encantaría conocer.  Si me recomiendas un lugar te lo agradecería mucho porque soy plenamente ignorante en el tema. Y si hay un lugar no tan costoso, o si acaso hay un espacio que se ofrezca como intercambio por trabajo, pues estoy dispuesto a pagar mi estadía de esa manera. Quizás puedo ayudarte con algo de Motete: puedo leer libros en voz alta con gente que viva por ahí, trabajar en una biblioteca, en una escuela, en un lugar de esos tan difíciles y paradisiacos de los que hablas en el libro. Mientras voy a leer con la comunidad, sería lindo que mis viejos estuvieran como lagartos llenándose de sol, que mi padre calentara ese líquido infecto y mi mamá pudiera descansar de cuidarlo. Tal vez mi mami se dedique a ver el mar, así como el señor Palomar, de Italo Calvino, ¿lo recuerdas?, ese que se dedica a seleccionar una sola ola de tantas que llegan a una playa para describirla en detalle, para observarla. Ya me la imagino contando olas mientras mi padre descansa su vientre acuático, se cubre la calva con un sombrero blanco de ala ancha y toma Pedialite. Ojalá pudieran dedicarse a mirar esas playas, esa selva y no a esta angustia del día a día aquí en Bogotá que trae consigo una pesada enfermedad que intenta ahogarlos. Sería lindo que coincidiéramos con la temporada de ballenas. Aunque ahora que lo escribo, no creo que mi papá aguante un viaje de esos en lancha, ¿cierto, Velia? Quizás, un día en que pueda escaparme de las labores que asuma para pagar la quedada, pueda meterme con él al mar, proponerle que se agarre de mis hombros, que estire las piernas que le pesan como rocas y pueda flotar. Quisiera acercarlo a una zona en la que quede bien cubierto, excepto la cabeza y que, de pronto, por uno de esos misterios del mar, ese líquido que habita su vientre decidiera abandonarlo, dándole más tiempo de navegación por estas aguas de la vida. Sería lindo. Muchas gracias por tu atención. Cordialmente, Camilo.

Después de dejar al doctor, salimos a un corredor en donde el sol cae de pleno atravesando el techo de una marquesina de vidrio. Mi padre me pide acercarle una silla. Se ha puesto las gafas y deja su calva expuesta para que el sol se la caliente.  Desde que apareció el primer tumor, su cuerpo permanece frío y como un animalito ansioso de calor, en cuanto siente el rayo de sol busca recibir el chorro de luz y bienestar. Mi mamá, entre tanto, ha entrado a un consultorio para pedir una nueva cita. Me agacho junto a él. Bajo ese sol brillante de enero, me cuenta que desde hace días tiene la sensación de que alguien, aparte de mi mamá, aparece por ahí en el apartamento de ellos. A veces siente una presencia cerca de mi madre, a veces siente como si esa sombra se moviera por los corredores del apartamento. Imagino una especie de ser invisible, transparente, moviéndose por los cuartos. ¿Estás desarrollando habilidades extrasensoriales? Ojalá, responde satisfecho. O es la marihuana que me da tu mamá en goticas, dice y los dos reímos bañados bajo el sol de la sabana, nada parecido al que nos espera allá en el mar.

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