
Camilo Castillo Rojas
Papá de Alicia y Antonio, compañero de Clarisa. Escritor. Es profesor de español y lenguas extranjeras, aunque también ha sido profesor de literatura y creación literaria. Desde siempre ha estado cerca de las letras. Le encanta reflexionar sobre la lectura. Su sueño es dedicarse a leer, hablar de lecturas y escribir.
Lecturas sumergidas
26 de enero de 2024
Cuando cumplí quince años, a mi papá, por temas de trabajo, le tocó visitar varias ciudades y pueblos de la Costa atlántica y, para celebrar mi paso a la “juventud”, aprovechando el papayazo de la visita, dividió los pocos recursos de su periplo para los dos. Fue la primera vez que viajé en un avión de Avianca, de Bogotá a Montería. El recorrido laboral de mi padre, y el de mis vacaciones fortuitas, empezaba en ese lado del Caribe y se deslizaba hacia el oriente, a lo largo de la costa, hasta llegar a Barranquilla.
Al subirnos, me propuso que me hiciera en la ventanilla y me dijo que viera lo que más pudiera. Vi la pista estática y luego en movimiento, las alas del avión plateadas por el brillo del sol, el despegue, que para mí incluso hoy no deja tener algo de feérico, la ciudad de ladrillos quedándose atrapada en el smog. Luego tuve la sensación vana de superioridad al ver montañas desde arriba, para luego sentirme ínfimo cuando el aparato sobrepasó las nubes y se alojó en el celeste abrumador. Luego vi un río serpenteante, unos pueblos diminutos, parece un pesebre, dijo mi papá cuando sobrepasamos alguno. Con razón decía Charly “No voy en tren, voy en avión”, volar es un solle total. Incluso, sin haber tocado tierra firme, para mí ya había valido la pena.
Todo mejoraría porque, para mi suerte, mi papá tenía que visitar Lorica al día siguiente, lo cual nos daba la oportunidad de escapar de Montería para ir, de una, a conocer el mar. Llegamos en la tarde y tomamos un transporte directo a Coveñas. Casi dos horas después, estábamos dejando las maletas en un hotel de ninguna estrella y nos adentramos en chancletas hacia la playa. Qué calor, le dije. Él sonreía. Allá está el monstruo, dijo señalando al horizonte luminoso. A lo lejos, más allá de unas palmeras y una arena hirviente, estaba el espejo del cielo. Uff. Qué impactante. Tenaz. Como buen cachaco y primíparo frente al mar, quedé atolondrado con todo: con el viento, el vaivén de las olas hipnóticas, el color azulado grisáceo del océano, el salitre agitando mi nariz, las palmeras, que parecían de película. ¡Qué bacano! Sí, es de lo mejor que hay, repuso. Quedé tragado de una. Quizás no fuera la playa más bonita del mundo, pero era más o menos extensa y de arena color amarillo como el pelaje de un gato. El mar era tranquilo, o así es en mi recuerdo, y como era temporada baja, es decir, la época en la que los cachacos/rolos/gente-del-interior no inundamos todos los sitios vacacionales, entonces era un lugar sereno y dispuesto a la contemplación. Creo que nos quedamos observando un rato, sobre todo yo, que estaba alelado por esa magnitud, hasta que, mientras mi papá se iba despojando de la camiseta y del pantalón, su voz alegre dijo ¡metámonos, llavería! Y entonces pude ver el brillo de su pecho pálido ante el sol abrasador. ¡Queso picho!, me dijo cuando me vio quitarme la camiseta, luego me lanzó la suya a la cara y se blanqueó más con un bloqueador barato que me pasó para también pintarrajearme de blanco. Dejamos la ropa tirada y avanzamos cual mimos embadurnados hacia el gigante.
La primera vez que se ve el mar, con los pies ya metidos dentro del agua, quedas sometido a su infinitud, y a un escalofrío. De a pasos, sientes su fuerza: te empuja, te trae, te adormece. Quizás te empieza a curar con su sal para, después, provocarte heridas impensables, como cuando se pisa una piedra y de una vez se abre un tajo en la planta, o cuando las aguamalas te pican. Pero esa vez fue solo curación. Nos lanzamos a nadar antes de que la tarde se acabara. Fui feliz: estaba emocionado, aliviado por el refresco acuático que espantaba el calor. Él se alejó hacia lo profundo y desde donde yo estaba, veía solo el cuello y su cabeza de crespos aplastados, además de sus brazos extendidos sobre la superficie del agua. Me sumergí hasta sentir ardor en los ojos y tomé de esa agua, nunca antes probada, escupiéndola al salir. Hay que dejarle agua al mar, dijo, chapoteando agua a mi cara. Me defendí. Esa vez no hubo heridas ni remolinos, ya habría otros viajes para la respectiva revolcada marítima, aunque a esos ya no iría con él. Debimos habernos quedado un largo rato porque al salir estábamos sedientos. Quizás compró gaseosas en algún bohío que oficiaba de tienda. Luego nos sentamos al borde de la playa, en tronco lanzado por el torrente. Las luces del ocaso se resistían a apagarse y la mar (quizás sea más bonito en femenino) se estiraba hasta nuestros pies, seduciéndonos, invitándonos con su caricia ligera, vengan, cachaquitos, no va a pasar nada, vengan, tranquilos.
Nos levantamos a caminar bajo el cinematográfico atardecer, cada uno con su bebida en la mano y me puse a recoger conchitas de mar, así, bien adolescente cursi. Observé hacia el horizonte, unas nubes manchaban el cielo a lo lejos. Pensé en todo lo que traía y llevaba esa mensajera, medio de transporte, vaso comunicante: hacia allá debía estar Martinica, Cuba, Portugal, un lugar donde, años después, soñaría estar de visita con mi papá. ¿Cuántos marineros te imaginas que habrán puesto sus botas en esta arena?, preguntó mi padre también reflexivo. ¿Cuántos esclavos se habrán bajado de galeones para entrar a sacar oro de por acá? ¿Los sinúes habrían vivido por estos parajes?, se preguntó para responderse a sí mismo: Seguro que sí, ellos eran de por acá, explicó con su tono de profesor, y mirando hacia las casitas dijo: debe haber huellas de ellos. ¿Cuántas botellas con mensajes de náufragos habrán llegado a estas playas?, pregunté yo con mi botella de Coca-Cola en la mano. Ya había leído el cuento del mensaje en una botella de Poe y la idea de encontrar un mensaje de un marino secuestrado por un barco de viejos me puso a rebuscar a ver si descubría algún mensaje en un cadáver de Colombiana o de Pepsi sobre esa larga arena piel de gato. Pero no, por más que caminamos solo encontré botellas plásticas vacías además de pitillos, vasos desechables y algún paquete de papas fulgurante. El reciclaje no estaba de moda en esos días. Hacia allá, señaló un punto lejano, mientras caminábamos en oposición al ocaso y con la ropa colgada al hombro, llega el oleoducto Caño Limón-Coveñas, al que le hacen atentados. Miré, pero no vi sino más arena. No había sillas ni carpas, nada de ese aparataje turístico, solo playa y una que otra persona, una pareja, un vendedor de pulseras fumando hierba.
¿Llegará un cuerpo a esas playas?, pregunté. ¿Uno de aquellos recibidos por el río Magdalena o el Cauca? No, las desembocaduras están bien lejos, dijo negando con la cabeza. Pero puede llegar un asesinado lanzado desde un barco por una riña de marinos, hizo un gesto de cuchillero. O de pronto aparece un ahogado, dijo, el más hermoso del mundo. ¿Cómo así? Es un cuento. De quién. De García Márquez. ¿De qué trata? Léelo. ¿Ahorita? Si lo encuentras. Naa, estoy de vacaciones.
Cuando volvimos, lo leí. La biblioteca de la casa no era grande, pero ahí estaba el libro de la Eréndira, en donde estaba incluida la historia de Esteban. Cuando empecé a imaginar al ahogado, siempre pensé que llegaba a un pueblo como Coveñas, ese paraíso donde conocí a la mar por vez primera. Pero ahora que me puse a pensar en esto, volví a leer el cuento. Y como soy viejo y más ignorante que entonces, pero un poco menos perezoso, decidí averiguar de dónde había salido el asunto. Además, ahora está internet y es más fácil encontrar datos. Pues no, según San Google, no fue en Coveñas en donde, supuestamente, el cuento surgió. Fue por la Ciénaga Grande, que no queda en Córdoba sino en Magdalena, más hacia el oriente, un territorio que no atravesaríamos con mi papá esa vez. García Márquez dice que el origen de “El ahogado más hermoso del mundo” surgió de una anécdota que Alejandro Obregón, pintor y amigo del escritor, le contó. Obregón le relató que un conocido le había solicitado ayuda para encontrar al patrón de su bote en la noche, en la ya mencionada ciénaga. Obregón y el barquero empezaron a buscarlo hasta que, casi sentado y en donde apenas se le veía la punta de la coronilla en la superficie del agua, encontraron el cuerpo. García Márquez dice que Obregón dijo (quién sabe cuánto de esto sea verdad), que lo único que flotaba era su cabellera y que el tipo “parecía una medusa”, y de esa cabellera medusa Obregón “sacó al ahogado entero con los ojos abiertos, enorme, chorreando lodo de anémonas y mantarrayas, y lo tiró como un sábalo muerto en el fondo del bote” (en ‘Obregón o la vocación desaforada’, 1983). Lo dice con su estilo hiperbólico que, quizás, ahora que escribo esto, debe tener que ver con esa noción exagerada que, justamente, el Atlántico arrastra consigo, esa idea de enormidad del océano como límite y principio, como cielo, como inicio y fin.
El cuento no me causó mayor impresión. Algo asombroso que ocurría en un pueblito caribeño, era extraño y con un lenguaje chévere, la historia de cómo se quiere a un cadáver y cómo esa experiencia puede transformarte. Pero ahora, después de releerlo, pensando en este recuerdo de ese día junto a mi papá, he considerado que, quizás, se trate de otra cosa. Me parece que, en buena medida, García Márquez en realidad está haciendo una reflexión sobre la lectura.
El hombre ahogado, al principio, es como un texto confuso, un libro difícil, una novela pesada a la que es mejor sacarle el cuerpo. Sin embargo, los niños están muy interesados por esta actividad y objeto extraño. Los niños quieren jugar con él, así como muchos chicos a los que se les brindan libros y lecturas juegan con las palabras y con los libros, y se sienten felices con esos materiales raros, objetos que pueden ser incomprensibles, pero, al mismo tiempo, contienen una sensación mágica dentro de ellos. Y si ya el niño sabe leer, cada encuentro con el objeto es un viaje.
Más adelante, en la medida que el pueblo explora al ahogado, es decir, en la medida que los adultos descubren el texto, lo leen, el monstruo adquiere una belleza nueva. Y así como Esteban solo toma forma definida e incluso nombre cuando lo observan con detenimiento, es decir, cuando lo leen con atención, sucede igual con decenas de lecturas que solo cobran sentido cuando el lector o la lectora se apropia de ellas, cuando observan, leen y transforman dichas letras para sí. Eso sucede, sobre todo, cuando hay un momento de empatía, de comprensión entre aquellos personajes que habitan ese texto, sobre todo si es ficción, y se logra entender un poco mejor los defectos y virtudes de esos seres. Cuando los habitantes del pueblo se apropian de aquel difunto, Esteban termina repleto de sentido, tal y como sucede con aquellos textos que cobran claridad cuando nos los apropiamos.
Esa obra, ese cuento o novela acaba, irremediablemente, así como Esteban debe ser devuelto a las manos de la mar; quizás esa novela que debe ser devuelta porque se tomó prestada de una biblioteca pasará a otras manos, a las de otros lectores. O, si ese libro se compró o se heredó (o se robó), quizás ahora pase a nuestros hijos y ellos jueguen con aquella novela tal y como los niños del pueblo hicieron con el gigantesco cuerpo del ahogado. O, quizás, ese mismo libro vuelva a nuestras manos años adelante, cuando no seamos los mismos, y lo leeremos de otra manera, ya transformados por los ríos de la vida. Esa lectura, ese libro, venido de otros océanos, regresará para ser reinterpretado y tal vez reinterpretar el mundo. Algo parecido a lo que le está sucediendo a este recuerdo marítimo atravesado en las cañadas de mi memoria y que está de regreso para descomponerlo y entenderlo.
Por supuesto, esto no lo pensaba a los quince años. En esos días solo quería tener un amor, una banda de rock, y escribir. Mi papá sabía de mi deseo de ser escritor, incluso, por esa época me regaló Las cartas a un joven poeta, de Rilke, una fuente a la que vuelvo con frecuencia para no olvidarme de ser siempre un principiante. Y quizás esa primera visita al mar, en esta segunda lectura que hoy hago del recuerdo, perseguía también fines más complejos que los de, simplemente, conocer el océano. Quizás, sin proponérselo, mi papá me estaba invitando, primero, a aprender a ser un lector. Lector del mundo, de nuestro país, de lo que hubiese alrededor, no pasar por la vida como si estuviera deslizando una pantalla. Y un lector, claro, de literatura.
El otro fin que buscaba era una noción de vida, que en buena medida se enreda mucho con la del lector. Para mi padre, sus hijas y su hijo debíamos ser viajeros. Viajeros como exploradores de culturas, de países, de océanos. Siempre dijo que debíamos encontrar el mundo por nuestra cuenta. Para él, viajar siempre fue un placer y una alegría permanente. No sé cuánto viajó, pero sé que viajó muchísimo y que le encantaba la idea de regresar con experiencias y aventuras por contar. Es decir, viaje, lecturas y narraciones eran base de sus principios. Por supuesto que esta noción tiene su reverso, mi madre quedándose sola con tres criaturas a cargo mientras mi padre exploraba el mundo, pero, bueno, esto da para otra nota, quizás más adelante.
Diría que como yo andaba volantón, mi padre me invitó a la Costa aquella vez no solo para celebrar mis quince, sino para indicarme el camino del viajero, una senda que en buena medida he cumplido, aunque no tanto como él.
Mi papá y yo caminamos un largo rato y cuando se hizo la noche fuimos a comer pescado, como buenos cachacos en costa. No creo que haya estado tan bueno, la verdad. Al otro día, emprenderíamos el viaje a Lorica, una aventura menos animada, pero aventura, al fin de cuentas. Regresamos a la playa ya de noche cuando las estrellas parpadeaban. La negrura de la mar parecía susurrar ahora con más poder, más seductora ahora que el silencio de la noche permitía escuchar mejor. ¿Te irías en un barco?, me preguntó mi papá. Dije que sí, pero no sé si habría sido tan valiente. Avanzamos sobre la piel parda del gato, cansados hasta caer rendidos en el hotel. Quizás soñé la playa. Quizás pensé aquella noche que no sabía nada de la mar, ni cómo leerla. Aún no sé nada. Aunque ya he recibido el aguijonazo de las aguamalas, me he cortado la planta con piedritas, he visto a mis hijos jugando en una playa. Sería bonito volver y quizás esta vez, entenderla mejor, leerla mejor. Quizás volver con mi padre, como los cachacos no tan cobardes que aún tienen piel color queso.